Oficio de lector

Un escritor en la peste; por Luis Yslas Prado

A Guillermo Sucre Ignoraba que se podía soñar con personajes literarios. Pero todas las noches se aprende algo. Ayer soñé con Joseph Grand de La peste de Albert Camus. * Aunque no lograba distinguir su rostro debido a que su cuerpo se inclinaba sobre un escritorio y la habitación estaba en penumbras, sabía, con esa

Por Luis Yslas | 25 de noviembre, 2017

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A Guillermo Sucre

Ignoraba que se podía soñar con personajes literarios. Pero todas las noches se aprende algo. Ayer soñé con Joseph Grand de La peste de Albert Camus.

*

Aunque no lograba distinguir su rostro debido a que su cuerpo se inclinaba sobre un escritorio y la habitación estaba en penumbras, sabía, con esa convicción irracional de quien sueña, que era él. Grand emitía una especie de gorjeo apenas perceptible. Llevaba un sobretodo que le quedaba grande y estaba sentado sobre una caja. Bajo la luz de una lámpara, su mano derecha escribía una frase que luego su mano izquierda tachaba. En eso estuvo un buen rato. La derecha trazaba lo que la izquierda deshacía. Una y otra vez. Cuando quise acercarme más, se volteó y me miró, pero su cara estaba completamente rayada, como un cuaderno escolar al que no le caben más palabras. Pronunció algo que no entendí y eso fue todo. Al despertar decidí escribir estas líneas.

*

Escribir sobre un personaje que no puede escribir es un riesgo. La escritura se contagia pronto de ese virus y empieza a dar vueltas sobre sí misma hasta enredarse en un nudo de silencio.

*

Pero escribir siempre es un riesgo que el silencio no resuelve. Escritor, pensaba Thomas Mann, es el que escribe con dificultad. Grand es el escritor llevado a sus últimas consecuencias.

*

En la novela de Camus, Joseph Grand es un bondadoso empleado del ayuntamiento de Orán, que durante toda la historia se enfrasca en una lucha con sus propias palabras. Una lucha no menos decisiva que la que libra el resto de la ciudad contra la peste, aunque más modesta y acaso incomprensible en medio del encierro y la mortandad. En los ratos que le roba a sus ocupaciones burocráticas y filantrópicas, Grand ha empezado a trazar la primera frase de lo que parece ser una historia imaginaria. Una novela, tal vez. Sin embargo, no puede darle el remate final a esa oración, dotarla del ritmo deseado que lo conduzca a las líneas siguientes. Una sola frase ocupa sus días y sus noches. No puede avanzar más. Pero tampoco retroceder. Insiste, cambia un adjetivo, aplasta un sustantivo, pule, altera, tacha, afina, talla, busca la palabra justa, la forma perfecta. Pero es inútil. No puede echar a andar la escritura. Su narración ha quedado interrumpida, cautiva, en un balbuceante inicio que no deja de corregir con la obsesiva disciplina del desesperado.

*

Ahora entiendo que soñé un resumen de Grand. Supongo que los personajes son como fantasmas que se resisten a esa muerte por olvido a la que a veces los condenamos. De ser así, Grand es una aparición cuya imagen ha terminado por imponerse también en mi vigilia. Supongo que algo quiere decirme, y supongo también, sin mucha seguridad, que escribo para averiguarlo, o al menos para traerlo simplemente a la memoria, sin mayores interpretaciones. Demasiadas suposiciones como para abrigar certezas.

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A diferencia de los protagonistas de la novela –el doctor Rieux, el periodista Rambert, el solitario Tarrou–, Grand es un ser de perfil a quien Camus describe con simpática compasión: “Alto, flaco, flotaba en sus trajes que escogía siempre demasiado grandes, haciéndose la ilusión de que así le durarían más. Conservaba todavía la mayor parte de los dientes de la encía inferior, pero, en cambio había perdido todos los superiores. Su sonrisa, que le levantaba el labio de arriba, hacía enseñar una boca llena de sombra. Si se añade a este retrato un modo de andar de seminarista, un arte especial de rozar los muros y de deslizarse por entre las puertas, un olor a sótano y a humo, con todos los modales distintivos de la insignificancia, se reconocerá que solo se le podía imaginar delante de una mesa de escritorio, aplicado a revisar las tarifas de las casas de baños de la ciudad, o a reunir para algún joven escribiente los elementos de una información concerniente a la nueva ley sobre la recolección de las basuras caseras”.

*

Imposible no advertir en Grand la herencia del Bartleby de Melville, de los escribientes de Kafka, de las sombras imaginarias de Walser, en fin, de todos los artistas para quienes la obra y la vida –como en la frase de Beckett– son un pretexto para fracasar mejor. La vida de Grand, su escritura, se reduce a esa movediza y fallida primera frase –el grado cero de su existencia–, modificada en numerosos fragmentos reunidos en una carpeta que guarda en su habitación, como un íntimo secreto que comparte solo con algunos conocidos.

*

“En una hermosa mañana del mes de mayo, una elegante amazona recorría, en una soberbia jaca alazana, las avenidas floridas del Bosque de Bolonia”. Este es el primero de los varios inicios que Grand lee en la novela, advirtiendo que se trata solo de un borrador: “Esto no es más que una aproximación –afirma–. Cuando haya llegado a transcribir el cuadro que tengo en la imaginación, cuando mi frase tenga el movimiento mismo de este paseo al trote, un, dos, tres, un, dos, tres, entonces el resto será más fácil y sobre todo la ilusión será tal desde el principio que hará posible que digan: Hay que quitarse el sombrero”.

*

Páginas más adelante, la imagen reaparece ligeramente retocada por su autor: “En una hermosa mañana de mayo, una esbelta amazona, montada en una soberbia jaca alazana, recorría las avenidas floridas del Bosque de Bolonia”. Pero Grand aún no está convencido. Ni se da por vencido. Continúa corrigiendo, en esa convulsa reescritura que no hace sino fijarlo en el mismo lugar, como si su amazona no cabalgara sobre un bosque, sino que diera vueltas y vueltas en un carrusel que no conduce a ningún lado. “En una hermosa mañana de mayo, una esbelta amazona, montada en una suntuosa jaca alazana recorría las avenidas llenas de flores del Bosque de Bolonia”. Poco antes del final de la novela, Grand cae gravemente enfermo. Agonizando en su habitación, aún tendrá fuerzas para revelar una versión más de su frase: “En una hermosa mañana de mayo, una esbelta amazona, montada en una suntuosa jaca alazana, recorría entre flores las avenidas del Bosque…”. Ante la inminencia del fin, Grand le pide al doctor Rieux que le pase las hojas de su manuscrito. “El doctor las hojeó y vio que todas aquellas páginas no contenían más que la misma frase indefinidamente copiada, retocada, enriquecida o empobrecida. Sin cesar, el mes de mayo, la amazona y las avenidas del Bosque se confrontaban y se disponían de maneras diversas. Pero al final de la última página una mano atenta había escrito con tinta que aún estaba fresca: ‘Mi muy querida Jeanne, hoy es Navidad…’ Debajo, con esmerada caligrafía, figuraba la última versión de la frase”. En un gesto deliberadamente kafkiano, Grand le dice a Rieux que queme todo eso. “El doctor dudó, pero Grand repitió la orden con un acento tan terrible y tal sufrimiento en la voz que Rieux echó los papeles en el fuego ya casi apagado. La habitación se iluminó rápidamente y una breve llamarada la caldeó un momento. Cuando el doctor fue hacia el enfermo, este se había vuelto del otro lado y su cara tocaba casi la pared”.

*

Sin embargo, a la mañana siguiente, Grand amanece recobrado. Para su sorpresa y la de sus compañeros, la muerte parece haberle dado un salvoconducto. Un tiempo de prórroga. Su recuperación anuncia el final de la peste. Se abren las fronteras de la ciudad y la novela empieza a cerrarse. Fiel a sí mismo, Grand ha decidido recomenzar su historia. Sospecho que aún sigue batallando en la primera línea, lanzado hacia ese infinito inmóvil en el que su frase es un taller de escritura donde el alumno y el profesor son la misma persona. Imagino su figura encorvada, fija en el tiempo como un signo de metafísica resistencia. Y también de empecinada tristeza. Como un garabato de la angustia de escribir.

*

Lo más difícil para un mal escritor no es escribir mejor sino dejar de escribir. ¿Pero es Grand un mal escritor o algo se nos escapa de su enigmática tarea? En otras páginas Camus escribió que un hombre rebelde es un hombre que dice que no. Cada vez que Grand se sienta a escribir es un rebelde que le dice no a la literatura. O a cierta idea de la literatura de la que su escritura, sin que él mismo lo sepa y lo desee, prefiere mantenerse al margen. Incontaminada. Grand es el escritor del silencio o de la evasión que el silencio procura. O tal vez sea uno de esos casos en que la escritura se rebela contra su creador, desmaterializándose en cada intento de avance, como una forma de evitar desarrollos y desenlaces, aspirando a mantenerse en un estado de perpetuo nacimiento con el que se pretende burlar, temporalmente, a la muerte. ¿Es Grand el escritor de la agonía? Lo cierto es que es el escritor de la peste; un sobreviviente.

*

Camus construyó un personaje con grandes densidades de sombra y lateralidad. Un ser hecho de lado, fuera de foco. La luz que emana Grand siempre es pálida, a punto de apagarse. Por eso resulta inútil, y hasta irrespetuoso, pretender arrojar claridades en el corazón de su misterio. Me temo que solo puedo enumerar conjeturas rotas y contradictorias que recorran también el bosque de Bolonia sin afán de llegar a ninguna exactitud. Grand es un mediocre cuya escritura es la arena movediza donde se hunde en vez de avanzar. Pero también es un héroe. Si se quiere un héroe de la fragilidad. Pero un héroe, al fin y al cabo: alguien que no renuncia a luchar, a pesar de sus miedos, con todos sus miedos a cuestas. Su empecinamiento lo convierte en una suerte de místico al que sus compañeros respetan. Su vida cabizbaja es la parodia de Bartlebly y de Kafka. Y como toda parodia, un sentido tributo. Grand es la encarnación del silencio que se subleva en todo escritor, el humorista cuya ironía posterga el encuentro con la muerte, el modesto protagonista de un libro en el que se hace pasar por personaje secundario, el microcuentista atrapado en una novela, el corrector que se cree escritor, el romántico para quien la literatura es el puente que conduce al ser amado, el artista enamorado del vacío que su escritura traiciona. Grand es un tonto y un sabio en proporciones intercambiables. Un luchador o un loco según el lugar y el tiempo de las interpretaciones. Y es, sobre todo, un hombre que, en medio de un mundo que se deshace, no renuncia a la modesta tarea de encender la luz todas las noches y emprender, aunque sea por unas horas, la búsqueda de la belleza.

*

Si Grand se me vuelve a presentar en sueños, me quitaré el sombrero, y no volveré a interrumpirlo.

La biblioteca de Don Quijote; por Luis Yslas Prado

“Si todos los libros me han matado, uno solo es suficiente para que viva”. Alexandre Arnoux. Chanson de la mort de Don Quichotte I Empecemos por otro inicio; otro inicio del Quijote. Digamos, el capítulo VI de la Primera Parte: el escrutinio de la biblioteca del enloquecido hidalgo de la Mancha. Un capítulo que acaso

Por Luis Yslas | 24 de abril, 2017

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“Si todos los libros me han matado,
uno solo es suficiente para que viva”.

Alexandre Arnoux. Chanson de la mort de Don Quichotte

I

Empecemos por otro inicio; otro inicio del Quijote.

Digamos, el capítulo VI de la Primera Parte: el escrutinio de la biblioteca del enloquecido hidalgo de la Mancha. Un capítulo que acaso era el final de ese cuento breve y primario –o novela, como se le decía en aquellos días– que Miguel de Cervantes comenzó a escribir a finales del siglo XVI, sin sospechar, sospecho yo, lo que se le venía encima. A él. A nosotros. A la literatura entera.

Propongo esa lectura arbitraria. Saltarse el verdadero comienzo de la historia del libro y situarse en el inicio de la historia de una locura. Porque el origen de la locura de don Quijote está en su biblioteca. Allí se modela su sinrazón. Su biografía, como la de cualquier lector obsesivo, es en realidad una bibliografía. Rastrear el pasado del personaje –ese que Cervantes escamotea– implica revisar las lecturas que trocaron a Quijano en Quijote. Volver a entrar en esa biblioteca y repasar las huellas, nunca nítidas, de un pasado que es también presente y porvenir. Una suma del tiempo. O un tiempo atrapado en una experiencia de lectura absoluta que se niega a cerrar los libros, a terminarlos.

Todo comienza en una biblioteca.

II

El cuento inicial era sencillo y parecía tener una redondez ejemplar: un avejentado hidalgo enloquece de tanto leer libros de caballerías, sale de su casa disfrazado de caballero andante, padece por varios días las burlas y golpes de sus paisanos y, finalmente, regresa a su casa, donde lo esperan su sobrina, el ama y algunos amigos. Enfermo de desvarío y cansado de unas aventuras que lo han dejado contuso y derrotado, el hidalgo pide que lo dejen dormir. Buen momento para que la historia termine. Para que el soñador acabe en su cama, donde los sueños resultan inofensivos. El escrutinio de la biblioteca le viene de perlas a Cervantes para advertir sobre el peligro de los libros caballerescos que han malogrado a su personaje y cerrar así un relato que cumpliría a cabalidad con la función, muy de la época, de deleitar enseñando. Una novela, literalmente, ejemplar.

Pero Cervantes no está convencido.

Es posible que en esa duda germine la literatura moderna. La modernidad y todas sus contradicciones. En esa duda moderna, amenazada y amenazante, seguimos.

III

Imagino ese instante de melancólica clarividencia que le impide a Cervantes terminar su cuento con una plática moralizante que le resulta inapropiada, por falsa. Ya no está tan seguro de arrojar a la hoguera toda la biblioteca de don Quijote y poner el punto final a un cuento que se le está yendo de las manos. Porque debajo de lo que sabe asoma una intuición: don Quijote es una caricatura de Cervantes; la sombra de aquel joven soldado y poeta que soñó con glorias que le fueron esquivas. Él ha dejado de creer en los libros que han enloquecido a su personaje, pero no los desprecia. Tal vez no los ama, pero ama la nostalgia de aquellas lecturas, que también fueron suyas y lo colmaron de ensoñaciones diluidas por el imperio de la realidad española. Cervantes se va sintiendo, cada vez con mayor convicción, padre y padrastro de su propia juventud encarnada en don Quijote.

El capítulo VI se altera. Se distancia de lo que parecía anunciar el plan inicial. Porque Cervantes no solo está escribiendo sino leyendo fijamente a su personaje. Un lector consciente que lee a un lector inconsciente: literatura y vida entreveradas. “Leer es una forma lúcida de la locura”, precisa José Balza con razonable lucidez. De manera que el capítulo “del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo” hace las veces de estancia reflexiva –que ignora aún que es pasadizo– para que Cervantes y los lectores pensemos mejor al hidalgo, nos adentremos en él: entremos en su biblioteca.

La escena en la que el cura y el barbero, con el consentimiento del ama y la sobrina, ingresan al aposento de los libros anuncia un comentario crítico y un auto de fe. Un comentario apresurado por las llamas que se agitan en el corral, pero apasionado en las observaciones. Si ordenar bibliotecas, como pensara Jorge Luis Borges, es “ejercer, de un modo silencioso y modesto, el arte de la crítica”, quemarlas constituye en el capítulo VI una manera de practicar una crítica desesperada que se debate entre la condena y el aprecio, y en donde la narración que está por terminar, en virtud del examen al que son sometidos los libros, se inflama de vigor y se resiste al fin.

IV

El capítulo VI comienza con una frase que ha quedado escindida entre dos instancias narrativas: “El cual aún todavía dormía”. Oración trunca que proviene sintácticamente de la oración final del capítulo anterior –“con el cual se vino a casa de don Quijote”–, donde se refiere la llegada del cura y el barbero a casa del hidalgo. Los críticos han aclarado el equívoco indicando que es muy posible que el epígrafe que encabeza el capítulo haya sido añadido por Cervantes después de redactado el primer manuscrito.

Tiene sentido. Esa oración que se encabalga entre un final y un inicio remarca que el capítulo VI –o el corazón narrativo del capítulo VI– ha empezado –a latir– un poco antes. Porque si el epicentro de ese capítulo son los volúmenes de la biblioteca, estos se presienten en los desdoblamientos que sufre el personaje en el capítulo V, por cuyo delirio resuenan los libros que lleva dentro en calidad de guiones existenciales.

Camino a su casa, Don Quijote se cree sucesivamente Valdovinos, Abindarráez y Reinaldos de Montalbán. “Yo sé quién soy –le responde a su vecino Pedro Alonso, quien lo ayuda a regresar a su aldea– y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los doce Pares de Francia, y aun todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías”.

El personaje de Cervantes se transforma en una máquina de citar, en un lector en voz alta dispuesto a personificar cada libro que le viene a la memoria, sin importarle ya el género literario. La biblioteca mental del hidalgo se descarrila. Pierde su eje caballeresco y es capaz de mimetizarse incluso con el romancero y las historias moriscas. Todas las literaturas se aglomeran. El cuento amenaza con desbordarse. Urge que don Quijote vuelva a su hogar. Que detenga la maquinaria de la representación. Que duerma. Que abran la puerta del cuarto de los libros y comience el juicio.

V

La biblioteca de don Quijote contiene “más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños”, calcula el narrador árabe Cide Hamete Benengeli –aunque más adelante don Quijote afirmará tener más de trescientos ejemplares. Cualquiera de las dos cifras resulta asombrosa, no solo para el cura y el barbero, sino para los lectores de la época de Cervantes. Una biblioteca de esas características era inimaginable en la casa de un hidalgo pobre, y aun de cualquier hidalgo. En aquel tiempo, apenas veinte por ciento de la población europea sabía leer. Y los libros eran muy costosos. Una biblioteca con más de un centenar de textos, entre los que se cuentan ediciones antiguas y títulos encuadernados, era un signo de extravagancia libresca en una comunidad rural mayoritariamente inculta como la de la Mancha. Esa habitación solo podía pertenecer a un lector rico y excéntrico. O a un hidalgo que ha malbaratado sus bienes en un vicio carísimo y reprobable.

No extraña que el ama acuda rauda a buscar “una escudilla de agua bendita y un hisopo” para rociar esa monstruosidad, ni tampoco que mencione a los encantadores de libros como enemigos a combatir. Es evidente que lleva tiempo escuchando a don Quijote hablar de sus ficciones. Ella y la sobrina, iletradas y pragmáticas, reaccionan ante una biblioteca que se les ha impuesto como una gran amenaza: el empobrecimiento de su hogar. Son la representación femenina de una época en la que las mujeres no tenían acceso a las bondades y riesgos de la lectura. No cabe juzgarlas con severidad. Actúan en favor de la sanidad de su señor que es la sanidad de su hacienda.

VI

A diferencia de las mujeres, el cura y el barbero son lectores acuciosos, y hasta pareciera que han leído tanto como don Quijote. Tal vez no haya lector más aguzado, crítico más feroz, que un censor de libros. Se trata de un lector escrupuloso, profusamente dotado de lecturas; jamás ingenuo. Es posible que muchos censores, más que odiar los libros, los codicien en secreto. Descubren –o fingen descubrir– en sus juicios, culpas que les permitan apropiarse de lo que desean, y descartar lo que les parezca deleznable o prescindible. Muchos censores de libros son bibliófilos inconfesos. Por eso el cura y el barbero, que están allí para decidir qué libros merecen la absolución o la hoguera, terminan por llevarse más de lo que desean incinerar. Ellos saben lo que vale la biblioteca de don Quijote y ejercen la forma más violenta de la crítica: la que saquea y calcina.

Pero a través de ese proceso hablan en gran medida, y en clave irónica, los gustos y disgustos literarios de Cervantes; otro lector vicioso, acaso el mayor de todos. Convertido en un mismo capítulo en narrador y juez, el autor del Quijote aprovecha la escena para introducir ese tentador juego de omisiones, vilipendios y favoritismos al que ningún lector se resiste. En esa cartografía canónica, rica en valoraciones librescas y hasta pareceres sobre el arte de traducir, las consideraciones morales pesan menos que las subjetivas experiencias de lectura.

Los censores comienzan salvando del fuego a Los cuatro de Amadís de Gaula, gracias a la defensa del barbero, quien ha oído decir que es “el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto”. No tienen igual destino los descendientes de ese libro fundador ni tampoco algunos de sus parientes lejanos: Sergas de Esplandián, Amadís de Grecia, Don Olivante de Laura, Florismarte de Hircania, El Caballero Platir, El Caballero de la Cruz, Bernardo del Carpio, Roncesvalles…, acusados de disparatados, arrogantes, ignorantes, duros y secos de estilo, entre otros calificativos que indican que el ensañamiento no es contra el género de los libros de caballerías, sino contra los textos que el cura y el barbero (y el camuflado Cervantes) consideran deficientes. Este es uno de los componentes esenciales del Quijote: un libro donde se leen y comentan toda clase de libros. Sin cortapisas. Sin parar. Una celebración de la lectura que, como suele ocurrir en ese tipo de festejos, termina en inquisición literaria.

A todas estas, don Quijote sigue durmiendo mientras le vacían la biblioteca.

Espejo de caballerías, antología de obras épicas italianas, es enviado al destierro por tener “parte de la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela el cristiano poeta Ludovico Ariosto”. Se salva Palmerín de Inglaterra –“este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una, porque él por sí es muy bueno; y la otra, porque es fama que le compuso un discreto rey de Portugal”–, pero Don Belianís, aunque no llega a arder, permanece bajo custodia, a plazo dilatado, mientras se enmiendan las “impertinencias” de fondo y forma, como si se tratase de un prisionero cuya libertad depende del reparo de sus delitos.

Quiere el azar, tramado por Cervantes, que de la ruma de libros que el ama piensa arrojar por la ventana, caiga a los pies del barbero la Historia del famoso caballero Tirante el Blanco, del escritor catalán Johanot Martorell. El libro se lleva los elogios más altisonantes del capítulo. “Un tesoro de contento y una mina de pasatiempos”, afirma el cura, quien agrega que se trata del “mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas de que todos los demás libros deste género carecen”. No sorprenden tales loas: es el libro de caballerías que guarda mayores semejanzas con la naturaleza literaria del Quijote.

Luego le toca el turno a la poesía. Y a pesar de las advertencias de la sobrina, quien teme que a su señor le dé por hacerse pastor o, “lo que sería peor, hacerse poeta, que según dicen es enfermedad incurable y pegadiza”, quedan absueltos casi todos los libros pastoriles: La Diana, Diana enamorada, Los diez libros de fortuna de amor, El pastor de Fílida, Tesoro de varias poesías, El Cancionero de López Maldonado, La Araucana, La Austríada, El Monserrate y Las lágrimas de Angélica. Cervantes sabe que ha llegado a una zona sensible de la biblioteca: los prestigiosos estantes de la lírica castellana donde él quiso figurar alguna vez. Por ello no resiste incluirse en esos anaqueles como autor de La Galatea, su único libro publicado antes de la aparición del Quijote. Cervantes salva su libro del fuego y además inserta una ¿modesta? observación entre los juicios del cura: “Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada”.

El capítulo está por finalizar y esa mención adquiere la vistosidad de una rúbrica –pensando aún que el cuento está por cerrarse–, pero también abre la frontera del libro hacia el horizonte de una realidad más extensa, iniciando un juego de duplicidades ficcionales de dimensiones insospechadas en la historia de la invención narrativa. Recordemos, por ejemplo, a Borges, imaginando, en La cifra, que entre los libros de la biblioteca de don Quijote se encuentra el Quijote, y que el hidalgo lo tuvo “en las manos y no lo leyó nunca, pero cumplió minuciosamente el destino que había soñado el árabe y seguirá cumpliéndolo siempre, porque su aventura ya es parte de la larga memoria de los pueblos”.

Creyendo tal vez que terminaba su novela ejemplar, Cervantes ha empezado otra mucho más larga, honda y compleja.

La historia de la novela moderna comienza en esa biblioteca.

VII

Así como la oración inicial del capítulo VI proviene del capítulo anterior, el final de la destrucción de la biblioteca ocurre en el capítulo VII.

Allí nos enteramos de que, no conformes con haber saqueado y quemado la biblioteca de don Quijote, el ama, la sobrina, el cura y el barbero tapian la habitación de los libros. No parece exagerado semejante atropello: la biblioteca de un lector como don Quijote no es solo un mueble con libros, sino un cuarto propio, un refugio en donde tiene lugar la lectura concentrada y aislada del mundanal ruido. No es un apartado de la casa, es la casa misma del lector. Desaparecer los libros es insuficiente; hay que borrar el ambiente físico donde esos libros fueron leídos, imaginados, asimilados.

Lo que no previeron es que el hidalgo manchego ya no necesita tener a la mano su biblioteca porque la lleva intacta en su memoria. Ya lo dijo: él sabe quién es y sabe también todos los personajes que puede ser. Para acabar definitivamente con las lecturas de don Quijote, sus amigos tendrían que matarlo. Tarde o temprano, quien empieza a quemar libros se enfrenta con ese obstáculo: el lector. A tal extremo no se llega en el Quijote, pero la posibilidad queda esparcida entre las cenizas de los libros calcinados.

Al despertar y comprobar que su aposento de libros ha desaparecido, don Quijote le oye decir a su sobrina –quien no duda en quijotizarse a la hora de dar explicaciones– que los sabios encantadores han sido los causantes del daño de su biblioteca. Es la respuesta que don Quijote necesita. La censura ha fracasado. Los libros respiran en el discurso de quienes quieren destruirlos. Todos se contagian de literatura.

Quince días después, don Quijote sale de su casa por segunda vez. De nada valen las quejas de familiares y amigos. Tampoco las posibles dudas del propio Cervantes, quien ya sospecha que su cuento del ingenioso hidalgo no ha de terminar en la biblioteca. Al adentrarse en las lecturas de don Quijote, su autor descubre que su personaje es en sí mismo una biblioteca móvil que aún tiene mucho por decir y contradecir en esa extensa y fascinante llanura de la novela que se va expandiendo hacia el futuro. Razón tiene Carlos Fuentes al decir que “don Quijote viene de la lectura y a ella va: Don Quijote es el embajador de la lectura”.

Pero esta vez don Quijote sale acompañado de Sancho Panza, aprendiz iletrado. Porque una biblioteca tiene mucho que aprender también de quien no lee.

La biblioteca y su escudero, lanzados a la aventura de la ficción moderna.

Todo recomienza en esa biblioteca andante.

***

Material cedido por el autor. Publicado originalmente en Colofón Revista Literaria.

Las muertes de Juan Rulfo; por Luis Yslas Prado

I Pocos meses antes de que muriera su padre, Juan Carlos Rulfo atravesaba en bicicleta una ciudad devastada por un terremoto de 8.1 grados de magnitud. Esquivando los escombros de Ciudad de México, el hijo menor de Juan Rulfo regresaba a su casa ese 19 de septiembre de 1985 llevando consigo los últimos diagnósticos médicos

Por Luis Yslas | 6 de enero, 2016
Juan Rulfo, retratado por Toni Kuhn. Fotografía de la Fundación Juan Rulfo

Juan Rulfo, retratado por Toni Kuhn. Fotografía de la Fundación Juan Rulfo

I

Pocos meses antes de que muriera su padre, Juan Carlos Rulfo atravesaba en bicicleta una ciudad devastada por un terremoto de 8.1 grados de magnitud. Esquivando los escombros de Ciudad de México, el hijo menor de Juan Rulfo regresaba a su casa ese 19 de septiembre de 1985 llevando consigo los últimos diagnósticos médicos de su padre: un avanzado cáncer de pulmón.

Nunca es buen momento para recibir ese tipo de noticias, pero ese día era el peor. Como si se tratara de un innoble desenlace, la muerte se le anunciaba con destructivo énfasis a un escritor que sólo la había tratado, en la vida y en la literatura, con la respetuosa dignidad que merecen los misterios invencibles.

No era la primera vez que Rulfo tenía que vérselas de frente con la muerte. Había nacido en ella. Llegó al mundo en 1917, en el torbellino de la Revolución Mexicana, una guerra civil que dejó cerca de un millón de muertos. En esa cifra mortal se encontraban los nombres de varios de sus familiares.

A los seis años, lo despertaron una madrugada para decirle que don Cheno, su padre, había sido asesinado. “Mi padre –recuerda en unos apuntes personales– murió un amanecer oscuro, sin esplendor ninguno, entre tinieblas. Lo amortajaron como si hubiera sido cualquier hombre y lo encerraron bajo la tierra como se hace con todos los hombres”. También su abuelo y varios de sus tíos morirían de forma violenta, la mayoría bajo las armas.

Cuatro años después, instalado junto a su hermano mayor en el orfanato Luis Silva de Guadalajara, recibió la noticia de que su madre había fallecido. “Una mujer llena de bondad –la describe en Cartas a Clara–, tanta, que su corazón no resistió aquella carga y reventó”. Son los años mortíferos de la rebelión cristera, un enfrentamiento que bajo el grito de “¡Viva Cristo Rey!” ensangrentó las tierras de su Jalisco natal.

Juan Rulfo no lo olvidaría nunca: había nacido en un mundo de asesinos.

II

Con apenas diez años, el niño Juan Rulfo padece una doble orfandad: no tiene padres pero tampoco un país donde hallar respuestas a esa primera década de sucesivas tragedias.

Su esposa Clara Aparicio confesó en el año 2003 que “había algo en él que nunca pude entender, aún a estas fechas, a 17 años de su ausencia: nunca tocamos el tema de sus padres, sobre todo el de su madre. Tal vez en su triste amor, él sufría en silencio. Muchas veces le llegué a preguntar: ‘¿qué te pasa, Juan? Dime…’ Mas nunca tuve una respuesta; sólo su mirada que se perdía en el espacio. Llevaba a cuestas una inmensa tristeza”.

Tal vez él mismo jamás supo responderse. Nunca halló una explicación. Ni siquiera un consuelo. No los descubre en el orfanato, ni en el seminario. Tampoco donde su abuela, ni en el afecto de sus tíos, de sus hermanos, de sus amigos. Rulfo se siente, se sabe desamparado. La soledad lo atenaza y lo aísla. También lo forma y acoraza. Ya adolescente empieza a leer con voracidad, a escalar, a fotografiar. Sigue buscando respuestas. Sigue creciendo. Al igual que su soledad. Entonces comienza a escribir. A buscar, en la escritura, respuestas a la desgracia propia y ajena. O simplemente a pasar por escrito la resignación de no encontrarlas nunca.

Sus primeras tentativas narrativas se sitúan en la ciudad –donde vive a disgusto–, pero las desecha pronto. Rulfo es un hombre de la provincia. Su memoria, poblada de muertes, sólo tiene un paisaje a un tiempo entrañable y fatal: los vastos territorios áridos de México por los que deambulan seres abandonados a la miseria o a la violencia. Entonces publica, en 1953, El llano en llamas, relatos donde la existencia es una agonía, una zona de paso hacia la muerte, pero en la que todavía se respira, violento y desolado, un aire de enrarecido realismo, aún con vida.

La vida rural, no menos solitaria que la de las ciudades, le otorga a Rulfo una soledad conocida: la del llano abierto, aunque sea un llano en llamas. Esas llamas que nombran su primer libro no sólo son un juego de palabras. Son además el encendido presagio del inframundo que será su novela aparecida dos años después: Pedro Páramo.

III

Pedro Páramo fue el encuentro más perdurable que tuvo Rulfo con la muerte. Fue también el inevitable retorno a su infancia, pero también a la infancia mítica de la humanidad: no sólo vamos a la muerte sino que venimos de ella. Los antiguos mexicanos lo sabían, lo practicaban: el sacrificio es necesario para que el universo sea lo que siempre ha sido: un movimiento cíclico en el que la vida y la muerte son las dos caras del tiempo.

Consciente de ese culto a la muerte que constituye al ser mexicano, Rulfo se encargará, con inigualable hondura poética, de petrificar en Pedro Páramo ese movimiento cósmico para mostrar, no ya el ciclo natural de la vida y la muerte, sino un estado en el que nadie puede renacer porque nadie ha muerto del todo. En los ámbitos de Comala la gente no está muerta: está muriendo. Se ha quedado detenida en el gerundio de una doble desesperación: añorar la vida que no se tiene y aguardar la muerte definitiva que ponga fin a la añoranza. Paralizados en un tiempo roto, los personajes de la novela resuenan entre partículas narrativas, hebras y sombras que el lector debe procurar atender sin el afán de completarlas. Más bien con el ánimo dispuesto a abandonarse en ellas, dejándolas resonar en su bóveda interior, donde lo sensorial adquiera un sentido no siempre racional.

Pedro Páramo: entramado de voces que le dan sentido, sonido, a quienes están fuera de la historia. Las muchas personas, conocidas o desconocidas, que Rulfo vio morir sin justicia ni piedad, que México ve morir, aún hoy, tras el silencio de la desmemoria oficial.

De los muchos méritos de la obra de Rulfo, el menos olvidable es el de haber restituido la palabra de los más olvidados: los marginados de México. O mejor dicho: de Comala. Esto es, de cualquier lugar, imaginario o no, al que los fantasmas acuden a reclamar la memoria que merecen. “Los espectros de Juan Rulfo están hechos de la arena que el viento empuja en los desiertos –afirma Juan Villoro–. Pobres a un grado innombrable, se saben condenados: los que están fuera, al otro lado de la página, nunca harán lo suficiente”.

IV

La tarde del siete de enero de 1986, Rulfo le dijo a su secretaria: “Soy ya un cadáver”.

Luego de leer el diagnóstico médico, cuenta Reina Roffé en la biografía Las mañas del zorro, se encerró durante los meses siguientes en su habitación. Permanecía horas callado, comiendo dulces y contemplando un muro. Tal como Bartleby, el personaje de Melville, Rulfo vivía sus días finales con los ojos fijos en una pared, tras un silencio inconmovible. Pero ese silencio llevaba años de cristalización. Por eso asombra que tantos se extrañaran ante el silencio literario de Rulfo luego de haber escrito Pedro Páramo. ¿Qué más podía contar después de haber hablado con los muertos, por los muertos? ¿Cómo pedirle que siguiera hablando si ya había hablado por todos los que fueron, los que serían, silenciados? Esperar por otros libros suyos, o exigírselos, revelaba una lectura superficial de su obra. Luego de ese descenso en las profundidades míticas y psíquicas de la experiencia humana, y aun, infrahumana, sólo resta callar, no como rendición: como reverencia. Romperlo hubiera significado falsear la honestidad de un libro que además de literatura era también un doloroso ajuste de cuentas con la historia, personal y colectiva, del propio Rulfo. The rest is silence le hace decir Shakespeare a Hamlet, quien acepta morir para vengar el asesinato de su padre, ese otro fantasma que exige la justicia que la historia le ha negado.

Tal vez algo esencial de Juan Rulfo jamás regresó de ese viaje a Comala. Allí en ese espacio mítico quedó su voz, mezclándose con las voces de aquellos a quienes les prestó su escritura en nombre de la oralidad. Lo demás fue un largo y elocuente silencio que sólo significa una cosa para quienes estén dispuestos a escucharlo: lo que quieran saber, pueden oírlo en mis libros.

Hace treinta años, dos horas después de haberse declarado cadáver ante su secretaria, Juan Rulfo asistió al último encuentro con su vieja conocida, la muerte. El muro había desaparecido.

Apuntes sobre ‘Patria o muerte’, de Alberto Barrera Tyszka; por Luis Yslas Prado

I Uno no imagina, mucho menos elige, lo que un libro le deparará, la manera en que una ficción se aloja en el cuerpo, estalla en la conciencia. Confieso entonces que a mí la historia de Patria o muerte de Alberto Barrera Tyszka me dejó avergonzado, con esa incomodidad de haber sido pescado en falta:

Por Luis Yslas | 28 de noviembre, 2015

Apuntes sobre 'Patria o muerte', de Alberto Barrera Tyszka; por Luis Yslas Prado 350

I

Uno no imagina, mucho menos elige, lo que un libro le deparará, la manera en que una ficción se aloja en el cuerpo, estalla en la conciencia. Confieso entonces que a mí la historia de Patria o muerte de Alberto Barrera Tyszka me dejó avergonzado, con esa incomodidad de haber sido pescado en falta: una especie de pena ajena y, a un tiempo, propia. Como si la novela hubiera puesto al desnudo una doble violencia: íntima y extraña, personal y colectiva. No otra cosa es la vergüenza: “un sentimiento de pérdida de dignidad causado por una falta cometida o por una humillación o insulto recibidos”. Ambas formas de vergüenza –de violencia– pueden llegar a ser complementarias cuando no se logra, o no se quiere, distinguir si la falta proviene de uno mismo o de afuera. Aunque para ciertos personajes de Patria o muerte pareciera que sólo hay un único culpable: el culpable siempre es el otro. ¿Semejanzas con nuestro nocturno acontecer en Venezuela? La novela, ya lo dijo Balzac, es la historia privada de las naciones.

II

La biografía de Hugo Chávez que Alberto Barrera Tyszka y Cristina Marcano escribieron juntos llega hasta 2004, es decir, nueve años antes de su muerte. Su historia quedaba suspendida, faltaba el devenir del deceso. Los estertores de una vida que había sido, y en muchos casos sigue siéndolo, el accionar de la vida de todo un país. Entonces Barrera decide acertada, inevitablemente, que la biografía de un hombre fascinado por lo ilusorio –¿hay algo más ilusorio que el poder?–, quien hizo de su existencia un espectáculo estridente, exclusivamente verbal, no podía terminar sino dentro del entramado de una ficción de palabras. El melodrama final –la tele-novela política de Hugo Chávez– atrapado en la urdimbre de una novela que lleva inscritas en el título dos palabras a modo de castigo del cuerpo. Patria o muerte: la cifra de una épica de la soberbia. Otra vez, y acaso por última vez, escrita por Alberto Barrera Tyszka.

III

¿Cómo narrar una incertidumbre, cómo hacer del silencio, o mejor dicho, de lo callado, una novela? Me lo pregunto pensando que quizá Barrera se enfrentó con esa dificultad: narrar la enfermedad y la muerte de Hugo Chávez cuando aún hoy son pocos los que pueden contar la verdad de lo que ocurrió por esos años en que toda Venezuela, como señala el autor, era una sala de espera. Ese silencio es aún muy notorio. Y no se puede inventar una falsedad. Porque una novela, aunque parte de los hechos, trabaja por la verdad. Y ya se sabe que los hechos y la verdad no suelen coincidir; casi siempre se contradicen. De manera que la verdad de una persona, de un personaje, como Hugo Chávez debía ajustarse a esa deliberada construcción del secreto: uno de los atributos de su performance político: mostrar para ocultar mejor lo verdaderamente importante. El reto consistía en pasar del Hugo Chávez sin uniforme al Uniforme sin Hugo Chávez. Entonces Barrera decide acertada, inevitablemente, contar la enfermedad y la muerte de Hugo Chávez a partir de los efectos que éstas produjeron en los seres no tanto de la historia de los reflectores públicos como de la historia privada, cotidiana del país: aquellos –la mayoría de nosotros– que sólo lo conocieron de lejos o desde una discreta cercanía, pero que convivieron con su imagen, y sobre todo con su voz –sonora metáfora de su poder–, desde hace tanto tiempo que pueden considerarlo parte inseparable de sus vidas. La Historia en la que se enmarca la novela articula así las historias de diversas agresiones –físicas, psicológicas, verbales, políticas, sociales y un lamentable etcétera– zarandeadas por una excitación ideológica sin contrastes. Todo un país sometido a una sola voz: la voz de un presidente: un presidente que agoniza, pero que poco a poco enmudece, hasta desaparecer y luego regresar como una reliquia de culto, como un forzado mito nacional. Y alrededor de esa agonía distante y enrarecida, aunque omnipresente, el cotidiano malestar, el penoso tránsito de unos personajes dolorosamente venezolanos que exhiben la vergüenza de existir en un país dominado por sinvergüenzas.

IV

Un oncólogo que procura convivir entre los extremos: una esposa que detesta a Hugo Chávez y un hermano que lo idolatra. Una norteamericana que viaja a Venezuela encandilada por el carisma de su presidente. Una venezolana recién llegada de Miami que debe lidiar con unos inquilinos que se resisten a abandonar su apartamento. Un periodista fracasado que viaja a La Habana para conseguir información confidencial sobre la enfermedad de Hugo Chávez. Dos niños que se enamoran por Internet en la soledad de sus cuartos mientras a su alrededor se desata una tragedia familiar. Personajes rotos, disfuncionales, varados, como estacionados en la resistencia, o la resignación. Personajes sin porvenir que gravitan en torno a una noticia a medias: la enfermedad de Hugo Chávez, el secreto mejor guardado del Caribe. Eso explica el escaso paisaje de ciudad que registra la novela. Si hay un paisaje imponente es el del encierro. Apartamentos. Cuartos. Puertas. Cajas. La ciudad enclaustrada es una escenografía de la violencia y, su revés, el temor. Se trata de un territorio del sálvese quien pueda, y también donde impera la creencia de un solo salvador. No es un país dividido, sino fragmentado en múltiples compartimientos del miedo. Un país oculto dentro del país visible, sonoro. Un país que parece reducirse a una sola voz, la de Chávez, encerrada también en una caja de habanos cubanos, como si se tratase de una caja de Pandora donde al fondo, muy al fondo, solo quedan dos niños caminando hacia lo desconocido, agarrados de la mano, como si fueran la imagen de la esperanza o de la vergüenza. Pero, ¿no es la vergüenza una forma de esperanza agazapada? Nadie que se ausculte de veras, puede no sentir piedad y orgullo y vergüenza de sí mismo y de los otros. Nada como el ansia de poder para perder la vergüenza, ese esbozo de esperanza.

V

La prosa de Patria o muerte combina las distintas modulaciones literarias propias de un escritor que lleva años ejerciendo el oficio en diversos géneros: novelas y cuentos, poemas y crónicas, artículos y guiones. El lector no sólo lo intuye: lo aprecia. Un lenguaje de sintaxis pulida donde de pronto irrumpe una metáfora, una sentencia, como una alerta en la respiración narrativa, un sonido que enciende la luz en una escritura donde el énfasis ha sido puesto a raya. Barrera ha limado y lijado la prosa hasta dotarla del afilado destello de una navaja de afeitar. Escritura al ras. Esa es la palabra, la bruñida música donde viaja la historia como un desenlace que atrapa y conduce al lector hacia sí mismo.

VI

Kafka aconsejaba leer únicamente libros que mordieran y punzaran, que fueran como un puñetazo en el cráneo, un hacha en el mar helado que llevamos dentro. Kafka: un escritor de la enfermedad y la vergüenza. Que pensaba que la frontera entre la literatura y la vida era una falsa convención, un inútil freno al delirio de buscarse, y acaso perderse, en la escritura. Por eso pedía lecturas extremas, libros que anularan esas zonas limítrofes entre lo que sucede dentro y fuera de las páginas. Libros que nos extraviaran y abrumaran así como nos incomoda la imagen que nos devuelve el espejo luego de despertar de una pésima, larguísima noche. Esa imagen de recién llegados de la pesadilla o del insomnio es la que ofrece Patria o muerte a sus lectores: un difícil reconocimiento. Es cierto, como se declara en esta novela, que “leer es buscarse”. Y para buscarse, como para leer, es necesaria cierta dosis de coraje y de vergüenza.

Apuntes sobre 'Patria o muerte', de Alberto Barrera Tyszka; por Luis Yslas Prado 640X60

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Autores de la brevedad [presentación del libro ‘A la brevedad posible’]; por Luis Yslas

El viernes 15 de mayo, el escritor venezolano Luis Yslas Prado presentó su primer libro A la brevedad posible, editado por Libros del Fuego, en la librería El Buscón. El texto de este colaborador de Prodavinci, es una compilación de 152 aforismos en los que reflexiona acerca del  oficio de la lectura y sobre las

Por Luis Yslas | 18 de mayo, 2015

Autores de la brevedad; por Luis Yslas. Presentación de su libro 'A la brevedad posible' 640

El viernes 15 de mayo, el escritor venezolano Luis Yslas Prado presentó su primer libro A la brevedad posible, editado por Libros del Fuego, en la librería El Buscón. El texto de este colaborador de Prodavinci, es una compilación de 152 aforismos en los que reflexiona acerca del  oficio de la lectura y sobre las dudas e inquietudes que surgen de la literatura, con la precisión que las sentencias deben poseer para que nada falte, pero tampoco sobre. A continuación compartimos con nuestros lectores las palabras  leídas por Luis Yslas en la presentación de su libro.

Quiero aprovechar esta ocasión para despejar un posible malentendido sobre el autor de A la brevedad posible. El motivo no solo es el afán de claridad, sino la gratitud. Mencionaré entonces lo que, aunque palpable, no suele advertirse o recordarse sobre la paternidad de un libro.

Hace pocas semanas, los editores me hicieron llegar este libro y tuve, lo confieso, la extraña sensación de que no me pertenecía. Supongo que es una reacción normal en los escritores primerizos, pero lo cierto es que me costaba reconocerme no tanto en lo que allí está escrito, sino en todo aquello que articula la totalidad del libro. Pensé entonces que, si bien el nombre de quien escribe un libro suele asociarse con su autoría, esa apreciación resulta un equívoco y una injusticia.

Las frases que el libro registra las escribí yo, es cierto, pero en principio estuvieron destinadas a la inmediatez de una red social. No fueron hechas para durar, sino para el tráfico cotidiano y efímero, es decir, para el olvido. Si no hubiera sido por sus editores, Rodnei Cásares y Alberto Sáez, quienes me convencieron –en complicidad con Melanie Pérez Arias y María Esther Almao– de reunirlas en lo que hoy son las páginas de A la brevedad posible, aún estarían por ahí, extraviadas en el vasto universo de la web. De modo que en ese gesto de quien me invita a formar parte del catálogo editorial de Libros del Fuego, empieza a configurarse esa constelación de actores que hace posible este libro.

Pienso en el silencioso trabajo del corrector, cuya labor, como la de los buenos árbitros de fútbol, es eficaz mientras pase desapercibida; en el impresor, Javier Aizpúrua, maestro de maestros en ese oficio de refinada artesanía bibliófila; en el cuidadoso trabajo de encuadernación e impresión de Exlibris; en el diseñador Juan Mercerón, quien supo darle rostro y proyección al contenido del libro, y tuvo la feliz ocurrencia de disponer las frases en los bordes superior e inferior de las páginas, con lo cual crea la sensación, que comparto, de un libro hecho no por un escritor, sino por un lector: alguien que permanece al margen de lo escrito, como un apuntador que registra en silencio o con breves anotaciones lo que llama su atención en su lectura. Esos blancos centrales de la página no solo operan como una zona de silencio entre las palabras, sino que invitan al lector a llenar mentalmente esas pausas con sus ideas, a prolongar el aforismo, ya sea para completarlo o refutarlo, e incluso a dejar sus propias impresiones en el papel. Nunca hablé con Juan durante el proceso de elaboración del libro. Él llegó a esa idea por su cuenta, y me place saber que sintonizó con una de las frases que resume lo que experimenté cuando terminé de agruparlas: he traicionado mi naturaleza de lector: he cometido un libro.

Es un hecho: la autoría de un libro está llena de gente. Desde quien elige el tipo de papel, las medidas de la página y la tipografía, pasando por los ilustradores, diagramadores y fotógrafos, los operadores del fotolito y la linotipia, los encargados de la distribución y de su promoción –hago mención especial al trabajo de prensa de Luza Medina–, hasta esos personajes anónimos y no menos importantes como el motorizado que llevó las pruebas de portada sorteando el tráfico de la ciudad para que llegaran a tiempo a la imprenta, la señora de limpieza que pone orden en el caos oficinesco o el contador que administra las cifras, siempre en tensión, del debe y el haber de una editorial.

Y acaso la autoría de un libro se remonte más allá aun de su confección material, pues quien escribe lo hace a partir de lo que ha leído. En un libro subyace la íntima biblioteca de quien lo crea, sus afinidades y disgustos literarios, su experiencia física y anímica en el trato con sus libros. La literatura consiste en citar involuntariamente un recuerdo, que no siempre es propio, y saberlo envolver de tal modo que parezca recién hecho. Un autor lleva dentro muchos autores que respiran en el entramado de su escritura.

Pero además, en esa autoría cada vez más plural, están quienes conforman la biografía familiar del escritor, la memoria de una ascendencia que gravita en sus palabras. Eso quizá justifique la inclusión de un prefacio narrativo en un libro de aforismos. Allí quise dejar constancia de una herencia sin la cual este libro no hubiera existido. Porque un libro también se hace para agradecer la vida que nos lleva a escribirlo.

Con todas esas personas, presentes y ausentes, comparto la diversa autoría de este breviario de aforismos, en donde dejo algunas huellas de mi experiencia como lector, evitando en lo posible el énfasis y la verbosidad, acaso como reacción instintiva contra esa elevada estadística del grito farragoso que hoy nos acecha y nos agobia y nos falsea en cadena nacional.

No voy a extenderme más, pues le hago un flaco favor al espíritu conciso del libro. Sin embargo, no quisiera terminar sin mencionar a un actor más en esa compañía de autores que he venido señalando. Se trata, por supuesto, del lector, el encargado de completar el libro; el que lo actualiza, otorgándole voz y presencia: realidad subjetiva. Todo lector es autor de lo que lee, y en esa medida, el encargado de cerrar, al terminar su lectura, no solo el libro, sino el ciclo de esa sociedad de autores que componen un libro, todos los libros. Sólo aspiro a que estas páginas de A la brevedad posible merezcan el tiempo, siempre sagrado, de sus lectores.

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Acto de vigilia; por Yolanda Pantin // Presentación de ‘A la brevedad posible’, de Luis Yslas Prado

Acto de vigilia; por Yolanda Pantin  Presentación de 'A la brevedad posible', de Luis Yslas Prado

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Breve compilación de ‘A la brevedad posible’, el primer libro de Luis Yslas
Acto de vigilia; por Yolanda Pantin  Presentación de 'A la brevedad posible', de Luis Yslas Prado 496

Una entrevista inédita a Carlos Noguera [1943-2015]; por Luis Yslas Prado

La siguiente entrevista fue hecha en enero de 1999, para una asignación en la maestría de Estudios Literarios de la UCV. Nunca apareció publicada. La rescato de entre mis archivos de estudiante, para honrar la memoria de Carlos Noguera (1943-2015), un escritor que fue maestro de varias generaciones de lectores y escritores en Venezuela. ///

Por Luis Yslas | 4 de febrero, 2015

La siguiente entrevista fue hecha en enero de 1999, para una asignación en la maestría de Estudios Literarios de la UCV. Nunca apareció publicada. La rescato de entre mis archivos de estudiante, para honrar la memoria de Carlos Noguera (1943-2015), un escritor que fue maestro de varias generaciones de lectores y escritores en Venezuela.

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Conversación con Carlos Noguera [1943-2015]. Una entrevista de Luis Yslas Prado 640

¿Cómo nace el lector, el escritor Carlos Noguera?
En mí, la motivación por la escritura es paralela a la motivación por la lectura. De niño, tuve la suerte de contar en mi pueblo, Tinaquillo, con una familia muy ligada a la educación. Las escuelas del pueblo, que eran dos –una para mujeres y otra para hombres– tenían muy buenas bibliotecas, y en mi casa también había una biblioteca muy bien dotada. Debo confesar que leía muchos suplementos, haciéndole caso a mi amigo William Osuna que me ha dicho que mencione la importancia de este tipo de lecturas en mi formación. Pero, claro, al lado de los suplementos, también leí varios libros casi desde los ocho o nueve años. Recuerdo, por cierto, que en la biblioteca de la escuela de mujeres, donde mi tía era directora, estaba la colección El Tesoro de la Juventud, que no la había en ningún otro sitio. Cuento esto porque me impresiona la cantidad de veces que la he oído nombrar como referencia remota de mucha gente que se inició en sus lecturas. Yo me iba, pues, a leer esos libros a la escuela Padre Alegría, casi todas las tardes. En la casa, la biblioteca estaba en un lugar llamado el cuarto de los santos, un cuarto destinado para tener en un rincón una especie de altarcito lleno de imágenes religiosas y retratos de familia. En una de las paredes del cuarto estaba la biblioteca, donde tú encontrabas libros provenientes de diversas fuentes. Libros, por ejemplo, que mi papá le había regalado a mi mamá, o libros de la editorial Sopena. Recuerdo haber leído Naná de Zola a los ochos años, cuya lectura, por cierto, estaba en el Index Librorum Prohibitorum de la época. Sin embargo, debo decir que mi familia, pese a ser muy religiosa, nunca me censuró mis lecturas. Mis tías y tíos, además, la gran mayoría, escribían poesía. Yo compartía mis lecturas especialmente con mis tías, pero claro, también leía a solas. Un día descubrí un baúl en la casa que contenía una especie de carpetas o cuadernos llenos de poemas, la mayoría de ellos satíricos. Los leí y me divertí mucho. Con los años, mi tía Julieta me dijo que esos poemas, casi chistosos todos, eran testimonios de la época de su juventud. Y yo me dije, nada, aquí está mi modelo y recuerdo que los primeros versos que escribí fueron un grupo de cuartetos dirigidos contra muchos de mis amigos, e incluso, contra varias de las muchachas que a mí me gustaban. Por supuesto, esto me creó una fama de loco en el pueblo, porque algunos versos eran hasta insultantes. Y en realidad no me explico por qué, porque yo quería mucho a mis amigos. Quizás, esos cuartetos coincidieron con el nacimiento de mi pubertad. Eso explicaría su tono rebelde.

Otra anécdota que ilustra el ambiente de esa época es la siguiente. Cuando llegué a Caracas, creo que acompañado de una tía y mi padre, recuerdo que estaba interesado en comprar –no te vayas a reír, por favor– el libro La Amada inmóvil de Nervo, quizás influido por mis primos y tíos que eran unos apasionados lectores de los poetas modernistas. Yo, pues, a mis 11 años, era un apasionado de Nervo. Entramos a una librería, pero el librero nos dijo que no tenían ese libro, pero sí las obras completas de Nervo. Yo, dispuesto a irme ya sin el libro, de pronto oigo la voz de mi tía Julieta que le pide al librero las obras completas. Ése fue entonces el primer libro que, por mi propia decisión, obtuve en Caracas.

Quizás, lo que más me llamó la atención de aquella época es que la escritura sirviera para detener un momento del tiempo. Que éste permaneciera, más allá de que las personas cambiasen o no. Conservar un testimonio de vida es lo que más me ha interesado de la literatura.

¿Posee algunos mecanismos y rutinas de escritura?
Yo ahora escribo a mano, y te explico por qué. Cuando escribía Juegos bajo la luna (1994), lo hice en una computadora portátil (llamada Lolita), y me fue muy útil. Sin embargo, las computadoras, sobre todo de este tipo, tienen un problema gravísimo y dañino para la vista que es la pantalla. Llegó un momento en que me resentí tanto que me dije, bueno, en la próxima novela voy a irme al otro extremo, al papel y lápiz. Ahora todo lo que escribo, en un primer momento, lo hago a mano, y luego lo paso a la computadora. No importa en qué lugar me encuentre, yo trato de escribir donde sea. Puedo escribir usualmente en un café, en una mesa, en un parque, incluso, he llegado a escribir en la cola de un banco.

Por supuesto, uno no trabaja todos los días igual. Mucho de lo que uno escribe se elimina después. Yo escribo por lo general una cuartilla o cuartilla y media diaria. Pero no las paso inmediatamente a la computadora, sino que las releo al día siguiente, no sólo para corregirlas, sino para retomar el hilo de la escritura. Sólo después, ya a la tercera corrección, las paso a la computadora. Existe, finalmente, una cuarta corrección, que es cuando uno imprime, pues siempre salen errores que uno no vio ni en el papel ni en la pantalla.

Una corrección exhaustiva…
Corrijo de todo. La frase, la estructura de la frase sobre todo me interesa mucho. Uno escribe una oración y entonces, inmediatamente –a menos que uno sea un genio–, vuelve a esa oración. Yo hago muchas variaciones sintácticas. Recurro a sinónimos o simplemente elimino la palabra u oración que me suenan mal o no se adaptan al contexto del párrafo. Por eso, en la escritura a mano especialmente, yo dejo bastante espacio entre una línea y otra, para hacer las correcciones necesarias. Ésa es una recomendación que yo les hago a los talleristas.

Hablemos ahora de las influencias, de las afinidades literarias. ¿En qué libros y autores halla usted un territorio común, una correspondencia estética?

Hay autores que lo influyen a uno, digamos, de una manera directa, lo influyen a uno literariamente. Por supuesto, la mayor parte de las veces por la calidad del escritor, pero no es del todo extraño –y no estoy diciendo nada extraordinario– que uno reciba algún guiño, influencia o revelación de escritores que no son tomados mucho en cuenta, escritores de segunda o de tercera línea. Uno literariamente puede encontrar allí, en estos autores, algunas revelaciones de cosas que alguna vez pensó, o quizás, absolutamente nuevas. Creo que a veces lees autores con los que no te identificas, ni siquiera estéticamente, a los que incluso consideras deformes o exagerados y, sin embargo, sientes que ese autor te está enseñando algunas cosas importantes. Porque la herramienta que él utiliza, aunque uno no la comparta del todo, de alguna forma constituye una sabiduría de su oficio. Un ejemplo es la narrativa de Robbe-Grillet. Este autor no puede estar más lejos de mis preferencias, y sin embargo, aquí y allá yo le he lanzado guiños a Alain Robbe-Grillet. En Historias de la calle Lincoln (1971), por ejemplo, hay un capítulo llamado “La ventana indiscreta” que es única y exclusivamente la descripción minuciosa de un apartamento donde va a ocurrir una reunión; es decir, el apartamento despojado de vida, sólo la mención de la luz, de los colores y de los espacios. Y alguien me dijo también que en la primera página de Juegos bajo la luna, la descripción del cuerpo tendido de la muchacha en el cobertizo, hace recordar el estilo de Robbe-Grillet. Y creo que es verdad en parte.

Ahora, autores que yo te podría confesar que han sido un placer para mí leerlos, y que me han influido, por ejemplo, literaria y vitalmente, te podría nombrar, en primer lugar, a Julio Cortázar. Nosotros leímos y celebramos Rayuela en los 60. Recuerdo que había un cafetín en la escuela de Economía de la UCV donde íbamos, en las tardes, muchos poetas y narradores, o gente que quería serlo, y allí en esas mesas alguien, ya no recuerdo quién, trajo en un momento esa novela. Todos la leímos y la discutimos. Para mí fue una revelación en muchos sentidos, sobre todo, por la personalidad literaria de Cortázar que se refleja no sólo en sus textos, sino en su vida. Una personalidad literaria muy definida, con propuestas muy concretas, con una gran imaginación y una concepción lúdica de la literatura que, en aquel momento para mí, fue muy importante. Rayuela produjo en mí la sensación de que eso era, un poco, lo que yo quería hacer. Y aunque cuando la leí ya había escrito algunos libros de poemas, cuentos y un intento narrativo (una novela llamada Para un juego, de la que se publicaron algunos fragmentos en revistas, pero que archivé por considerarla un fracaso literario), sentí que esa novela, Rayuela, constituía una forma de entender la literatura con la cual yo me identificaba. La novela como juego.

Existe, por otra parte, una influencia importantísima que es Pirandello. Creo que su obra es uno de los grandes pilares, un referente importante en la evolución de la literatura, sobre todo en el sentido de una conciencia estética que se ve a sí misma. Soy, además, un gran lector de novela policial. Me he leído casi toda la obra de Simenon. Por supuesto, Sherlock Holmes y también las novelas de Agatha Christie. No puedo dejar de nombrar a Durrel, cuya obra, El cuarteto de Alejandría, tuvo una gran influencia, no sólo en mí, sino en mucha gente de mi generación. Está también Nabokov, el de Lolita y Pálido fuego, Proust, y, claro, toda la gran narrativa latinoamericana de ese momento histórico comprendido entre 1935 y 1975. Te he hablado de Cortázar de manera privilegiada, pues pienso que merece la pena rendirle tributo, pero claro, todos ellos son importantes. García Márquez también, a pesar de que algunos de mis amigos lo leen con la nariz tapada, pero que a mí particularmente me gusta.

Yo creo que de todos los narradores latinoamericanos que se podrían mencionar, Vargas Llosa es uno de los que más importancia le da a algo que para mí es fundamental en la elaboración de una novela: la estructura. Vargas Llosa concibe la novela como una totalidad arquitectónica, como una catedral o un edificio, que tiene tanto más significado cuanto que sea adecuadamente resuelta esa estructura. En ese sentido no hay, yo diría incluso a nivel universal, quizás Tolstoi o Balzac en su mejor momento, pero no hay, me atrevería a decir, un verdadero maestro en ese aspecto como Vargas Llosa. La lectura de obras como La ciudad y los perros, La casa verde o Conversación en la Catedral son enseñanzas básicas para un escritor. Son fuentes, pues, de aprendizaje primordial para cualquier narrador en sus inicios.

No hay que olvidar tampoco, por supuesto las novelas de Cabrera Infante, de Fuentes o de Bryce Echenique. Hace poco, por cierto, leí una novela de Sergio Ramírez, Margarita está linda la mar, y debo decir que, a pesar de que las veinte primeras páginas me parecieron muy chatas, logré sobreponerme a esa resaca inicial y la veo ahora como una gran obra. Una novela muy bien construida, con unos personajes bien elaborados (con mucho afecto), una historia interesante y una habilidad del narrador espléndida. Una obra, sin duda, importante.

¿Todavía sigue siendo el boom de la narrativa latinoamericana un referente insoslayable para los escritores en lengua española?
Pienso que el lapso comprendido entre 1935 y 1975, como dije antes, fue el gran momento de esplendor de la literatura latinoamericana en lengua castellana. Esos autores fueron herederos de la gran experimentación literaria de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX: Joyce, Proust, Kafka, los surrealistas, etc. Ellos agotaron esa herencia y, por eso, uno no puede, en el postboom, hacer lo que ellos ya hicieron, es decir, sacarle la punta al gran imaginario latinoamericano que ellos construyeron. No ha habido una literatura, un momento histórico en una lengua, que produzca tantas obras maestras, con tantos autores tan diversos como esos 40 años de la literatura latinoamericana. Hoy en día, los escritores latinoamericanos tienen la inmensa tarea de reinventar de dónde se va a nutrir la narrativa, para, de alguna forma, darle una respuesta al reto que los escritores del boom lanzaron. Y allí, en esa discusión de adónde hay que ir, pienso que es necesario volver la mirada al siglo XIX o más atrás aun. Porque pienso que las técnicas y trucos de la narrativa del boom y de la literatura experimental joyceana, kafkiana, el teatro metarreflexivo de Pirandello y el del absurdo de Arrabal, todo eso es algo que ha sido demasiado trabajado, sobresaturado, y lo vemos, incluso, hasta en los libros infantiles o en unas comiquitas como, por citar una entre muchas, Las Tortugas Ninja, que acabo de ver hace poco con mis hijos. Creo que hay que rescatar la sencillez del lenguaje narrativo, aquel de los siglos XIV o XV, es decir, narrar un cuento como Boccaccio, por ejemplo. Porque lo otro, el boom narrativo, está muy cerca, y eso lo hace muy simple. Esas fórmulas que dieron resultado hace 30 ó 40 años ya no pueden seguir utilizándose en la narrativa actual.

Es decir, que, según usted, habría que volver hoy la mirada hacia escritores como Stendhal, Balzac, Flaubert, Dostoievski…

De alguna manera, yo lo veo así. Lo que yo quisiera hacer, salvando las diferencias, por supuesto, se parece mucho a lo que hizo Balzac en la Comedia Humana. Eso de jugar con los personajes que van y vienen de una historia a otra. Por ejemplo, en mi última novela que estoy escribiendo, La flor escrita (2003), cuyo título tomo de un verso de Tristán Tzara, hay personajes de novelas anteriores, especialmente de Juegos bajo la luna, pero también de Historias de la calle Lincoln y de Inventando los días (1979).

¿Y piensa acaso, como Balzac, que la novela –y quizá su propia obra novelística– constituye la historia privada de un país?
Bueno, alguna gente lo ha dicho atribuyéndoselo a muchas novelas. En el caso de las mías, Silda Cordoliani ha tenido la condescendencia de decir que yo estoy haciendo, a la par de un comentario personal de las cosas de las que he sido testigo, o que he vivido o han vivido mis amigos, una crónica del momento histórico de mi país. En algunas de mis novelas eso es más cierto, en otras, está más diluido. Un ejemplo de esto último es Juegos bajo la luna, donde enfatizo más el acto evolutivo de una vida humana desde la temprana adolescencia hasta la adultez, y donde las circunstancias políticas cumplen otro papel, no tan determinante como en Historias de la calle Lincoln o en Inventando los días.

Volviendo a las influencias literarias, ¿qué me podría decir de los narradores venezolanos? ¿Con quiénes se siente más identificado?
Mi relación con los escritores venezolanos se da de diferentes maneras. De José Balza, te diré que soy no sólo un gran lector, sino un gran amigo; ambos comenzamos la carrera de psicología juntos, fundamos varias empresas, revistas, grupos literarios fugaces, y, a pesar de que actualmente no nos vemos tanto, mantenemos contacto, y casi siempre nos leemos los originales de nuestras obras. Mi relación literaria con Balza te la voy a explicar de la siguiente manera. En mis primeros años de la carrera de Psicología, yo estaba escribiendo un libro de poemas en prosa llamado Laberintos (1964), el cual ganó, en su versión inicial, un premio nacional de poesía, y que luego salió publicado por las ediciones En Haa, que era el nombre de una revista que fundamos por aquella época. Este libro respondía a una concepción de una literatura demasiado racionalista, introspectiva, muy reflexiva, una poesía en prosa muy dura, cuyo ejemplo más cercano sería la obra de Antonin Artaud. Era, pues, una literatura un poco parecida a lo que Balza estaba comenzando a hacer por aquella época también con Marzo anterior. Ambos le dábamos un énfasis a la inteligencia, a la cognición, a la concepción de la literatura como instrumento de conocimiento del mundo y de uno mismo. Al fin y al cabo, ambos estábamos estudiando Psicología. Todo esto nos identificó, claro que con las evidentes diferencias que hay entre un poeta y un narrador. Por eso, cuando la gente se enteró de que yo iba a publicar mi primera novela, Historias de la calle Lincoln, pensó que yo me iba a lanzar con un tratado filosófico, con una epistemología de la novela, pero, para sorpresa de todos los que me conocían, la novela no tenía nada que ver con lo que yo había escrito como poeta. ¿Por qué? Yo me lo explico de la siguiente manera: cuando Balza publica Marzo anterior, se hace inmediatamente famoso, haciendo una obra original dentro del contexto narrativo venezolano de la época. Yo, por mi parte, acababa de conocer la obra de Cortázar, entonces me hice como un camarada literario de él, y no de Balza, con quien tenía afinidades cuando era poeta. Eso me llevó curiosamente, sanamente, pienso, a la larga, a diferenciarme de una influencia que pudo haber sido un obstáculo para crear mi identidad literaria en mi narrativa. Para ser yo mismo, entonces, tuve que tomar distancia de la narrativa de Balza. Gústele o no a la gente, gústeme o no a mí mismo, eso fue lo que me pareció, en ese momento, lícito hacer.

¿A qué se debe que no haya vuelto a publicar poesía, género en el que se inició como escritor?
Es cierto, no volví a publicar poesía. Pero si te detienes un poquito en la novelas verás que en todas ellas sale un poema. En Inventando los días, creo, es donde más se ve. Por ejemplo, recuerda las partes referidas a las reflexiones estéticas que el cineasta se hace en la novela, que no son las que yo haría, cabe aclarar, pero que son unas reflexiones muy poetizantes, al punto de ser excesivas. Eso fue una intención, digamos, programática, yo quería que fuese así. El mismo personaje, Gustavo, se confiesa poeta frustrado en algún momento. Todo esto debido, en mi caso, a las influencias que uno recibe de géneros literarios que no son el narrativo, como el ensayo, la poesía, el teatro…

¿El cine…?
Por supuesto, nosotros somos hijos del siglo XX. Yo fui un mirador de cine fabuloso, porque mi tío era el dueño del cine del pueblo, y todas las noches yo veía una película.

Vivió entonces su propio Cinema Paradiso.
Sí, casi como lo vive el muchachito de la película, porque yo iba a las proyecciones, me metía a ayudar, y manejaba dos grandes aparatos alemanes que reproducían las películas. Yo veía, pues, una o dos películas diariamente. Te confieso además que mi gran aprendizaje, argumental o diegético, fue más en el cine. Durante una época fui un gran seguidor del cine francés y del italiano. Sin embargo, yo no sé si la influencia del cine en mi narrativa se refleja de una manera, digamos, mecánica, pero sí le debo mucho, sobre todo porque contribuyó a formar en todos nosotros una sensibilidad y un modo de ver la realidad.

El teatro es también recurrente en sus narraciones…
Como Fernando, el personaje de Juegos bajo la luna, yo escribí una obra de teatro en mi adolescencia, pero por fortuna ni siquiera la guardé. Curiosamente, yo me he preguntado por qué esa recurrencia en mis obras al tema teatral, y todavía no he podido responderme del todo. Yo he vivido el teatro colateralmente, he tenido amigas que han estado muy cerca del teatro, actores, directores del teatro universitario. Yo iba a los ensayos, hice amigos y conocí alguna muchacha que me gustó, pero nunca hice teatro, es decir, no estaba dentro de la estructura del teatro. Sin embargo, tú lees Inventando los días, Juegos bajo la Luna y La flor escrita y en ellas está presente, en mayor o menor medida, el teatro. Es decir, que a mí siempre me ha llamado la atención el mundo teatral, sobre todo, el de los actores. Y, claro, por otra parte, están las lecturas de teatro que he hecho. Pirandello, como ya te mencioné anteriormente, ha sido muy importante para mí.

¿Y su faceta de ensayista?
Yo no me considero un crítico, un investigador ni un académico en ese sentido. He recibido, claro, algunas invitaciones para trabajar como colaborador en talleres literarios, lo cual es otro género de actividad, pero cuando me han invitado a dictar clases formales en la universidad, pues yo, con mucha vergüenza, les he confesado que no sé mucho de eso, y es verdad. Por supuesto que yo he leído mucha literatura, pero no la he trabajado con la intención de comunicarla orgánicamente como un académico. Yo he sido profesor de psicología, no de literatura. Los ensayos que he escrito los he hecho cuando atiendo a ciertos compromisos o invitaciones, y sobre todo cuando me interesa la obra. Pero el ensayo no forma una preocupación permanente en mí. Si se presenta, lo hago, pero no me gustaría que eso se transformara en un oficio. En primer lugar están mis novelas.

Yéndonos ahora al terreno de la ficción, ¿cómo nacen sus historias novelescas?
Creo que responden a una necesidad central que es ésta: yo no me quiero morir sin dejar testimonio personalísimo sobre algo que he vivido. Es decir, la pretensión de pequeño historiador que tiene todo narrador. Yo creo que eso está allí desde muy temprano, desde mis primeros cuentos. Mi interés ha sido siempre contar una historia que me llenara. Ahora bien, hay que estar claros que el narrador es un gran tramposo, un gran mentiroso, un jugador y prestidigitador, una especie de doctor Frankenstein con el tratamiento de los personajes y de la historia. Uno juega con el referente. Nada en una novela es, en última instancia, del todo cierto. Por ejemplo, con respecto a Historias de la calle Lincoln, ninguna de las farras que uno vivió en la época gloriosa de Sabana Grande, mediados de los 60 e inicios de los 70, ninguna de ellas, repito, corresponde al modelo que yo construyo en la novela. Meto gente, por ejemplo, que en la vida real nunca perteneció originalmente a esos años. Claro que uno que otro poeta que aparece en la novela guarda alguna relación con poetas de la vida real. Por ejemplo, el personaje Guaica tiene mucho que ver con Caupolicán Ovalles, pero también con Pepe Barroeta, con el “Chino” Valera Mora, es decir, tiene mucho de todos ellos, y algo mío, un poquito.

En Inventando los días, yo parto, por ejemplo, de un hecho histórico real: en el año 1963 hubo un asalto de una brigada de la guerrilla urbana que se lleva unos cuadros de una famosa exposición de la historia de la pintura en Francia. El propósito era meramente propagandístico. Y lo lograron, pues el hecho tuvo resonancia internacional. Luego de conseguir su objetivo, entregaron los cuadros. A mí siempre me interesó mucho eso, pero, aclaro, yo no tomé parte directa en esa acción. Yo tenía apenas 19 años, comenzaba a militar en ciertas labores comunistas clandestinas, y participé en lo que llamaban tomas de cerros, labores propagandísticas, etc. Uno a veces iba armado, otras veces no. Yo nunca he matado a nadie, por si acaso. Nunca pertenecí a la guerrilla, sino a un sector de correaje que servía de sustento a ella. Años después, cuando me propuse escribir la novela, un amigo mío me dijo que podía ponerme en contacto con el Bermúdez histórico, el jefe de aquella operación guerrillera. Yo le agradecí el gesto, pero me negué, pues la idea no era hacer la biografía de Bermúdez. Mi propósito más bien era inventarle una vida. El caso es que, después de publicada la novela, me encontré con una hija de Bermúdez en Londres, quien me dijo que su padre me apreciaba mucho y que estaba muy complacido de aparecer en la novela.

En el caso de Juegos bajo la luna ocurre algo particular. En 1956, más o menos, yo formaba parte de una especie de peña literaria, casi un taller literario, en donde intercambiábamos lecturas literarias y psicológicas, conversábamos mucho e, incluso, anotábamos y discutíamos nuestros sueños, como un juego. Eso fue en la secundaria. Te cuento esto porque a mucha gente le parece un tanto inverosímil que los personajes de Juegos bajo la luna, inspirados algunos en mis propias vivencias personales, hablaran y discutieran con un elevado nivel intelectual. Pero el hecho es que así era, aunque suene petulante. Incluso, si mentí, no fue para aumentarles, sino para rebajarles la edad, pues los personajes de la novela oscilan entre los 18 y 20 años, y las discusiones con mis amigos las tuve a los 14 y 15 años, antes de graduarme de bachillerato.

Y te cuento otra anécdota de aquella época. En esas peñas yo no soñaba todavía con ser narrador, pero un día le dije a un amigo, con mucha petulancia, que tenía una tarea que hacer: ir a Las Acacias a tomar apuntes para una novela. Era mentira, pero yo mismo me creí el cuento y empecé a tomar los apuntes. Fue como un reto que me planteé desde mi adolescencia, a pesar de que ninguno de nosotros habíamos vivido en Las Acacias. Es decir, algo que tú encuentras más de 30 años después en Juegos bajo la luna. Por eso, una de las satisfacciones más grandes que me dio esta novela fue el haber podido atrapar esa zona de Caracas que para mí fue muy importante en mi juventud: Los Rosales, Las Acacias, Prados de María, Los Castaños, Santa Mónica, la Avenida Victoria. La mayor parte de la cofradía, la mía, fue un recuerdo de la secundaria. A algunos, uno o dos, los continué viendo en la UCV, y se unieron a mis nuevos compañeros de la carrera. En la novela, yo mezclo, a la vez, todo eso, y así salieron los personajes. La mayor bendición –para decirlo además con una palabra extraña en mí– que yo tuve en la adolescencia fue el tropezarme con un conjunto de personas que me ayudaron muchísimo en mi crecimiento. Si Borges está orgulloso de los libros que ha leído yo puedo decir que estoy orgulloso de los amigos que he tenido.

¿Se podría agregar que el contexto político que determina a sus personajes es también una constante en sus novelas? ¿Cuál ha sido la posición ideológica predominante tanto en su obra como en su vida?
Yo parto siempre, cada vez que escribo una novela, de un propósito de comunicación vivencial, de la experiencia humana, social y, por supuesto, política. Sin embargo, no fue nada derivado ideológicamente el que yo en Historias de la calle Lincoln me propusiera contar el refugio nocturno al cual acudieron los derrotados de los movimientos clandestinos de los primeros años 60. Movimientos que cesaron su actividad en los años 64 ó 65, por la llamada Paz Democrática, es decir, la vuelta a la legalidad de los partidos clandestinos, y el abandono, por consiguiente, de la lucha armada. Y si bien es cierto que algunos grupos siguieron defendiendo la vigencia de la lucha armada, es cierto también que estos grupos fueron fuertemente reprimidos por el gobierno de Raúl Leoni, que fue uno de los gobiernos más represivos en la historia de Venezuela, hasta el punto de que la institución de los desaparecidos en este país nace en ese período. Fue un gobierno terrible, y si algún cambio político importante debería haber, éste debería ser el derecho a que uno cuente la otra parte de la historia. Es una labor que nos toca a los novelistas, claro, pero que también deberían hacer los historiadores, con sus medios.

Con respecto a mi formación en ese campo, te puedo decir que mis lecturas políticas eran muy pocas, al menos en mi temprana adolescencia. Y eso es algo que se nota, por ejemplo, en los personajes de Juegos bajo la luna. En aquella época, gente que leía y discutía a Sartre, Camus, Marcel o Beauvoir, era a la vez muy ingenua políticamente. No que no se dieran cuenta de que existiera una historia política, pero la dictadura impedía ese tipo de discusión. Yo me formo políticamente en los 60. Venía de un colegio religioso agustiniano, y uno de los cambios radicales, ya a mis 14 años, es que me declaré ateo, rompí con el catolicismo. Cuando entré a la universidad, por supuesto, la atmósfera política era un hervidero. Conocí gente que estaba militando en los partidos de izquierda. Me inscribí en la Juventud Comunista a los 17 años, de manos de José Balza y Jorge Núnez, que me llevaron cargado a carnetizarme. Yo siempre digo que ellos me llevaron, y sin embargo, se salieron antes que yo. Balza siempre se molesta cada vez que yo digo esto, pero en fin. Yo viví toda la experiencia de la lucha clandestina, formando políticamente a la gente. Cuando se da la Paz Democrática, yo sigo militando en la Juventud Comunista, continúo participando en las discusiones universitarias, pero ya había un deseo de que la discusión pasara a otro nivel. En el año 1967 abandoné mi militancia política y empecé a frecuentar las peñas literarias de Sabana Grande, en un ambiente más artístico, sin descuidar, claro, el hecho político.

No obstante, cuando se funda el MAS, algunos compañeros nos sentimos identificados con sus planteamientos. Apoyamos la candidatura de José Vicente Rangel e incluso fundamos un periódico para esos menesteres. Mantuve, en ese sentido, una militancia con el MAS, pero sin recibir carnet. Yo era un colaborador espontáneo: iba a las reuniones, daba ideas, pero sin oficializar mi participación. Poco a poco, algo que no sabría definir con claridad me fue distanciando del MAS, enfriando las relaciones, pero no perdí por ello la amistad con muchas de las personas que trabajaban allí.

¿Cuál es su posición o perspectiva política en este momento?
En estas últimas elecciones voté por Chávez. Y te confieso que fue para mí un dilema, porque, si bien es cierto que Salas Römer significaba una ruptura con los partidos tradicionales, tenía la sospecha de que no estaba claro su deslinde. Y bueno, al final, desgraciadamente para él, terminó aceptando esa comedia bufa de los partidos políticos corriendo como gallinas locas detrás de su candidatura. Y, claro, viendo esto, y sobreponiéndome a las opiniones de un gran amigo mío como lo es Manuel Caballero, opté por Chávez. Yo he vivido toda mi vida en un país con el cual no me he sentido identificado, en especial con sus gobernantes. Yo fui derrotado en los 60, luego me gradué, me casé, escribí, tuve mis hijos, y he vivido toda mi vida en un país dirigido por gente que detesto, a quien nunca le he aceptado cargos de gobierno, a pesar de que me los han ofrecido. Yo amo a mi país, a mi ciudad, pero siempre he vivido gobernado por gente extraña a mí, a mi modo de ver el mundo. Esto no quiere decir, desde luego, que yo haya sido desgraciado. He tenido sufrimientos, como todo el mundo. Pero en los momentos más duros de mi vida, he encontrado asideros para escaparme hacia la felicidad, aunque sea pequeña. Siempre he pensado que eso es posible, pensar que el día de mañana todo será distinto. Parece una salida fácil, pero a mí me ha funcionado. Y esa actitud, claro, se debe reflejar de alguna manera en mis novelas.

No se identifica entonces con esa imagen romántica del escritor desdichado…
Balza me dijo un día: “Yo te envidio porque tú siempre has sido feliz. Yo, en cambio, tengo que salir todos los días a luchar por la felicidad”. No le pude responder. Quizá tenga razón.

#OficioDeLector // Releerse; por Luis Yslas Prado

“Escribir, pues, como un correctivo. Escribir para seguir leyendo”. Fabio Morábito. El idioma materno Cuando un escritor, al cabo de cierto tiempo, relee su primer libro publicado, suele advertir con incomodidad que no llegó a decir lo que quería, o que lo dijo de modo parcial o fallido. Peor aún, descubre que terminó diciendo algo

Por Luis Yslas | 5 de noviembre, 2014

“Escribir, pues, como un correctivo. Escribir para seguir leyendo”.
Fabio Morábito. El idioma materno

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Cuando un escritor, al cabo de cierto tiempo, relee su primer libro publicado, suele advertir con incomodidad que no llegó a decir lo que quería, o que lo dijo de modo parcial o fallido. Peor aún, descubre que terminó diciendo algo que ha dejado de interesarle. No escribió lo que deseaba leer. Entonces vuelve a publicar otro libro. Y otro. Y otro más. Para reparar –o neutralizar, u olvidar– esa primera obra desafinada. Acaso se escriben libros para someter ese inicial borrador a sucesivas tentativas de enmienda: la bibliografía personal de un autor.

Pero están también los escritores que vuelven a leer sus primeras publicaciones y se sienten satisfechos. No hay arrepentimientos, ni rectificaciones. Les gustan esos libros tal como están, sin envanecerse de ello. En esos contados casos, es comprensible que el autor no desee publicar nada más. Eso explica quizá a Rimbaud, a Harper Lee, a Rulfo, quienes a pesar de pertenecer a lo que Vila-Matas llama el espectro de los escritores del no, víctimas del síndrome Bartleby, son a un tiempo escritores del sí, pues no dudaron en afirmar –en volver a firmar– sus primeros libros. ¿Para qué seguir publicando si, con el correr de los muchos años, aún se reconocen en esos comienzos que marcan a la vez el final de su escritura? Sumar libros sólo sería una forma de restarse. De malograr con palabras, no el silencio, sino esas primeras palabras con las que aprendieron a callar a tiempo.

Otros escritores evitan releer sus primeras publicaciones. Las consideran, como pensaba Hemingway, leones muertos. Pero es inútil. Aunque no vuelvan a sus primogénitos, estos regresan a ellos por la vía ingobernable del recuerdo: esa alterada, insistente relectura.

Existen además los escritores que disfrutan de tal modo su primer libro, la aparente –siempre aparente–, perfección del alumbramiento literario, que aspiran, no sin vanidad, repetir esa escritura, según ellos incontaminada, en ulteriores publicaciones. Como es de esperarse, el destino les cobra esa insensatez por el resto de sus libros.

Releerse es una apuesta que, tarde o temprano, se paga.

¿De qué lado leemos a Julio Cortázar? A 100 años de su nacimiento; por Luis Yslas

“Tal vez ahora, cuando cualquiera barre el suelo con su memoria, nos arrepentimos de haberlo negado tres veces. Tal vez recién ahora estamos listos para leer, de verdad, a Cortázar”.  Alejandro Zambra Del lado de allá. Están los sepultureros de Cortázar. Los odiadores. Los inquisidores. Los parricidas. Aquellos que más que juzgar, enjuician sus libros y

Por Luis Yslas | 26 de agosto, 2014

“Tal vez ahora, cuando cualquiera barre el suelo con su memoria,
nos arrepentimos de haberlo negado tres veces.
Tal vez recién ahora estamos listos para leer, de verdad, a Cortázar”. 

Alejandro Zambra

De qué lado leemos a Julio Cortázar A cien años de su nacimiento por Luis Yslas 640

Del lado de allá. Están los sepultureros de Cortázar. Los odiadores. Los inquisidores. Los parricidas. Aquellos que más que juzgar, enjuician sus libros y hasta su vida, rescatando apenas la trascendencia de algunos de sus cuentos. Se trata de lectores (y escritores) pertenecientes sobre todo al ámbito de las letras argentino (aunque se multiplican cada vez más en otras geografías), que no encuentran nada respetable ni mucho menos digno de consideración en la obra de un autor cuyas frases circulan –aunque descontextualizadas– tanto en el mundo de la publicidad como en el de las redes sociales; fragmentos desperdigados dentro de un envoltorio kitsch que ha hecho de la figura de Cortázar, aseguran, un icono de la cursilería mediática: un autor para muchachitos que no han terminado de madurar existencial ni literariamente. En ese lado de la lapidación, Cortázar es sólo un latinoamericano afrancesado, un socialista de micrófono, un escritor sobrevalorado. Desde allí, muchos ven hasta con sospecha que Rayuela siga siendo un longseller mundial, pues suponen que los buenos escritores no pueden, no deben ser jamás masivos, aunque, paradójicamente, no duden en firmar el acta de defunción de una novela que, a su entender, resulta pedante, machista, snob, inconsistente, hermética, ingenua, decrépita; en una palabra: olvidable. Gente que, era de esperarse, tampoco le perdona a Cortázar el haberse dejado cautivar por los cantos de sirena revolucionarios en Latinoamérica, y que mucho menos le perdonará que esta “mala conciencia ideológica” haya contaminado parte de su literatura, como ocurrió con El libro de Manuel, novela que el mismo autor consideró apresuradaDetractores que asoman la posibilidad de que el éxito de Cortázar durante los años del boom se debiese no tanto a la calidad de sus libros, sino a la astucia de una maquinaria editorial de probada eficacia. En ese lado de la inquina, se ubican escritores como César Aira, quien ha llegado a afirmar que Cortázar “es el escritor de los adolescentes que se inician en la literatura”, o Alan Pauls, quien no duda en calificar a Rayuela como un libro vencido. En fin, gente que desprecia los conejitos guturales, los tableros de instrucciones, el glíglico, el sentimiento de lo fantástico, las historias de cronopios y de famas, el knockout narrativo… atributos que constituyen la estética de un escritor a quien, desde el lado de allá, se ningunea, o, en el mejor de los casos, se evoca como un pecado de juventud, ya superado.

Del lado de acá. Están los fans de Cortázar. Los que ven en sus libros el equivalente a las canciones de los Beatles: una fuente inacabable de algarabía que diluye las fronteras generacionales. Del lado de acá, Cortázar es un guía espiritual, un mago, un compañero y, en los predios de la ideología izquierdosa, un camarada. También un hermano mayor que inicia a los jóvenes en la experiencia literaria, metafísica y sentimental; un amigo que acompaña en las buenas, en las malas y en las prescindibles. Un ser entrañable y elevado al que siempre se le debe adjudicar el epíteto de Cronopio Mayor. En este lado de la idolatría, los peterpanistas de toda índole son legión: una cofradía de cronopios infatigables que dejan dentífricos apachurrados por todas partes, saltan de acera en acera, solo escuchan jazz, recitan de memoria el capítulo 7 de Rayuela (arma eficaz para conquistar jovencitas aún vírgenes de cortazarofilia) y juegan a perderse para encontrarse como clones de magas y oliveiras que se aman, no faltaba más, hasta el límite de las gunfias. Gente que detesta a los famas, a los racionalistas, a los esquemáticos, a los solemnes, a la novela realista decimonónica, y que inunda las paredes de la realidad y la virtualidad con frases extraídas de los libros de Cortázar (muchas veces leídos a medias), en un alarde de empalagamiento disfrazado de sabiduría y poesía. Para estos intensos incurables, tiernos feligreses del cortazarismo, el autor de La vuelta al día en ochenta mundos es un dios encarnado en un cuerpo de niño enorme y bonachón, un defensor de las causas justas y los oprimidos, y, por sobre todas las cosas, un artista-gurú cuya trascendencia en el campo de la ética y la literatura no sólo es incuestionable, sino a prueba de envidiosos y resentidos. Del lado de acá, Cortázar es intocable; es inmortal.

De otros lados. Están los que, frente a los libros de Cortázar, han oscilado entre la veneración y el rechazo, entre la fidelidad elogiosa y el escepticismo crítico, entre la entusiasta aceptación y el moderado desencanto.Quienes han celebrado buena parte de su obra con fascinación, pero que en ciertos momentos –y no sin culpa– hablaron mal de aquello que les hizo tanto bien en sus lecturas de juventud. En esos otros lados se encuentran los que entre un cronopio y un fama, eligen la precavida esperanza. Que prefieren el saludable amor de Talita y Traveler a la destructiva relación entre la Maga y Horacio. Que han aprendido a leer la obra de Cortázar tal como Cortázar les enseñó: con espíritu cuestionador, sin prescindir de la comprensión y la ternura, pero tampoco del ojo crítico ni mucho menos del sentido del humor, que relativiza sin odio, pero sí con inteligencia.Se trata de lectores que procuran deslindarse de las categorías ofrecidas por el propio autor argentino, y que están dispuestos más bien a aventurarse en sus libros con menos instrucciones y más libertad. Gente de otros lados que descubre a la vez esos lados menos visibles de una obra con magníficos relatos realistas (como “Final del juego” y “Torito”), ensayos de luminosidad literaria (como su Teoría del túnel) y artefactos verbales tan cercanos a la sensibilidad y al ingenio de nuestra época como Fantomas contra los vampiros multinacionales, Un tal LucasLos autonautas de la cosmopista –este último escrito a dos manos con su última esposa, Carol Dunlop–. Textos poco comentados que exigen a la vez aproximaciones de lectura que se decanten por una mirada ajena a interpretaciones y valoraciones exclusivamente “cortazarianas”. Una mirada –desean sin aspavientos los mesurados–, que podría (y debería) extenderse a toda la obra del narrador argentino. Distantes de la condena o la glorificación, escritores como Andrés Ibáñez, Edmundo Paz Soldán, Alejandro Zambra, Juan Carlos Méndez Guédez, Oscar Marcano y Andrés Neuman, pertenecen a estos otros ángulos de la lectura en donde la gratitud no está reñida con la reflexión, ni la pasión con la lucidez. Esa zona de contrastes acaso permita entrever en qué lados del corazón, de la memoria y de la literatura se asienta o se vuelve a levantar hoy la palabra de Julio Cortázar.

El último Márai; por Luis Yslas

A Judit Gerendas Un libro puede ser también un precipicio. Un descenso a zonas vulnerables de la existencia de donde es difícil regresar indemne. Eso pensé al finalizar los estremecedores Diarios (1984-1989) del escritor húngaro Sándor Márai (1900-1989), autor de El último encuentro, La mujer justa, ¡Tierra, tierra!, Confesiones de un burgués, La herencia de Eszter,

Por Luis Yslas | 10 de julio, 2014

A Judit Gerendas

Un libro puede ser también un precipicio. Un descenso a zonas vulnerables de la existencia de donde es difícil regresar indemne. Eso pensé al finalizar los estremecedores Diarios (1984-1989) del escritor húngaro Sándor Márai (1900-1989), autor de El último encuentro, La mujer justa, ¡Tierra, tierra!, Confesiones de un burgués, La herencia de Eszter, Liberación, La gaviota, La hermana, La amante de Bolzano, La extraña…, entre otros libros que hoy forman parte del interés y la admiración de miles de lectores en el mundo. Este volumen de sus diarios comprende los últimos apuntes del autor antes de suicidarse en San Diego, California, luego de padecer el forzado alejamiento de su tierra natal, la agonía y la muerte de sus familiares más cercanos, y de comprender que solamente a él le correspondía elegir el tiempo, la forma y el contenido final de su vida. Si toda la sabiduría y razonamientos del mundo, como escribiera Montaigne, se concentran en un punto: el de enseñarnos a no tener miedo de morir, estos diarios de Márai representan un conmovedor testimonio acerca de esa difícil enseñanza.

El último Márai; por Luis Yslas 6401984 es el año que da inicio a estos diarios póstumos, el último volumen de seis tomos; cinco de ellos escritos en el exilio (traducidos del húngaro por Eva Cserhati y A. M. Fuentes Gaviño para la edición de Salamandra). Ya en la primera página se evidencia el tono crítico y desencantado que se mantendrá inalterable durante todo el diario; aquel con el que Márai observa, no sin ironía, el paso de la Historia con mayúsculas y, al mismo tiempo, el transcurrir de su historia íntima. El siete de enero, apunta: “Empieza el año que da título al éxito de ventas de Orwell. Si bien su vaticinio no se ha cumplido, a cambio se ha impuesto la realidad diaria: el terror nuclear. Un corresponsal recuerda con nostalgia la época decimonónica, el llamado progreso pacífico. Llegué a este mundo en el umbral de esta centuria y, al pensar en la primera década de mi vida, cuando el siglo XIX todavía era una realidad, sólo recuerdo que la cotidianidad era indeciblemente más fatigadora, más primitiva, más insalubre que en este maldito siglo XX, en el que millones de personas han sido masacradas en guerras y revoluciones al tiempo que, para las masas, la existencia ha sido más humana que en cualquier época anterior. En 150 años la esperanza de vida se ha duplicado. Década de 1810: el planeta albergaba aproximadamente mil millones de habitantes; para el albor del nuevo milenio con toda probabilidad la cifra rondará los seis mil millones. En el siglo XIX se proclamó con orgullo que era posible dar la vuelta al mundo en 80 días; hoy basta con 90 minutos. Mi tío paterno falleció en 1849 ‘por una afección intestinal debida a las pésimas condiciones de nuestra patria’; hoy sólo los muy tontos mueren de apendicitis. ¿Fue mejor el siglo pasado? ¿Qué significa ‘mejor’? Es innegable que hoy vivimos más y más rápido”.

A medida que avanza el diario, el registro minucioso de los hechos presentes, salvo los concernientes a la enfermedad de su esposa Ilona Matzner (Lola), va ocupando menos páginas que las dedicadas a sus lecturas y nostalgias. Quizás porque, aun cuando no siempre se refiera a ello de modo explícito, Márai no olvida las razones que lo mantuvieron alejado de su patria desde 1948, año en el que, asqueado de la disputa que nazis y comunistas mantenían por el dominio totalitario de su país, tomó la decisión de partir de Hungría con su esposa y su hijo adoptivo János ‒un niño huérfano de la II Guerra Mundial‒, luego de haber sido un afamado escritor durante la década de los años 30 y 40 en Europa. “Es para desesperarse ‒señala el autor por aquellos años, citado por Ernö Zeltner en la biografía Sándor Márai‒. Hacia la izquierda no tengo nada que buscar, pues abandonar mi clase social sería para mí lo mismo que un suicidio moral; sólo soy capaz de mirar críticamente esta clase desde dentro, todo lo demás equivale a una traición. Y hacia la derecha tampoco puedo dar ni un solo paso, no tengo aliento para apoyar el fascismo que acecha tras la derecha respetable, armado con garrote y fusil. No tengo otro remedio que quedarme solo, completamente solo, con mi trabajo, que apenas significa ya algo para unas pocas personas y, además, arrostrando todas las consecuencias sociales y existenciales de esta condición”. Muchos años después de esa época de renuncias, unas líneas de su diario, escritas el 10 de julio de 1986, resumen el saldo de esa decisión: “Durante estas tres décadas y media nos han pasado muchas cosas, pero para mí la mayor satisfacción ha sido poder escribir sin autocensurarme durante toda una generación”.

A partir, entonces, de ese crucial año de 1948, cuando se instauró el régimen comunista en Hungría que prohibió la lectura y distribución de sus libros, Sándor Márai supo siempre que la lengua húngara sería el territorio de sus afectos imperecederos. Así lo dejó claro en esas extraordinarias memorias recogidas en ¡Tierra, tierra!, publicadas originalmente en 1972: “Porque a mí, ni de joven ni de mayor, ni siquiera después de haber vivido dos guerras mundiales, nunca me ha interesado nada más ‒de verdad y con sus componentes y detalles‒ que la lengua húngara y su manifestación más plena y suprema, la literatura húngara. Una lengua que ‒entre los miles de millones de seres humanos‒ sólo entienden diez millones. Una literatura que ‒al estar encerrada en esa lengua‒ nunca ha podido, por más esfuerzos heroicos que haya hecho, dirigirse al mundo en su auténtica realidad. Sin embargo, para mí esa lengua y esa literatura significan una vida plena, porque sólo en esta lengua puedo decir lo que quiero decir (y sólo en esta lengua puedo callar lo que deseo callar)”. Toda la obra de Márai confirma esa convicción, ese destino asumido sin artificios. Una sensación de estrecha relación existencial con la literatura de su país que se mantendrá inalterable durante el resto de su vida, y que es posible hallar hasta en sus escritos privados. Por ejemplo, en frases como la que registra en su diario, el 27 de enero de 1984: “La patria horizontal se desmorona, se altera. La patria vertical es sólida, más perenne que el bronce. A veces es tan sólo un verso”.

Los diarios dejan constancia además de la pasión lectora del narrador húngaro. Una pasión a la que acude, incluso en las horas más graves del sufrimiento y del deterioro físico, como si se tratase de algo más que una compañía y un saber: como una suerte de refugio irremplazable. Son varias las referencias a escritores húngaros como Kassák, Juhász, Somlyó, Czuczor, Bajza, Batsányi, Balassi, Berzsenyi, Vörösmarty, Arany, Krúdy…, así como a libros y revistas dedicados a la literatura de ese país. Tampoco escasean las citas a la literatura occidental: Homero, Esquilo, Sófocles, Aristóteles, Marco Aurelio, Voltaire, Gibbon, Goethe, Huizinga, Conrad, James…, entre otros clásicos de su biblioteca personal. Complace encontrar entre esos nombres el de Jorge Luis Borges, cuyas historias, señala Márai, “están repletas de metáforas, de ejercicios mentales y crueldades orientales… Fue un escritor genial, un talento original de este siglo. Ya no quedan muchos de esta cosecha”. Pero tal vez el más elevado reconocimiento a la literatura en lengua española hecha por el autor húngaro se encuentre en la anotación del 6 de abril de 1986: “Lectura por la noche: Cervantes, Don Quijote, la novela más hermosa de la literatura mundial”.

Tratándose de una escritura de carácter privado, no sorprenden los reiterados momentos en los que Márai se permite abrir, sin efectismos, la puerta de la nostalgia por su ciudad natal, Kassa, pero también por los amigos y hermanos ausentes, por la figura de su padre. Sin embargo, las anotaciones de la agonía y muerte de su esposa Lola resultan los pasajes más dolorosos del diario. El instante en el que describe su ingreso al convalescent hospital, la institución para enfermos terminales, en noviembre de 1985, acelera y potencia el decaimiento anímico de Márai, quien, aun bajo el acoso de la desolación y la ira, no deja de mantener la entereza. Así, el 12 de noviembre de ese año, ante el cuerpo desvalido de una mujer octogenaria que ya no lo reconoce, la misma mujer con la que se casó cuando apenas contaba 23 años en Budapest, escribe que la ve “muy guapa”, para explicar seguidamente que “la belleza del óbito es más convincente que la de la juventud: es la belleza victoriosa de la plenitud femenina”. Días después, comenta: “Ella está bien sentada en la silla de ruedas, aseada y peinada. No ve ni oye. No sufre, de hecho su rostro permanece tan impasible como si no sintiera nada. Le cojo la mano, pero no me devuelve el gesto. Le pregunto si ha dormido bien y asiente brevemente. No dice nada más. Parece que no sabe quién soy, dónde estoy ni dónde se encuentra ella. No sé hasta cuándo podrá durar esta situación, hasta cuándo aguantará ella o hasta cuándo aguantaré yo. Si no creyera que ella me necesita (o me hiciera ilusiones de ello), tomaría una decisión drástica respecto a mí mismo. Pero no tengo derecho a escapar”.

A medida que pasan los días y se agrava el estado de su esposa, el desconsuelo y la apatía van ganando terreno en el alma de Márai: “Tal es la fase que me toca vivir ahora. Estar cada día junto a esta mujer maravillosa, amada y noble, que conocía mi vida desde la otra orilla, desde el lado personal, y presenciar su declive lento y silencioso: no esperar nada, no oponerse al dolor, aceptar la impotencia, conducir a la mujer más querida hacia la salida de la vida, tambaleándome en esta oscuridad permanente… Llega el tiempo en que uno ya no espera respuestas, no discute con el destino, lo abraza. Hay que aceptar el destino. No existe otro modo de soportar la crueldad de la vida”. Antes de finalizar ese año, admitirá que “vida, personas, trabajo, literatura, todo se ha acabado. Hastío y vergüenza si pienso en la escritura. Escribía para L., todo era por ella. Ya no tengo a quien escribir. Me cuesta creerlo”.

Lola morirá el 4 de febrero del año siguiente. Sólo una línea nos lo hace saber: “L. ha muerto”. Un mes después, Márai describe ese momento: “Hoy, hace cuatro semanas que murió, el sábado a las dos menos veinte de la tarde, aproximadamente. En las dos últimas horas su respiración fue estable y tranquila. Yo le cogía una mano mientras le tomaban la tensión en el otro brazo. Al cabo de un rato la enfermera me hizo una señal: el tensiómetro ya no marcaba nada, aunque ella todavía respiraba. Literalmente ‘exhaló el último suspiro’. Me quedé durante media hora más junto a su lecho, contemplándola. No estaba seria ni hermosa, sólo diferente. Como si todo el maquillaje de la vida –ira, dolor, alegría, tristeza–, todo lo que reviste el rostro humano, se hubiera borrado. Sólo capté en ella serenidad y nobleza, dos rasgos que siempre quedan ocultos en la cara de los vivos”.

A partir de allí, la ausencia de Lola se apodera del libro. Márai la tendrá en sus pensamientos en lo que resta del diario. La meditación en torno al matrimonio, al amor y a la muerte se agudiza y condensa en un conjunto de frases de lacerada sabiduría. Como en esta confesión del 9 de febrero de ese mismo año: “Soy viudo, algo extremadamente grotesco. Vivo la realidad como antes, en primera persona del singular. Hemos estado juntos durante sesenta y dos años y ocho meses, el tiempo que ha transcurrido desde que firmamos… Durante seis décadas hemos estado siempre juntos, despiertos y dormidos, físicamente y de otras maneras, en todo tipo de circunstancias, y en cada ocasión nos hemos apoyado mutuamente mientras pasábamos por situaciones miserables o prodigiosas: siempre juntos. Ahora me encuentro solo, en un vacío similar al que rodea al astronauta en el espacio, donde ya no actúa la gravedad que lo mantenía sujeto a la Tierra. Todo flota, él mismo, los objetos, el mundo”. Y el 20 de febrero, Márai escribe esta singular declaración de amor y pertenencia: “¿La quería? No lo sé. ¿Puede uno querer a sus piernas, a sus pensamientos? Simplemente, nada tiene sentido sin piernas o sin pensamientos. Sin ella nada tiene sentido. No sé si la quería. Era algo diferente. Tampoco quiero a mis riñones o a mi páncreas. Simplemente forman parte de mí, como ella formaba parte de mí”.

No obstante el hondo padecimiento de estos años, Márai no pierde la mesura emocional de sus gestos y sus palabras. Esa manera de mantener, contra toda adversidad, la serenidad del carácter. Se entiende entonces su rechazo a los alaridos y demás aspavientos con los que muchos solemos expresar el duelo ante la muerte. “El ‘duelo’, el verdadero luto ‒escribe en su diario‒ es discreto y sigiloso. Las demás demostraciones me resultan sospechosas: tal vez lo que causa pena en el doliente no es el fallecido, sino él mismo. Exhibe su dolor de manera perfecta y en voz alta”.

Si el suicidio había sido hasta entonces una idea que lo rondaba de modo frecuente pero impreciso, luego de la muerte de Lola, ese pensamiento empieza a adquirir una consistencia más real y posible. “Hace dos semanas  ‒escribe Márai el 18 de febrero de 1986‒ fui a una tienda del otro extremo de la ciudad para comprarme un arma de fuego, pero el formulario de la policía no había llegado hasta ahora. Ahora vuelvo y el vendedor me entrega la pistola, empaquetada con esmero, además de cincuenta balas. Cuando le advierto que no voy a necesitar tanta munición, él se encoge de hombros y contesta con indiferencia que eso nunca se sabe… En América todos los ciudadanos tienen derecho a ir armados. Vuelvo a casa en taxi; el chofer me pregunta qué he comprado y asiente al saber que se trata de un revólver. ‘Siempre viene bien’, me dice. Es la primera vez desde hace meses que siento algo parecido a la tranquilidad. No tengo planes de suicidio, pero si el envejecimiento, la debilitación, la pérdida de mis capacidades avanzan al mismo ritmo, es bueno saber que podré acabar con ese humillante deterioro en cualquier momento, y no tendré que temer lo peor: terminar en uno de esos vertederos institucionales, en un hospital o una residencia de ancianos. Sin embargo, hay que tener suerte incluso para eso, porque la apoplejía puede impedir la huida”.

El 23 de abril de 1987, su único hijo, János ‒a quien Márai y Lola adoptaron en 1945‒, muere a causa de una trombosis. Tenía 46 años y vivía con su esposa y sus tres hijas, muy cerca de la casa de los Márai, en San Diego. “No me daba cuenta de hasta qué punto lo quería ‒son las palabras de su padre anotadas en el diario el 25 de abril de ese año‒. Un húngaro de extracción humilde, honesto, fiel, discreto, silencioso. Nunca pedía nada, siempre estaba agradecido por todo. En cuarenta y dos años nunca me engañó ni mintió. Con sus propias manos construyó un hogar en el extranjero y fundó una familia. Nos amaba con una discreción peculiar que demostraba su gran nobleza. A los cuarenta y seis años cayó fulminado como quien recibe un golpe mortal por la calle. Como si L. se lo hubiese llevado… Las palabras Dios, piedad, misericordia; todo lo que han dicho los curas y filósofos es una completa mentira. No existe un ‘propósito’ ni un ‘sentido’. Sólo existen los hechos descarnados. Todo es un asco”.

Es el golpe de gracia. Inesperado y definitivo. Ahora sus observaciones se harán cada vez más esporádicas, reducidas, implacables. Una frase lo persigue a todos lados: “qué lento muero”; palabras que le dijera Lola antes de morir. Será quizás la frase que le permita invocar a la muerte sin temor y con premura.

Valga recordar que el aprendizaje de la muerte en los diarios de Márai pasa por el registro de un amor que resiste la prueba más dura: ver envejecer, enfermar y morir a la persona amada. La frase morir de amor en Márai se purifica literal y literariamente en estas páginas. Reafirma su condición de lugar común, despojada de metonimias y poses, y le otorga un grado de entrega espiritual al oficio del escritor. Las fronteras entre la vida y la literatura se diluyen en el minucioso discurrir de una historia, la trama de los diarios, que conduce hacia un final totalmente coherente con la vida y la escritura que lo preceden: la obra entera de Sándor Márai.

Pero esta conciencia del advenimiento de su final no le impide mantenerse alerta no sólo contra el desmoronamiento personal ‒“no es bueno dejarse envejecer por la vejez”, escribe el 14 de septiembre del 86‒, sino contra quienes quieren aprovecharse de su condición solitaria y envejecida. Tal es el temple de sus convicciones como escritor y ciudadano húngaro, que la nota del 28 de marzo de 1988 es una verdadera prueba de integridad: “Un mensajero de Budapest me trae la oferta de contrato de tres editoriales y la invitación de otras. Por lo visto, ‘han depuesto las armas sin condiciones’: quieren publicarlo todo, libros, artículos, todo, las ‘obras completas’. Un fenómeno interesante: al parecer ha empezado la descomposición. Pero mientras el ejército invasor ruso siga en Hungría, no permitiré que editen nada. Y cuando se hayan marchado, habrá que celebrar elecciones libres, democráticas, con observadores extranjeros. Antes no dejaré que editen ni uno solo de mis escritos”. Y así ocurrió.

Cinco meses antes de suicidarse, Márai describe el avanzado estado de deterioro y soledad en que se encuentra: “Lola y János se han ido, al igual que mis amigos y compañeros de carrera. Estoy totalmente solo. Andar y ver me resulta cada vez más difícil: sólo puedo leer un cuarto de hora, después veo borroso; no salgo más que para dar una vuelta delante de casa apoyándome en el bastón. Alcohol casi nada, un vaso de vino con agua, a veces una cerveza. Cigarrillos, diez al día. Nada de sexo, ni en sueños. Tampoco me hace falta. El cariño me sentaría bien, pero ya no confío en nadie… La memoria me falla: los recuerdos más lejanos son extraordinariamente vívidos; en cambio, a veces no consigo acordarme de qué ha pasado hace cinco minutos. No protesto por la muerte, pero no deseo nada morir”. El 15 de enero de 1989, seis días antes de quitarse la vida de un disparo, Márai anota a mano las palabras finales de su diario: “Estoy esperando el llamamiento a filas; no me doy prisa, pero tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora”.

En 1972, en ¡Tierra, tierra!, había escrito que existe una teoría según la cual “es héroe quien actúa en concordancia con su carácter”. Su muerte, vista a la luz de esta teoría, podría comprenderse quizás como el proceder heroico de un hombre que jamás se permitió perder el control de sus facultades físicas y psíquicas, no sólo porque esa flaqueza era impropia de su carácter y sus valores, sino porque hubiese significado una traición a su más arraigado principio: ser fiel a sí mismo. Márai estaba convencido, como escribiera Montaigne, de que “la premeditación de la muerte es premeditación de libertad; quien ha aprendido a morir olvida la servidumbre; no hay mal posible en la vida para aquel que ha comprendido bien que la privación de la misma no es un mal: saber morir nos libra de toda sujeción y obligación”.

Ese precipicio de afilada belleza por el cual nos invitan a descender algunos libros fundamentales, esos que nos recuerdan una dignidad tan ajena al tiempo que hoy nos toca vivir.

 

Cortázar, profesor; por Luis Yslas

A propósito de las Clases de literatura. Berkeley, 1980 (Alfaguara, 2013), de Julio Cortázar

Por Luis Yslas | 15 de abril, 2014

I.

Este año se conmemoran las puntas de la vida de Julio Cortázar: cien años de su nacimiento y tres décadas de su muerte. El año pasado, su novela Rayuela, una de las memorables explosiones del boom latinoamericano, cumplió medio siglo. Sus libros no han dejado de circular en todo el mundo y en varios idiomas; tampoco la vasta bibliografía y memorabilia en torno a su vida y su obra. Todo parece indicar que estos frecuentes recordatorios no son sino pretextos para volver a un autor que en realidad no se ha ido nunca. Porque Cortázar no sólo es una figura leída y admirada, sino próxima. Un escritor que, fiel a su espíritu lúdico, ha sabido burlar esa muerte dentro de la muerte que es el olvido.

Y acaso sea esa complicidad que propone su imaginario lúdico la que ha provocado que miles de lectores de su obra se comporten como cronopios indomables, o también, como un club de la serpiente en expansión. Es un hecho: los libros de Cortázar han aglutinado no sólo a lectores académicos y mesurados, sino a una fanaticada que ve en su escritura una educación sentimental, un modelo literario y un motivo para la adoración. No sería arriesgado afirmar entonces que Cortázar es a la literatura lo que los Beatles a la música: una fuente inagotable de entusiasmos que trasciende las fronteras generacionales.

Ahora bien, si a alguien hay que agradecer la publicación de novedades de Julio Cortázar aún después de su muerte, es a su viuda y albacea Aurora Bernárdez, quien desde hace unos años se ha dado a la tarea de extraer inéditas maravillas del baúl cortazariano. Gracias a ella, y al editor Carles Álvarez Garriga, contamos hoy con un material valioso que había permanecido oculto, disperso o extraviado. De ese rescate han surgido Papeles inesperados (2009), los cincos tomos de Cartas (2012), y el libro que ocupa estas líneas, Clases de literatura. Berkeley, 1980, publicado el año pasado por la editorial Alfaguara. Una obra que, a título personal, me resulta muy cercana, pues en sus páginas se cruzan dos de las experiencias que más he disfrutado en mi vida: enseñar literatura y enseñar la literatura de Julio Cortázar.

II.

Clases de literatura es la transcripción casi literal de las ocho clases que diera Cortázar en la Universidad de California, en Berkeley, durante los meses de octubre y noviembre de 1980. Más de 13 horas de charlas que revelan su destreza pedagógica, su bagaje libresco y un fino humor aderezado de sensibilidad y autocrítica. El libro consta de ocho capítulos –uno por clase– más dos conferencias que dictara Cortázar en esa misma universidad: “La literatura latinoamericana de nuestro tiempo” y “Realidad y literatura. Con algunas inversiones necesarias de valores”.

Cortázar, profesor; por Luis Yslas 640Las clases se daban los jueves de 2 a 4 de la tarde, y se dividían en dos partes. La primera era propiamente la lección o clase magistral, y la segunda constituía la plenaria o sesión de preguntas. Los temas elegidos por Cortázar van desde una revisión de sus etapas como escritor –esteticista, metafísica e histórica–, hasta las diferencias entre el cuento realista y fantástico, la presencia de la musicalidad, el humor, el juego y el erotismo en la literatura, y la relectura que hace de sus propios textos. Relatos como “La autopista del sur”, “Continuidad de los parques”, “El perseguidor”, “La noche boca arriba”, “El ídolo de las Cícladas” o “Apocalipsis de Solentiname”, son comentados y analizados con detenimiento por el autor. También dedica algunas horas a Historias de cronopios y de famas, Un tal Lucas y Fantomas contra los vampiros multinacionales, así como al origen, la estructura y las búsquedas estéticas de Rayuela y El libro de Manuel. Cortázar era consciente de que la mayoría de sus alumnos estaban allí para oírlo hablar de su obra, por lo que no cae en la falsa modestia de evadir el compromiso, y utiliza sus textos como apoyo y complemento de sus lecciones.

Sin embargo, la parte de mayor espontaneidad del libro es aquella en la que Cortázar les da la palabra a los estudiantes. Allí se establece el verdadero contacto. Una veces desde la ingenuidad (una alumna llega a preguntarle a qué antepasados debe su enorme altura), otras desde la agudeza, y en algunos casos desde la provocación, este diálogo va mostrando la progresiva empatía que se va creando entre profesor y alumnos. A tal punto que el propio Cortázar admitió haber ido con ellos a una fiesta de Halloween, disfrazado, no faltaba más, de vampiro.

Otro de los atractivos del libro, además de las magistrales lecciones de literatura, son las anécdotas y confidencias a las que recurre Cortázar para inyectarle vivacidad a su discurso, haciendo alarde de esa estrategia pedagógica y narrativa de probada efectividad: enseñar deleitando. El lector se entera, por ejemplo, de lo que dijo el Che Guevara luego de leer su cuento “Reunión”; de la “total sordera” de Mario Vargas Llosa para la música; de la insólita procedencia del ensayo de Ceferino Piriz, incluido en uno de los capítulos de Rayuela; o de la vez en que Cortázar es llevado de incógnito a conocer a unos jóvenes en La Habana, quienes le confiesan leer, durante las escasas pausas de su lucha armada, las historias de sus cronopios. Casi al final de sus clases, el narrador argentino hace incluso una crítica negativa (o quizás moralista) de Rayuela, considerándola a la distancia como “un libro profundamente individualista y que lleva muy fácilmente al egoísmo”.

Entre sus dotes como profesor de literatura, Cortázar destaca como un lector extraordinario: voraz, acucioso, enciclopédico. Un hombre para quien hablar de libros y de la vida resultan actos equivalentes y hasta intercambiables. Son numerosas las recomendaciones de lectura que va dejando como señuelos de ruta a lo largo de sus clases. Borges, Vargas Llosa, Fuentes, Carpentier, Lezama Lima, Macedonio Fernández, Ambrose Bierce, Gómez de la Serna, Boris Vian o Roque Dalton son algunos de los autores en los que se detiene para resaltar el valor de un texto o para referir una anécdota, casi siempre ejemplar. Sus clases, como toda enseñanza literaria que se precie, se convierten en bitácoras de lectura.

Y no podía dejar de estar presente el lado más polémico de Julio Cortázar, el de sus opiniones políticas. En especial, cuando habla de su etapa “histórica” como escritor o cuando algún alumno le hace preguntas relacionadas con Cuba y Nicaragua. Cortázar ofrece respuestas cautelosas, sin caer en proselitismos, aunque dejando entrever sus simpatías por los movimientos de izquierda latinoamericanos. Quizá el lado más naif y cuestionable de sus ideas, como han coincidido la mayoría de sus críticos, lectores y hasta amigos cercanos.

Si bien Cortázar subraya desde la primera clase que su modo de enseñar no es académico ni sistemático, es decir, que él no es el profesor que llega con las verdades listas, sino el que va improvisando y “buscando soluciones a medida que se le van planteando los problemas de trabajo”, habría que objetar, sin embargo, que esa aparente improvisación no es del todo cierta. O más bien, que los años de experiencia permitieron que esa improvisación se moviera en un terreno ya trajinado por el autor. No hay que olvidar que el primer oficio que desempeñó Cortázar en su juventud fue el de profesor. Durante casi diez años enseñó diversas materias en colegios de la provincia argentina –Bolívar y Chivilcoy–, y hasta dictó cátedras de literatura francesa e inglesa en la Universidad del Cuyo, en Mendoza. En condiciones ingratas, valga decirlo, porque no fue la vocación sino la limitación económica de su hogar lo que lo obligó a convertirse en una suerte de “hombre orquesta” de la enseñanza. “En un pasado nebuloso –responde Cortázar a un cuestionario de la editorial Pantheon en 1964–, recuerdo que fui profesor de geografía, historia, lógica y, después de esta etapa decorativa, de literatura francesa. No crea que soy un erudito. En la Argentina no hace falta saber mucho para enseñar a la gente cantidad de cosas inútiles”.

Lo cierto es que Cortázar, reacio por naturaleza ideológica a aceptar invitaciones de universidades norteamericanas, se fue muy complacido de Berkeley. Así se lo hace saber en una carta a su amigo Guillermo Schavelzon, poco después de finalizar sus clases: “Mi curso en Berkeley fue excelente para mí y creo que para los estudiantes, no así para el departamento de español que lamentará siempre haberme invitado; les dejé una imagen de ‘rojo’ tal como la que se puede tener en los ambientes académicos de los USA, y les demolí la metodología, las jerarquías prof⁄alumno, las escalas de valores, etc. En suma, que valía la pena y me divertí”.

Es muy posible que el lector de este libro también quede satisfecho. Porque Clases de literatura concede, al menos imaginariamente, ese alto privilegio con el que muchos lectores de Cortázar han soñado alguna vez: tenerlo como profesor.

Cuenteros y cuentistas, por Luis Yslas

Palabras de presentación en Caracas Transmedia. Centro Cultural Chacao. 16 de septiembre de 2013.

Por Luis Yslas | 24 de septiembre, 2013

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Suele decirse que el venezolano es cuentero. Que le cuesta concebir la vida sin el aderezo de un buen chisme, un chiste, una anécdota que le dé sabor y sentido a su atareada existencia. Es posible que así sea en gran y justa medida. Sin embargo, valdría la pena detenerse, al menos brevemente, en la naturaleza del cuentero, y asomar ciertos contrastes con el oficio del cuentista.

El mérito del cuentero reside en su técnica para diseñar una historia que sea creíble. Hay cuenteros natos, para quienes vivir consiste solamente en echar cuentos. Esa destreza está asociada con la picardía, es decir, con la habilidad para inventar una historia que libre al narrador de un contratiempo o se traduzca en un beneficio, casi siempre de índole material. Cuentero equivale a inventor y ocurrente, pero también a farsante. Sus narraciones son un mecanismo para salvar el pellejo. Mientras duran los efectos de su ingenio, el cuentero no sólo logra salirle al paso a las dificultades cotidianas, sino que puede ascender incluso en la escala social, y hasta adquirir un poder gracias a su maña fabuladora. Pero ese ingenio, dotado para la construcción y persuasión narrativas, no posee una finalidad estética, sino práctica: funcional. Las historias del cuentero disfrazan sus verdaderas intenciones: suelen ser máscaras para obrar fuera de la ley, de la verdad, del bien común. El cuentero puede llegar a ser divertido y hasta encantador. Esas mismas cualidades lo convierten en un ser de cuidado. Todo cuentero oculta algo que su relato desvía hacia la sombra, hacia lo ilícito. Desordena la realidad para su provecho, y muchas veces, contra el ajeno. Calificar a una persona de cuentera es poner en entredicho su talante ético: se trata de alguien que carece de palabra, o para quien la palabra no es un ámbito de la verdad sino del engaño.

Claro que los relatos del cuentero no son infalibles. Aunque puede llegar a cautivar a un gran número de incautos, con el tiempo sus historias pierden efectividad por abuso del énfasis y la recurrencia. Esa incontinencia termina por delatarlo. Una vez descubierto en sus mentiras, el cuentero pierde credibilidad, despierta desconfianza. Su poder disminuye, sus historias tambalean.

Si en algo coinciden el cuentero y el cuentista es en esa capacidad para elaborar la carpintería verbal de una historia convincente. Pero hasta ahí la semejanza. Pues el cuentista transforma los componentes de la realidad no para embaucar, sino para iluminar ciertas zonas de la condición humana. El cuentista opera como un descubridor de engranajes ocultos tras la experiencia cotidiana. Hallazgos muchas veces incómodos, pero que salen a la superficie de la palabra gracias a las virtudes de la creación literaria. El cuento procura comprender el complejo tejido de lo humano, sin pretender definirlo, ni categorizarlo, mucho menos encubrirlo bajo la carcasa narrativa de una invención malsana.

De modo que el cuentista desenmascara al cuentero. Porque el criterio creativo de sus historias se opone a la visión destructiva que el cuentero posee de la verdad. Este busca ejercer un poder sobre los otros, o alabar el poder de turno. El cuentista es, por naturaleza, un cuestionador de los poderes. El cuentero es el narrador que afirma que el rey viste el mejor traje del mundo, mientras el cuentista nos revela que el rey está desnudo.

En un país como el nuestro donde pareciera que los cuenteros no sólo abundan, sino que cuentan con un masivo reconocimiento, la tarea del cuentista adquiere un valor tanto estético como ético. Porque al arrojar luces, desde variadas ópticas y estilos, sobre el complejo tejido de la existencia humana, el cuentista se interpone en la vía del cuentero sombrío por naturaleza, y señala sus imposturas: lo desactiva. El cuentero manipula desvía la lectura de sí mismo y de su entorno, el cuentista nos enseña a leernos: sus historias son siempre un ajuste de cuentas con la realidad.

Escribir y leer cuentos puede ser entonces un modo de defensa ante la epidemia cuentera, tan dañina para la historia en mayúsculas de un país. Una forma de poner entre paréntesis el engaño diario, y revelar, por medio de la ficción, algunas de las capas que conforman el espesor y el esplendor de la existencia. La trama de un buen cuento nos previene de la trampa del cuentero. Una narración nos salva de otra, y nos permite distinguir tanto los motivos como los fines de un relato: su naturaleza perniciosa o luminosa.

Ida y vuelta a la patria, por Luis Yslas

El viaje que alteró mi nacionalidad estuvo a punto de dejarme varado como un Snowden cualquiera en el limbo de las fronteras migratorias. Se trata de la vez que salí del aeropuerto de Maiquetía como peruano y una semana después regresé al país como venezolano. Desde 1979 viví en Venezuela con visa de residente, al

Por Luis Yslas | 19 de septiembre, 2013

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El viaje que alteró mi nacionalidad estuvo a punto de dejarme varado como un Snowden cualquiera en el limbo de las fronteras migratorias. Se trata de la vez que salí del aeropuerto de Maiquetía como peruano y una semana después regresé al país como venezolano.

Desde 1979 viví en Venezuela con visa de residente, al igual que mis padres y mi hermana, los cuatro peruanos de nacimiento y recién llegados a un país boyante: todo horizonte, todo barato. Un paraíso para los desterrados de las dictaduras y bancarrotas latinoamericanas.

Poco antes del Viernes Negro, en un gesto que aún no me atrevo a catalogar de visionario o temerario, mis padres solicitaron la naturalización familiar en la otrora Onidex —actual Saime—, organismo que nos condenó a un largo olvido burocrático que primero nos sumió en la extrañeza y luego en la resignación. Al Estado no le interesaba nacionalizarnos.

O eso creíamos.

23 años después, un par de días antes de mi viaje de vacaciones a Buenos Aires, hacía yo mi cola en la Onidex para un trámite de rutina: retirar mi pasaporte peruano que había dejado allí para renovar mi visa de residente, requisito obligatorio para circular en el país, o para salir de él. Estaba nervioso, como es natural en esos ámbitos kafkianos donde sólo cabe esperar la demora y el maltrato. Luego de una hora de cola, llegué por fin a la ventanilla, donde un funcionario bigotón me entregó mi pasaporte y me espetó:

—Esto no te sirve, ya eres venezolano.

—¿Qué?

—Te salió la naturalización, chico.

—Pero si yo viajo pasado mañana a Argentina…

—Olvídalo. Tienes que ir primero a la Gaceta Oficial. Luego sacar tu cédula. Y los pasaportes para naturalizados no se están tramitando. Hay que esperar, mínimo, dos años.

—¡Dos años! ¡Pero si yo viajo en dos días!

—Siguiente…

Cuando quise reclamar con más ímpetu, aun sabiendo que no había mucha esperanza ni visa de residencia en esta tierra, una señora que estaba detrás de mí en la cola me palmeó los hombros y exclamó bolivarianísima: “¡Felicitaciones, mijo, ya eres de los nuestros!” Ni la miré. Me di media vuelta y salí de allí más confundido y venezolano que nunca.

Al llegar a la casa temblaba de indignación. Entendí por qué ese año había salido una naturalización engavetada desde el siglo pasado: en pocos meses habría elecciones presidenciales.

Igual decidí intentar mi salida del país —mi país—, aunque el viaje semejaba más una fuga que unas vacaciones. Fui a la Gaceta Oficial, donde me dieron un papel sellado en el que aparecía mi nombre en una lista de nuevos ciudadanos venezolanos. Con eso y el pasaporte de ex peruano supe que no habría muchas probabilidades de salida. Era venezolano, pero no tenía documentos que me permitieran viajar con esa identidad. No era peruano, pero tenía un pasaporte que me permitía simular que aún lo era. Todo mal.

Al cruzar la zona de embarque en Maiquetía, puse mi mejor cara de póker. El personal de inmigración apenas revisó mis papeles. Pasé. Pero aun en mi asiento, temía que algún funcionario subiera al avión y me detuviera por apátrida. Ya era un paranoico. Naturalizado. Finalmente el avión despegó y me dediqué a pensar en la semana de librerías, carne y vino que me aguardaba en Argentina.

Días después, mientras masticaba un trozo de bife e hincaba el tenedor en una bandeja de papas fritas, me volvió la incertidumbre ontológica en un café de la Avenida Corrientes. Yo era un desarraigado feliz en una ciudad que me servía de pausa antes de retornar a ese otro país en el que había vivido 27 años como extranjero.

¿Y si volvía al Perú a pedir un reajuste patrio? Descarté la idea: allá mi extranjería no sólo era oficial; era existencial. Venezuela era la tierra donde había estudiado, en la que tenía un trabajo estable, a mi familia cercana, a mis amigos. Pedí más papas y vino. Me estaba poniendo nostalgicón y dramático.

¿Y si buscaba trabajo en Buenos Aires? Total, si debía arreglar mis papeles de ciudadanía desde cero, qué más daba hacerlo en cualquier país.

Pedí la cuenta. La decisión estaba tomada: regresaría a Venezuela. Era lo más lógico. Mi sensación de extravío, incomodidad y molestia al saberme naturalizado era signo inequívoco de mi nacionalidad. Yo pertenecía a esa idiosincrasia de la zozobra. Perdonen la tristeza: era venezolano. Pagué y me fui a un show de tangos.

Una vez de vuelta al Simón Bolívar de Maiquetía, camino a la alcabala de inmigración, sólo deseaba repetir la suerte que tuve al salir. Una joven de uñas acrílicas me gritó que era mi turno y al acercarme me pidió el pasaporte. Apenas lo hojeó, levantó la mirada y me dijo lo que ya sabía desde hacía una semana:

—Su residencia en el país está vencida. Así no puede ingresar.

Le respondí que sí podía, que yo era venezolano. Silencio. Uñas. Me buscó en los registros de su computadora. Ya no existía como extranjero. Tampoco como venezolano. Le extendí la hoja de la Gaceta Oficial. Era la única prueba de mi identidad. Ella dudaba. Yo sudaba. Más silencio. Volvía a teclear en su computadora. Me veía de reojo. De pronto me preguntó en qué parte de Venezuela vivía, dónde había estudiado, en qué lugar trabajaba. Yo respondía con exactitud, pero nada, no lograba convencerla de que éramos compatriotas. De los nervios casi le canto el himno nacional, y aunque el síndrome Manuel Guerra aún no existía, preferí guardar silencio. En esas volteé y vi las vitrinas del Duty Free. Me imaginé en una de esas tiendas en los días por venir, gastando mis últimos bolívares en Torontos, deambulando como un Tom Hanks reducido en una versión subdesarrollada de The Terminal.

Volví a las uñas. La joven dejó de teclear y esgrimió una pregunta que más bien era la constatación de su asombro:

—¿Así que usted salió del país como peruano residente en Venezuela y ahora regresa como ciudadano venezolano?

—Sí, esa es mi situación–, le respondí, francamente cansado.

Ella sonrió y antes de dejarme entrar al país me regaló una confesión y un consejo:

—Primera vez que me toca un caso así. Pase y arregle sus papeles, hágame el favor.

Y eso he hecho desde entonces, como la mayoría de mis paisanos: arreglar a diario mi papel en esta tierra.

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Publicado en SieteDías de El Nacional el 1 de septiembre de 2013.