Blog de Elías Pino Iturrieta

La bella Sacramento Requena no era bella; por Elías Pino Iturrieta

Así como la Independencia no se hace para acabar con la esclavitud, tampoco tiene como propósito el establecimiento de nuevas normas de belleza en el caso de las mujeres humildes. Bellas son solo las blancas criollas de antes, oficialmente hablando. Así se puede desprender de las minucias que se describirán ahora. Estamos en 1840, a

Por Elías Pino Iturrieta | 27 de noviembre, 2017
Kitchen Scene with Christ at Emmaus (1618), de Diego Velásquez

Kitchen Scene with Christ at Emmaus (1618), de Diego Velásquez

Así como la Independencia no se hace para acabar con la esclavitud, tampoco tiene como propósito el establecimiento de nuevas normas de belleza en el caso de las mujeres humildes. Bellas son solo las blancas criollas de antes, oficialmente hablando. Así se puede desprender de las minucias que se describirán ahora.

Estamos en 1840, a casi cuatro décadas de la declaratoria de Independencia. La república gana la guerra contra España, Venezuela se vuelve Colombia y después es nuevamente Venezuela bajo el gobierno de unos políticos de cuño liberal, pero el torbellino no permite la mudanza de aspectos de trascendencia para la vida cotidiana, o de cánones relacionados con lo que hoy consideramos como elemental justicia. Los pesares de Juan Albornoz así lo demuestran.

Juan Albornoz, hombre blanco, oficial retirado del Ejército Libertador y propietario de un navío mercante, pide licencia para casar con Sacramento Requena, de quien se prendó cuando la vio servir la mesa en una fiesta. Sacramento no es de su parentela, razón por la cual no debe solicitar dispensa ante el obispo. Solo debe comunicarlo a sus superiores de una empresa privada, ante quienes confiesa, en un exceso de confianza poco habitual en la época, que es joven y muy hermosa, “casi como los ángeles del cielo”. Así también lo expresa ante un tribunal civil con auxilio de letrado, en diciembre de 1840, sin imaginar la muralla infranqueable que lo condenará a la soledad.

¿Por qué acude ante la justicia? Sacramento Requena es esclava de Juan Navas. En consecuencia, los esponsales necesitan trámites especiales que se convierten en una desdicha para el galán. El propietario incorpora a la sierva a sus posesiones del Tuy y no está dispuesto a venderla, ni siquiera ante el clamor del mismo Cupido, de acuerdo con un escrito introducido por un abogado de nombre Pedro María Quero.

Como se sabe, pese a que ha terminado la epopeya insurgente Navas está en su cabal derecho. La Independencia no se hace contra la propiedad. A lo mejor tampoco se lleva cabo para justipreciar la belleza de las negras, si damos crédito a las expresiones que el abogado Quero llega a incluir cuando alega en representación de Juan Navas.

Veamos lo fundamental de su argumento.

Más allá de lo que pueda considerarse con usualidad en Derecho, el tribunal puede ver la extravagancia de localizar la lindura donde no existe. No he visto yo la morbidez representada en una negra, o la gracia comprimida en la gente basta, como no he visto yo los primores mezclados con lo ordinario, ni la preciosidad del brillo refugiada en cajón burdo. ¿Hasta dónde llegaremos en esto de la belleza? Por este paso, llegaremos a dislocar el orden de las cosas. El que lo propone está pidiendo mercedes que en apariencia se escapan de las leyes, para entrar en el dominio del amor; pero, nótese, que es únicamente en apariencia, porque de la proposición puede sobrevenir un arrebato que deberá ocupar al Derecho. ¿Hasta dónde llegaremos, pues, en esto de la belleza, sin perturbar la vida arreglada?

El abogado pudo ahorrarse el alegato, debido a que bastaba la invocación del derecho de propiedad para salir victorioso en un santiamén ante una petición insólita. Sacramento Requena es una propiedad y su dueño puede hacer lo que parezca conveniente con ella, dentro de límites de prudencia. Punto final.

Sin embargo, Quero aprovecha la vicisitud para remachar preceptos estéticos a través de los cuales se relaciona la belleza con el refinamiento de los modales y, desde luego, con el color de la piel. ¿Por qué? Se aleja de lo estrictamente legal porque presiente que las cosas pueden cambiar, que el orden establecido será desafiado dentro de poco, que la ley será sometida a riesgosos desafíos. No está descaminado, porque se acaba de fundar una bandería con cuyo discurso se entusiasmará la pardocracia para salir de la periferia hacia el centro de la sociedad: el Partido Liberal. Sacramento Requena vestida de blanco frente al altar del brazo del oficial blanco Juan Albornoz, puede ser un adelanto de tales retos. ¿”Hasta dónde llegaremos en esto de la belleza?” La pregunta tiene todo el sentido del mundo en 1840, desde la perspectiva de un defensor del establecimiento.

De momento, y como se espera en sano juicio, la sentencia respalda la negativa del propietario. Juan Navas puede conservar a la negra Sacramento Requena en la servidumbre del Tuy, alejada del extravagante enamorado. Debemos suponer que el juez, en lugar de fijarse en el argumento que refuta los encantos de la pretendida, redacta la sentencia siguiendo el código. Aunque, ¿tal vez no sea legítimo sospechar cómo, en una sociedad que todavía divide a sus miembros en libres y en esclavos, pueda el magistrado compartir con tranquilidad los asombros del litigante sobre la belleza de una pobre mujer?

Briceño-Iragorry no se quedó callado; por Elías Pino Iturrieta

La obra de Mario Briceño-Iragorry fue ampliamente reconocida por los venezolanos de su tiempo y ha permanecido por la profundidad de sus reflexiones, en especial sus ensayos contra la dictadura de Pérez Jiménez. En su cruzada contra el régimen militar destacan Mensaje sin destino (1950), Aviso a los navegantes (1953) y La hora undécima (1956),

Por Elías Pino Iturrieta | 20 de noviembre, 2017

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La obra de Mario Briceño-Iragorry fue ampliamente reconocida por los venezolanos de su tiempo y ha permanecido por la profundidad de sus reflexiones, en especial sus ensayos contra la dictadura de Pérez Jiménez. En su cruzada contra el régimen militar destacan Mensaje sin destino (1950), Aviso a los navegantes (1953) y La hora undécima (1956), que analizan los retos de una época de declive en letras agobiadas por el pesar. Hoy nos aproximaremos a unos escritos que no fueron del dominio público, a través de los cuales manifiesta posiciones que fueron más descarnadas si se comparan con las que entregó a la imprenta. Habitualmente comedido, el autor es otro cuando comunica sus ideas en cartas para sus amigos.

Uno de ellos es el jesuita Pedro Pablo Barnola, camarada de la intimidad y compañero de empresas de colaboración intelectual. En el Instituto de Investigaciones Histórica de la Universidad Católica Andrés Bello reposa un manojo de las cartas que le envía desde Madrid y Génova. Ahora el historiador irrumpe en el sigilo de la correspondencia para que se conozca mejor lo que entonces vivió Venezuela.

Veamos una primera carta, de 16 de marzo de 1956:

Querido Barnola, no puede usted saber cómo me siento por las noticias venezolanas. Mientras más me llegan, más contristado me pongo. El anuncio de tanta porquería me conduce a estados de postración que hacen temer por mi salud. ¡Qué bajo hemos llegado!

Quince días después, se anima a describir los motivos de su mortificación: “Con qué entusiasmo he escuchado a gente tenida por honesta, haciendo el panegírico de asesinos y de ladrones públicos (…) Eso me duele mucho”. Pero en otras misivas supera la depresión del ánimo, para analizar la situación en un tono que no llega a utilizar en los textos preparados para el público.

En un papel que escribe sin miramientos el 28 de julio, llega a decir:

Michelena pintó a Crespo sobre altiva caballería. Tito Salas pintó a Juan Vicente Gómez. A Marcos Pérez Jiménez no hay animal noble sobre el cual montarlo para un óleo vistoso. Los hoy llamados arbitrariamente “jefes” no son sino meros burócratas de uniforme o comerciantes vulgares adornados de presillas. El ejército actual es una simple expresión de las técnicas para matar, que han perfeccionado los científicos sin escrúpulos, al servicio del imperialismo.

Briceño- Iragorry, como sabemos, no es un líder del marxismo en connivencia con uno de sus secuaces a quien habla sobre el envilecimiento de las fuerzas armadas, o sobre la estatura minúscula del dictador. Pero también sabemos, o deberíamos saber, que fue acusado de comunista por el régimen. En correspondencia de 9 de abril de 1954, toca el tema a través de expresiones lapidarias.

Afirma:

MI comunismo me hace pensar en las críticas que los fariseos hacían a nuestro Señor porque andaba con publicanos. En cambio, hallo que les asiste la razón de motejarme de tal a aquella parte de la sociedad que mira como expresión de conducta cabal los procedimientos de Pedro Estrada.

Aunque no dice cuán grande es la parte que apoya a la dictadura, es probable que se refiera a un sector amplio. Así se desprende de la correspondencia que dirige a Barnola el 28 de julio de 1956. Una correspondencia que debe redactar en medio de la pesadumbre, si tenemos presentes los vínculos del autor con la Iglesia, mantenidos hasta el fin de su vida.

Vamos a leerla:

Venezuela es un caso moral (…) Lo que hoy reina en nuestro país es una farsa de orden, con cuyo apoyo se relaja la conciencia nacional. Este relajamiento, aunque sea duro decirlo, está indirectamente apoyado por una jerarquía y por un clero que, lejos de contradecir la inmoralidad y el crimen circundante, hacen el juego al dictador. Nuestro clero tiene miedo a sufrir y prefiere la mesa abastada y los honores seguros. No son los pastores venezolanos los que dan la vida por sus ovejas. (…) Los nuestros se entregan al materialismo que halaga con obsequios y ambiguas seguridades. (…) Muchos obispos y muchos sacerdotes de nuestra tierra dudan de la palabra de Cristo y buscan, por ello, estar bien con el demonio (…) no parece que rimen con una idea de cultura cristiana el asesinato, la tortura, las cárceles, los destierros, el peculado, el libertinaje, la injusticia, el dolo, el fraude que forman la substancia de la política actual.

En la carpeta que conserva la Universidad Católica, al lado de la misiva, está una pequeña ficha anotada por el padre Barnola. En ella aparecen unas palabras que utilizó doce años más tarde en el templo de San Francisco, cuando ofició una misa en el décimo aniversario de la muerte de quien lo había escogido como confidente. La frase dice: “Pero le hubiera avergonzado quedarse callado”.

Los criollos de Barcelona contra los pardos; por Elías Pino Iturrieta

Las vicisitudes que parecen menores son fundamentales para el entendimiento de la historia. Cuando apenas nos detenemos en los hechos que se han consagrado como estelares y en los documentos célebres, se nos escapan sucesos que arrojan luz sobre los límites de los procesos históricos, sobre peculiaridades que la celebridad del futuro no permite apreciar.

Por Elías Pino Iturrieta | 13 de noviembre, 2017
Retrato del Teniente de Navío Emparan, de Antonio Carnicero

Retrato del Teniente de Navío Emparan (1776), de Antonio Carnicero

Las vicisitudes que parecen menores son fundamentales para el entendimiento de la historia. Cuando apenas nos detenemos en los hechos que se han consagrado como estelares y en los documentos célebres, se nos escapan sucesos que arrojan luz sobre los límites de los procesos históricos, sobre peculiaridades que la celebridad del futuro no permite apreciar. Pasa con frecuencia en el caso de nuestra Independencia de España, librado de observaciones incómodas porque solo estamos preparados para admitir su grandeza sin manchas. Pero así se nos va de las manos, como si de arena en los dedos se tratara, sin permitirnos una versión equilibrada de los orígenes republicanos. El caso que ahora trataremos de reconstruir es precioso para la atención de tal aspecto.

Estamos en 1808, en la ciudad de Barcelona conmovida por unas reacciones que la posteridad no se ha ocupado de recoger, pero que informan con creces sobre la mentalidad de los criollos del lugar, es decir, de quienes aparecen como revolucionarios dos años más tarde. Van a querellarse con Vicente Emparan, gobernador de la Provincia de Cumaná, pero los motivos de la pelea no mantienen vínculos con la modernidad, ni con ansias de progreso social, sino todo lo contrario. Los vecinos principales, quienes se proclaman como “la parte sana de la población”, levantan la voz en términos que pudieran sorprender a un lector de la actualidad, contra lo que consideran como un abuso escandaloso de autoridad.

Son ellos: el teniente de milicias Pedro Rojas, el subteniente Manuel de Calatrava, los caballeros Pedro José Trías, Diego Reyes Bravo, Francisco Antonio Pérez, Antonio Felipe Carvajal, Francisco Rojas, José Antonio Farinas, Francisco Sabino, Francisco Hernández Medina, Manuel Calderón, Francisco Guevara, Andrés Rodríguez, Manuel Cotario, Juan José Rivas y Juan Álvarez. Llaman con urgencia a sus pares más aventajados en letras –Francisco Policarpo Ortiz, Miguel Carvajal, Juan Pérez de Carvajal y Carlos Vicente Padrón de la Sierra– para que los representen frente al gobierno. Acuden, dicen, a “señores que son de todo honor” para que defiendan el caso con la vida y aún ante la majestad del rey, si fuese necesario.

¿Cuál es la razón de su actitud? ¿Por qué la angustia? Quieren impedir que se reciba al mallorquín Francisco Capó y Coll como Alguacil Mayor Perpetuo del Ayuntamiento, cargo que ha adquirido mediante compra legal ante la autoridad del Gobernador Vicente Emparan. Veamos el fundamento de su alegato:

Capó casó con Teresa Planchart y Rendón, públicamente conocida, estimada y reputada por parda, cuya circunstancia lo ha degradado en la población en su concepto y estimación pública, y le ha constituido en la clase de aquellos vecinos que no pueden entrar a componer el Cabildo , ni de igualarse con los demás regidores que son de las familias más lucidas, más beneméritas y de más lustre en el lugar, justificándose la baja y despreciable calidad de la compañera de Capó, se debe suspender su posesión y recibimiento en el Ayuntamiento, para que no así se confundan los derechos más obvios y conocidos de los vasallos.

La respuesta de Emparan los deja estupefactos:

Nada se deduce contra la persona de Capó, ni pudiera deducirse siendo un europeo conocido y teniendo ejecutoriada su calidad, conducta e idoneidad en el tribunal de este gobierno de Cumaná antes de la expendición de su título de alguacil mayor, según se lee en los folios vistos.

Le parece tan accesorio el punto del matrimonio del mallorquín, que ni siquiera lo menciona en el parco documento. Pero los demandantes insisten. Para machacar sobre la suspensión del nombramiento hablan ahora del aprieto que pasarían sus esposas en el trato con una mujer de baja condición, sin que el destinatario envíe contestación. Debe estar impresionado por unas ideas que no caben en su cabeza de burócrata formado en la ilustración borbónica. Seguramente será mayor su impresión ante los episodios que se desatan en breve.

Los “beneméritos” del lugar convocan reuniones públicas para pedir la expulsión de Capó, para murmurar sobre la incomprensión del mandatario y hablar con vehemencia sobre la “mala raza” de la señora que provocó el “matrimonio con desigualdad” que tanto los mortificaba. En ese empeño divulgan un documento de 1794, mediante el cual se ventiló ante el trono el caso de la “mala calidad” de la señora Josefa Manuela Rendón, tía abuela de la controvertida esposa del mallorquín que espera por su cargo de alguacil mayor. En las prisas se les escapa que el monarca había fallado en favor de Josefa Manuela, ordenando que “no circule en adelante mala voz sobre la pureza de su sangre, y se le guarden las honores y las distinciones correspondientes”. La memoria del pormenor cae como una bomba, pues los protestantes pierden la contención para promover aglomeraciones jamás vistas en la ciudad.

La agitación hace que Emparan envíe tropas hacia Barcelona, bajo el mando del brigadier Juan Manuel de Cajigal. El informe que envía Cajigal más tarde no necesita mayores comentarios del historiador, habla por sí solo:

Han puesto pasquines y rótulos en lugares públicos, ofreciendo no recibir a Capó de Alguacil Mayor y amenazando al gobierno en caso contrario, aunque no se sabe quien los mandó de los apandillados. Esos rótulos son tres que dicen: Los Rendón son pardos: Los rendones no tienen honor: Los rendones son mulatos pero el rey dice que no.

Los disturbios pasan poco a poco, pero en 1810, debido a la tenacidad de los querellantes, los oidores de la Audiencia de Caracas continúan el análisis del caso. En 1811, muchos de esos vecinos, junto con otros de su estirpe, aceptan la invitación de la capital para declarar la Independencia. ¿Aplauden la expulsión de Emparan por ser representante de un imperio tiránico, o por su desaire del asunto que tanto les importó? ¿Dejaron de despreciar a los pardos? ¿Ahora reciben a los rendones en su mesa? ¿Vienen a proponer la libertad, la igualdad y la fraternidad de los venezolanos? Si respondemos después de pensar con calma, y ante el recuerdo de lo que ahora sabemos de unos criollos de Barcelona, de sus elocuentes pasquines, quizá miremos a la Independencia con ojos distintos.

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El martes 21 de noviembre, Prodavinci realizará un evento en el teatro Chacao en el que Yorelis Acosta, Asdrúbal Oliveros, Michael Penfold y Ángel Alayón compartirán sus visiones sobre la situación en Venezuela y las perspectivas para el año 2018. Haga click acá para entrar en Ticketmundo y comprar las entradas.

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Hilo de libros; por Elías Pino Iturrieta

Viajamos hoy a los tiempos de la Guerra Federal, en la búsqueda de vicisitudes relacionadas con el mundo de las páginas manchadas de tinta. Aquello fue un desastre, según se ha dicho, una faena de destrucción que no se experimentaba desde la época de la Independencia. ¿Fue así, de veras? Es lo que determinan las

Por Elías Pino Iturrieta | 7 de noviembre, 2017

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Viajamos hoy a los tiempos de la Guerra Federal, en la búsqueda de vicisitudes relacionadas con el mundo de las páginas manchadas de tinta. Aquello fue un desastre, según se ha dicho, una faena de destrucción que no se experimentaba desde la época de la Independencia. ¿Fue así, de veras? Es lo que determinan las versiones canónicas y las investigaciones más reconocidas, pero conviene detenerse en matices de los cuales se sacan provechosas enseñanzas.

Mientras se sucedían las batallas y los atropellos, una parte de la sociedad se refugió en un mundo que habían atesorado sus antepasados, en el universo de los impresos que circulaban desde la fundación de la república, para dejar el testimonio de una sensibilidad susceptible de librarlos, o de alejarlos, del teatro de depredación que los rodeaba. Gracias a las promociones de cuño liberal que se habían establecido a partir de 1830, había tomado cuerpo la rutina de las tertulias a través de las cuales se murmuraba de la vida ajena, pero también sobre temas relacionados con la vida que discurría en el extranjero y con las pruebas que llegaban desde allá para demostrar los avances de una civilización desafiante que databa del siglo XVIII. Se experimentó así una especie de revolución, reñida con los hábitos de los antepasados y temida por las fuerzas apegadas a la tradición, que haría de nuestros antepasados unos individuos distintos.

Los portones de las casas de familia se abrieron, para que el hermetismo impuesto por la urbanidad de raíz hispánica languideciera. El roce social se multiplicó, para que las contadas relaciones que habían importado socialmente, apenas protagonizadas por los blancos criollos, se hicieran masivas y, por lo tanto, amenazadoras. Fermín Toro se preocupaba por la mutación, capaz de conducir a los flamantes ciudadanos por senderos aventurados. Francisco Aranda sugería la vigilancia del nuevo tratamiento que se hacía corriente en ciudades como Caracas, Valencia y Maracaibo, porque podía conducir a la pérdida del honor de las figuras principales de la sociedad, es decir, de un valor en el cual se había asentado la vida durante trescientos años. Algo nuevo pasa frente a nuestros ojos y hay que protegerlo frente a los eclesiásticos y frente a los militares, afirmaba, más auspicioso, Francisco Javier Yanes. Se abrieron lugares públicos para las tertulias, episodio inédito que permitió la circulación de un objeto que nunca había pasado de mano en mano: el libro.

Como se sabe, en 1812 Juan Germán Roscio había animado la creación de una biblioteca pública, en cuyos estantes se colocaran libros en todos los idiomas para la educación de los súbditos que se convertían en flamantes ciudadanos. Juzgaba que la divulgación de los productos de la imprenta era imprescindible para la república en ciernes, pero la guerra impidió la creación del instituto. Solo después de Carabobo, y en especial gracias al regreso de jóvenes exiliados y a la publicidad llevada a cabo por la Sociedad Económica de Amigos del País que apoyaba Páez, quien de soldado sin letras se había transformado en propietario de haciendas y en asiduo de ágapes refinados, se hizo accesible la posibilidad de adquirir bibliografías. Una limitada importación de libros y folletos comenzó a penetrar la sensibilidad de capas cada vez más numerosas de la sociedad para que se estableciera un entendimiento de la vida que, si no fue masivo de veras, inició una trasformación de importancia. La pobreza del erario no permitía iniciativas de interés en el ramo, pero el gusto de los particulares movió el bolsillo hacia los mostradores de un personaje que tampoco existió en el pasado reciente: el librero.

Hablamos de una actividad incipiente. El país que sale de la Independencia e inicia una cadena de guerras civiles debe atender necesidades perentorias, como la manutención de las poblaciones, la aproximación a los problemas de la salud y la comunicación entre las regiones, por ejemplo. Vivimos un prólogo lleno de carencias, afirmó Antonio Leocadio Guzmán en 1831: no dominamos el territorio, no tenemos escuelas de primeras letras, no tenemos hospitales, ni siquiera manejamos recursos para fabricar cárceles. Pero en medio de los escollos comenzó el comercio de libros y, desde luego, el hábito de la lectura. Si se considera cómo sucede un estreno, un hecho desconocido, una posibilidad inexistente durante el período colonial, cercado por los censores religiosos y civiles, o limitado después por las batallas contra la monarquía española, se está anunciando una metamorfosis de gran calado.

¿Hay ya en Venezuela una tradición de lecturas, una familiaridad con los libros? Sería aventurado afirmarlo. Las actividades relacionadas con asuntos culturales no han contado con el favor oficial, ni forman parte de un hábito masivo. Pero, a la vez, la situación obliga al florecimiento de una reflexión sobre el rumbo de la sociedad, a través de la cual se hacen célebres, por primera vez desde la antigüedad colonial, autores nacionales a cuya opinión se acude y cuyas producciones son leídas por un público cada vez más interesado en las vicisitudes que deben enfrentar. De tales conminaciones nace una primera familiaridad con la actividades intelectuales y con los objetos en los que se presenta –folletos, sueltos, semanarios, pliegos esporádicos…– que puede explicar el hecho de que, en medio de la Guerra Federal, no sean pocos los venezolanos que buscan escudo en las páginas de los libros y en la reflexión sobre temas literarios.

No estamos frente a un elenco anodino de pensadores, sino ante una generación de autores que conmoverán la conciencia nacional y, por lo tanto, fundarán el mundillo de imprentas y lectores en el cual se bordará el hilo de una madeja contra cuya influencia sufrirán derrotas los caudillos y los agitadores del federalismo. Repasemos la lista de los principales: Cecilio Acosta, Rafael María Baralt, Domingo Briceño, Agustín Codazzi, Valentín Espinal, Juan Vicente González, Antonio Leocadio Guzmán, Tomás Lander, Felipe Larrazábal, José Luis Ramos, José María de Rojas, Pedro José de Rojas, Fermín Toro, José María Vargas y Francisco Javier Yanes. Jamás se había visto una constelación de plumas y cerebros susceptible de ofrecer un entendimiento solvente de la realidad y, por lo tanto, de meter a la gente común, en especial a los alfabetizados, claro está, en el terreno de las lecturas y en el domicilio de los libreros apenas conocido antes.

Se vivía entonces en poblaciones pequeñas, en ambientes reducidos a un poco número de individuos que frecuentaban los mismos lugares, que se apegaban a los dictados de un gusto semejante, a los criterios sugeridos desde la cúpula, a las murmuraciones repetidas en el seno selecto de las tertulias de estreno, a unos pocos espectáculos y a la lectura de los contados impresos que circulaban. Unas costumbres así de confinadas no influían en las mayorías de la población, que era pobre, campestre y analfabeta, pero podían fundar una relación capaz de mantenerse en el tiempo y, en las horas oportunas del futuro, ser un fenómeno constante y extendido. Cuando buscamos el origen de los lectores y las lecturas en Venezuela, debemos detenernos en estas vicisitudes que apenas se han advertido y estimado por las generaciones posteriores.

¿Qué sucede, entonces, durante la Guerra Federal, en ese entorno caracterizado por el derramamiento de sangre? Pues lo que se espera que pase en las guerras: los venezolanos se matan entre sí, o escapan para que no los maten. Pero en los periódicos de las capitales de provincia continúa la oferta de libros, que no deja de renovarse cada dos o tres meses. Aunque sin la presencia de las décadas anteriores, los autores siguen en el empeño de reflexionar sobre lo circundante. Con menos tinta y con dificultades para la adquisición de papel, las imprentas no detienen el trabajo. Pese a las amenazas de los triunfadores de turno en cada localidad, la faena de opinar se abre paso. Las mujeres, que antes no frecuentaban la imprenta, comienzan a ganar espacios inconcebibles en el pasado, hasta el punto de publicar poesías con su firma y recibir aplausos por sus versos.

Seguramente nadie recuerde ahora sus nombres en un contorno poblado por poetas notables –Julia Pérez de Montes de Oca, María del Rosario Coronado, Rosalía Briceño, Pilar Ayala y Rosalía González, entre otras pocas–, pero también tejieron el hilo de la madeja. Se da el caso, descrito por el colega Emad Aboaasi, de un grupo de ellas que forma un salón de lectura en 1859 y reclama a un editor las burlas que divulga sobre su frivolidad y sobre su falta de preparación. Las damas acusan de fatuo al editor y están dispuestas a revelar su identidad de participantes en una aguerrida asociación literaria, si los contrincantes del género masculino se atreven a debatir con ellas.

La escaramuza, que por desdicha no pasó a mayores, nos pone frente a la evidencia de la actividad relacionada con los bienes de la cultura que no cesa en medio de la guerra, y que se debe juzgar, junto con los anteriores testimonios, como un capítulo sin el cual no llegamos después a metas dignas de consideración en el área que ahora se comenta. Quizá el caudillo triunfador de los federales, célebre por su coraje físico, las hubiera secundado. Juan Crisóstomo Falcón se hizo famoso por su valentía en el campo de batalla, pero fue un lector cultivado y un empedernido buscador de libros, es decir, otro fundamento del puente que permitió, en esas horas aciagas, que no se interrumpiera un suceso destinado a cambiar la vida de los venezolanos.

El proyecto liberal que se establece después de la desmembración de Colombia permanece, por consiguiente. La idea de una sociedad acoplada a las conminaciones del siglo laico y progresista no va a tener una ruptura de cinco años, sino, por el contrario, una búsqueda relativamente desconocida que permite su continuidad después de los desastres de la guerra. Los exponentes del pensamiento fundacional son reemplazados por ciudadanos modestos que prosiguen su actividad en los domicilios privados, a través de la rutina de los círculos literarios, de la publicación de opiniones en los periódicos y de la adquisición de material bibliográfico.

De otra manera no se explica a cabalidad el Decreto de Garantías dictado por Falcón en 1863, mediante el cual jura la protección de las libertades públicas, el derecho de reunión, la inviolabilidad del hogar doméstico, la autonomía del pensamiento, el secreto de la correspondencia privada y el tránsito expedito por el territorio nacional. La iniciativa fue producto de su sensibilidad, desde luego, pero también de las evidencias de armonía y de la familiaridad de los tratos con el acervo liberal, con las pulsiones de la cultura recién estrenada, que sobreviven ante un huracán desolador.

Pero, así como tuvimos entonces al “Valiente Ciudadano Gran Mariscal”, otro de los alzados en la contienda que concluye en victoria proclamó la muerte de los que supieran leer y escribir. Como se trata de un personaje aludido y celebrado con frecuencia por el régimen “bolivariano”, puede uno permitirse la arbitrariedad de una analogía entre las urgencias de la segunda mitad del siglo XIX y las que se padecen hoy en la república formada por libros, libreros y lectores. Así quise que se entendiera desde el principio, pese a los equilibrios y al respeto de las temporalidades que demanda el oficio de historiador. ¿Por qué no intentar, pese a los riesgos que implica, una comparación entre los empeños civilizatorios de la época federal y los que llevamos a cabo en nuestros días contra la barbarie?

Aquellos mantuvieron viva una llama que apenas se comenzaba a encender, y nosotros luchamos por mantenerla. Ellos, en medio de esfuerzos gigantescos, tejieron un hilo de libros que ahora reforzamos y cuidamos frente a la adversidad.

Cuando midieron el tamaño del cerebro de las mujeres; por Elías Pino Iturrieta

Las opiniones de los venezolanos del siglo XIX sobre las mujeres son negativas y displicentes, en su inmensa mayoría. Solo las ven con buenos ojos cuando se ajustan a la situación subalterna impuesta por las costumbres desde el período colonial. La Independencia no les permite ocupar lugares distintos de los del pasado ortodoxo, pero tampoco

Por Elías Pino Iturrieta | 30 de octubre, 2017
Grupo de damas de la Cruz Roja. Imagen del Archivo de Fotografía Urbana

Grupo de damas de la Cruz Roja. Imagen del Archivo de Fotografía Urbana

Las opiniones de los venezolanos del siglo XIX sobre las mujeres son negativas y displicentes, en su inmensa mayoría. Solo las ven con buenos ojos cuando se ajustan a la situación subalterna impuesta por las costumbres desde el período colonial. La Independencia no les permite ocupar lugares distintos de los del pasado ortodoxo, pero tampoco les soplan mejores aires a partir de la fundación de la república. La cátedra que promueve su sujeción se mantiene en esencia, apenas con el cambio de los anuncios de castigos como el infierno por reprimendas ajustadas a una pedagogía de procedencia laica.

Las necesidades de la nueva sociabilidad les conceden licencias para salir de la casa, para asistir a tertulias en sitios públicos y para echar la ropa pesada al basurero mientras los sastres las adornan con modas francesas, pero persiste el miedo de dejarlas de su cuenta ante la amenazadora modernidad que puede ser su perdición. No se trata de una prevención exclusiva de la Iglesia, sino también de los círculos liberales y, en general, de los varones que pueden opinar entonces. Quizá no solo les preocupe que sean presas de las amenazas de un contorno desconocido, sino también que se emancipen de veras y pongan en aprietos su dominio. En tal orientación de predominio se pueden ubicar los juicios de un importante autor de fines de siglo, a quien se considera como uno de los críticos relevantes de la generación positivista. Profesional de criterios avanzados, se vale de su supuesta posesión de saberes para impedir la participación femenina en un tema fundamental para la evolución del civismo.

En 1888 se comienza a hablar del voto femenino, no en balde se ha sentido el eco de las polémicas que el tema ha originado en Europa y en los Estados Unidos. Es entonces cuando se atraviesa la opinión de Luis López Méndez para demostrar la inhabilidad que las caracterizaría en el indeseable desempeño que se anunciaba. López Méndez tiene entonces reputación de hombre docto. Dicta cátedra en la universidad y sus críticas de naturaleza práctica se consideran de avanzada. Su Mosaico de política y literatura pasa por una prenda de avance científico y como una evidencia de progreso intelectual. En consecuencia, lo que opine de la posibilidad del sufragio del género femenino se puede considerar como una parecer equilibrado.

En especial porque no arranca con un juicio sumario. Reconoce la existencia de “mujeres superiores” como Juana de Arco, Isabel de Castilla, Isabel de Inglaterra, Madame Stael y George Sand. Son, afirma, el fruto de los mandamientos de la herencia, que en ocasiones concentra las cualidades de una familia en unos especímenes que pueden lograr “comparaciones favorables” con otros miembros de la parentela. Parte de postulados biológicos, como se ha visto, y de los principios puestos de moda por Comte. Se reviste de ciencia, pero también acude a ella para descalificarlas.

Hecha la salvedad, López Méndez asegura que la generalidad de las mujeres forma parte de un conglomerado inferior, debido a características anatómicas y embriológicas. Revisemos las páginas de su Mosaico de política y literatura:

(…) el cerebro de una mujer pesa una décima parte menos que el del hombre, pues según unos aquel llega a 1.272 gramos a los treinta años, mientras que éste se eleva a 1,424; y según otros, las cifras respectivas son de 1.300 a 1.450. A lo que deberá agregarse que las diversas regiones cerebrales no aparecen igualmente desarrolladas: en el hombre lo está la región frontal y en la mujer la lateral y posterior. Además, el occipital de esta última se dirige horizontalmente hacia atrás; todo lo cual (…) ha llevado a la conclusión de que la mujer es un ser perpetuamente joven que debe colocarse entre el niño y el hombre (Letourneau).

Los datos de la antropología física se comprueban en la realidad, agrega nuestro positivista, debido a que las mujeres habitualmente fracasan en actividades que dependen del manejo de la razón. Encuentra soporte en la opinión de eminentes científicos de Europa.

Su competencia científica puede medirse por el hecho ya observado por Siebold de que, habiendo estado la obstetricia durante siglos exclusivamente en sus manos, esta rama de la medicina solo vino a progresar cuando el hombre la hizo objeto preferente de sus estudios, a pesar de los trabajos que dejaron escritos Margarita de La Marche, Madame Lachapelle , Madame Boivin y otras mujeres eminentes.

Respecto a las aptitudes que las mujeres revelan en los cursos de medicina, dice el profesor Waldeyer, apoyándose en el testimonio de Carl Vogt, “Ellas son atentas, siguen religiosamente las instrucciones del profesor y tienen buena memoria, pero nada más. En los exámenes se desempeñan perfectamente siempre que no se ocurra sino a su memoria”.

Si así pasaba con la pobre obstetricia atascada en la mediocridad de las señoras, ¿qué sucedería con la república, si se les permitiera tomar decisiones en su ámbito? Se revolvería y degradaría. Las debutantes dependerían de la opinión de sus maridos, de sus hijos, de sus padres y sus hermanos, mientras el descuido de las obligaciones domésticas generaría un caos de difícil remiendo. Las mujeres, concluye, están especialmente dotadas para la demostración de la dulzura y para el sentimiento del amor, es decir, para hacer mejor la vida de los hombres. No para atiborrarla de complicaciones debido a su ineptitud para moverse en terreno resbaladizo.

En 1802, el prelado Ibarra sugiere que a las muchachas piadosas se les ofrezcan pláticas sencillas de doctrina, “pues que no entienden y el tiempo es perdido”. En 1811, el arzobispo Coll y Prat asegura que “no pueden comprender nada de filosofemas, ni de revoluciones políticas, ni de lectura de rudimentos”. En 1863, ante la dispensa solicitada por una feligresa para casar con el hijo de su difunto marido, el mitrado Guevara y Lira escribe en los márgenes del expediente: “La petición es cosa que solo se concibe en cabeza de mujer”. Sentencias como las de López Méndez, pero sin apoyo científico.

Estas son apenas unas estampas históricas de nuestro imaginario masculino y del pesado fardo que ha denostado a la mujer en el largo camino de su autodeterminación.

¿El primer caudillo?; por Elías Pino Iturrieta

Según el historiador Pablo Ojer (La formación del oriente venezolano, Caracas, UCAB, 1966), el caudillismo venezolano encuentra origen en tiempos coloniales. A algunos les ha parecido exagerada la afirmación, pero el personaje que discurre en sus páginas no lo hace quedar mal. Considera que durante un período tan remoto echa raíces el fenómeno de un

Por Elías Pino Iturrieta | 23 de octubre, 2017
Vuelvan Caras, de Arturo Michelena

Vuelvan Caras, de Arturo Michelena

Según el historiador Pablo Ojer (La formación del oriente venezolano, Caracas, UCAB, 1966), el caudillismo venezolano encuentra origen en tiempos coloniales. A algunos les ha parecido exagerada la afirmación, pero el personaje que discurre en sus páginas no lo hace quedar mal. Considera que durante un período tan remoto echa raíces el fenómeno de un personalismo, en cuyos rasgos ya se observa la presencia de los hombres de armas que en el futuro determinarán el destino de la sociedad.

¿Por qué? Se produce entonces una proliferación de mesnadas particulares que obedecen a la voluntad de un individuo armado hasta los dientes, sin atender las convenciones de gobierno ni las pautas disciplinarias por cuyo arraigo se viene luchando desde Madrid. ¿Está en lo cierto? El punto se puede discutir, pero es evidente el hecho de que en el período se generan pugnas entre los derechos de las primeras villas, cuyos vecinos se interesan por la aplicación de las regulaciones enviadas por la Corte para beneficio del común, y el capricho de quienes actúan en la búsqueda de perlas, esclavos y poder. En tal especie de pugnas aparece la figura del personaje que ahora ocupará nuestra atención.

Ojer reconstruye un episodio digno de memoria, que protagoniza en 1537 el capitán Antonio Sedeño ante los requerimientos de la autoridad civil. Con la ayuda de guerreros célebres como Diego de Losada y gracias a la devoción de la soldadesca, Sedeño establece una administración personal frente a la cual no puede la advocación de la monarquía. Se le persigue por numerosos atropellos contra los pobladores pacíficos, quienes encuentran apoyo de los ayuntamientos para detener sus desmanes. Quieren que se presente ante la jurisdicción civil para que explique sus actos y pague cárcel por sus excesos, si lo determina un juicio justo.

Ante el grito de ¡Viva el Rey! desembuchado por sus perseguidores, veamos cómo contesta su lugarteniente, de acuerdo con los documentos que entonces se suscriben:

Que le aprovechaba aquí decir del Rey, pues ellos no conocían Rey, ni tenían a otro por tal sino a Sedeño.

El cronista fray Pedro de Aguado hace una descripción del conquistador, en la cual asoma el peso del vínculo personal que establece con sus seguidores, más fuerte que coyundas institucionales. Escribe:

Era tan largo y generoso Antonio Sedeño, que con la mucha y desmedida largueza que en el dar con todos generalmente usaba, que no había soldado que no lo tuviese en las entrañas, y le pareciese que era poco perder la vida por él, porque le aconteció (que) un solo capote con que andaba cubierto quitárselo de encima y darlo a un soldado que con necesidad le pedía una camisa o ropa vieja para cubrir y abrigar sus carnes del frío.

Del fragmento se desprende el tejido de una atadura afectiva, debido a cuya influencia se puede establecer el predominio de una voluntad alejada de las normas establecidas, o dispuesta a fomentar conductas divorciadas de la institucionalidad. Estamos ante el nacimiento de un nexo entre un individuo armado con sus subalternos, del cual se pueden esperar resultados insólitos o conductas chocantes con el establecimiento. El suceso que después narra el cronista Fernández de Oviedo, citado también por Ojer, muestra que no está descaminado el comentario.

Conducido a una jaula después de fatigosa persecución, el capitán es librado a la fuerza por sus coraceros. Sigamos la descripción de Fernández de Oviedo:

Luego le tomaron en brazos a Sedeño sus amigos y pusiéronle a una ventana para que hablase a la gente y cesase el escándalo, y así se sosegaron todos. Unos le abrazaban, otros con lágrimas daban gracias a Dios porque había librado a su gobernador; otros decían que se debía proceder contra sus enemigos.

Si la imaginación toma licencias puede sentir que contempla una aglomeración política de la posteridad, en cuyo centro se alza una figura carismática ante quien se entrega la multitud, un episodio como los que el caudillismo de siglos posteriores se ocupará de multiplicar entre las clientelas campesinas.

Nos quedamos sin saber lo que Sedeño grita ante la congregación de voluntades cautivas que se estrena en 1537, ante lo que pudo ser el primer mitin de nuestra historia, pero seguramente no fueron palabras de acatamiento para las leyes del rey. ¿Acabamos de conocer al primero de los caudillos de la comarca? Un sí puede ser aventurado, pero nadie puede dudar sobre los nexos amicales y de sumisión, autónomos frente a la autoridad legítima que se establecía en Tierra Firme y también frente a la instancia superior, que se extienden y profundizan más tarde.

Cuando llegó el progreso; por Elías Pino Iturrieta

El Liberal fue el órgano de la modernización del país, después de la desmembración de Colombia. Imperaba la idea de superar las costumbres del pasado, que permanecieron durante las guerras de Independencia, y construir una sociedad orientada por el progreso material y por los impulsos del siglo laico. El gobierno recién estrenado, con Páez a

Por Elías Pino Iturrieta | 16 de octubre, 2017
Boulevard de Caracas

Boulevard de Caracas

El Liberal fue el órgano de la modernización del país, después de la desmembración de Colombia. Imperaba la idea de superar las costumbres del pasado, que permanecieron durante las guerras de Independencia, y construir una sociedad orientada por el progreso material y por los impulsos del siglo laico. El gobierno recién estrenado, con Páez a la cabeza acompañado por un conjunto de propietarios entusiastas, se dieron a la tarea de alejarnos del pasado colonial y de los vestigios de tradición que las batallas no habían barrido. ¿Cumplieron el cometido? Venezuela es distinta cuando concluye la administración de los llamados godos, pero quizá deba esperar para que las promesas de una colectividad pujante sean una realidad indiscutible. Veremos ahora cómo describe El Liberal los cambios que se han operado después de ocho años de gobierno autónomo, para conocer las metas propuestas y el entusiasmo que las divulgaba.

Un texto titulado “Progresos de Venezuela”, que circula el 22 de mayo de 1838, nos pone ante el siguiente repertorio de las profesiones que hacían falta para el desenvolvimiento de la colectividad y que eran ya moneda corriente.

Un abogado, un médico, eran personas muy raras fuera de la capital de la República, hoy se cuenta con algunos en todas las provincias y muy pronto estarán llenas todas las necesidades bajo este importante respecto. Un matemático verdaderamente instruido en esta ciencia no lo había en toda la república, hoy tenemos los suficientes para el desempeño de los negocios que ocurren y muy pronto tenemos más de los necesarios. Sin que esto pueda ser en ningún tiempo perjudicial, porque estos conocimientos son siempre provechosos aplicados a las ciencias, a las artes y a cualquiera otras ramas. El estudio de la medicina se hace hoy acompañado del de la anatomía, conocimiento importante de que se carecía en los establecimientos de ayer.

El análisis del fragmento debe considerar que la crítica de las profesiones del antiguo régimen fue fundamental en los escritos de los ilustrados desde finales del siglo XVIII, pero en Venezuela apenas se había trajinado. Sobre el tema solo contamos con unas letras trascendentales de Miguel José Sanz, probablemente escritas en 1805, y con fragmentos sueltos de propaganda en impresos como el Correo del Orinoco. De allí que El Liberal llame la atención sobre la utilidad de las disciplinas como si fuera pionero en el empeño, es decir, que trate a los  lectores como si fueran aprendices de primeras letras.

Pero a continuación se mete en honduras. Agrega:

Sastres, carpinteros, maquinarios, sombrereros, herreros, zapateros; plateros y otros artistas se han establecido en el país y difundido en él conocimientos importantes en sus artes respectivas. Nuestros trapiches, casas, muebles, vestidos y todo lo que sirve para aumentar la riqueza y los goces personales, atestigua por todas partes la mejora que disfrutamos.

Las artesanías fueron despreciadas por la cultura colonial. Eran oficios viles, que solo podían ejercer los miembros menos favorecidos de la sociedad. Se está ahora, por consiguiente, ante una primera valoración que debió llamar la atención de los lectores y de la sociedad que les veía ocupando unas plazas que antes les estaban vedadas, o cuyo entendimiento no cabía en la cabeza de los directores de la comunidad en el pasado.

Para captar a cabalidad la trascendencia de la observación, hecha como si cual cosa, como si fuese asunto natural, se debe relacionar con el párrafo que continuó, a través del cual, según se pudo apreciar, se hace el encomio de la multiplicación de la riqueza y el aprecio de los gustos personales. Cualidades como la modestia y la consideración del esfuerzo individual como una especie de pena, cual castigo dispuesto por la divina providencia,  son arrinconadas ahora para que su desplazamiento sea ocupado por la demostración de los resultados del trabajo del hombre industrioso y de los gustos que se podía dar después de sus faenas. Una sorpresiva apología del trabajo, pero también de los lujos del hogar doméstico, nos indica la magnitud de la mudanza de costumbres que se procuraba, o que comenzaba a formar parte de la rutina.

Las dudas sobre el propósito revolucionario de la descripción llevada a cabo en 1838 se disipan en la afirmación que la concluye:

La extinción de las vinculaciones y mayorazgos decretada  por la ley y la libertad de industria consignada en la Constitución, han dividido grandes propiedades y favorecido el establecimiento de pequeños predios y negocios de agricultura y cría. La libertad y abundancia con que se han importado los instrumentos propios para el cultivo, la libertad y competencia en el mercado y la generalización de los conocimientos han formado una nueva realidad.

¿Había cambiado tanto la sociedad de entonces? Tal vez el periódico exagere porque cumple una función esencialmente propagandística, pero es evidente la comunicación de un proyecto de mudanza colectiva  sobre el cual se pretende sustentar la evolución de la nueva república  y de cuya marcha existen testimonios inocultables. El Liberal no los puede sacar de la nada y remiten a un asunto fundamental, como  se desprende de una lectura atenta: el entierro de  costumbres inveteradas, la  trasformación de la economía, la estimación diversa de la propiedad y de su función social, la puerta abierta para que la riqueza no quedara en pocas manos. Si el progreso no se impone del todo, se perfila amenazante.

“Unas señoritas de los salones”; por Elías Pino Iturrieta

Se tiene la idea de que las mujeres venezolanas logran ubicación justa en el seno de la sociedad cuando el siglo XX está avanzado. No es una apreciación exagerada, debido a que la plena reivindicación de los derechos femeninos es obra de nuestros días, cuando las vemos, por ejemplo, votar y ser votadas para el

Por Elías Pino Iturrieta | 9 de octubre, 2017
"Doctor Syntax with a Blue Stocking Beauty" por Thomas Rowlandson (1756–1827)

“Doctor Syntax with a Blue Stocking Beauty” por Thomas Rowlandson (1756–1827)

Se tiene la idea de que las mujeres venezolanas logran ubicación justa en el seno de la sociedad cuando el siglo XX está avanzado. No es una apreciación exagerada, debido a que la plena reivindicación de los derechos femeninos es obra de nuestros días, cuando las vemos, por ejemplo, votar y ser votadas para el ejercicio de funciones públicas, en altos cargos de naturaleza política o en funciones primordiales de la empresa privada. Tal ascenso es, en esencia, el producto de la modernización de la sociedad, llevado a cabo en forma paulatina después de la terminación de la dictadura gomecista; pero no es únicamente la consecuencia de las solicitudes de una contemporaneidad, es decir, del reclamo de un tiempo distinto del todo a tiempos anteriores. El hilo de la madeja tiene antecedentes de importancia.

No solo porque la mujer, al enfrentar los reclamos de su cotidianidad en el siglo XIX, tuvo la necesidad de hacerse presente a pesar de las limitaciones del entorno. En un mundo hecho por hombres para los hombres, el libreto de la cohabitación las condenaba a situaciones subalternas en la vida privada y en las actividades públicas. Dependían de las decisiones del varón que reinaba en el domicilio doméstico, en la rutina de los gobiernos que comenzaban a imponerse y en el terreno de la economía. Desde la cátedra religiosa se les imponían situaciones de confinamiento, y nadie concebía que participaran en actividades cívicas, sino como adorno; en la promoción de la riqueza, o en polémicas cuyos protagonistas eran siempre varoniles. Sin embargo, las necesidades del ambiente abrieron postigos que ellas supieron aprovechar.

Las conminaciones de la guerra permitieron un debut de importancia. Si quedaban viudas, tenían que salir a la calle a ver por la marcha de la casa. Las necesidades de la patria, o de un partido, divulgadas e impuestas por el género masculino, las metieron en los campos de batalla como compañía imprescindible, y aún como figuras notorias. Los dictados de la moda moderna y las licencias de una urbanidad a tono con los reclamos de una sociedad que imitaba las costumbres europeas, las convirtieron en presencia habitual de tertulias, saraos, teatros y conciertos. Quizá se pueda hablar de un acuerdo tácito para permitirles un lucimiento desusado, una comparecencia cada vez más común, a través de los cuales, con la licencia de la autoridad, escalaron hasta posiciones inimaginables en el pasado.

Pero no podemos mirar el asunto únicamente como una concesión de los dueños y señores de la vida. Gracias a las investigaciones de las colegas Inés Quintero y Mirla Alcibíades, sabemos que se las arreglaron para estar presentes con mayor intensidad en diversos ambientes, después de traspasar los límites que pretendían actuar como casilla complaciente. Ahora nos acercaremos a un punto a través el cual se aprecia cómo llegaron, o quisieron llegar, a posiciones cuyo acceso les estaba negado del todo, posiciones relativas a la actividad intelectual o a la escritura de letras que fueran del dominio público. Como entonces predominó la idea sobre la precariedad de las facultades racionales de las féminas, machacada en numerosos volúmenes y en la prensa más consultada, el episodio que se describirá nos remite a la faena que hicieron para salir de la sumisión en un ámbito que únicamente pertenecía a sus sacerdotes, a sus padres, a sus maridos y a sus hijos. Lo sacamos de las páginas del colega Emad Aboassi (Ideas y letras durante la Guerra Federal, Mérida, ULA, 2011), que vienen al pelo para verlas en desafío ante un intrincado universo.

En 1859 se puso de moda la publicación de cartas de amor en los periódicos. A principios de mayo se incluyó una de ellas en El Monitor Industrial, semanario caraqueño que manejaba el señor Miguel Carmona. Se le atribuía a una joven desesperada y estaba plagada de faltas de ortografía. Era un texto escrito a propósito en son de burla. Nada de particular, a primera vista, hasta cuando recibió una respuesta contundente de un grupo de ciudadanas que acudieron a la redacción de El Heraldo para que permitiera la circulación de una réplica.

Los usuarios de la edición de 14 de mayo pudieron leer:

Debe saber el señor Carmona que para imitar o fingir es necesario mucho talento, de que carece el autor de los hechos diversos, pues no es verosímil que la persona más ignorante atina a errar en todas las palabras, poniendo en todas ellas una letra por otra, como lo ha hecho para zaherirnos:

Sepa U., señor Monitor, que la mayor parte de nosotras podemos darle lecciones de gramática, de retórica, de buen gusto, y sobre todo de discreción y tino, cualidades de que U. y todos sus colaboradores carecen.

Aconsejamos a El Monitor que se muera de repente para tener el gusto de asistir a su entierro, vestidas de gala; pues además de la insulsez de todos sus artículos, no se entienden, porque todas las letras están rotas y sucias como el estilo de todos los colaboradores.

La réplica fue suscrita por “Unas Señoritas de los Salones”, es decir, por jóvenes que participaban en un círculo de lectura y escritura, en una actividad propia de hombres. Pero, por lo que vemos, para ellas era familiar. Su asunto eran las letras y los libros, las expresiones monopolizadas por los hombres. ¿No lo ventilaban sin vacilaciones, como algo natural y merecido? ¿No plantaban cara ante una esperable hostilidad?

De allí que veamos cómo volvieron a la carga el 16 de noviembre, de nuevo en El Heraldo, con frases contundentes.

La necia crítica de U. contra nuestra ortografía no es digna sino de un pulpero que no nos trata, y desconoce por consiguiente nuestro estado de adelanto, que a decir verdad, somos más ilustradas que muchos de los caballeros que nos visitan y de los que, como U., han tomado el hermoso camino del periodismo.

(…) Si U. duda que somos mujeres, estamos prontas a dar nuestras firmas.

No solo insistieron en el ataque del editor Carmona, como se ha visto, sino que también se animaban a una batalla de mayor profundidad que podía involucrar a todo el género masculino y frente a la cual estaban dispuestas a descubrir su identidad.

La batalla no tuvo lugar, o no fue recogida por la prensa, pero lo que interesa es el suceso capaz de anunciar hazañas y trofeos de siglos venideros. Es una lástima que permanezcan en el anonimato las atrevidas de 1859, las pioneras de la causa que se impondrá en una república de las letras habitada por sus sucesoras con legitimidad gracias al impulso de las vicisitudes aparentemente insignificantes que descubren los historiadores.

El primer periódico de Venezuela se autocensuró; por Elías Pino Iturrieta

Hubiera provocado el éxtasis de Nicolás Maduro y el regocijo de su antecesor. El alicate del Ministerio del Poder Popular para la Información sin trabajo. Un ahorro de los recursos para comprar periódicos y periodistas. Tranquilidad en el departamento encargado de negar el papel y la tinta para los impresos, sin necesidad de atender solicitudes

Por Elías Pino Iturrieta | 2 de octubre, 2017

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Hubiera provocado el éxtasis de Nicolás Maduro y el regocijo de su antecesor. El alicate del Ministerio del Poder Popular para la Información sin trabajo. Un ahorro de los recursos para comprar periódicos y periodistas. Tranquilidad en el departamento encargado de negar el papel y la tinta para los impresos, sin necesidad de atender solicitudes incómodas de los dueños de los medios. Un suceso perfecto, una perla caída del cielo para los enemigos de la libertad de expresión, para los adoradores de las voces monocordes. ¿Tenemos ganas de exagerar, o de escribir a lo loco? ¿Felicitaremos a los inquisidores por cosechar el fruto deseado sin la labranza de la parcela? ¿Se describirá ahora el corolario de la dictadura perfecta, del anhelo de silencio espontáneo con el cual sueñan las autocracias? ¿De qué hablamos? De un periódico trascendental, algo así como el príncipe de la prensa venezolana, capaz de anunciar en su primera entrega que su principal preocupación consistirá en evitar la  expresión autónoma del pensamiento.  Así mismo, como si cual cosa, paladinamente.

Pero no se trata de un subterfugio, a través de cuyo anuncio se ocultan segundas intenciones. Los redactores no son amigos del truco, ni reciben un estipendio especial para pescar usuarios con declaraciones estrambóticas. Son escritores de buena voluntad, gente correcta que cumple el servicio de poner a leer a los venezolanos, por primera vez,  letras hechas en casa; hombres ilustrados que quieren cambiar el mundo con la pluma, o de hacerlo más hospitalario en la comarca. Nadie puede imaginar a un joven llamado Andrés Bello, quien estuvo metido en el número de iniciación  y escribió en sus folios sin firmar, maquinando ardides para que los espectadores, debutantes como él en el trajín de las imprentas, se quebraran la cabeza ante una declaración escandalosa que haría las delicias de los mandones de la posteridad. Es un anacronismo redondo que uno meta a Maduro y a Chávez en el comentario de los frenos que se pone el semanario que inicia la historia de nuestro periodismo, pero no resulta forzado imaginarlos en salivación ante un grupo de escritores que casi anuncian que no van a escribir, o que lo harán a medias sin la amenaza de un verdugo. Como el joven Nicolás y don Hugo Rafael  juegan y jugaron  con el calendario patrio  según su antojo, la licencia de verlos maravillados ante las prudencias de la Gazeta de Caracas no pasa de pecado venial. Y ahora vamos a la historia.

La primera entrega de la Gazeta de Caracas circula el 24 de octubre de 1808, bastante tarde si se compara con la aparición de periódicos y libros en el resto de las colonias españolas,  pero a tiempo para anunciarse como vocero de grandes trasformaciones. Declara que ve la luz “por un espontáneo interés del Gobierno” con el objeto de favorecer los intereses provinciales. Trabajará por el fomento del comercio y la agricultura, y para beneficio de los talentos locales que aparecerán en sus folios. En consecuencia, pide a los autores que envíen sus textos a la oficina de la imprenta, situada en la calle de la Catedral detrás de la Posada del Ángel.

Pero, para que todo marche sobre rieles, para no provocar desconfianzas innecesarias, los redactores agregan:

Se da al público la seguridad de que nada saldrá de la Prensa sin la previa inspección de las personas que al intento comisione el Gobierno, y que de consiguiente en nada de cuanto se publique se hallará la menor cosa ofensiva a la Santa Religión Católica, a las Leyes que gobiernan al País, que pueda turbar el reposo o dañar la reputación de ningún individuo de la sociedad, a que los propietarios de la Prensa tienen en el día el honor de pertenecer.

Si siguen al pie de la letra la advertencia, los promotores y los escritores de estreno tendrán poca materia para la pluma. No podrán meterse con la madre iglesia, ni con las regulaciones imperiales, ni criticar a los miembros de la colectividad, mucho menos a la figura del monarca. ¿Sobre qué escribirán los venezolanos, o qué leerán a partir de octubre de 1808, si todo lo veda la Gazeta? El rey, el obispo,  la clerecía, el Capitán General,  las disposiciones de las instituciones y  la vida de las personas no se  tocarán ni con el pétalo de una rosa. Hoy diríamos que el primer vocero de opinión pública se ata a propósito de pies y manos cuando pretende dar sus primeros pasos, es decir, que es apenas una simulación o una fantasía. Sin embargo, la gente de la época no pudo reaccionar de semejante forma.

La vida establecida en la colonia venezolana es un calco del modelo de cohabitación cuyo origen se encuentra en la Edad Media,  luego reafirmado por los fundadores de los estados nacionales de Europa y trasladado a América por los conquistadores españoles. La esencia de tal convivencia es la idea de la armonía entre las criaturas de la sociedad, impuesta por Dios y de obligatorio establecimiento con el objeto de evitar un caos y aún el fin de los tiempos, el Apocalipsis. Hay un plan concebido por la divinidad para la vida de los seres humanos, sujeto a capítulos inexorables de evolución y determinado por unas autoridades y unas influencias cuyo origen es siempre metafísico: los reyes, los papas, los mitrados, todos los eclesiásticos, la nobleza de la sangre, por ejemplo. La introducción de la desarmonía es una conspiración diabólica, por lo tanto. Velar por la simetría, grande obra de Dios  que debe permanecer sin variaciones hasta el día del Juicio Final, es una obligación primordial. Tal es, grosso modo, la idea del mundo mudada a Venezuela desde la llegada del conquistador, remachada por el púlpito, por la cátedra universitaria  y por los hábitos de las mayorías a través del tiempo. ¿La va a atacar la Gazeta de Caracas?

En consecuencia, no se está ahora ante un caso de autocensura, según la entendemos hoy, sino ante la única declaración que podía salir  de un periódico y debían esperar los lectores. Especialmente cuando se inicia el primer capítulo de un recorrido inédito. Especialmente cuando los aires del Siglo de las Luces apenas están soplando, o solo conmueven la sensibilidad de un sector  minoritario de vasallos, la mayoría miembros de la aristocracia lugareña. Ni siquiera se puede manejar la hipótesis de que los redactores de origen criollo hacen una falsa declaración de intenciones para engañar a los burócratas peninsulares y al propio Capitán General: en la totalidad de los fascículos que  publican en adelante, hasta principios de 1811, no traicionan la inicial declaración de comedimiento, la bendición de la armonía social.

Las letras se hacen más atrevidas cuando conviene al establecimiento, cuando la salvaguarda del orden celestial impuesto en la tierra debe ocuparse de  referir las tropelías de la Revolución Francesa, los triunfos de la armada británica contra Napoleón y, porque la realidad de las guerras europeas lo impone, un declive del imperio español que invita a otro tipo de salvaguardas.

Poner en el título que el primer  periódico de Venezuela se autocensuró buscó llamar la atención. Meter en el texto al  dictador de turno y al  mandón fallecido cumplió con el cometido que me he impuesto de no darles tregua cuando la ocasión permite. Como sentenció Benedetto Croce, “toda historia es historia contemporánea”, en especial cuando cuenta con lectores capaces.

Tres vagos proverbiales; por Elías Pino Iturrieta

La república, después de las guerras de Independencia, careció de una burocracia eficiente. Ni siquiera figuras tan importantes como Páez y Monagas, famosos por sus hazañas, pudieron cumplir el cometido de encontrar colaboradores dignos de tal nombre para que las oficinas funcionaran a medio paso. Parece un detalle insignificante, pero remite a los escollos con

Por Elías Pino Iturrieta | 25 de septiembre, 2017
"La taberna"; por Cristobal Rojas / 1987

“La taberna”; por Cristobal Rojas / 1987

La república, después de las guerras de Independencia, careció de una burocracia eficiente. Ni siquiera figuras tan importantes como Páez y Monagas, famosos por sus hazañas, pudieron cumplir el cometido de encontrar colaboradores dignos de tal nombre para que las oficinas funcionaran a medio paso.

Parece un detalle insignificante, pero remite a los escollos con los cuales topó la sociedad para el logro de la meta de progreso que se había prometido después de la desaparición de Colombia. ¿Cómo funciona un experimento orientado hacia el bienestar material, si no cuenta con brazos que lo ejecuten? ¿Cómo se convierten las ideas en realidad, cuando los despachos están desiertos o mal servidos?

Estamos frente a problemas que no han contado con el interés de los estudiosos, como si la vida dependiera de lo que habitualmente se considera como grandes proezas de la política. Se ha descuidado la investigación de una parte importante de la rutina, sin cuyo conocimiento no se explican los tumbos de un país desmantelado por las batallas de tres lustros contra los ejércitos españoles.

Algo traté de averiguar sobre el asunto (Fueros, civilización y ciudadanía, UCAB, 2006), pero en forma somera. De allí provienen los casos que se describirán, después de mirar un par de observaciones de carácter general.

La primera es de 1831, fue escrita en Valencia y proviene de la pluma de Ángel Quintero, hombre de confianza de Páez y destacado burócrata de entonces. Dice así:

Ni siquiera en esta ciudad tan afecta, aparece gente que sirva los empleos aunque se les implore. El decir de los particulares es que deben dirigirse a sus haciendas, a atenderlas, y la gente que actuó en la Convención firmando las suscripciones de apoyo, tampoco quieren trabajar. Tenemos que seguir buscando. A S.E le consta que no desmayo en la causa, no es mi debilidad, pero la situación está difícil sin atreverme a asegurar por qué motivos.

La segunda es de 1848, viene de Angostura y está firmada por el gobernador de la entidad. Veamos:

Acontece con frecuencia que se elige un individuo para servir un destino concejil y ocurre a un médico que le libra una certificación en que consta que el elegido padece éste o aquel otro mal, que por razones que el médico tiene buen cuidado de especificar, le imposibilitan para estar sentado, si el empleo es sedentario, moverse si su desempeño requiere ejercicio corporal etc. (…) Recientemente han sido nombrados en esta Capital alcaldes  parroquiales cuatro ciudadanos que a su turno se han excusado de admitir el nombramiento por los medios dichos, y sin embargo de los padecimientos que sufren, según las certificaciones presentadas, continúan en sus tareas privadas con el mismo tesón que los que disfrutan una perfecta salud.

Ahora se escarba en el panorama para presentarles tres curiosos predicamentos individuales, a través de los cuales se capta la renuencia de los venezolanos de la época en relación con los empleos que se ofrecían. El mirarse en el espejo de unos antecesores que son capaces de llegar a explicaciones estrambóticas para permanecer en la holganza, refleja conductas de interés que nos conciernen.

El argumento manejado por Pedro León en junio de 1842 es una joya. Se le propone el cargo de administrador de la prisión de Puerto Cabello, pero su piedad  impide la aceptación del encargo. Afirma ante el gobernador:

La clemencia de los apóstoles y santos padres es mi norte, que impídeme ver aherrojados a los prójimos, y hermanos, aunque se responsabilicen de los peores crímenes. Y si no puedo ver a la gente presa porque sufro, menos puedo cobrar por tenerlos presos. El emperador Filipo permitió que uno de sus servidores dejara el trabajo en una cárcel, por los sufrimientos que padecía frente a los cautivos. San Francisco no recomendaba trabajar en las cárceles, porque se endurecía el corazón. El príncipe de Austria, con ser lo que era, dijo que prefería un cuartel a una cárcel, para redimir sus pecados. Y está escrito en el Evangelio que, al que más falta, más se le ayuda. Por eso les agradezco la proposición, pero no voy a aceptar.

En 1846, un tal José María Pereira a quien se ofrece en San Carlos un puesto de auditor de tropas, no acude a autoridades pías sino a motivos totalmente pedestres. Va al grano:

(…) no congenio con la pólvora y no me gusta la munición, porque se me asocian mucho con la guerra, siendo yo de costumbres caseras.

Pero es más rebuscada o más descarada la carta que envía un trujillano de nombre Juan Cruz, para rechazar el empleo de escribano que ha solicitado en dos ocasiones. En septiembre de 1845, escribe a la Secretaría de lo Interior y Justicia:

Uno no debe buscar un trabajo que no le gusta, y es la verdad que a mí lo que me gusta es leer, pero no me gusta escribir. Porque (sic) no es lo mismo el cansancio del ojo, que el cansancio de la mano, que es lo que acabo de entender el año pasado de tanto escribir unas cartas, y copiar unas leyes muy largas, buenas pero largas. Resulta que la mano se me envaró muy envarada, y no voy a ponerme en lo mismo. Pero, a lo mejor, si tienen un encargo que me acomode, pues estoy a las órdenes. Mientras tanto, seguiré pendiente, esperando lo que me consigan.

El lector de hoy tal vez pueda pensar que estemos ante tempranas objeciones de conciencia, o ante confesiones nacidas del libre albedrío, pero quizá hile así muy fino. Yo me conformo con la presentación de tres inútiles de postín que pueden explicar, junto con otros de su género, lo que costó hacer república en nuestro siglo XIX.

Antecedentes del Partido Liberal; por Elías Pino Iturrieta

El Partido Liberal se funda el 24 de agosto de 1840. Tiene un  periódico, El Venezolano, gracias a cuyos escritos crece un movimiento nacional sin precedentes. La bandería  y su vocero inician una gesta que cambia el contenido de los negocios públicos y termina por dominar la escena política hasta finales del siglo XIX. Sus

Por Elías Pino Iturrieta | 18 de septiembre, 2017
Retrato de Antonio Leocadio Guzmán por Martín Tovar y Tovar

Retrato de Antonio Leocadio Guzmán por Martín Tovar y Tovar

El Partido Liberal se funda el 24 de agosto de 1840. Tiene un  periódico, El Venezolano, gracias a cuyos escritos crece un movimiento nacional sin precedentes. La bandería  y su vocero inician una gesta que cambia el contenido de los negocios públicos y termina por dominar la escena política hasta finales del siglo XIX. Sus rivales, antes poderosos con José Antonio Páez a la cabeza,  quedan reducidos a fuerzas sin mayor relevancia. De seguidas se describirán los episodios debido a los cuales se va formando la fortaleza que llega a ser.

La Revolución de las Reformas contra el presidente José María Vargas, sucedida en 1835, es un movimiento organizado por personalidades que se consideran excluidas de las decisiones fundamentales. Los capitanes de la Independencia y los clérigos han perdido las inmunidades procedentes de la colonia y de la insurgencia. El experimento capitalista de los godos los ve como unos parásitos, o como una amenaza frente a la modernización que promueven. De allí que su levantamiento no sea bien visto por los propietarios que han construido la institucionalidad de 1830. Tanto los fieles del paecismo  como los que pronto formarán la oposición, rechazan a los reformistas como partes de un pasado indeseable. No pueden considerarse como prólogo de las distancias que terminarán formando el Partido Liberal, pero hay elementos que permiten relacionarlos.

En primer lugar, la alarma que despliegan  sobre la formación de una oligarquía que desestima el principio alternativo. Bajo la sombra de Páez, aseguran los reformistas, se ha entronizado una camarilla que monopoliza las decisiones y ocupa los cargos de relevancia. Tanto el término oligarquía como las críticas por el control exclusivo de la autoridad, formarán parte del lenguaje habitual de la bandería nacida en 1840.

En segundo lugar, la discusión que genera el castigo de los conspiradores. Todavía en 1843 se debate sobre su suerte. Los drásticos y los benévolos, los partidarios del cadalso y quienes prefieren el ostracismo, los que quieren sangre y los que sugieren indulgencias, promueven disputas que contribuyen al desgajamiento de la cúpula, o que profundizan las diferencias políticas donde antes apenas se notaban. Además, los reformistas que regresan al la vida pública se ocuparán de echarle más leña a la candela.

Pero, ¿en ese proceso pueden influir los asuntos personales? Un teatro tan reducido como el que habitan los protagonistas de la época debe fomentar simpatías, antipatías y pasiones capaces de determinar la suerte de la política. Los dirigentes se mueven en una ciudad pequeña, frecuentan las mismas tertulias, pueden discutir con frecuencia sobre temas públicos o privados y compiten por las contadas plazas que ofrece el gobierno. El trato rutinario puede conducir a enconadas rivalidades. Quizá no vaya descaminado quien descubra tales resortes como brújula de los asuntos de trascendencia en el infierno grande de la minúscula Caracas.

O quien se fije en el episodio protagonizado por Antonio Leocadio Guzmán y Ángel Quintero en 1839. Como circula entonces un rumor sobre crisis en el gabinete, Guzmán, quien se desempeña como Oficial Mayor de la Secretaría de Interior y Justicia, escribe en el periódico para desmentirlo. La crisis existe,  pero las aclaratorias no caen bien en el círculo paecista. Conviene asegurar que no hay ropa sucia en la casa de gobierno.  El presidente resuelve nombrar a Quintero como nuevo Secretario del Interior, y el recién designado, hombre famoso por sus intemperancias, despide al Oficial Mayor. Vocablos ásperos y episodios tensos rodean la escena, en cuyos detalles se regodean las hablillas del común y después González Guinán en su Historia contemporánea de Venezuela.

Don Antonio Leocadio aparece desairado ante la población, sobre todo ante sus pares, y ostensiblemente abandonado por el hombre fuerte. Célebre por sus escritos en la prensa desde 1824, propagandista de la Constitución de Bolivia en 1825 y Secretario del Interior en 1831, seguramente juzga lo sucedido como una afrenta descomunal.  ¿Puede alguien negar que las ocurrencias empujaran al despedido hacia la ruta de la oposición?

Pero más atinentes de veras a la colectividad son las reacciones que desde el año anterior se producen contra la Ley de 10 de abril de 1834, que ha establecido la libertad de contratos. Los deudores no pueden atender sus obligaciones debido a la baja en el precio del café, mientras el comercio disminuye el vigor de la víspera. Están a punto de perder sus propiedades, si una política de alivios no los saca del atolladero. El fenómeno  provoca censuras  a través de periódicos cada vez más airados, como La Bandera Nacional, El Nacional y la Gaceta de Carabobo. Los  impresos coinciden en achacar a la legislación las penurias que se comienzan a padecer y proponen la modificación de las reglas que favorecen a los prestamistas, pero el gobierno no tiene oídos para el reclamo. Uno de los escritores más combativos del momento, Tomás Lander, quien tiene reputación de autonomía, es miembro de la Diputación Provincial de Caracas y escribe una serie de fascículos bajo el título de Fragmentos,  acusa a la ley de 1834  de “ruinosa y antivenezolana”.

El 1 de octubre de 1838, después de anunciarse como pilares de un “partido agricultor”, se congregan en junta eleccionaria quienes han manifestado su descontento por separado, o de manera sigilosa. Se trata de personas con influjo en la sociedad por la posesión de haciendas, por el ejercicio de funciones públicas y por su participación en la prensa. Hombres conocidos en la ciudad y en los campos, como: Antonio Leocadio Guzmán, Tomás Lander, Carlos Arvelo, Ramón Ayala, Jerónimo Pompa, Wenceslao Urrutia, Francisco Pérez de Velazco, Juan Alderson y Felipe Macero.

Otro grupo, que algunos llaman “partido aristocrático”, presenta candidatos para oponerse al gobierno. Encabezado por Feliciano Palacios y Tovar, Felipe Tovar, Casimiro Vegas, Mariano Ustáriz y Manuel Felipe de Tovar, cuyos apellidos ventilan  blasones desde la colonia, se constituye en otro factor que quebranta la homogeneidad de las opiniones. Tales reacciones preludian el nacimiento del Partido Liberal, la cercana proliferación de banderas amarillas que levantarán los pardos y los campesinos para modificar la historia que se inició después de las guerras de Independencia.

El problema del liberalismo venezolano; por Elías Pino Iturrieta

El mensaje del liberalismo no florece en el país, debido a un descrédito que viene del siglo XIX sin lograr superación. Los técnicos que trataron de concretar las premisas de un designio liberal durante la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez quizá ignoraban la historia que conspiraba contra sus planes, o pensaron que bastaba con

Por Elías Pino Iturrieta | 11 de septiembre, 2017
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Antonio Guzmán Blanco retratado por Martín Tovar y Tovar

El mensaje del liberalismo no florece en el país, debido a un descrédito que viene del siglo XIX sin lograr superación. Los técnicos que trataron de concretar las premisas de un designio liberal durante la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez quizá ignoraban la historia que conspiraba contra sus planes, o pensaron que bastaba con su voluntad para que el país llegara a la cumbre de la felicidad. Un vistazo sobre puntos esenciales del pasado tal vez permita mirar el asunto en algunos de sus aspectos cardinales.

El liberalismo venezolano, pese a que empezó con admirable pie, terminó en un mar de contradicciones que impidieron que la sociedad se animara con sus contenidos, o que gozara de credibilidad. La más reciente de las discordancias se observó en el hecho de que tratara de resucitarse durante la administración de un mandatario que había encarnado todo lo contrario durante su primer paso por el gobierno. CAP fue una especie de emperador del intervencionismo estatal cuando debutó como primer magistrado, hasta el punto de que los ciudadanos del futuro vincularan su gestión con la prodigalidad de la riqueza que manaba de las alturas por decisión de un generoso administrador. Como manejó a su antojo la llave de la cornucopia de la cual manaban los bienes materiales, no había manera de esperar de él algo distinto a la repetición del fenómeno.

Sin embargo, sin aviso ni protesto, sin mayores explicaciones, se convirtió en lo contrario. El dador de los beneficios pretendió que los beneficiarios los buscaran por su cuenta o, por lo menos, a través de unos esfuerzos que antes no figuraban en el repertorio de la mano floja. Ciertamente la reforma no pasó a mayores, apenas se asomó sin provocar mayores aprietos a la colectividad, pero generó una primera reacción de inconformidad, mas también de violencia, capaz de desembocar en disturbios que no se borrarían con facilidad de la memoria colectiva. Ni el partido de gobierno estaba enterado de la magnitud de las reformas propuestas y en vía de ejecución (eso dijeron sus líderes), asunto que no solo remite a la prepotencia de su ejecutor y a la desconexión de los burócratas del ramo en relación con los hábitos predominantes, sino también a la traición que significaba para el “partido del pueblo” que se impusieran a Juan Bimba caminos esforzados sin contar con el feroz forcejeo que debía originar antes.

¿Sabía alguien lo que significaba el liberalismo que traía CAP II en su flamante equipaje? ¿Se había mencionado algo a los votantes que esperaban el retorno de CAP I, es decir, del poder extralimitado que todo lo solucionaba desde las alturas? No se trata de dudar de los beneficios del proyecto que ahora proponía la sorpresiva edición del mandatario, sino de detenerse en la temeridad que significó retar una historia en la cual el liberalismo había jugado pésimo papel. Los tecnócratas de la inesperada rectificación no solo se enfrentaban a una encarecida forma de vida y a un entendimiento arraigado de los negocios públicos, sino también a una tradición de indefiniciones y de estériles contradicciones que quizá desconocieran del todo. No tenían que convertirse en historiadores, ni en buscadores de antiguallas, sino solo en precavidos conocedores de asuntos mínimos.

Desde su fundación como partido organizado, el liberalismo fue la negación de los preceptos en los cuales se aclimató la corriente partiendo de los modelos que le dieron origen. Nació como reacción frente a la administración de los conservadores o godos, sin considerar que justamente la gente del gobierno seguía con disciplinada conducta los principios de la escuela llamada manchesteriana. Campeones del laisser faire, autores de apologías sobre la riqueza de los particulares, defensores a ultranza de la propiedad privada, fieles seguidores de la libre competencia de los poseedores de bienes de fortuna, animadores de la sociedad laica y de la libre expresión del pensamiento, los motejados de godos hicieron que la república segregada de Colombia diera sus primeros pasos como pionera de un entendimiento acoplado con las pretensiones del siglo liberal. Provocaron una conmoción entre la gente que congeniaba con el tradicionalismo (instituciones como el Ejército Libertador y la Iglesia Católica; pensadores de la talla de Fermín Toro), hasta promover un cambio de vida alejado de las costumbres coloniales y cada vez más próximo a las búsquedas del progreso, según se lo entendía entonces. Estamos ante una demostración del liberalismo llamado clásico, que va a ser combatido por los políticos que forman el Partido Liberal en 1840.

Se da así el curioso caso de una inversión de conductas, capaz de conducir a un desierto de esterilidad que impediría el establecimiento del proyecto según pasaba en otros países latinoamericanos como Argentina, Colombia y México. Allá no solo florecieron las polémicas, sino también las guerras civiles, para que el liberalismo se convirtiera en un desafío que involucraba a las grandes mayorías de la población. Aquí no había materia de discusión porque los godos y los liberales pensaban casi lo mismo sobre los asuntos esenciales, pero especialmente porque los que se anunciaron como liberales y fundaron domicilios del partido o repartieron emblemas banderizos en todo el territorio nacional, cambiaron la discusión de las ideas por el apoyo a los caudillos más poderosos; o mucho peor, por la descarada intervención de los sucesivos gobiernos en los asuntos de los particulares. Sucedió así desde la primera presidencia de Monagas para llegar al clímax durante las administraciones de Guzmán Blanco y aún de sujetos tan desprovistos de ideario como Joaquín Crespo. Las reformas sin resistencias dignas de atención, el pensamiento encerrado en los rincones de las oficinas y el personalismo determinando las decisiones fundamentales y entrometiéndose con descaro en la vida privada, condujeron a un simulacro de proyecto de país que debió esperar tiempos mejores.

Las historias de corrupción asociadas a los manejos del Partido Liberal y la mediocridad de la mayoría de sus dirigentes fomentaron el descrédito y alejaron a las masas de sus prédicas. Los liberales eran la nada, o casi la nada, cuando entramos en el siglo XX, pese a que a los políticos preferían presentarse todavía como liberales debido a la necesidad que tenían de que nadie los viera como conservadores, como godos recalcitrantes. Los pobres conservadores habían tenido la pésima fortuna de una cadena de derrotas sucesivas desde el monagato, y especialmente en las escabechinas de la Federación, que los fue convirtiendo en degredo. Si, además, se decía, generalmente sin fundamento, que eran blancos engreídos y, además, descendientes de españoles peninsulares, no podían figurar en cuadros de honor ni siquiera ante la opacidad de los triunfadores. Mayores posibilidades para que el liberalismo hiciera lo que quisiera con Venezuela hasta conducirla a severa postración, por lo tanto, aunque del mal general se desprendiera la caída de un proyecto político que había reinado sin contratiempos.

Ya durante el posgomecismo nadie se presentó como liberal o, si lo hizo, nadie lo tomó en cuenta. Después, en los albores de la democracia, se asoció el renacimiento del proyecto con la persona de Jóvito Villalba, pero aquello fue de una inconsistencia sin destino para que, como pasó con los godos antes, nadie se anunciara después como parte de la misma corriente hasta la llegada de los tecnócratas de CAP II. Presenciamos la fugacidad de un capítulo que intentó protagonizar un Movimiento Desarrollista que pasó sin pena ni gloria, y las reformas del mismo cuño llevadas a cabo durante el gobierno de Caldera II por Matos Azócar y Petkoff, sin que se divulgara con bombos y platillos la orientación de una política reñida con la sensibilidad del jefe del estado y con la modorra de los grandes partidos. En el segundo regazo de CAP se aclimataron los liberales, por último, para salir con las tablas en la cabeza.

¿Llegarán ahora a una cima que se comenzó a escalar en 1830? Primero deberán conocer en profundidad los logros del paecismo, en los cuales se resumen las excelencias y los valladares del asunto. Después deberán enfrentar la influencia del populismo chavista y lo que queda de anti liberalismo en el resto de los partidos nacidos en el siglo XX, pero, especialmente, tendrán que revisar las páginas de una historia cuyos rasgos han ignorado, como si todo empezara con ellos en nuestros días.

De cómo los Estados Unidos detienen el bloqueo de Venezuela; por Elías Pino Iturrieta

Los sucesos del bloqueo de Venezuela, ocurridos durante el régimen de Cipriano Castro, han sido hospitalarios con la hipérbole. Permitieron a los entusiastas la edificación de la estatua heroica de El Cabito, y la promoción de una leyenda de coraje contra los poderosos que llega hasta nuestros días. Chávez llevó los restos del caudillo andino

Por Elías Pino Iturrieta | 4 de septiembre, 2017
CIpriano Castro y su gabinete, 1902

Cipriano Castro y su gabinete, 1902

Los sucesos del bloqueo de Venezuela, ocurridos durante el régimen de Cipriano Castro, han sido hospitalarios con la hipérbole. Permitieron a los entusiastas la edificación de la estatua heroica de El Cabito, y la promoción de una leyenda de coraje contra los poderosos que llega hasta nuestros días. Chávez llevó los restos del caudillo andino hasta el Panteón Nacional, y Maduro busca analogías con las bravatas de Trump y la conducta de su gobierno, para tejer el hilo de una épica singular. Tratemos ahora de describir la situación sin abandonar los límites del equilibrio, a ver si limpiamos un poco la memoria de exageraciones y patrañas.

Desde finales del siglo XIX Venezuela vive cargada de deudas. Las guerras civiles y la corrupción han fomentado la ruina del país, hasta provocar situaciones de carestía que impiden el desenvolvimiento normal de la vida. Según el detalle presupuestario de 1901, la república debe a la banca europea más de 120 millones de bolívares, y más de 88 millones a los acreedores domésticos. Debido a la depredación causada por la última de las “revoluciones” finiseculares, la Guerra Legalista, no tiene cómo cancelar las acreencias. Para sobrevivir, el gobierno debe recurrir a nuevos empréstitos, si encuentra incautos, o aprovechadores, que se atrevan a hacer negocios con un país irresponsable e insolvente.

Los financista de Europa, en especial los gerentes alemanes del Disconto Gesellschaft, pierden la paciencia y pretenden reclamar sus haberes por la fuerza. Los capitalistas de París, Londres y Roma, cansados de la morosidad, comparten tal ánimo. Pero saben que no pueden esperar mayor cosa. La fragilidad fiscal del país, el desorden administrativo, el incremento de las corruptelas, una calamitosa baja en el precio del café y la disminución del movimiento de las aduanas impiden el cumplimiento de los compromisos que los acreedores han resuelto arreglar por las malas. La tragedia queda cabalmente explicada en el libro del colega Manuel Rodríguez Campos, 1902: La crisis fiscal y el bloqueo de Venezuela, si necesitan mayor y mejor información.

El canciller de Venezuela, frente a las amenazas, argumenta que solo la vía diplomática y el respeto de la legislación nacional son canales adecuados para la solución del conflicto. En respuesta, los gobiernos de Alemania e Inglaterra, entre el 8 y el 9 de diciembre de 1902, anuncian su unificación para ventilar el asunto de manera compulsiva. Acto seguido, y antes de declarar oficialmente el bloqueo de las costas, el comandante de una flota aliada ordena a sus acorazados la captura de unos lamentables bajeles que formaban la “armada” del país. También manda el desembarco de infantería para protección de las personas de los cónsules. Entonces Italia, Francia, Bélgica y España se unen a la coalición invasora. El mundo contra Venezuela, se pudiera afirmar, si olvidamos que, de momento, los Estados Unidos contemplan la acometida desde la lejanía.

Cipriano Castro no ha salido de un conflicto armado desde 1899, cuando hizo la invasión desde la frontera colombiana. Ha debido enfrentar los combates tempraneros del siglo XX, realizados por los caudillos del pasado que pretenden librarse de un advenedizo. Ha triunfado por sus cualidades de conductor de tropas y por la debilidad de los enemigos, pero no ha tenido ocasión para pensar en problemas tan arduos como los de cargar el lastre de las deudas viejas y de las que él ha contraído para sobrevivir entre tanto guapo alzado. ¿Qué hace ahora, ante enemigos realmente poderosos? Enciende la llama del patriotismo mediante una emotiva alocución que se reproduce sin fatiga, organiza un desagravio a los símbolos patrios y ordena la libertad del más célebre de sus prisioneros, el Mocho Hernández. Además, dispone el acuartelamiento de un desgastado ejército y el combate, en caso de necesidad. No se rendirá ante los invasores, afirma en sus intervenciones públicas. Por último, contrata publicistas en París, Madrid, Bruselas y New York para cantarle su verdad al mundo.

La respuesta que espera de los gobiernos latinoamericanos brilla por su ausencia. Solo Argentina lo respalda a título oficial, a través de un documento doctrinario contra el cobro violento de acreencias a países pequeños y débiles. Pero logra la movilización de los sectores populares, cuyos miembros lo aclaman y lo comparan con Bolívar. Su reputación llega a la cúspide, mientras su soledad frente a los invasores es estentórea. Sin embargo, la gente del pueblo que acude a fervorosas manifestaciones le señala un camino para salir del atolladero: los Estados Unidos de América. Los manifestantes se presentan frente a las sedes de los consulados estadounidenses en Caracas y Maracaibo, al grito de ¡Viva la Doctrina Monroe!

Don Cipriano no imagina lo que puede significar el invitado por el cual clama el pueblo. La geopolítica del gallo de Capacho no pasa de afirmar, en numerosa correspondencia y en discursos sueltos, que se está ejecutando un asalto contra las “repúblicas intertropicales” del cual se salvarían, por ejemplo, naciones como Argentina, Uruguay y México; y cuya amenaza se superaría buscando tratos como los del siglo XIX, pero más ventajosos. Con ideas tan pobres sobre los intereses en juego, especialmente sobre los que apenas comienzan a despuntar, solo será un juguete de las circunstancias. Un juguete famoso, desde luego, pero nada más. De allí que de pronto, aunque sin dejar de pavonearse gracias al trabajo de las plumas de alquiler, se conforme con animar el coro monroeista para ver cómo queda en la parada.

En la Casa Blanca se maneja información de gran importancia. Se enteran de cómo Inglaterra pretende establecimiento en las bocas del Orinoco, y de un plan de los alemanes para construir una base naval en la isla de Margarita. Por intermedio de su embajador en Caracas, y a través de mensajes enfáticos al Káiser y al Foreign Office, los Estados Unidos presionan para el cese de un bloqueo indeseable que, de acuerdo con sus mensajes, no solo interfiere la vida venezolana sino también los valores de la convivencia civilizada, según se entiende ella en el norte desde la fundación de la república. No permitiremos una penetración contraria a los postulados de la Doctrina Monroe, dice y repite la Secretaría de Estado. Castro se postra ante un valedor que parece decidido y cercano: permite que la gestión de la potencia emergente reemplace al gobierno de Venezuela como interlocutor ante unos asaltantes que se marchan con el rabo entre las piernas, o sin hacer ruido, para cuidar el tipo. El conflicto se traslada de Caracas a Washington, para que Venezuela sea entonces lo más parecido a un convidado de piedra.

Los remiendos se hacen ahora en las cercanías de la Casa Blanca, aún pormenores sobre cómo se descontarán los haberes de las aduanas para satisfacción de los acreedores, sin que el gobierno de la Restauración Liberal haga uso de la palabra. Nuestros aliviados administradores dejan hacer hasta la suscripción de un avenimiento definitivo, los Protocolos de Washington, que se firman el 13 de febrero de 1903. Quedan establecidos en la sensibilidad de la sociedad los vocablos de la primera proclama contra el bloqueo: “La planta insolente del extranjero ha profanado el suelo sagrado de la patria”. También la memoria de sucesos de resistencia, como los ocurridos ante el bombardeo de Puerto Cabello y frente a un intento fallido de capturar la Barra de Maracaibo, para regodeo de los patriotas de entonces y del futuro, pero el desenlace no sucede como producto de los esfuerzos de un país agobiado por fuerzas superiores.

La última palabra la tiene entonces el garrote de Theodore Roosevelt. En breve lo probará Cipriano Castro, hasta quedar derrotado, pero esa es una historia más ardua que ahora solo ha tenido su prólogo.

El Capitolio como símbolo republicano; por Elías Pino Iturrieta

Desde su inauguración, el 7 de febrero de 1873, el Capitolio Federal se convirtió en símbolo de la civilización de cuño liberal que se imponía después de un capítulo estremecedor de guerras civiles. Edificado por la vanidad de Guzmán Blanco, pero también en atención a los ideales de civismo divulgados a partir de la declaratoria

Por Elías Pino Iturrieta | 21 de agosto, 2017
Fotografía de Andrés Kerese

Fotografía de Andrés Kerese

Desde su inauguración, el 7 de febrero de 1873, el Capitolio Federal se convirtió en símbolo de la civilización de cuño liberal que se imponía después de un capítulo estremecedor de guerras civiles. Edificado por la vanidad de Guzmán Blanco, pero también en atención a los ideales de civismo divulgados a partir de la declaratoria de Independencia, los venezolanos de la época lo sintieron como una señal de la modernización que habían negado los bárbaros de un tiempo a punto de terminar. La mole de lo que entonces se llamó Templo de la Soberanía Nacional, provocó asombro y  regocijo entre las clases acomodadas y en la sensibilidad de los estratos humildes, cuyos miembros lo visitaron con reverencia y se hicieron eco de lo que significaba como testimonio del entierro de una época oscura y del nacimiento de otra, capaz de cumplir las metas del siglo progresista en el que se vivía. A partir de tal fecha, la política y la vida venezolanas han mirado hacia el interior del edificio y han girado de acuerdo con las controversias sucedidas en su seno.

Lo primero que llamó la atención durante el Septenio guzmancista fue la rapidez del levantamiento de la estructura. Los planos se diseñaron con premura porque lo ordenaba un patrocinador quisquilloso, pero con sumo cuidado. Las paredes y las columnas se elevaron en un santiamén. Pese al reto propio de unos techos frente a los cuales no cabía comparación con las alturas pobres de las catedrales y de los conventos antiguos, una cúpula dorada impresionó de pronto a los viandantes. Los ornamentos adquiridos en el extranjero o encargados a los artesanos más finos del vecindario fueron colocados en cosa  de semanas, para que los curiosos se admiraran ante el vértigo de una mansión jamás construida en la ciudad, tanto por su envergadura física como por el enigma que encerraba. ¿Cuáles eran la promesa y el misterio de ese trabajo supervisado por el jefe del estado como si fuera la razón de su vida? Que sirviera a su vanagloria, sin duda, pero también a la consagración de unos valores y de una forma de dirimirlos que habían carecido de la dignidad de un domicilio bien montado y ubicado en parcela céntrica.

Gracias a la pintura de la batalla de Carabobo, encargada al maestro Martín Tovar y Tovar para que dominara la cumbre del edificio, y a un conjunto de imágenes de los próceres militares y civiles seleccionada con esmero para que llenara las paredes de un sitio ceremonial jamás visto en el país, se logró la creación de un espacio de reunión de naturaleza republicana capaz de provocar inclinación a través de una grandilocuente traducción de la historia. La voz de las paredes y el mensaje de las efigies que se exhibían  por primera vez en ostentoso desfile, nos previno desde entonces sobre la existencia y la trascendencia de un conjunto de principios de carácter fundacional, que debían permanecer como credo y como desafío mientras trascurría el tiempo y las administraciones cumplían su fugaz itinerario. El posterior hallazgo de una copia del Acta de la Independencia firmada por los padres conscriptos coronó la faena: fue colocada en el sitio principal del lugar, como el sacramento del altar en las iglesias católicas.

En el Capitolio Federal han sucedido debates memorables, se han escuchado las palabras mayores de la patria y se han redactado documentos imperecederos. En sus escaños se han sentado los hombres públicos más dignos de memoria por sus servicios a la ciudadanía. Sus salones conservan la evidencia de grandes esfuerzos por el mejoramiento de la sociedad y por la aniquilación de los enemigos del republicanismo. Cada una de las piezas que lo forman guarda relación con la trayectoria de una existencia orientada hacia la creación de una vida hospitalaria. Por consiguiente, es uno de los símbolos mayores, si no el mayor y menos discutible, de cómo ha existido entre nosotros un esfuerzo gigantesco alrededor del bien común. Los que repasen la nómina de los diputados que ocuparon sus escaños desde 1873 y revisen las actas de las sesiones sentirán el orgullo de una historia llevada a cabo con decoro.

Pero hubo de todo en la rutina del edificio, desde luego. También fue pensión de mercaderes y traficantes, de piratas y bucaneros, de gente gris que debe permanecer en los rincones del pasado para evitar las vergüenzas de la posteridad, de individuos sin ideas ni dignidad para cumplir el trabajo de la representación popular. Porque los electores votaron por ellos, o porque fueron impuestos por el interés de los mandatarios de turno y gracias al mezquino antojo de los partidos políticos, ocuparon unos lugares que en teoría únicamente deben llenar los ciudadanos virtuosos. Virtuosos según el criterio expuesto  por nuestro Andrés Bello en sus lecciones de la universidad que fundó y en los códigos que redactó, o por nuestro Yanes en sus Epístolas catilinarias, o por nuestro Gallegos cuando enfrento a la militarada, para que no se entienda la referencia como un requisito religioso. Solo se mide aquí con la vara del catecismo cívico, para que en el reconocimiento de una morada simbólica afirmemos que lo es pese a las porquerías de muchos de sus habitantes.

No voy a meter en ese oscuro saco a los actuales diputados de la mayoría parlamentaria porque no lo merecen, pero es evidente que desconocen la significación del lugar que el pueblo les ha concedido como morada transitoria. Lo han contemplado con indiferencia, tal vez sin reconocer la entidad que tiene como referencia de los asuntos públicos más notables que se han desarrollado en Venezuela a partir de la afirmación del siglo liberal. Se han caracterizado por la abulia ante la invasión de una representación fraudulenta que nació de la dictadura, hasta el punto de llegar a un acuerdo de condominio para compartir con ella sin hostilidad los campos capitolinos. No han corrido noticias sobre la defensa  que hicieron frente a la irrupción, ni sobre los parapetos que levantaron para la salvaguarda del palacio y de la dignidad de ellos mismos, ni sobre las protestas que pronunciaron para que las registraran los cronistas en letras de oro. Tal vez un tour por los antecedentes del magnífico inmueble los hubiese librado del baldón.

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Los matices del insulto; por Elías Pino Iturrieta

Los grandes teóricos del republicanismo, encabezados por Cicerón, insisten en la contención del lenguaje como esencial para el manejo de los asuntos públicos. Solo los vocablos cristalinos y los argumentos ponderados conducen al convencimiento del elemento discrepante y así se logran consensos para el resguardo del bien común, asegura el autor. Es una orientación que

Por Elías Pino Iturrieta | 14 de agosto, 2017
Detalle de la estatua de Cicerón

Detalle de la estatua de Cicerón ubicada en el Palacio de Justicia de Roma, Italia

Los grandes teóricos del republicanismo, encabezados por Cicerón, insisten en la contención del lenguaje como esencial para el manejo de los asuntos públicos. Solo los vocablos cristalinos y los argumentos ponderados conducen al convencimiento del elemento discrepante y así se logran consensos para el resguardo del bien común, asegura el autor. Es una orientación que ha gozado de general aceptación, pero que solo se debe considerar como una condición ideal. Los consejos de los grandes pensadores tienen sentido y se deben atender, debido a que vienen de la buena fe, o de la experiencia en la conducción de las sociedades, y a que procuran formas de gobierno aceptadas por las mayorías y destinadas a perdurar. Sin embargo, no constituyen un dogma indiscutible.

¿Por qué? La realidad predomina frente a lo que se piense de ella, aún desde la autoridad de los sabios. Una cosa señala el papel escrito con sensatez y con buenas intenciones, pero las indicaciones del entorno llevan las conductas públicas por su cauce sin mirar hacia los llamados del comedimiento. Me acerco a estas generalidades que pueden sonar como fatuidades, para tocar un punto aparentemente menor que sucedió entre nosotros y en nuestros días hasta alcanzar notoriedad. Unas compradoras del automercado recibieron con improperios la presencia de Socorro Hernández, rectora del Consejo Nacional Electoral, para que los voceros del régimen se desgarraran las vestiduras y clamaran por una justicia drástica. No sé si los quejosos de las alturas leyeron a Cicerón, o a otros autores de la misma cúspide, pero convirtieron el episodio en una causa moral y en una obligación de vindicta pública que le dio notoriedad y que sugiere una reflexión capaz de poner las cosas en su lugar.

El insulto ha sido una herramienta de lucha política y un factor de trascendencia en la búsqueda del poder, que no se puede echar a la basura sin considerar asuntos de importancia como la situación en la cual se produce y la ubicación social de los individuos que lo desembuchan. Los tiempos borrascosos producen palabras duras y voces erizadas, cuyo objeto es el crecimiento de la combustión que las anima. En épocas de concordia predomina el verbo sosegado, hasta el punto de convertirse en hábito, pero las horas espinosas producen una cascada de vocablos que son su concordancia y su compañía. Los teóricos obvian este vaivén propio de las sociedades, debido a que conceden prioridad a sus mandamientos sin imaginar cómo los huracanes de la vida los convierten en folio mojado. En consecuencia, los juicios sobre el insulto deben considerar tales escenarios y tales momentos ineludibles.

La Guerra a Muerte no condujo a discursos ponderados, ni siquiera en los labios de los oradores eclesiásticos. La separación de Colombia estuvo llena de querellas y ruidos caracterizados por la inurbanidad. Lo mismo sucedió en el teatro de las guerras civiles durante el siglo XIX, después de 1830, y en numerosos sucesos del siglo XX, especialmente después de la muerte de Gómez, cuando la opinión pública ocupó mayores espacios para hacerse presente, sin que tales sucesos puedan considerarse como anomalías. Fueron hijos legítimos de la época que los aclimató, hasta el punto de que no se puedan entender sus vicisitudes sin el ingrediente de las reacciones apasionadas y violentas que fueron su carne y su sazón. Buscar conductas angelicales en la conducta de los antepasados es una aspiración candorosa porque, en no poca medida, la república fue el producto de las actitudes airadas de quienes la han ido fabricando poco a poco.

Juan Vicente González escribió páginas memorables, en las cuales no dejó de estar presente el ataque venenoso de sus adversarios del Partido Liberal. Los motejó con adjetivos escandalosos y no tuvo más remedio que recibir después dosis gigantescas de su misma cucharada. Al presidente Soublette le dijeron de todo en los panfletos de los amarillos, hasta patrañas y calumnias carentes de fundamento, sin que la tierra temblara en el anuncio de un criollo apocalipsis. Domingo Antonio Olavarría, el famoso Luis Ruíz de las trifulcas contra los triunfadores de la Guerra Legalista, no ahorró el improperio personal para la detracción de Joaquín Crespo, sin que le temblara la pluma ante el temido espadón. Los adversarios del joven Rómulo Betancourt llegaron al extremo de ventilar sus supuestas inclinaciones sexuales para sacarlo del juego, y así sucesivamente. No estamos en la república pensada por Cicerón, sino en la que fuimos haciendo aquí en diversas épocas de acuerdo con la solicitud de cada tiempo histórico.

En consecuencia, el insulto no solo ha formado parte de nuestra historia, sino que también la ha caracterizado en diversas épocas que han resultado esenciales para la formación de la sensibilidad venezolana. Se trató de expulsar de la cotidianidad a través de publicaciones promovidas por los controladores de la sociedad, entre ellas el célebre Manual de Urbanidad y Buenas Maneras escrito por Manuel Antonio Carreño, vulgata de la civilidad que quiso ser una contención de las conductas bárbaras y una fábrica de poses civilizadas a través del cual se metieran los antepasados en una vitrina para que los vieran desde afuera modosos y blanqueados. La faena de carmín y poses artificiales fue recibida con beneplácito por los gobiernos del vecindario, también necesitados del mismo corsé para las costumbres de sus gobernados, pero igualmente agobiados por los dicterios de sus pueblos que no se podían contener únicamente con cárceles y vejámenes. Fue así como el insulto se encubrió, sin que se pudiera desarraigar. Presencia habitual y persistencia explicable, no lo podemos negar con un plumazo, ni siquiera porque lo ordena el decálogo del Carreño.

Pero, así como hay un insulto comprensible debido a las motivaciones de lo circundante, existe el insulto inadmisible en términos republicanos. Cuando lo desembuchan los poderosos es evidencia de menosprecio y vilipendio de la sociedad, sin paliativos. Pienso en Guzmán Blanco deleitándose en los periódicos ante la supuesta incompetencia del pueblo venezolano. O en Andueza Palacio soltando palabras soeces en los burdeles para que los acólitos las celebraran y las comentaran en el mercado. O en Cipriano Castro cuando se burlaba de los presos políticos en las páginas de la prensa. O en Hugo Chávez, cuando ultrajaba a sus adversarios con una ristra de descalificaciones expresadas en plaza pública. Los vocablos malsonantes, si se expresan en tribuna dorada con un anillo de guardaespaldas no son manifestaciones sociales susceptibles de entendimiento, como muchas de las que se han aludido aquí, sino testimonios del menoscabo al que pueden llegar las sociedades en las manos de un autócrata. El cesarismo encuentra en tales expresiones una de sus prendas más elocuentes y deplorables, si nos apegamos a la retórica y a las tipologías de Cicerón.

Es evidente que la reacción de unas vecinas contra Socorro Hernández no corresponde a las evidencias de prepotencia y desprecio que hacen los hombres fuertes desde su custodiada atalaya. Le gritaron cosas duras en la cara. Le dijeron ladrona y asesina mientras compraba comestibles en el mercado, por ejemplo, pero no eran Guzmán ni Chávez los que gritaban, sino unas amas de casa acosadas por la realidad que las asfixia y por la presencia de una funcionaria a quien necesariamente se debe relacionar con el fraude electoral cocinado en el CNE en cuya directiva ocupa puesto principal. Si un insulto puede considerarse como testimonio de decoro y coraje cívicos, este cabe a la perfección. Como los que se aludieron antes para sugerir que la historia no es como desean los manuales de compostura, sino también como disponen las realidades acuciantes de las personas comunes y corrientes.

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