
Blog de Alejandro Oliveros
Diario de Milán, noviembre 2017. Parte II; por Alejandro Oliveros
Milán, martes 21 de noviembre de 2017 Las informaciones que recibo de Venezuela no son noticias sino partes de guerra, “vísceras de soledad”. Carencias inenarrables, miseria, hambre, violencia y muerte. El país da la impresión de una ciudad sitiada, donde las posibilidades de salir son cada vez más disminuidas, lo mismo que las de entrar.

Fotografía de Illustrati
Milán, martes 21 de noviembre de 2017
Las informaciones que recibo de Venezuela no son noticias sino partes de guerra, “vísceras de soledad”. Carencias inenarrables, miseria, hambre, violencia y muerte. El país da la impresión de una ciudad sitiada, donde las posibilidades de salir son cada vez más disminuidas, lo mismo que las de entrar.
Mis amigos italianos se preocupan, pero no pueden imaginarse la seriedad de la situación. Cómo hacerle creer a alguien que en uno de los países con reservas de hidrocarburo más ingentes, las personas deban arrastrarse para obtener la ración exigua de alimento que les destina la administración. Con todos los horrores de su dictadura, a punto de extinguirse, Mugabe dejó un país donde antes no había sino organizaciones tribales en una vasta tierra desolada, donde los colonizadores se habían llevado hasta los clavos de las edificaciones de madera. En Venezuela, la revolución fundada por un mediocre teniente-coronel, y prolongada por sus aún más lamentables secuaces, se ha empeñado en no dejar nada de lo que encontraron que, con todos sus desajustes, no era poco. Un proyecto, de “tierra quemada” difícil, al menos para mí, de entender, y más arduo aún de explicar. El país da la impresión de una ciudad sitiada en la cual el enemigo bárbaro se encuentra intramuros.
Dioniso en Sicilia
Un grupo de arqueólogos ha encontrado, en algún lugar de Sicilia, cercano a Agrigento, restos de grandes ánforas de terracota que se remontan a más de 6.000 años a.C. El descubrimiento es de esos que uno en el fondo quisiera que no se hubiesen producido. En efecto, el hallazgo obliga a toda una reescritura de las antiguas culturas mediterráneas. Hasta ahora se daba por seguro que la producción vinífera en Italia había comenzado hacia 1.200 a.C., cuando los primeros colonos griegos llegaron a la península para fundar lo que conocemos como Magna Grecia. La mitopoética capacidad de los griegos atribuía a Dioniso el don del cultivo de la uva, primero en Grecia continental y luego en sus posesiones de ultramar. Pero si no fue Dioniso, el hijo de Zeus, el que llevó la vid a Italia, ¿quién lo hizo? Como en el caso del desafortunado Edipo, en ocasiones, y así habría opinado Montaigne, estoy seguro, que es dejar las cosas como son o aparentan ser.
La muerte de las librerías
Desde que mi destino suramericano me ha hecho venir con mis blancos huesos a esta ciudad lombarda para permanecer algunos meses del año, no han sido pocas las experiencias gratas: la familia, buenas exposiciones y librerías, óperas, caminatas, y los amigos que llegan de lejos a visitarme, uno de los grandes dones de la vida, como cantaba Ezra Pound. Pero, como también cantaba Apollinaire, “la joie venait toujours après la peine”. Y así, me ha tocado asistir a una de las situaciones más penosas para alguien que dedicó toda su vida a adquirir, leer, alguna vez coleccionar, y hasta escribir libros. Hablo del cierre de librerías, y me ha tocado un par de ellos desde que vengo a Milán.
La primera, la Librería del Corso, en Corso San Gottardo, con sus amplios espacios a dos niveles, sin la desmesura de las Feltrinelli, Mondadori o Barnes & Noble, y su sección dedicada a albergar, casi en su totalidad, el envidiable catalogo de la editorial Adelphi. La otra librería, más pequeña, casi íntima, como un “boudoir” para el placer del texto, situada en Largo Mahler. Para ser consecuente con el nombre de la calle, el dueño mantenía, en uno de los rincones, un despliegue de exquisitas y raras grabaciones en sellos poco comerciales. Lo mismo que sus estantes, con libros de esos que “no se encuentran en ninguna parte”, a la usanza de la legendaria librería Gotham (“Wise men fish here”), de Manhattan, y limitadas ediciones de libros de poesía bellamente editados. “La gente lee menos, y prefiere comprar por Internet”, me dijo, con tristeza inefable, el propietario un día antes del cierre.
No han sido estas las únicas ventas de libros que he visto desaparecer en estos sesenta años de mi oscura filiación. La lista es larga y vinculada a mi más íntima biografía. Estas son algunas cuya desaparición más me ha afectado, con las cuales después de una o varias visitas mantuve un largo y cordial intercambio postal, no necesariamente distinto a lo que se cuenta en un film protagonizado por Hopkins y cuyo nombre tenía que ver con Russell Square. La librería Galatea, donde un día memorable de 1972, pude adquirir un par de cajas con docenas de números viejos de la Nouvelle Revue Française, incluso aquellos donde fue publicada por primera vez La condición humana de Malraux. O la Mandrágora, fundada y dirigida por Aldo Pellegrini, y en cuyas estanterías (siempre recuerdo a Pellegrini hablándome desde lo alto de una altísima escalera) no había cabida para nada que no fuera la más estricta ortodoxia surrealista. Ambas en Buenos Aires, en los años premonitorios de la dictadura.
La Giacosa, en Florencia, inmortalizada por Zeffirelli en una película con Vanessa Redgrave, y en cuyas iluminadas salas entré en contacto con la elevada lírica de Mario Specchio. En Nueva York la lista es larga, e incluye a la legendaria Brentano’s, en la Quinta Avenida, en el edificio donde funcionaba la editorial del mismo nombre, y en una de cuyas oficinas, el editor Maxwell Perkins lidiaba con los egos desmesurados de gente como Hemingway, Scott Fitzgerald o Thomas Wolfe; la 8th St. Bookshop, protagonista de no pocos de los mejores momentos de la vanguardia de Greenwich Village, y así hasta la nunca suficientemente lamentada extinción de la vieja Gotham Book Mart de la calle 45. De París, solo me ha tocado lamentar las salidas de La joie de lire y la estupenda La Hune, a la cual había llegado en 1979 por recomendación de Humberto Díaz Casanueva. No son estas las únicas, claro está. Todavía quedan por mencionar la Buchholz de Bogotá, o la reducida, pero tan mágica como una casa de muñecas, librería de Juan Mejía Baca en el sector más viejo de Lima, cuyos escalones de entrada, en dura piedra volcánica, conocieron las reiteradas pisadas de Martín Adán cuando llegaba con sus manuscritos para su único lector, el propietario del local.
En Venezuela, son pocas las que han sobrevivido a la ruina, y muchas las que conocí y amé, como la legendaria Cosmos en el Pasaje Río Apure del Centro Simón Bolívar, cuyo orden compensaba el magnífico caos del local opuesto donde el poeta Alves Moreira, en un divino monumento al caos, acumulaba más libros de los que cabían en sus espacios. Pero, sobre todo, lamento la desaparición de la Librería Internacional, de Valencia, donde disfruté del afecto, la inteligencia y la belleza (los ojos azules más bellos de mi vida) de Marina, su dueña y viuda de Daniil Kharms (uno de los grandes nombres de la vanguardia rusa de los años treinta). Cuando pienso en esto, no sin dura nostalgia, me siento como los poetas alejandrinos frente a la humeante tragedia del incendio de la irrepetible Librería de su ciudad.
Milán, miércoles 22 de noviembre de 2017
Montero
Recibo desde Nueva York un correo de José Miguel López, mi exestudiante en la Escuela de Letras y ahora docente universitario en esa ciudad, para comunicarme, con otras cosas, su nostalgia por los tiempos de Montero, que es como se llamó la revista digital que durante dos años dirigí con Ricardo Alfredo Bello, la cual por motivos vulgarmente económicos (falta de apoyo financiero) desapareció, literalmente. El verbo desaparecer, en un tono elíptico, era utilizado en términos predigitales para referir el cierre de una publicación.
En realidad, no desaparecía del todo porque los números impresos estaban en alguna parte, pero dejaba de ser publicada. Su acepción literal encuentra su correspondencia en estos tiempos informáticos. En los cuales, cuando una revista desaparece quiere decir que deja efectivamente de existir sin dejar huella. Ya no hay ningún coleccionista al cual dirigirse en busca de números viejos, sencillamente porque no existen. Ni los viejos ni los nuevos. Al cerrar lo que llaman, utilizando una de las palabras más eufónica del inglés —y que en el fondo es un galicismo,“Domaine”—, las ediciones de la revista que una vez podían ser leídas y consultadas en una pantalla, ahora no están, ingeridas y digeridas por un espantoso agujero negro.
Más adelante, o en otro correo, José Miguel me incluye uno de sus cuentos escritos en inglés y añade sobre el asunto de escribir en otra lengua, la famosa “extraterritorialidad” de Steiner. Escribe mi joven amigo: “Exigencias del exilio? No lo sé. Siempre me he acercado con muchísima cautela a mi lengua adoptiva, pero a mi edad la cautela se empieza a parecer más a la cobardía”. Un sentimiento seguramente compartido por muchos venezolanos arrojados al exilio por los dislates de un mal gobierno. En todo caso, y en cualquier idioma, los cuentos de José Miguel son dignos de atención. No exagero cuando digo que se trata del escritor venezolano de literatura fantástica más fino e interesante de las ultimas generaciones.
Hoy es el día de Santa Cecilia, patrona de los músicos. Para recordarlo, Radio Classica Milano nos regala una selección de sus sonatas para clavecín transcritas al piano.
Ayer, una corta caminata por Piazza Duomo donde se levanta la imponente catedral gótica, más imponente y hermosa después de una limpieza en la cual se demoraron una buena docena de años. Es probable que no se trate del más estricto ejemplar de la arquitectura de su estilo, como Chartres o Reims, pero el conjunto es de una belleza conmovedora. Tal vez por lo mismo, por no ser tan sectariamente gótica. Y la plaza que la precede es uno de los espacios abiertos más gratos de Europa, un lugar donde provoca estar unos minutos antes de ir por un aperitivo (que es el sentido último de toda plaza, de acuerdo a Filippo Brunelleschi, padre de todos los arquitectos).
Friedrich Ani
No es obvio encontrar entre los escritores de novelas policíacas más frecuentados a un autor de lengua alemana. Generalmente, asociamos los nombres de los autores tedescos, y en esto no nos falta razón, con dilatadas épicas narrativas del genero de José y sus hermanos, Alexanderplatz Berlin, La montana mágica, Henry IV, Los sonámbulos, El hombre sin atributos, Aniversario, El tambor de hojalata, Años de perro, hasta La torre: todas entre las 500 y las 1500 páginas, no menos. Y ningún lector serio del género policial, en ningún lugar del mundo, aceptaría ser sometido a tal prueba para dar con el asesino. No obstante, la lectura distraída y fragmentaria de un artículo en Die Welt me llamó la atención por la pregunta que se hacía el redactor de la reseña: “¿Las novelas de Friedrich Ani son en verdad policíacas?” Ciertamente, no era la primera vez que leía algo parecido.
Hace algún tiempo, otro periodista alemán se hacía la misma pregunta, pero referida a Friedrich Dürrenmatt, quien, para muchos, es el más grande autor policíaco de la segunda mitad del XX. Que hayan coincidido ambos periodistas especializados no tiene nada de casual. En lo primero que he pensado al comenzar a leer Il giorno senza nome (El día sin nombre) —la cuidada versión al italiano de Der namenlose Tag (2015), el libro más reciente de Ani— es en El juez y su verdugo, la novela policíaca de Dürrenmatt, que es mucho más que una muestra de género policial, y más heideggeriana que todas las fallidas novelas que escribió el autor de El ser y la nada. La historia que cuenta Friedrich Ani no tiene nada de especial. Y también recuerda la apasionante novela policíaca de James Ellroy, donde el narrador, muchos años después del trágico suceso, comienza a investigar sobre el “caso cerrado” del homicidio de su madre. En el caso de Ani, el padre de una mujer que cometió suicidio hace una veintena de años, le pide al detective de la historia, el inspector Jacob Frank, recién jubilado, que se encargue de una nueva investigación del caso. Hasta ahora no he avanzado más allá de los primeros capítulos, pero desde el primer párrafo se siente la alemanidad de Ani, como la sentimos en la pintura de Kiefer o en la música de Stockhausen. Entre otros rasgos comunes, la necrofilia del inspector, un atributo de la literatura alemana después de Goethe:
“Los muertos no celebraban su fiesta; llegaban cuando les parecía y se quedaban en la noche, a veces dos, a veces una solamente, como poniéndose, tal vez por respeto recíproco, de acuerdo.”
Milán, jueves 23 de noviembre de 2017
El frío y la niebla han regresado a la ciudad lombarda que, en este mediodía, continúa envuelta por un velo gris y blanco. ¿Cómo pueden diferir tanto dos climas en un mismo planeta? Esta frialdad septentrional frente al sol triunfante del trópico. Siempre, y lo heredo de mi madre, he admirado a los habitantes de estos países que han construido una civilización a pesar de la inclemencia meteorológica. Cuando llevo a Alessandro a las 8:30 am a su colegio, el sol apenas se alza en el horizonte; y cuando, a las 6 pm, paso a recogerlo, ya es noche profunda. Pienso también, con no menos respeto, en los cientos de miles de venezolanos que han optado por el difícil exilio de fríos y nieblas antes de seguir sufriendo las humillaciones y miserias del opresor.
Diarios
Cesare Pavese —nacido en Santo Stefano Belbo, a dos horas escasas de Milán— decía que la vida, y tenía razón, es un “vicio absurdo”. Pero también lo es escribir diarios: él sabía, a su manera, escribirlos y fue autor de un estremecido Diario.
El escritor de diarios tradicionales tenía un carácter póstumo, y lo sigue teniendo en muchos casos. Escribe diariamente para que, por distintas razones, lo que escriba sea publicado, en caso de que lo sea (Kafka, antes de morir, pidió que destruyeran los suyos, y Ted Hughes, sin que nadie se lo pidiera, destruyó una parte de los de Sylvia Plath, su esposa) después de su muerte. Desde que comencé en serio a escribir los míos, en 1995, me propuse una opción distinta. En lo cual seguía el ejemplo de grandes diaristas franceses (Léautaud, Gide, Green) alemanes (Jünger) que publicaban sus diarios periódicamente. Aquí, en la mesa donde escribo, tengo un volumen de Gide, que compré en algún pueblo de Provenza: Pages de journal donde el autor hizo publicar sus notas escritas en 1935-36. Y no fue la única vez que lo hizo. Green, por su parte, los publicaba regularmente a medida que los escribía. Y esto fue lo que intenté hacer, al principio con un a suerte que desmentía el carácter absurdo de la empresa. No obstante, el absurdo terminó por alcanzarme y las posibilidades de publicación han casi desaparecido. Mientras, mis manuscritos se acumulan de manera vergonzosa. Llevo hasta ahora diez tomos inéditos y sin esperanzas. Pero continúo escribiendo todos los días; porque así son los vicios absurdos, no tienen sentido.
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Diario de Milán, noviembre 2017; por Alejandro Oliveros
Milán, martes 15 de noviembre de 2017 Después de dos días en los cuales no fueron escasas la lluvia y la niebla, hoy una luminosa mañana de otoño, con altísimos cielos de impecable azul y una pulida luz prealpina. Condiciones que hacen mas que soportables las bajas temperaturas invernales en pleno otoño. Un tiempo glorioso

Hangar Bicocca, Milán, Italia.
Milán, martes 15 de noviembre de 2017
Después de dos días en los cuales no fueron escasas la lluvia y la niebla, hoy una luminosa mañana de otoño, con altísimos cielos de impecable azul y una pulida luz prealpina. Condiciones que hacen mas que soportables las bajas temperaturas invernales en pleno otoño. Un tiempo glorioso que contrasta con la oscura frustración de los italianos ante la eliminación de la escuadra de fútbol para el mundial de Rusia. En un una muestra de irracionalidad no infrecuente en estos casos, no han sido pocos los que han culpado al gobierno de izquierda por el trágico desenlace. A pesar de que, por primera vez en mas de seis anos, cuatro de los cuales bajo administraciones de centro-izquierda, los indices económicos son alentadores. Lo más grave es que, no es improbable que, en las próximas elecciones, los electores se decidan por la misma derecha populista que los acerco a la ruina. Algo así como, “Ahora que estamos bien, vamos a buscar a otros a ver que pasa”. Este tipo de situaciones, y otros, como el ocurrido en Venezuela en 1998, con la elección del más grande demagogo de su historia, lo llevan a uno a reflexionar sobre las limitaciones de la democracia representativa en estos tiempos post-modernos.
Default
“De esos polvos…” Las agencias calificadoras internacionales hablan hoy de un “selective default”, algo así como un impago selectivo para referir que Venezuela ha sido incapaz de honrar algunos de los compromisos asumidos con los acreedores. No con todos, por los momentos, pero esta en vía, de acuerdo a los especialistas. Al “default” me referí hace poco en unas notas sobre El mercader de Venecia. La media libra que reclamaba el implacable judío Shylock, no es, simbólicamente, mayor cosa ante lo que el país ha cedido en términos de soberanía y seguridad para el futuro cercano. Pero, nada de extrañar. Sabíamos que iba a ser así y, en el mismo 1998 firme, con un ridículamente reducido grupo de intelectuales, un documento público llamando a no votar por el candidato militar. Sabíamos que revolución y bienestar son una contradicción en términos, un oxímoron de proporciones trágicas.
Pseudo-longino
En La Stampa de Torino, un estupendo ensayo del admirado profesor Marc Fumaroli, sobre De lo sublime, el conjunto de anotaciones sobre el arte y la historia, atribuido a un misterioso esteta alejandrino sobre el que nada sabemos, y la critica ha optado por llamar Pseudo-Longino o Anónimo. Su tratado fue leído durante el imperio romano y citado por estudiosos como Tácito o Quintiliano. A lo largo de la Edad Media, de manera no inesperada, desapareció de la vista, para reaparecer en tiempos del primer Renacimiento. El tono de las reflexiones en los orígenes del pensamiento moderno. De allí el sentimiento de haber nacido a destiempo, demasiado tarde (Tarde en la tierra es el nombre de la memorable colección de poemas del sueco Gunnar Ekelof); de allí esta nostalgia por tiempos mejores, esa forma de Melancolía tan helenística y que, desde Montaigne, gran lector del Anónimo, reconocemos como nuestra. Esa es la fuente de lo que los alemanes llaman weltschmerz, para referir el sentimiento de exilio, de vivir a destiempo en una época que no nos merece. Dice Fumaroli: “El tratado De lo sublime fue escrito para las grandes almas nacidas en el momento equivocado, y que encontraron una salida en la emulación de las grandes obras nacidas en una fecunda Antiguedad”. Y, con Fumaroli, uno piensa enseguida en el grande, y ahora mas que nunca, después del olvido al que lo redujo la modernidad, Nicolas Poussin, asiduo del Pseudo-Longino, y cuyo proyecto existencial no fue otro que tratar de restaurar en sus lienzos la imaginada y dulce luz de la Antigüedad. La relectura del De lo sublime, el recuperado interés en sus ideas, es un signo mas de los nuevos tiempos; en los que se sigue cultivando el cuestionamiento a los criterios, a menudo falaces, de la estética moderna. En castellano, la mejor edición es la de Gredos, no tanto por la traducción, que, como las mas de las veces en esta colección es lamentablemente sorda, sino por la calidad de sus anotaciones y bibliografía. Una mas reciente, que desconozco, ha sido editada por Acantilado.
Il barbiere
El domingo, con el nieto Alessandro en la Scala para una versión concebida para niños de El barbero de Sevilla. Un luminoso montaje, con una colorida escenografía y una magnifica actuación, que hacia aun mas inmediato el placer de disfrutar la extraordinaria música, que llego a ser admirada por Beethoven, no sin envidia, del genio “buffo” de Rossini, muchas de cuyas melodías parecen escritas para “minoreni” como Alessandro, quien ya conocía algunos fragmentos gracias a su participación, como uno de los guardias, en el montaje de fin de curso de su escuela el ano pasado.
Milán, miércoles 15 de noviembre de 2017
La política es una actividad no ayuna de paradojas, y es lo primero que debe entender quien decida dedicar a ella sus afanes. Se trata del Gran Juego, donde el que gana a menudo resulta el perdedor. O lo contrario. Es el caso de las recientes elecciones regionales venezolanas. Todo pareciera indicar que la dictadura se hizo con una contundente victoria. Sin embargo, esto puede ser solo apariencia. Al “ganar” en estos comicios, perdieron la oportunidad de eliminar para siempre los procesos electorales. Pero ahora, con el mentido éxito, se ven obligados a realizar las votaciones para presidente de la república, donde nadie ni nada, asegura que van a repetir el triunfo. Yo diría lo contrario; en el Gran Juego, el que gana a menudo no hace sino perder.
Poussin y Daniele de Volterra
Entre los pocos libros que me traje para este viaje, cuento una selección de cartas y reflexiones de Nicolas Poussin, pulcramente publicado en España por La barca de la Medusa, a partir del original francés; con las introducciones de Jacques Tuiller y Anthony Blunt, los mejores especialistas del novecientos en la obra del pintor francés. Poussin es un artista muy especial y admirable. Un pintor para pintores atentos, como Picasso, que supieron ser permeables a su sana influencia. El siglo XX fue ingrato con el, inclinando sus preferencias hacia otros maestros no menos geniales, pero más “oscuros”, como Caravaggio, Rembrandt y Velázquez. No obstante, el aire de los tiempos esta cambiando y una “nueva sensibilidad” ha comenzado a reconsiderar la iconografía y el imaginario del autor de una de las obras mas logradas de todos los tiempos. Son muchas las cosas que, desde hace por lo menos treinta anos, me han hecho sentir algunas afinidades electivas con Poussin. Una de ellas es su opinión, que comparto sin vacilación, según la cual El descendimiento de la Cruz, de Daniele di Volterra, es uno de las mejores pinturas de Roma. No se si el amigo Luis Pérez Oramas comparte esta opinión, pero algo seguro es que el notable poeta venezolano siempre ha militado conmigo en el estrecho circulo de admiradores del maestro de In Arcadia ego. Y no podía ser de otro modo, entre sus profesores en la Sorbona, se contaba Luis Marín, autor del excitante ensayo Détruire la peinture, donde el ilustre profesor estudia las divergentes maneras de entender el arte que mantuvieron Caravaggio y Poussin.
Milán, jueves 16 de noviembre de 2017
Mario Specchio
¡Ya es jueves otra vez! Lo mismo me digo todas las semanas, cuando termino mis entregas para ser publicadas en Caracas. ¿Qué se hicieron los otros días con sus noches? Nada menos que siete, entre un jueves y el otro; siete, de los pocos que nos han sido otorgados en esta vida y cuyo recuerdo no me llevaría mas de medio hora. Ciento sesenta y ocho horas que no regresarán, y que nadie puede asegurar que aún me toquen otras tantas. “Mi vida, mi vida, ¿en qué la he disipado?” De esto hablaba con mi queridísimo Mario Specchio durante su última visita a mi casa en Valencia. A mitad de camino, y en compañia de Alfredo Chacón, de una botella magnum de Chablis Montee de Tonnerre Louis Michel 2005, me decía Mario, con su voz de bajo profundo: “Alejandro, que puede ganar el mundo con mi muerte. No tiene ningún sentido que yo me muera”. La observación del gran poeta es irrefutable. Me pregunto si la recordó antes de morir, precozmente, de un infarto mientras manejaba por una de las calles de su nativa y amada Siena.
Fontana
Si bien no fueron pocas las muestras de alto nivel (Appel, Botero, Grooms) organizadas por el Museo de Arte Moderno de Caracas, recuerdo como la más estimulante la dedicada al italiano Lucio Fontana (Milán, 1898-1968) a mediados de los setenta. Fontana es uno de los artistas mas notables del segundo novecientos en todo el mundo. Más conocido por sus telas intervenidas, limpiamente cortadas con un afilado instrumento, después de ser pintadas como impecables monocromías, produciendo en el espectador, algo parecido a lo que Aristóteles pedía de las tragedias, horror y catarsis. Pero Fontana es mucho mas que eso. Extraordinario ceramista que se ha ocupado de temas religiosos, como su conmovedora serie Via Cruxis, exhibida en Caracas en 2007. O sus llamadas “Iluminaciones”, que son literalmente, eso, escrituras de luces. Y a este sector tardío de su producción esta dedicada la exposición “Ambientes”, organizada por el Hangar Bicocca en sus gigantescos espacios, que un dia estuvieron dedicados a la construcción de locomotoras. Fontana nació en Rosario, Argentina, y al arte se dedico desde temprano. En su juventud, en Buenos Aires, conocería a Gyula Kosice, otro artista visionario que había descubierto las posibilidades creativas de la luz de neón, apenas comercializada. De 1951, tiempos de incipiente abstraccionismo en Nueva York y París, es la sorprendente obra de Fontana, “Estructura de neón para la IX Trienale de Milán”, caligrafía abstracta y espacial, trazada con un tubo de neón de más de cien metros, con la cual se inicia este homenaje que le rinde el Bicocca. A estas alturas todavía nos sorprende por su novedad, y no puede uno menos que imaginarse la actitud del público cuando la admiro hace ya sesenta y seis años. Fontana, con su espacialismo y sus iluminaciones, es el antecedente de mucho de lo que se iba a producir en la parte complementaria del XX; desde el Arte Povera a Flavin y Teurrell, Judd y Kapoor. La muestra del Bicocca nos devuelve al Fontana que ya nos maravillaba en los mediados lejanos de los años setenta.
Lorca
Me escribe la vieja amiga, quiero decir de muchos años, Sarah Arvio desde Maryland para referirme la publicación de su estudio y traducciones de Lorca, A Poet of Spain, por la prestigiosa Alfred A. Knopf. La reseña del New York Times es ambigua: critica algunas de los equivalentes encontrados por la traductora a algunos giros idiomáticos del andaluz, pero reconoce su sensibilidad para el oficio. Todavía no he recibido el volumen, pero si algo puedo decir es que no estarán ayunas de musicalidad estas versiones. Una de las cosas que distingue a Sarah, como poeta, es la sostenida musicalidad de sus versos, cercana a Louise Glück y Mark Strand.
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El mercader de Venecia en default; por Alejandro Oliveros
El Mercader de Venecia es la historia de una deuda no pagada; un default, en la jerga del mundillo de las finanzas. Escrita por Shakespeare hacia 1597, la obra siempre ha sido un problema para los estudiosos profesionales, quienes no se han puesto de acuerdo, ni se pondrán, a la hora de precisar el género

Fotografía de El mercader de Venecia (2004), de Michael Radford
El Mercader de Venecia es la historia de una deuda no pagada; un default, en la jerga del mundillo de las finanzas. Escrita por Shakespeare hacia 1597, la obra siempre ha sido un problema para los estudiosos profesionales, quienes no se han puesto de acuerdo, ni se pondrán, a la hora de precisar el género al que pertenece: si se trata de una comedia, como es el caso de Noche de Reyes, o de una tragedia. Una tragedia no es, y en esto tenían razón los editores de la primera edición cuando la incluyeron entre las comedias, porque no termina con la muerte o caída de los protagonistas. Pero tampoco, en una consideración contemporánea, deberíamos reconocer como comedia a una pieza que no siempre es divertida, sino que, por el contrario, sus mejores secuencias están recorridas por un tenso dramatismo.
Algún crítico ha optado por denominarla con razón una “problem play” (obra problemática); mientras otros han escogido definirla, con no menos acierto, como una “dark comedy” (comedia oscura); lo cual no deja de ser una contradicción en términos, que una comedia pueda ser oscura. No fue la única, por lo demás, que escribió el Bardo, y es una tradición crítica agrupar en ese subgénero, con El mercader, a obras como Medida por medida y Troilo y Cresida, ambas ayunas de fines trágicos, pero generosas en situaciones tensas y comprometidas.
En el caso de El mercader, otra circunstancia reitera las dudas sobre su inclusión entre las comedias del poeta. Me refiero al tan cuestionado antisemitismo del drama, que no es sino el reflejo de ese sentimiento en la Inglaterra isabelina, el cual, a pesar de todo, no alcanzó las criminales proporciones que conoció en España después de la expulsión de los árabes. En el tercer acto de la obra, Shakespeare pone en boca de Shylock, refiriéndose a Antonio, algunas de las expresiones más inquietantes que se han escrito en contra de la discriminación racial:
SHYLOCK: Que cumpla su trato. Me llamaba usurero: que cumpla su trato. Prestaba dinero por caridad cristiana: que cumpla su trato.
SALERIO: Pero si no la cumpliera, tu no querrías su carne. ¿Para que serviría?
SHYLOCK: Para cebo de peces. Si no alimenta más nada, alimentará mi venganza.
Me deshonra y me fastidia, me ha hecho perder medio millón y se ríe de mis pérdidas; se burla de mis ganancias, se burla de mi pueblo, me estropea los negocios, enfría a mis amigos, calienta a mis enemigos. ¿Y por qué? Soy judío. ¿Un judío, no tiene ojos? ¿Un judío, no tiene órganos, miembros, sentido, deseos, pasiones? ¿No come la misma comida, no le hieren las mismas armas, no le aquejan las mismas dolencias, no se cura de la misma manera, no le calienta y enfría el mismo verano e invierno que a un cristiano? ¿Si nos pinchan, no sangramos? ¿Si nos hacen cosquillas, no reímos? ¿Si nos envenenan, no morimos? ¿Y si nos ofenden, no vamos a vengarnos?
Si en lo demás somos como ustedes, también lo seremos en esto. ¿Si un
judío ofende a un cristiano, que recurso le espera? La venganza. ¿Si un
cristiano ofende a un judío, como ha de pagarlo según el ejemplo cristiano?
¡Con la venganza! La maldad que ustedes me enseñan la ejerceré,
me costará pero voy a mejorar lo que me han ensenado.
Con todo lo serio que es el antisemitismo, la “seriedad” de la obra se desprende de un acontecimiento central, cual es una deuda no pagada. Y, como se sabe, pocas cosas más graves que una deuda. Tanto, que en alemán, la lengua del espíritu del capitalismo “deuda” y “culpa” tienen la misma raíz: schulden (deuda) y schuld (culpa). El que debe, de acuerdo con esta visión protestante del mundo, es culpable.
La historia de El mercader de Venecia no es la más compleja; la obra de teatro sí. Con sus acciones paralelas, situaciones improbables, travestismos, desconocimiento de todos los preceptos aristotélicos, falta de unidad y desplazamientos escénicos. Los elementos centrales de su argumento los encontramos ya en Il Pecorone, la comedia de Giovanni Fiorentino, publicada en Milán en 1558 y que Shakespeare debe haber conocido en alguna traducción o adaptación. La acción gira alrededor de los avatares de un próspero comerciante veneciano que contrajo una importante deuda con lo que hoy llamaríamos un banquero. Como garantía, el prestamista, el judío Shylock, conocido y detestado por los altos intereses de sus prestamos, exigió algo nada obvio: una libra (453,59 gr) de carne del cuerpo de Antonio, que es como se llama el mercader.
Presionado por la necesidad de ayudar a un amado amigo, el mercader acepta los términos de la operación, seguro de que, antes de transcurrido el tiempo convenido, sus barcos mercantes habrán regresado a Venecia con las ganancias producto del transporte de mercancías. No ocurre así, sin embargo, y pasado el tiempo estipulado, Shylock solicita a las autoridades la ejecución de la garantía ante el default de Antonio; esto es, la imposibilidad de honrar su compromiso. En este momento, todo apunta hacia un desenlace trágico. Cierto es que medio kilo de carne no implica, en términos teóricos, la muerte de un individuo, lo que es sí es irremediablemente mortal es la pérdida incontrolable de sangre. Shylock no desconoce las consecuencias de tal acción y las asume. El destino trágico de Antonio está asegurado. Sin embargo, el genio dramático de Shakespeare, y el ingenio de Giovanni, transforman esta prototragedia en comedia; amarga, si se quiere, pero comedia.
El mercader de Venecia comporta muchas cosas, y una de ellas es la de ser una precisa descripción de las relaciones económicas en los inicios de la revolución burguesa, la que desterró el modelo feudal de la geografía europea. Antonio es un mercader, la profesión más respetada en esta nueva economía que, en parte, se ha prolongado hasta nuestro tiempo. Que sea de Venecia no es casual; al fin y al cabo, desde Marco Polo y antes, el genio de los venecianos para el comercio era el más respetado.
Antonio no es un fabricante ni un productor de bienes. La revolución burguesa tiene sus bases en el intercambio, en el mercado y la intermediación. En realidad, no es mucho lo que tiene, aparte de su flota de embarcaciones dedicadas al comercio, pero más que suficiente en ese tiempo de acumulaciones. El burgués original es un hombre que acepta los riesgos. Marco Polo y sus familiares sabían que ir a la China, en esa época, no era cruzar un campo; y el buen Antonio no desconoce la incertidumbre del comercio marítimo, “el peligro de las rocas que son terror de mercaderes”.
Su mentalidad, sin embargo, es la de un hombre moderno que ha dejado de confiar en Dios para resolver sus asuntos. Su actitud es la que patrocinaba Maquiavelo. La racionalidad y no la metafísica condicionan sus decisiones. Sabe que los barcos son de madera y se hunden, y que los marinos son hombres y se ahogan, como le recordaría Shlylock. Tomando sus previsiones, Antonio ha decidido destinos distintos para sus buques, diversificando el riesgo de su inversión. No obstante, va a ser víctima de dos circunstancias ajenas a su voluntad. La ausencia o precariedad de la institución aseguradora, que lo habría compensado con un reembolso en efectivo, y el desconocimiento de la práctica del riesgo compartido, con lo cual siempre le habría quedado el dinero que le evitara acudir a los prestamistas.
Por otra parte, Antonio no ha sabido poner distancia a las ideologías. En su caso, asumir la amistad como ideología. Su afecto o amor por Basanio, ha estado por encima de una verdadera conciencia. De la misma manera que, en el siglo XX, y por desgracia, en la Venezuela del XXI, algunas naciones se entregaron a los dictados de la falsa conciencia de la ideología marxista. Lo que hace Antonio en nombre de la amistad, no importa lo que sea, está bien de acuerdo a esta falacia. Y en el caso trágico de los países, lo que se haga en nombre de un ideologizado plan de la patria, es supuestamente lo correcto, no importa el sufrimiento y la miseria impensada de los integrantes de la polis.
Antonio comprometió su existencia de manera irresponsable. Países como Venezuela, y antes la URSS y Cuba, procuraron la miseria para los ciudadanos de manera no menos alegre. A Antonio lo salvó de la muerte desangrada la ingeniosa intervención de Porcia. En el caso de los países citados, la pérdida de sangre causó la muerte de la Unión Soviética. Que será el mismo, y no menos trágico, fin de la revolución venezolana del siglo XXI.
Para llevar a buen término el proceso de transformar una eventual tragedia en la más alegre de las comedias, Shakespeare utiliza la figura de Porcia, una de sus grandes creaciones femeninas. No tanto por su simpatía, que no es la de Miranda en Latempestad, sino por su ingenio, que es el de Rosalinda en Como quieran. La adinerada joven es la novia y futura esposa de Basanio, el amigo por el cual Antonio ha arriesgado la vida. Gracias a Porcia, El mercader de Venecia no terminó en tragedia. Haciéndose pasar por abogado, interviene como defensor en el juicio a Antonio. Ante la cerrada negativa de Shylock a reconsiderar los términos del acuerdo, que lo llevo a rechazar el doble del pago que le ofreció Basanio, Porcia intenta convencer en otros términos al ofendido judío de Venecia, solicitando su clemencia:
PORCIA: Entonces el judío debe ser clemente.
SHYLOCK: ¿Y quién va a obligarme, díganmelo?
PORCIA: El don de la clemencia no se impone.
Como la suave lluvia baja del cielo. Imparte
una doble bendición, pues bendice a quien da
y a quien recibe. Suprema en el poder supremo
le va bien al rey mejor que la corona. El cetro
es el poder temporal, signo de majestad y grandeza
que infunde respeto y temor al soberano.
Mas la clemencia señorea sobre el cetro,
su trono esta en el pecho del monarca.
Es una perfección de la divinidad
y el poder terrenal se muestra más divino
si la clemencia modera la justicia.
Conque judío, aunque pidas justicia,
considera que nadie debería buscar
la salvación en el curso de la ley.
Ye digo todo esto por templar
el rigor de tu demanda.
A pesar de su elocuencia, Porcia no consigue ablandar a Shylock, convertido en implacable vengador frente los cristianos que le han robado a la hija, quien se ha comprometido con un joven cristiano, y buena parte de sus pertenencias. En este punto solo pudo ser vencido gracias a un artilugio jurídico: la parte afectada podrá tomar lo que le corresponde del cuerpo de Antonio, una libra, con la condición de que, en la maniobra, no derrame una sola gota de sangre, pues en el acuerdo solo se habla de carne.
Shylock, humillado, ofendido y arruinado, será condenado al máximo de los castigos, cual es el de convertirse a la religión de sus enemigos. El final de El mercader de Venecia es el más feliz de los happy endings, menos para Shylock, claro esta. Por desgracia, en los tiempos modernos, los acreedores no son tan fáciles de engañar. Y la deuda culpable de muchos países, Venezuela, en primer lugar, tendrá que ser pagada con la renuncia a mucho más que medio kilo de su cuerpo nacional.
***
El martes 21 de noviembre, Prodavinci realizará un evento en el teatro Chacao en el que Yorelis Acosta, Asdrúbal Oliveros, Michael Penfold y Ángel Alayón compartirán sus visiones sobre la situación en Venezuela y las perspectivas para el año 2018. Haga click acá para entrar en Ticketmundo y comprar las entradas.
La gran aventura del desnudo; por Alejandro Oliveros
Una de las aventuras más fascinantes de la accidentada historia del arte occidental, es la del tratamiento que los artistas han otorgado al asunto del desnudo. En la Grecia clásica, por lo menos hasta tiempos de Praxíteles, el desnudo estuvo limitado, a pesar de las creencias convencionales, a las representaciones masculinas. Es la época que

La primavera (1477-1478), de Sandro Boticelli
Una de las aventuras más fascinantes de la accidentada historia del arte occidental, es la del tratamiento que los artistas han otorgado al asunto del desnudo. En la Grecia clásica, por lo menos hasta tiempos de Praxíteles, el desnudo estuvo limitado, a pesar de las creencias convencionales, a las representaciones masculinas. Es la época que produjo los kurois y doriferos: estos últimos, jóvenes hieráticos y bien formados, cargando en la mano izquierda la lanza y la pierna adelantada. Praxíteles, en su revolución, tuvo que acudir a la bella y desenfadada Friné, su amante, para que le sirviera de modelo. Un gesto que estimuló las críticas de no pocos de sus cultivados y puritanos contemporáneos. Pero la mayoría de los atenienses aplaudió aquel gesto liberador que les permitía, por fin, admirar en el mármol las voluptuosas líneas del cuerpo de Afrodita, que no eran otras que las de la inquietante Friné, sublimadas por el genio del artista.
La versión praxiteliana de la diosa, abunda en ambigüedades, la materia con la cual Freud elaborará sus mejores teorías. La figura, en un mármol originalmente pintado, muestra y niega a la vez el atractivo de su genitalidad, y ya sabemos que ocultar puede ser lo más excitante. Por primera vez, en la Grecia clásica, el erotismo mediterráneo encontró una expresión ajustada. Seguramente fatigados de tanta anatomía masculina, los griegos aprendieron a mirar aquel paisaje desnudo, de valles y montanas, depresiones y elevaciones, aquel panorama encantado en el cual toda línea recta está desterrada. El desnudo femenino llegó para quedarse, su triunfo fue definitivo. Gracias a Praxíteles, y a la bella Friné, el hombre occidental, en medio de las miserias de su condición, podía, finalmente, descansar su mirada en la contemplación pública de ese milagro que es el cuerpo femenino. Al poco tiempo, cientos de copias circulaban de lo que hoy conocemos como la Venus de Cnido.
El helenismo, como todo en este periodo privilegiado, y no tan frecuentado del arte de Occidente, fue más liberal, y los desnudos, de ambos sexos, no escasearon en una escultórica que reiteró, de diversas maneras, las representaciones de Afrodita y Apolo. Lo mismo Roma, cuyas pinturas parietales con ese motivo, como en Pompeya, por ejemplo, son de una sorprendente modernidad en su exacerbado realismo. La Edad Media cristiana desterró el asunto de su iconografía, y durante mil años los artistas se vieron conminados a reprimir, o sublimar, toda forma de expresión del impulso erótico. Con ingenio, no obstante, y seguramente con temor, alcanzaron a plasmar el obscuro objeto del deseo a través de imágenes de Eva. O de las Tres Gracias, la cuales, sin que se sepa muy bien cómo, consiguieron eludir la intolerancia y, en su discreta desnudez, se convirtieron en los antecedentes de lo que iba a ser uno de los asuntos privilegiados por el Renacimiento. Un motivo que sería retomado por Boticelli, el padre del desnudo moderno, e incorporado con platónica sensualidad y elegancia insuperada a ese manifiesto artístico que es La primavera. Después de Sandro, serían pocos los maestros del periodo que no acudieran al tema. El desnudo ya no solo era aceptado, sino que se convertiría en el medio de exaltación de las más diversas formas de sexualidad. De nuevo, como en la Roma imperial, las cortesanas compartieron el espacio pictórico con dioses, patrones y clientes. Un protagonismo que se extendió a Venecia e influyó en los maestros septentrionales, algunos de los cuales, como Lucas Cranach, nos dejaron varios de los desnudos más inquietantes, y tal vez perversos, del arte occidental.

Tres gracias (1636-1639), de Rubens
Pero todos los siglos de oro no duran más de un siglo, y, para finales del XVI, la represión puritana había regresado, y una de las primeras víctimas de la nueva iconoclasia sería la pintura al desnudo. Ni siquiera el divino Miguel Ángel pudo eludir la censura y, con melancolía incurable, le toco asistir al espectáculo deplorable de la vestidura de los desnudos de su Juicio Final. Una ingrata tarea que le correspondería a uno de sus discípulos más destacados, Daniele da Volterra, autor, en colaboración con el maestro, de una de las cruxificciones más exquisitas del periodo. Mientras no otro que El Greco se ofrecía como voluntario para encalar el enorme fresco.
Superado el manierismo, que nos dejo el más elegante y excitante desnudo de mediados del XVI, aquella Venus de Bronzino con su torso frontal, generoso en encantos, que gira el sensual rostro para recibir el beso de Eros, su hijo, la sensibilidad occidental, siempre precaria, se encaminó hacia el accidentado periodo que conocemos como Barroco. No precisamente el mejor de los tiempos para la pintura de desnudos, a pesar de la elegante Venus velazquiana y las copiosas humanidades de Rubens. Tal vez haya sido Bernini el artista que mejor supo disimular su erotismo, acogiéndose al cielo protector de la mitología greco-romana, o a la leyenda cristiana, como en el caso de El éxtasis de Santa Teresa, sin duda la mas erótica de las esculturas modernas, terminada enfrente de la misma mirada escrutadora de los censores de la Inquisición romana.

Juicio Final (1536-1541), de Miguel Ángel
El neoclasicismo contó con los talentos de Canova para revivir el erotismo en el blanco mármol. Una sensualidad que no siempre adivinamos en las tersas pieles de Ingres. El XIX volvió al tema y, al amparo de la modernidad urbana, la carne se apoderó de las telas y, en el caso de artistas como Courbet, el desnudo se convirtió en homenaje al sexo y la más espléndida pornografía. De nuevo, las cortesanas fueron protagonistas, y el exacerbado realismo de la nueva poética permitirá a los clientes identificar a las modelos. En Manet, el realismo se hará crítico y su gran Olimpia pasó no poco trabajo para encontrar una pared en los Salones de la época. Ni siquiera su Nana, uno de los desnudos más provocativos de la pintura moderna, a pesar de que nadie aparece sin ropa, logró aceptación por la crítica oficial. Impresionistas y posimpresionistas frecuentaron, no de manera unánime, el tema y siempre de manera personal. Renoir revivió con brillo las adiposidades de Rubens, mientras que Degas las utilizaba en la composición de la misma manera que Cezanne utilizaba sus manzanas. Gauguin tratará el tema en términos alegóricos, lo mismo que Seurat y Cezanne. Así, hasta que, a la sombra de ellos, se ejecutaron las dos primeras pinturas del arte moderno: “Hay dos cuadros pintados en el año 1907 que pueden tomarse oportunamente como punto de partida del arte del siglo XX. Son el Desnudo azul y las Demoiselles de Picasso, y estos cuadros revolucionarios y cardinales son desnudos”, afirmó Kenneth Clark en el mejor estudio que se ha escrito sobre el tema.

Desnudo azul, de Henri Matisse (1907)
A pesar del rol fundador de Les demoiselles, el cubismo no dio con la manera de reducir a formas geométricas simples las sinuosidades del cuerpo desnudo. Juan Gris no parece haberlo intentado en sus años de militancia. Y el Gran desnudo de Braque, con toda su grandeza, no deja de ser lo que señalara uno de sus contemporáneos: “Un pretexto para encuadrar la figura femenina en determinadas líneas y relacionarla con los valores cromáticos” (Charles Maurice, Mercure de France 16.12.08). Y el mismo Picasso tendría que abandonar la ortodoxia cubista para dedicarse a la exploración de su inagotable sexualidad, una empresa que le llevaría el resto de la existencia.

Les demoiselles d’Avignon (1907), de Pablo Picasso
Los futuristas de Marinetti, siempre visionarios, descubrieron el erotismo subliminal de la producción industrializada y la sintetizaron en aquella afirmación irrefutable: “Un carro de carreras es más bello que la Victoria de Samotracia”. Por su parte, los seguidores de André Breton, en una más de las paradojas de su estética, limitaron el erotismo a su aparición en una supuesta geografía onírica donde el cuerpo desnudo, como en Delvaux, es el más inofensivo. Le correspondería a Dalí, siempre transgresor, incluso frente a sus compañeros de secta, proponer una inquietante experiencia del género con sus desnudos inesperados. Más inquietantes, los expresionistas alemanes, y sus cuerpos, recorridos por una violencia de freudiano perfil, son una escritura desgarrada y musical de la gran confusión general. Ese trastrocamiento que anunciaba la llegada de los totalitarismos en Rusia, Italia y Alemania, con su soterrado puritanismo, donde la expresión del eros sería perseguida y asfixiada.

Ruins of Selinunte (1973), de Paul Delvaux
Malos tiempos para el desnudo, que se prolongarían en la posguerra con la imposición del abstraccionismo en todas sus formas. La conciencia de la catástrofe había reducido a los artistas al “escapismo” de lo abstracto. La realidad parecía demasiado criminal para merecer sus desvelos. Uno de sus grandes maestros, el ruso-norteamericano Mark Rothko, había explorado el desnudo en una serie de telas expresionistas, realizadas hacia los años cuarenta, que fueron relegadas ante la escogencia de una iconografía no objetiva. Parecía que la pintura al desnudo había llegado a su fin después de su brillante trayectoria. Las reiteraciones de Picasso ya no parecían dignas de atención, en su figurativismo y arcaica insistencia en la preeminencia de la sexualidad. No obstante, de manera paralela, y a pesar de la apoteosis de los lenguajes abstractos, un grupo de pintores, no pocos de los cuales en Latinoamérica, se empeñaban en mantener viva la tradición, en resucitar el arte muerto del desnudo. Se sabían aislados “en una época / que demandaba una imagen / de su acelerada mueca / algo para el gusto moderno / no, en todo caso la gracia ática. / La época demandaba un molde en yeso / hecho a la carrera, / una prosa cinematográfica, no precisamente alabastro / o la escultura de la rima”. El abstraccionismo no fue el “fin de la pintura” y una de las salidas de este conflicto, fue volver al desnudo, como siempre lo entendieron gente como Derain y Balthus y lo siguen entendiendo talentos posmodernos como los de John Currin o los hermanos Chapman.
Paula Modersohn-Becker vista por Adrienne Rich; por Alejandro Oliveros
El revelador poema de Rich, escrito hacia 1975-1976, fue recogido en sus Selected Poems 1950-1995. Su protagonista es Paula Mondersohn-Becker, née Paula Becker, pintora alemana que nació en Dresde el 8 de febrero de 1876. (Véase la reseña de su exposición en el Museo de Arte Moderno de París, en Prodavinci, julio 2016). A los 12

Autorretrato / Paula Modersohn-Becker
El revelador poema de Rich, escrito hacia 1975-1976, fue recogido en sus Selected Poems 1950-1995. Su protagonista es Paula Mondersohn-Becker, née Paula Becker, pintora alemana que nació en Dresde el 8 de febrero de 1876. (Véase la reseña de su exposición en el Museo de Arte Moderno de París, en Prodavinci, julio 2016). A los 12 años se mudó a Bremen y a los 19 ingresó en el círculo artístico de Worpswede, una población a pocos kilómetros de esa ciudad. Un grupo de artistas reunidos bajo la égida de Fritz Mackensen. La poética del grupo, sin mayores estridencias, se proponía rechazar lo que consideraban los estrechos límites del realismo, incluyendo el impresionismo, por supuesto, para dedicarse a explorar las enrarecidas atmósferas del simbolismo. Con Gauguin y Cézanne, entre sus modelos se encontraban nombres como los de Munch, Redon, Puvis de Chavanne, Fantin-Latour, Rodin. En 1901, Paula se casa con otro artista de Worpswede, Otto Modersohn, quien le sugiere que abandone la vida de artista para dedicarse a los “cuidados del hogar”, lo cual Rilke nunca se lo perdonará, llegando a culparlo de la muerte de Paula poco después del parto. En la misma colonia, Paula conoce a Clara Westhoff, que se convertirá en su mejor amiga. Clara fue una escultora de talento, discípula de Rodin, pero mejor conocida como la desdibujada esposa de Rainer Maria Rilke. Sobre la amistad entre ambas se extiende Rich en su narrativa. La muerte, tan temprana, de Paula Mondersohn-Becker es de las más tristes, de un accidente pulmonar el 20 de noviembre de 1907, a los pocos días de nacida su hija . En efecto, como lo soñó, Rilke le dedicará el más conmovedor de sus réquiem. En una carta a un amigo, la última que escribió, Clara: “No tengo miedo de nada; todo está bien, menos la muerte. Este es el único fantasma que temo, esta es la única desgracia”.
El otoño se ha derramado
el verano no se ha ido, incluso la luz
parece durar más de lo normal
y pienso aprovecharla hasta que se termine.
La luna rueda por el aire. Yo no quería este hijo.
Eres la única que lo sabe
Quería un hijo, pero no ahora.
Otto tiene una manera tranquila, complacida,
de seguirme con la mirada, como si dijera:
¡dentro de poco vas a estar bien ocupada!
Y es cierto, voy a estarlo. Este hijo será mío,
no suyo, las fallas, si fallo,
serán todas mías. No somos muy buenas, Clara
a la hora de prevenir estas cosas,
Y una vez que tenemos un hijo, es nuestro.
Últimamente me he sentido mas allá de Otto o de cualquiera.
La obra que tengo que realizar
¡requiere tanta energía! Tengo la sensación
de que voy por buen camino, paciente, impacientemente
en mi soledad. Busco por todas partes en la naturaleza
nuevas formas, formas viejas en lugares nuevos,
digamos una boca antigua entre las hojas.
Sé y no sé lo que estoy buscando.
¿Recuerdas esos meses juntas en el estudio,
tú con tus fuertes brazos llenos de arcilla húmeda,
y yo tratando de hacer algo con las extrañas impresiones
que me asaltaban – las flores japonesas
y los pájaros , los borrachos refugiándose
en el Louvre, la luz del día, los rostros?
¿Acaso sabíamos que hacíamos allí? París te desalentaba
te parecía demasiado; no obstante, seguías con tu trabajo.
Después nos encontramos de nuevo, las dos ya casadas;
me pareció que tú y Rilke estaban desanimados,
sentí una especie de tristeza entre ustedes. Claro,
Rilke y yo habíamos tenido dificultades. A lo mejor
sentía celos de él por haberte separado de mí.
Tal vez me casé con Otto por despecho.
Por supuesto, Rainer, sabe más que Otto,
él cree en las mujeres. Pero se alimenta de nosotras,
como todos ellos. Toda su vida, su arte
ha sido protegido por las mujeres. ¿Cuál de nosotras
podría decir lo mismo? ¿Cuál de nosotras no ha tenido
que dejar su condición de mujer para salvar
su trabajo? ¿O es acaso para salvarnos?
El matrimonio es más solitario que la soledad.
Déjame contarte: soñé que moría durante el parto.
No podía ni hablar ni pintar, no me podía morir.
Mi hijo, creo, sobrevivió. Pero lo más divertido
del sueño es que Rainer escribía mi réquiem,
un poema largo y hermoso y me llamaba su amiga.
yo era tu amiga, pero no decías nada en el sueño.
En el sueño, su poema era una carta
a alguien que no debía estar allí,
pero era tratada amablemente, como un huésped
que llega el día equivocado ¿Por qué
no sueño contigo, Clara?
Todavía conservo la foto donde aparecemos las dos,
tú y yo mirándonos fijamente y, en el fondo,
mi pintura ¡Cómo trabajábamos una al lado
de la otra! ¡Y cómo he trabajado desde entonces
tratando de crear algo de acuerdo al proyecto
de otorgar toda la fuerza a nuestro temas,
sin reservas porque éramos mujeres. Clara,
nuestra fuerza permanece aún en las cosas
que conversábamos: como la vida y la muerte
se dan la mano, la lucha por la verdad,
nuestras defensas contra la culpa. Ahora, siento
el amanecer y la llegada del día. Me encanta
caminar por el estudio, ver cómo mis pinturas
cobran vida con la luz. A veces siento
que soy yo misma la que patea dentro de mí,
yo misma a la que debo alimentar, amar…
Me habría gustado que hiciéramos lo mismo
entre nosotras, pero no es posible.
Dicen que una mujer embrazada
sueña con su propia muerte. Pero vida y muerte
se dan la mano. Clara, siento que tengo tanto trabajo,
la vida que veo delante de mi, y mi amor por ti,
la única persona que, a pesar de todo,
oye todo lo que digo y lo que no puedo decir.
El “segundo estilo” de las naturalezas muertas de J. V. Fabbiani; por Alejandro Oliveros
A partir de 1971, entrando en su sexta década, Juan Vicente Fabbiani, que siempre se mantuvo activo en la práctica de bodegones, se dedicó a la producción de una serie de naturalezas muertas que, fácilmente, se encuentran entre las más notables realizadas por un pintor latinoamericano, y que nos gustaría llamar “metafísicas”, en cuanto

Desnudo. 1981 / Juan Vicente Fabbiani
A partir de 1971, entrando en su sexta década, Juan Vicente Fabbiani, que siempre se mantuvo activo en la práctica de bodegones, se dedicó a la producción de una serie de naturalezas muertas que, fácilmente, se encuentran entre las más notables realizadas por un pintor latinoamericano, y que nos gustaría llamar “metafísicas”, en cuanto invitan a la pregunta por el ser de las cosas y nos parecen una rotunda negación de la nada heideggeriana. Como tantos otros de sus contemporáneos americanos y europeos, Fabbiani tiene que haberse sentido acosado ante lo que parecía el “fin del arte”, protagonizado por la indetenible difusión de una poética no-representativa. El sentimiento de los jóvenes, críticos y galeristas, en su mayoría, fue expresado de manera convencida a finales de los sesenta por Gillo Dorfles, uno de los teóricos más influyentes de su tiempo:
Fui de los primeros en darme cuenta de que el abstraccionismo era el único camino posible de salida para el arte contemporáneo, cansado ya de paisajitos ochocentistas y naturalezas muertas esterilizadas; sigo considerando que el gran —realmente excepcional—, florecimiento del arte abstracto al que nuestra generación ha asistido y del que ha participado, es uno de los fenómenos más cautivadores, singulares y acaso decisivos en toda la historia del arte occidental.
El estruendoso, y según muchos, en aquel momento, definitivo triunfo del abstraccionismo, animó a Fabbiani a una reflexión sobre su propia escritura, sobre ese realismo en el cual se había convertido en un maestro. No bastaba con oponerse en teoría a los jóvenes artífices del arte abstracto (“Yo soy moderno a mi manera”, decía), una convicción que, como hemos visto, databa de hacía al menos tres décadas. También era necesaria una praxis, una demostración de las posibilidades de la figuración. El segundo estilo de sus naturalezas muertas es una expresión del “ejercicio crítico” del arte, que es lo que, en esencia, es el arte moderno: la práctica crítica de cualquier arte. Su modernidad, o postmodernidad, sin embargo, no sería entendida durante esos años. Casos parecidos los de Derain, Buffet, Morandi o el Picabia figurativo. Pero, como se sabe, o debería saber, pocas cosas más inestables que la sensibilidad occidental, limitada al itinerario pendular entre lo clásico y lo romántico desde los tiempos de Grecia. La alternancia dialéctica, entre el “estilo y el grito”, como la llamó Michel Seuphor. Así, a comienzos del XXI, se aprendió, a ver, con ojos menos sectarios, lo que se había dejado de ver durante la segunda parte del novecientos. No otra cosa habría de suceder con la literatura. De manera para todos inesperada, los primeros años del nuevo siglo comenzaron a difundir la obra de grandes escritores relegados a la indiferencia por el sectarismo ideológico o estético, tales Knut Hamsun, Joseph Roth, Sándor Márai, Leo Perutz o el Zweig narrador. El “sound and fury¨, la intransigencia de las vanguardias había sido implacable con una literatura cuya principal virtud, lo mismo que con los artistas, había sido el cuestionamiento a la oscuridad de los campeones de la modernidad.
Al segundo estilo de naturalezas muertas de Fabbiani, corresponde la luminosa serie de bodegones realizada a partir de 1971 y hasta comienzos de los ochenta. “Tanto depende”, decía William Carlos Williams en su poema sobre una carretilla roja:
Tanto depende
de
una carretilla
roja
reluciente de gotas
de lluvia
junto a las gallinas
blancas.
Y eso es lo que Fabbiani, privilegiado exponente de la poética del “objetivismo”, se propone hacernos sentir con estas telas. Es decir que, de manera por lo meneos enigmática, todo en la vida, al menos por un instante, “depende” de la conducta de los objetos. Sus peras y duraznos, cambures o lechozas, representan la inquietante temporalidad de lo vegetal, con su tiempo que “se resuelve en el espacio”, un tiempo particular que, en otro contexto pero hablando de lo mismo, ya había reconocido Francis Ponge mucho antes de Fabbiani:
El tiempo de los vegetales: parecen siempre fijos, inmóviles.
Uno vuelve la espalda durante unos días, una semana,
y su pose se ha precisado aún más, sus miembros
se han multiplicado. Su identidad no deja lugar a dudas,
pero su forma se ha realizado cada vez mejor.
El tiempo de los vegetales se resuelve en su espacio, en el
espacio que ocupan lentamente, colmando un lienzo
para siempre determinado. Cuando se acaba, el cansancio
se apodera de ellas y es el drama de alguna temporada.
Las cosas de Fabbiani, sin embargo, son anteriores al drama que describe el vate francés. Desde el principio, desde que la mirada se dirige a su encuentro por primera vez, percibimos en ellas una extraña vitalidad, una tendencia irrefrenable al movimiento, y nos convencen de que, después de ser fijadas en el lienzo, siguieron animadas por un movimiento perpetuo, como el de las olas del mar o las nubes del cielo. Su “espiritualidad”, como diría Kandinsky, tiene no poco de icónico en su intimidad. Y esto incluye sus platos, jarros, mesas y bandejas.
A diferencia de las de Morandi, el maestro boloñés, con el cual el artista venezolano tiene mas de una afinidad electiva, las cosas de Fabbiani están vivas, se niegan con insistencia a ser reducidas a la pura cosidad. Están vivas y se hablan en un lenguaje cuyo significado se nos escapa. Sabemos que se trata de una conversación tensa pero luminosa. Son seres de otra realidad —de allí su metafísica—, que nos observan y cambian impresiones sobre nosotros. En una ocasión, una anciana en un sanatorio confesaba que estaba atemorizada porque las plantas del jardín le hablaban, hasta que uno de sus allegados le dijo que no hacían sino responder a lo que ella les decía. Es el mismo caso de las peras de Fabbiani, o sus duraznos o sus cambures, o sus jarras, nos hablan y lo que nos dicen tiene no poco de inquietante. Nos hablan de soledades y desamparos, pero también de revelaciones y triunfos, como en “Distribución en bandeja”, un bodegón épico donde los frutos en la mesa se agolpan al pie del blanco indiferente de una bandeja, mientras los frutos avanzan hacia la tierra prometida. No están nunca quietas las cosas de este período. Se mueven de un lado a otro, se voltean, se miran en el espejo de la superficie de sus compañeras, y nos prometen nuevos desplazamientos, apoyadas en un espacio que ha dejado de ser antagónico, que se ha vuelto comprensivo en la seriedad de sus grises y azules. Cosas que no quieren ser otra cosa. Contentas de su existencia, en apariencia disminuida pero que, merced, al genio del autor, tienen el aspecto que le atribuimos a la inmortalidad. La respuesta que encontró Fabbiani al acoso de todos los abstraccionismos, tan fecundos por lo demás, en Venezuela, era de garde, como se dice de los vinos que son para ser abiertos muchos años después. Esta es la razón por la que sólo ahora, después de cuarenta años de su ejecución, estén aptas para el consumo por la generaciones más recientes. Nada envejece más rápido, como se sabe que lo nuevo. Y ante el prematuro envejecimiento de muchos abstraccionismos, esta figuración de Fabbiani se muestra con la misma contemporaneidad que reconocemos en Morandi o Bernard Buffet. Su permanencia se mantiene gracias a su insistencia en explorar la pregunta por el ser, su inquietante presencia parece una respuesta irrefutable a la amenaza de la nada que tanto angustiaba a Heidegger.
El primer estilo de las “naturalezas muertas” de Fabbiani; por Alejandro Oliveros
El asunto de las naturalezas muertas nunca dejó de presentarse en la trayectoria del maestro venezolano Juan Vicente Fabbiani (1907-1989). Y tal vez no sea imprudente definir tres estilos, de cronología imprecisa, en esta dilatada producción, con cabalgamientos, vueltas y revueltas, pero siempre en movimiento, evolucionando hasta el final. Una primera etapa “post-cezanniana”. Una segunda,

Bodegón, oleo sobre tela. 1970 / Juan Vicente Fabbiani
El asunto de las naturalezas muertas nunca dejó de presentarse en la trayectoria del maestro venezolano Juan Vicente Fabbiani (1907-1989). Y tal vez no sea imprudente definir tres estilos, de cronología imprecisa, en esta dilatada producción, con cabalgamientos, vueltas y revueltas, pero siempre en movimiento, evolucionando hasta el final. Una primera etapa “post-cezanniana”. Una segunda, que hemos dado en llamar “metafísica”; para terminar con una fase que, tentativamente, podríamos denominar “simbólica”, y que ocupa los últimos años de su vida. Como todos los artistas de su generación, Fabbiani no escaparía a la gravitación de Cezanne a la hora de incursionar en el género. La expresión de una “armonía paralela” fue lo que se propuso el artista venezolano, siguiendo de cerca el proyecto estético del maestro. Construcciones racionales, calculadas, donde nada es dejado al azar, cerebrales y tensas. Fabbiani se relacionó con Cezanne de manera privilegiada. Para ambos, el informalismo era algo inaceptable, la pintura era un oficio demasiado serio para dejarlo en manos de la intuición o la fortuna. Cada trazo, cada pincelada, cada tonalidad, las sombra y luces, las formas y colores deben ser el resultado de una detenida reflexión. La idea era encontrar un equivalente, trasladar al lienzo el diseño del divino hacedor. Precisar sus armonías y contrastes, para proponer una traducción en el espacio pictórico. Los dos son representantes a conciencia de las tendencias apolíneas en el arte. Nadie más apolíneo que Fabbiani en el arte venezolano. Y cuando deja de serlo, lo hace para aspirar a la unidad de la que hablaba Nietzsche: “Hasta que finalmente, por un milagroso acto metafísico… se encuentran apareados entre si (los impulsos apolíneos y dionisíacos) y en ese apareamiento acaban egendrando la obra de arte”.
Las naturalezas muertas de este período son siempre variaciones sobre las intuiciones a partir de las cuales Cezanne alcanzó su mejor y más influyente iconografía. Fabbiani aprendió a “hablar Cezanne” como pocos artistas latinoamericanos. Todos lo leyeron, pero sólo pocos lo entendieron tan bien como el nuestro pintor. Lo que entendió es que, a pesar de su “corticalidad”, su racionalismo, la pintura del maestro de Aix-en-Provence no era pura forma; no era una forma gloriosa aunque vacía, ayuna de la espiritualidad que tanto preocuparía a Kandinsky. Y este es uno de los peores malentendidos del arte moderno, suponer que la escritura de Cezanne se reducía al formalismo. El arte de Cezanne es una escritura en busca de una metafísica. Su protestantismo innato lo animaba a rechazar toda voluntad formal que no fuera expresión de una espiritualidad. Las versiones y re-visiones de peras, manzanas, hasta las calaveras del final, deben aceptarse como un homenaje a un ser superior creador de todas las cosas. Sus telas son las oraciones de un creyente a un Dios severo, exigente y protestante. Cubos, cilindros, rectángulos, como instrumentos de exaltación “ad maiorem Dei gloria”. De Cezanne es la expresión más radical que conozco sobre las relaciones entre Dios y la obra de arte: “Cuando juzgo el arte, cojo mi cuadro y lo pongo junto a un objeto obra de Dios como un árbol o una flor; si desentona, no es arte”.
La sensualidad no es, precisamente, lo que caracteriza las naturalezas muertas de Cezanne. Es la sensación que queda después de la visita a su taller de los últimos años en el Chemin des Lauves de Aix-en-Provence. Todo allí es discreción y decoro, iluminado por la luz bendita de Provenza, que llega por el enorme ventanal. Todo allí es admirable y digno de reverencia, como un sayal de Francisco de Asís. Los abrigos, el sombrero, el caballete, la escalera, la mesa, las sillas, todo dispuesto para el trabajo de pintar que era su forma de orar. Nada, en la sostenida disposición de los objetos, parece dispuesto para la exaltación de los sentidos. Pocas experiencias más reveladoras para los amantes del arte moderno, que contrastar el taller de Cezanne con la casa de su contemporáneo Monet en Giverny. Aquí, como en un jardín epicúereo, todo está dispuesto para la exaltación de la sensualidad; el estanque, los nenúfares, las obras de arte de la colección privada (entre ellas varias de Cezanne). Una construcción donde el espacio más dilatado está reservado a la cocina, y luego la enorme mesa del comedor donde el artista celebraba la visita de los amigos que llegaban de París, porque “nada más grato que los amigos que vienen de lejos a visitarnos”, en palabras de Ezra Pound. Nada en Giverny huele a religiones cristianas, su aroma es el de la pura vida en su expresión más brillante. En Chemin des Lauves impera el ascetismo y el recogimiento, como una capilla valdense en medio de los esplendores de Provenza.
La adhesión de Fabbiani a los postulados teóricos de Cezanne es incuestionable. De esta fidelidad va a surgir una escritura nueva, diferente, personal. La percepción de las “armonías paralelas”, la que el artista propone a la divina armonía del universo, es una empresa individual, apartada de todo servilismo. En el caso de Fabbiani, su proyecto post-cezanniano, estará signado por la sensualidad, por un erotismo ajeno a la escritura casi hugonote del francés. Las manzanas de Cezanne, con todo su brillante cromatismo, son de una seriedad casi religiosa, como un ícono o una talla sevillana. No de balde, al final de su vida, las cambiará por la vanitas de unas lamentables calaveras. No son una invitación, las frutas de sus naturalezas muertas, no provoca olerla o morderlas, tal es el respeto que infunden. Están allí de acuerdo a un orden estricto que no puede ser interrumpido. Son las criaturas del silencio, con la gravedad de una danza medioeval. Parecen haber estado sobre la mesa desde siempre, como los Tepuyes venezolanos, rodeados de misterio y asociaciones numinosas. Sus colores evocan los primeros momentos de la Creación. Los bodegones de Fabbiani, por el contrario, parecen adaptaciones a escala del paisaje sensual de sus trópicos natales. Los colores no se insinúan decorosamente sobre la tela, sino que las invaden, como el sol o el viento del Caribe. Sus frutas, como los cocos de “La fruta que cae” (1947); o la pera de “Garrafa inclinada con dos frutas” (1948) o la lechoza y aguacate de “Poliperspectivismo” (1945); los pescados de “Peces y berenjenas” (1949) y los panes de “Pan, vino y mesa” (1961), están allí para ser acariciados, tocados, mordidos. Los rojos de su “Naturaleza muerta”, de 1947, con su sugerente botella, pueden servir holgadamente de soporte a cualquier desnudo velazquiano. El erotismo, disimulado o evidente, como en sus desnudos “burlescos”, es la verdadera religión de Fabbiani. Una convicción que no necesita de cuerpos masculinos o femeninos para expresarse. Sus cambures no son sólo cambures; sus panes de entreabiertas superficies, son algo más que panes, y la disposición de sus peces en una bandeja amandorlada no es inocente. Fabbiani describe sus obsesiones en esta serie de naturalezas muertas, verdaderas alegorías de una vida interior. Y uno recuerda la feliz expresión de Jean Lescure: “El artista no pinta como vive, vive como pinta”.
El arte, como la vida, es un juego de tensiones, un agon permanente. No cruzamos un campo cuando vivimos, advertía Pasternak. Un drama que se reitera en las naturalezas muertas de Fabbiani, en las de su primer estilo y aun más en el segundo. En las telas de los años ‘40 y ‘50, los objetos, en su vida, en su intimidad, resisten ante el cerco cromático de los grandes planos de color que se desplazan por el espacio. La historia de estas frutas, peces y objetos es la de una lucha por la supervivencia en un espacio que acosa, empuja, envuelve, pone en peligro la misma realidad objetual. De allí el precario equilibrio de no pocos de estos objetos protagonistas, a punto de ser precipitados al vacío. Una existencia inquietante que envidia la paz de las cosas de Cezanne y se identifica con la angustia de las de Morandi. Es lo que sentimos ante la soledad amenazada de las frutas —cuyo número y color son un secreto homenaje a Manet—, de “Mesa dividida”, inestables, nerviosas, en su resistencia ante la proximidad de un contrincante formidable, un espacio de una tricromía grave y amenazante. Y no está demás recordar a ese especialista en espacios que fue Gaston Bachelard cuando recordaba que, “El espacio captado por la imaginación no puede seguir siendo el espacio indiferente entregado a la medida y reflexión del geómetra. Es vivido”. El primer estilo de las “natures mortes” de Fabbiani, se prolongará con sus variaciones durante unos diez años, hasta que, a mediados de los setenta, produzca una serie de obras de inquietante contemporaneidad. Ya no modernas, como los mencionados casos de Rivera, Tamayo o Botero, sino actuales, con la actualidad que encontramos en otros artistas dejados de lado por el sectarismo moderno, como Buffet, Derain. O Morandi, el solitario productor de “topografías” metafísicas. Porque, como lo escribimos antes, el segundo estilo de las naturalezas de Fabbiani es, también, metafísico.
Con Octavio Augusto en la casa de Vedio Polio; por Alejandro Oliveros
De acuerdo con la sabiduría del Oxford Classical Dictionary, Vedio Polio fue hijo de liberto y amigo y asistente de Augusto. La historia del esclavo que se canta y cuenta en el texto del poeta norteamericano Karl Kiechwey (1956) parece ser, a todas luces, cierta. No era la primera vez que incurría Vedio en una

Vedio Polio manda a arrojar a un esclavo al estanque de lampreas / Ilustración de Les Merveilles de la science ou description populaire des inventions modernes de Louis Figuier. 1867-1891
De acuerdo con la sabiduría del Oxford Classical Dictionary, Vedio Polio fue hijo de liberto y amigo y asistente de Augusto. La historia del esclavo que se canta y cuenta en el texto del poeta norteamericano Karl Kiechwey (1956) parece ser, a todas luces, cierta. No era la primera vez que incurría Vedio en una conducta abusiva, sólo la primera vez en presencia del emperador. El augusto vencedor de Marco Antonio y Lépido fue, ciertamente, el heredero, no sólo de la villa en el paradisíaco Posílipo, sino de otra mansión, no menos ostentosa, en el Esquilino. Ambas fueron borradas del mapa a la muerte de Vedio en el año 15 a. C. por órdenes del emperador. Aun desde su cuestionable hegemonía, el príncipe romano entendió que el buen gobierno era la esencia del ejercicio del poder. El texto de Kirchwey, es una clara ilustración de las posibilidades del tono narrativo en la lírica moderna, una tendencia que, en nuestro idioma, ha sido de una pobreza lamentable. La narración de Kirchwey es ajustada y brillante. Su estilo se corresponde con las reglas de la poesía clásica que Augusto quiso mantener en el Imperio, ilustradas en su tiempo por Virgilio y Horacio. Pero el poema es, asimismo, una metáfora del despotismo de las clases dirigentes en una tiranía, donde el abuso del poder es cotidiano y la corrupción una razón de estado. Venezuela, como todos los países de América Latina, ha conocido el pan amargo prodigado por el tirano. El siglo XXI se ocupó de desacreditarlos y erradicarlos del hemisferio. Con una lamentable excepción, sin embargo. Y nos referimos a esta Venezuela distraída, que hace veinte años se dejó seducir por el carisma de un mediocre teniente-coronel , olvidando que la historia no es justa pero sí implacable. A Napoleón no le brindó otro Waterloo. Con los venezolanos, si la sensatez se impone, y la irracionalidad es reducida, es probable que sea más indulgente. Volviendo a Kirchwey, pienso que al propio Augusto, como buen lector de poesía, no le hubiese desagradado leer una versión al latín de su poema. En su versión original fue publicado por la New York Review of Books en su edición del 7 de noviembre de 2002.
POSILIPO
El comedor de la residencia veraniega
de Vedio Polio, donde se confunden los frescos
con los verdaderos árboles y el cielo. Imaginen
un rombo de veinte metros por lado:
una joya en azul ultramarino, un tranquilizante,
incluso en verano, para los dueños del poder.
Membrillos, granadas, adelfos, laureles,
pinos, cipreses, mirtos, encinas y cornejos
llenos de pájaros. Lo único humano
era la cerca, pequeña y en “trompe l’oeil”:
un prodigio propio del Segundo Estilo
que florecía como nunca se vio en la naturaleza.
Vedio Polio, hijo de un liberto,
era conocido por su crueldad y riqueza.
El comedor era el centro de la mansión
“Sans Souci”, legada en vida al Emperador
para evitar una muerte prematura.
Aunque no realizó ninguna hazaña,
sus previsiones dieron resultado: esta noche,
Augusto, en persona, ha venido a cenar.
El mar Tirreno murmuraba a sus pies;
el Emperador sonreía, comprensivo
ante la vagina de cerda rellena de higos,
la bailarina, el Falerno en la garrafa…
De pronto, al joven esclavo se le escapa de las manos
y el cristal se hace añicos en el piso de mosaicos.
”Que vaya a nadar con las morenas!”, ordena Polio
El muchacho se arrodilla ante Augusto;
el Emperador recuerda a Antonio, a Lépido,
y dice: “¿A quién no se le ha quebrado algo
alguna vez?” Polio no se da por aludido:
“Mi Emperador ha sido insultado,
llevénselo al estanque.” Como lava
cuando se enfría, así era Augusto,
suave al cortarla, pero dura
al entrar en contacto con el aire.
Y dijo: “Que traigan toda la cristalería.”
Cuando las copas estuvieron alineadas,
tiró del mantel mientras fijaba algo
en la memoria: arrasar aquella casa,
con todos sus frescos, cuando Polio
muriera, lo cual ocurrió el año 15 a.C.
W. H. Auden: el escudo de Aquiles; por Alejandro Oliveros
“El escudo de Aquiles” es una de las más celebradas “versiones homéricas” en lengua inglesa. Con esa expresión los anglosajones agrupan las versiones y diversiones, imitaciones y apropiaciones que los escritores de ese ámbito lingüístico han escrito a partir de Homero. Se trata de una de las más distinguidas y envidiadas tradiciones de esa literatura. Se

W.H. Auden
“El escudo de Aquiles” es una de las más celebradas “versiones homéricas” en lengua inglesa. Con esa expresión los anglosajones agrupan las versiones y diversiones, imitaciones y apropiaciones que los escritores de ese ámbito lingüístico han escrito a partir de Homero. Se trata de una de las más distinguidas y envidiadas tradiciones de esa literatura. Se remonta a Chaucer, más tarde Shakespeare y, sin solución de continuidad, se ha mantenido hasta nuestros días, con los brillantes aportes de Joyce, Pound o Christopher Logue, pero también Day Lewis, Lowell, Graves, Longley y Walcott. Cinco serían las más logradas, de acuerdo con la erudita arbitrariedad de George Steiner.
La de Auden sería una de ellas, realizada a partir de lo que se dice en el Canto XVIII de Ilíada. Esto es la visita de la poderosa diosa Tetis a Hefestos (Vulcano) para pedirle que forje nuevas armas, entre ellas el escudo, para su hijo Aquiles después de que Patrocolo las perdiera en su duelo con Héctor. Es un topos que ha sido también privilegiado por la atención del joven filólogo venezolano Leopoldo Iribarren Borges.
Esta de Auden fue terminada en 1952, y publicada poco después en volumen homónimo. En este caso, y siempre a pesar del lejano sectarismo de la crítica textualista, la fecha de composición es relevante. El humo y la ceniza todavía no se habían disipado de los países protagonistas de la Segunda Guerra, ni el ronquido de las voces que convocaron al desastre. La confrontación había sido una tragedia de proporciones planetarias, pero los alcances de la pesadilla de la posguerra eran aun más vastos. La conciencia individual había sido arrasada por las ideologías colectivistas y al humanismo le costaba recuperarse. Al final, quedó la certeza de que nada sería lo mismo. El texto de Auden canta y cuenta el horror de la sociedad deshumanizada, tomada por la corrupción, la violencia y el crimen.
La paz, la que busca la angustiada Tetis en el escudo que el divino Hefesto labra para Aquiles ha desaparecido, sepultada por el polvo que levantan los millones de botas verde oliva. La danza y el juego han sido desplazados por la violencia criminal. Lo mismo que las tierras cultivadas y el ganado en esa tierra estéril en la que se ha convertido el país. Aunque el asunto del “El escudo de Aquiles” es el más mitológico, parece un poema escrito para la Venezuela trágica del siglo XXI. Y esa es apenas una de las maravillas de la gran poesía, su indeclinable universalidad y capacidades visionarias. Lo que ve Tetis sobre el hombro de Hefesto en la pulida superficie del divino metal, no es otra cosa que la ruina de la patria mía, un tiempo próspera y famosa.
*
EL ESCUDO DE AQUILES
Tetis miró sobre el hombro de Hefesto, buscando viñedos y olivares,
ciudades de mármol bien gobernadas y bajeles sobre indómitos mares;
pero en el reluciente metal las manos del divino orfebre habían dispuesto
un desierto bajo un cielo de plomo.
Una planicie desnuda, desolada y parduzca, sin una hoja de hierba
o muestras de un vecindario, nada para comer o un sitio donde sentarse;
sin embargo, congregada en la soledad, una multitud
ininteligible, un millón de ojos, un millón de alineadas botas,
esperaba una señal.
En el aire, una voz sin rostro, con un tono tan seco y plano
como el paisaje, demostraba, mediante estadísticas, que la
causa era justa. Nadie fue aclamado y nada se discutió,
marcharon en una nube de polvo, columna tras columna,
manteniendo unas creencias cuya lógica los conduciría
a nuevos sufrimientos.
Tetis miró, buscando vaquillas rituales enguirnaldadas con
flores blancas, libaciones y sacrificios; pero allí, en el metal
reluciente, donde ha debido haber un altar, vio, a la luz
intermitente de la fragua, una escena muy distinta:
El alambre de púas cercaba un espacio arbitrario donde
aburridos oficiales descansaban y los centinelas sudaban: una muchedumbre
de gente decente y ordinaria, observaba desde afuera
y no se movía ni hablaba, mientras tres pálidas figuras
eran amarrados y conducidas a tres postes clavados en el suelo.
La fuerza y majestad de este mundo. Todo lo que pesa,
y siempre pesa lo mismo, estaba en manos ajenas: ellos eran
muy pequeños y no esperaban ayuda, y la ayuda no llegó;
sus enemigos hicieron lo que querían, su vergüenza fue lo
peor que podían desear; perdieron el orgullo y murieron
como hombres antes de que murieran sus cuerpos.
Tetis miró, en busca de atletas practicando juegos, hombres y mujeres
danzando, moviendo sus dulces extremidades con rapidez
al son de la música, pero allí, en el reluciente escudo, no estaba
dispuesta una pista de baile sino un campo cubierto
por malas hierbas.
Un harapiento granuja, solo y sin proyectos, vagaba por
aquella soledad. Un pájaro se puso a salvo de su pedrada:
que las jóvenes fueran violadas, que dos muchachos
apuñalaran a otro, eran axiomas para él,
que nunca había oído hablar de un mundo donde
las promesas se cumplieran o donde se pudiera llorar
porque otros lloraban.
Hefesto, el armero de delgados labios, se alejó cojeando,
mientras Tetis, de relucientes pechos, gritó, desgarrada,
ante lo que el dios había elaborado para agradar
a su hijo: Aquiles, matador de hombres, el de corazón
de acero, cuya vida iba a ser tan breve.
Diario literario: días del 2010; por Alejandro Oliveros
Anales de la revolución El país en calma durante estos días en los que que el gobierno, en un homenaje a la desidia, decretó una semana de asueto. Pero se trata de una calma que no parece normal, “something is cooking”. La administración está inquieta por la pérdida de apoyo entre vastos sectores que tradicionalmente

Busto de Homero. Copia romana de un original griego del S. V a.C.
Anales de la revolución
El país en calma durante estos días en los que que el gobierno, en un homenaje a la desidia, decretó una semana de asueto. Pero se trata de una calma que no parece normal, “something is cooking”. La administración está inquieta por la pérdida de apoyo entre vastos sectores que tradicionalmente la apoyaban. Esta caída de la popularidad es el resultado de la crisis de la economía que había servido para subsidiarlo. Las finanzas están a punto de colapsar y lo que queda es para comprar solidaridades, antes de las elecciones parlamentarias de septiembre. Algo se trae entre manos este gobierno transgresor y psicótico. Esta calma puede costarnos caro sino sabemos entenderla.
Por lo pronto, la oposición al régimen se organiza, o parece estarlo haciendo, después de descubrir, a través de arduos razonamientos, que la unidad es fundamental para salir con ganancia en la próxima consulta. Un moderado y saludable optimismo se extiende entre los sectores opositores. pero los pesimistas no escasean, y no dejan de ser necesarios. Ante el irreductible negativismo de un amigo, quien no ve salida al conflicto actual, propiciado por el abuso de poder, los rasgos totalitarios tan acentuados del mandatario y la anulación de la institucionalidad republicana, le recordé la parábola de la “bosta de caballo”. Hacia 1880, la ciudad de Nueva york contaba con más de 150.000 caballos, que se encargaban de tirar los tranvías sobre los rieles de hierro. Se trataba de una nueva forma de transporte que vino a sustituir a los buses viejos también de tracción de sangre. Ahora bien, ese enorme rebaño de equinos consumía alrededor de diez kilos de alimento diario, lo que implica que las heces de los cuadrúpedos alcanzaban fácilmente las cuarenta y cinco mil toneladas mensuales. Manhattan, especialmente en los meses de calor, literalmente, hervía en medio de las emanaciones excrementales. Una gigantesca alfombra de heces de caballo cubría las calles de la metrópolis. Al principio, los agricultores se aprovechaban del abono y colaboraban a aliviar la situación, pero rápidamente la oferta superó la demanda. Y los residuos se acumulaban en terrenos desocupados donde las moscas establecían su señorío. El problema se agravaba, los depósitos de excremento se levantaban como colinas y se calculaba que, de seguir así, la altura de los depósitos, en veinte años, alcanzaría la altura de un tercer piso. Hacia 1898, se reunió la primera convención de planificación urbana, cuyas discusiones estuvieron centradas en el problema de los excrementos animales en las grandes ciudades. A los tres días, se disolvió la reunión: no había salida al problema, no había solución, como si de una fatalidad se tratara. Que es la postura de mi amigo, el pesimista, y de cientos de miles, si no millones como él en este momento en Venezuela. Pero de pronto, en aquella Nueva York pestilente, sin que los gobiernos se lo propusieran o los planificadores, la tecnología encontró la solución, estimulada por el ingenio de privados, como Henry Ford. Para 1912, había más carros que caballos en la ciudad y, en 1917, el último tranvía de tiro animal realizó su paseo por las calles, sin excrementos, de la urbe. La “parábola del excremento de caballo” ha sido retomada por dos distinguidos investigadores norteamericanos, Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner, en su reciente Superfreak Economics. La conclusión debe ser meditada por todos los que militamos en la oposición a las pretensiones dictatoriales del “comandante presidente”: “Cuando la solución a un determinado problema no se presenta justo ante nuestros ojos, lo más fácil es concluir que no hay solución. Pero la historia, una y otra vez, nos enseña que esta presunción es errónea”. (The Newyorker, 16.XI.09)
Valencia, domingo 4 de abril de 2010
Homero. La cuestión homérica
Mientras más averiguamos sobre este asunto menos sabemos. He dedicado buena parte de las lecturas de mi vida a Homero y sus comentaristas y mucho me temo que no es mucho lo que he adelantado en esos cuarenta años. A estas alturas puedo decir que estoy seguro de muy pocas cosas. Una de ellas, y no la menos crucial, es que el gran aeda no estuvo en Troya, la cual ocurrió unos tres o cuatro siglos antes de la primera redacción de los poemas. Otra es que tuvieron que ser escritos después de 776, cuando aparecen las primeras formas de escritura griega, con su alfabeto derivado del fenicio. ¿Qué más? Que antes de ser puestos por escritos fueron difundidos de manera oral por toda la Grecia oriental, la del Mar Egeo, y que memorizar dilatados fragmentos del epos era una asignatura obligatoria del estudiante de los liceos griegos y que fue esta una de las razones por las cuales sobrevivió antes de ser escrito. Asimismo, que quienes lo compusieron y los que lo oyeron eran analfabetos. Otra cosa, aprendida de G. S. Kirk, “Homero”, antes de la adopción de la escritura, era lo que llamamos un género literario. Se incursionaba en él como otros lo hacían en el drama o la poesía lírica; un género con sus reglas y limitaciones. Por ejemplo: era, necesariamente, oral; el metro era el hexámetro y el asunto, los sucesos de Troya y sus consecuencias. Los grandes protagonistas eran obligados, así como el destino de cada uno de ellos. Ulises, por ejemplo, al final llegaba a Itaca sólo versiones post-homéricas hablan de su regreso a la aventura. Los poemas eran escritos para ser contados, que para eso eran aedas, con un acompañamiento básico. No era mucha la espontaneidad, como ocurre con todas las afición serias. Si mucha memoria y capacidad para imaginar para inventar nuevas situaciones a partir de una data heredada. Memoria, imaginación, improvisación y, sobre todo, continuidad. El poeta se sabía miembro de una antigua e ilustre profesión, una actividad relacionada, como los sibilas y otros oráculos estrechamente con los inmortales. También sé, porque se lo leía algún comentarista serio o me lo imaginé a partir de las tesis de Pound, que cada poeta hacia nueva la tradición (“Make it new”) no la hacía de nuevo. De modo que cuando son puestos por escrito ambos poemas, Iliada y Odisea, habían atravesado un largo proceso de renovación y perfeccionamiento. Así, hasta llegar Homero, con el cual termina la tradición oral y comienza, gloriosamente, la épica escrita. Pero, antes de esto, se calcula que cada jornada de recital debía durar unas tres horas, siempre de tarde o de noche, en las cuales el cantor-poeta cantaba una cantidad imprecisa de versos a un público que, como el de Shakespeare, conocía previamente la historia y estaba tan interesado en la ejecución como en la continuidad de la historia sin fin del ciclo de Troya.
Valencia, lunes 5 de abril de 2010
En verdad que es bien poco lo que sabemos sobre el padre de la poesía occidental. Pero es una ignorancia que me resulta de lo más estimulante. Que era ciego, lo dicen todos. Aunque algunos de ellos le atribuyen a esta ceguera una cierta connotación simbólica. El poeta que busca en su interior el secreto de la vida. Ciego o no, estamos seguro de su nombre. De lo que no estamos seguros es que alguien con ese nombre haya escrito los poemas. O, de haber existido un Homero de carne y huesos, no sabemos si escribió ambos textos haya escrito ambos poemas. Variaciones en el estilo y vocabulario parecen demostrar que fueron los dos autores. Un primer aeda sería el autor de Ilíada y otro, posterior el de Odisea. O habrían sido escritos por el mismo Homero pero en épocas distintas. El autorizado Longino (Sublime 9.13), entendió a la Odisea como escrito por un Homero ya viejo, experimentado y sabio.
Debo dejar lo de Homero por un corte de electricidad que me dejo “ciego” y sin aire acondicionado. Aprovecho para contar las páginas que llevo escritas en lo que va de año y me deprime constatar que son apenas 45 de los 95 días que han pasado. Siempre me he puesto como meta escribir por lo menos 365 páginas del Diario cada año. No son pocas las veces que lo he logrado, pero dificulta que el 2010 sea una de ellas. Tendría que escribir mínimo 2 páginas diarias en los próximos tres meses para alcanzar el calendario, una empresa absurda e inútil. En marzo no pase de las diecinueve, y en los cinco días que van de abril sólo llevo cinco. Cansa escribir. No sólo, como le escuché a Martin Amis el año pasado en Cartagena el esfuerzo mental, pensar que es lo que se va a decir, recordar lo que se ha dicho antes para no repetirse, tratar de decirlo lo mejor posible, todo eso, sino la participación física del hecho de escribir. Estas sentado, mal sentado casi siempre durante horas, casi siempre con problemas de la columna, eso cansa, y cansa bastante. No es que sea algo desagradable, hacer el amor también puede fatigar si a eso vamos, sino que produce fatiga, tanto como cansa al artesano zapatero hacer sus zapatos.
De la falta de páginas en lo que va de mi Diario 2010, me consuela pensar que en años, como el 2005, escribí casi cuatrocientas páginas que acabo de corregir con las del 2004. Hace cinco años estuve de sabático en la universidad y, a pesar de las enfermedades, pude dedicarme a la escritura a tiempo completo. Con dilatadas lecturas de Eurípides o Sebald. Ha sido una lectura estimulante la corrección de estas pruebas. Por primera vez, en lo que va de año, siento que he regresado al “right track”, como dicen los gringos para decir que alguien ha regresado al camino correcto.
Valencia, martes 6 de abril de 2010
Todos los militares en el gobierno son iguales. Unos mejores como De Gaulle y otros simplemente incapaces, como la mayoría de los latinoamericanos. Pero son innumerables las actitudes que los igualasen. Las pretensiones hegemónicas, desde Julio César, es apenas una de ellas. Un comandante al mando del Estado es la negación de la democracia. César estaba acostumbrado a que sus tropas lo obedecieran ciegamente y no otra cosa esperaba de los ciudadanos de Roma. Napoleón lo logró de modo efímero, pero lo logró. De Gaulle, con las limitaciones de los tiempos, también lo hizo y se hizo redactar una constitución perfectamente bonapartista donde el único poder era él, “Le géneral”. Pero los franceses habían protagonizado cuatro revoluciones en un siglo y estuvieron a punto de inventar una quinta si De Gaulle no abandonaba el Eliseo. Y lo abandonó. Otra de las inclinaciones de los militares en el poder es la compra de armamentos. De Gaulle se hizo de unas cuantas, inútiles bombas nucleares. Y así todos los mandatarios castrenses. Los peor es un militar con altos ingresos en el poder. El caso de Venezuela es el más dramático; el mandatario-comandante firmó ayer con el primer ministro ruso un acuerdo para la compra de juguetes bélicos por más de cinco mil millones de dólares.
Mientras, la infraestructura avanza hacia la ruina total; hospitales, universidades, vías de comunicación, servicios básicos, la industria petrolera, el menguado parque industrial, todo, para ser breves. Cinco mil millones de dólares es el presupuesto del Ministerio de Sanidad para dos años. Vivimos en un país gobernado por un militar mediocre, cuya conducta errática es lo único que lo distingue. Tristemente.
Nuevas definiciones de viejas palabras; por Alejandro Oliveros
Desde 1997, a principios de setiembre, se realiza en Mantua, la ciudad natal de Virgilio, uno de los festivales literarios más concurridos de Europa. Este año, los organizadores han pedido a 31 escritores, de diversos países, una definición que sirva para explicar el “mundo de ellos y el nuestro”. El suplemento “La lettura”, de Il

Fotografía de Alexey Menschikov
Desde 1997, a principios de setiembre, se realiza en Mantua, la ciudad natal de Virgilio, uno de los festivales literarios más concurridos de Europa. Este año, los organizadores han pedido a 31 escritores, de diversos países, una definición que sirva para explicar el “mundo de ellos y el nuestro”. El suplemento “La lettura”, de Il corriere della sera, ha publicado una decena de ellas, de las cuales hemos escogido y traducido cuatro, a cargo del francés, Laurent Gaudé; la alemana Mercedes Lauenstein; el español Fernando Aramburu y el italiano Nicola Gardini.
DESEO (Desir), Laurent Gaudé
El deseo y la escritura siempre me han parecido palabras hermanas, que nos plantean una tensión semejante; algo de la sed de conocer, de explorar, de aprovechar. Al igual que la escritura, el deseo (desir) no significa comodidad o placer. No es la satisfacción, sino el apetito, la carencia, la impaciencia.
Como la escritura, el deseo no es algo limpio ni educado. Se relaciona con cosas subterráneas, inconscientes, incontrolables, que surgen y nos sorprenden. El deseo es el enemigo de la saciedad. En el mismo momento en el que finalmente alcanza su objetivo, renace. Es lo que ocurre con la escritura: después de cada texto escrito queda la sensación, casi inmediata, de que es necesario comenzar con el siguiente texto, para recuperar todo lo que falta. Es un movimiento infinito. Por fortuna.
MELANCOLÍA (Schwermut), por Mercedes Lauenstein
El concepto de Schwermut está relacionado con la famosa noción de Weltschmerz; es decir, un sentido melancólico del mundo. La melancolía de Schwermut, sin embargo, no indica un estado de ánimo sombrío, algo que afecte a todos por lo menos una vez en la vida. Se trata, por el contrario, de una predisposición que caracteriza a una persona desde el nacimiento. La marca de fábrica del Schwermut es el suspiro. “Ah, tener que despertarse”; “Ah, tener que acostarse”; “Ah, esa brizna de paja en el viento”; “Ah, todo”. Un suspiro! En el suspiro la Schwermut halla reposo; como, por ejemplo, cuando estamos frente a un vasto paisaje, una extensión de agua o los viejos techos de las casas. Esta condición a menudo se confunde con una depresión benigna, pero, en realidad, se trata de un malentendido. En realidad, no es más que un acercamiento a la vida en tono menor, con su propia belleza, pero nada de compasivo. Las personas melancólicas escuchan música melancólica. Pregúntenles: “Pero, ¿por qué siempre esta música tan triste?” “¿Por qué me lo preguntas? Porque me hace feliz”. Una respuesta que solo los melancólicos pueden entender. Las almas felices se preguntan si estas personas están mal de la cabeza. En realidad, están destinadas a tener una relación de amor-odio con su propia melancolía. “Ah la melancolia!”, dicen suspirando, “La vida no es fácil, pero juntos podemos lograrlo. Vamos a dar un paseo, cuéntame todo; o si no, escribe! Escribe, escríbelo todo”.
P.S. Obviamente, la Schwermut tiene que ver más conmigo que con el resto de mis compatriotas. El alemán promedio, mejor conocido por su sobriedad, encontraría a la Schwermut demasiado teatral.
SOLEDAD, por Fernando Aramburu
Me refiero a la soledad que no pesa, aquella que escogemos libremente. Considero esta soledad como un ámbito indispensable para la creación. Es el espacio en el cual nos retiramos temporalmente para transformar en símbolos nuestros recuerdos, nuestra experiencia de los asuntos humanos, los sueños, las dichas y las desgracias. De niño, tenía la costumbre de jugar solo en una habitación de la casa familiar. Esa sensación de estar relacionado, incluso sin compañía, la siento cotidianamente mientras escribo. Tengo necesidad de la soledad como fase preliminar para poder estar con los otros y ofrecerles el minucioso fruto de mi trabajo. La soledad es también el lugar en el cual a diario hago cuentas conmigo mismo. Si he actuado bien o no, me lo digo en esos momentos de soledad. En fin, la soledad es un observatorio desde el cual contemplo el mundo. A menudo, incluso si tengo personas a mi alrededor, estoy solo.
SOMBRA, por Nicola Gardini
Sombra, del latin, umbra (véase sobre todo Virgilio). Es la oscuridad que llevamos detrás, que todas las formas llevan detrás. Un muerto también hace sombra, como una montaña o un pájaro en vuelo, o una polilla. La sombra no hace distinciones entre los vivos y los muertos, entre pequeño y grande; la realidad de la sombra es una sola; se respire o no, seamos seres humanos o no. Por esto me gusta la sombra: vida y muerte se encuentran sin negarse; hombres animales y cosas; el que es y el que ya no es. El lenguaje de la sombra rehúye definiciones y prejuicios. En la sombra el pasado es presente.
De la sombra se han dicho cosas terribles; que es el mal, que no es el mundo; que incluye lo peor de nosotros, comenzando por la vanidad; que miente y confunde. Alguno, nos dice una vieja leyenda, ha tratado de quitársela a golpes de espada. Todas, metáforas negativas que podemos ciertamente sustituir con otras metáforas. La sombra es siempre concebida como un sistema de valores opuestos y reducida a ser lo contrario de la luz, del bien, de la certeza, de la autenticidad. ¿Pero de cuánta luz, de cuánto bien, de cuánta certeza, de cuánta autenticidad podemos afirmar que se componga la historia humana o incluso una sola hora de nuestros días? Prefiero la sombra, la incertidumbre, la ambigüedad, la ironía, lo irrealizable.
Quiero la repuesta que se escapa, el sentimiento inasible, el discurso que se reduce o alarga según la posición del pensamiento, la cosa presentida, el sentimiento que no se puede aferrar, la posibilidad siempre renovada, el recuerdo. La sombra no es un doble disminuido, no es el contrario del ser. El ser es algo que ocurre, que se mueve, que se transforma continuamente. La sombra, nuestro fin y nuestro comienzo, le pertenece.
En esta Venezuela inimaginada e inimaginable de un, hasta ahora, ingrato siglo XXI, hemos sido víctimas del “trastrocamiento”, como diría Nietzsche, del sentido de las palabras. Lo cual no es más que uno de los derivados de todo totalitarismo. El lenguaje ha sido doblegado para que las significaciones dejen de ser lo que eran. Toda semiótica es inútil. Palabras como democracia, paz, educación, cultura, dialogo, felicidad, han cobrado un sentido perverso que las autoridades tratan de imponer a la fuerza: paz quiere decir guerra; democracia, dictadura; felicidad, miseria y, fatalmente, vida quiere decir muerte. Como se recuerda, el lenguaje es la casa del ser; el desamparo, espiritual y físico, al que hemos sido reducidos, es apenas una demostración. Vivimos a la intemperie, aferrados al sentido original de las palabras, que es lo único que le da sentido a nuestra existencia. No es otra la tarea de poetas y escritores: devolver el sentido original a las palabras de la tribu.
“Dios ha nacido en el exilio”; por Alejandro Oliveros
En un país como Venezuela, donde la escritura de diarios se ha convertido, sanamente, en una actividad casi obligatoria para los escritores y donde el exilio es una trágica realidad, la lectura, o relectura, de Dios ha nacido en el exilio, difícilmente puede ser más apropiada. Publicado en Francia en 1960, y originalmente escrito en francés[1] por

Vintilă Horia
En un país como Venezuela, donde la escritura de diarios se ha convertido, sanamente, en una actividad casi obligatoria para los escritores y donde el exilio es una trágica realidad, la lectura, o relectura, de Dios ha nacido en el exilio, difícilmente puede ser más apropiada.
Publicado en Francia en 1960, y originalmente escrito en francés[1] por el rumano Vintila Horia, el libro es el diario apócrifo de Ovidio redactado durante sus nueve años en Tomis, la actual Constanza, a orillas del Mar Negro. En contacto con las poblaciones “bárbaras” de los nativos getas, habría de conocer, entre muchas otras cosas, la alternativa de una experiencia religiosa distinta al politeísmo de sus ancestros. En esto, y no sólo en esto, la ficción de Horia corresponde con la existencia del poeta, cuya crisis religiosa, ya insinuada en Las metamorfosis, llega a su expresión final en algunas de las cartas Ex-ponticas.
Tempranamente, el libro fue reconocido con el que sería el más efímero de los Premios Goncourt. En efecto, apenas dado a conocer el veredicto, la poderosa prensa comunista gala, con L’Humanité a la cabeza, y el apoyo interesado de escritores como Jean-Paul Sartre, quienes –basados en distorsionadas informaciones emanadas nada menos que de los servicios de inteligencia del nefando Nicolae Ceausescu, y en un ejercicio de odiosa crítica ad-hominem, tan al uso en la época–, obligaron al novelista a dimitir.
Horia, quien no era del todo inocente por sus simpatías con el fascismo de Mussolini a principios de los años cuarenta, no era menos culpable, sin embargo, que la izquierda que había apoyado con fervor los genocidios estalinistas. El caso de Horia es el de tantos intelectuales atrapados en la más desdichada y costosa lucha ideológica.
Al tiempo que reconocía los logros del fascismo, el escritor había sido un duro crítico de la ocupación nazi de su país, lo cual le valió la prisión y el envío a un campo de confinamiento. Mucho más, en cualquier caso, que lo que hicieron los escritores franceses quienes, durante la ocupación, disfrutaron la protección de los alemanes para montar obras de teatro, como el mismo Sartre, o publicar, con la apreciable excepción del poeta René Char, sus obras en las tradicionales editoriales parisinas.
La toma del poder en Rumania por parte de Moscú significó para Horia, de manera no muy diversa a la de Sándor Márai en Hungría, el inicio de un exilio igualmente terminal que lo llevó primero a Buenos Aires y luego a diversas ciudades alemanas y francesas para terminar en España, donde moriría en 1992.
Horia, una especie de Stefan Zweig rumano, cultivó todos los géneros literarios, incluyendo un raro volumen de entrevistas (ejerció también el periodismo, como toda su generación) a notables intelectuales como Husserl, Jung o Heidegger. No obstante fue reconocido, y es conocido, por los que han leído su estupenda novela Dios ha nacido en el exilio.
Horia divide su ficción, paraficción o metaficción, en nueve secciones, cada una de las cuales se corresponde con uno de los años del exilio de Ovidio: el más comentado, con el de Dante, de todos los exilios literarios. El autor de El arte de amar fue desterrado, sin juicio ni cargos, en aquella Roma octaviana, hegemónica y antirrepublicana. El motivo nunca fue precisado por el poeta y Horia, por su parte, no le concede demasiado espacio.
El autor dedica su trabajo a presentar, in media res, el asunto del libro: la vida del poeta en la distante y dolorosa geografía del destierro, un espacio donde acaso solo la superficialidad pretende ser feliz. Las fuentes que utiliza Horia son las mas preciosas: los poemas epistolares escritos por Ovidio durante esos años y recogidos en el conmovedor Tristia, y en el menos luminoso, aunque no por eso menos inmortal, Ex-Ponticas. Dos obras que Horia demuestra conocer de manera admirable.
También se leyó con paciencia y provecho, a Suetonio, Plutarco, Virgilio y a los grandes vates del Siglo de Oro. De Roma habla con conocimiento y familiaridad y sus retratos de los grandes personajes (Octavio, Julia, Tiberio) pueden ser arbitrarios, pero siempre convincentes. Tal vez lo más revelador del libro de Horia, sea su descripción de la crisis religiosa que padeció Ovidio en tiempos de Tiberio. La historia de los últimos años del poeta es la historia de una conversión que afectó, asimismo, a vastos y sensibles sectores del imperio.
Se trató del tránsito del politeísmo tradicional a la convicción de un dios único; así como de la demostración, no menos original, de que no todo el monoteísmo fue “importado” del Medio Oriente en la forma de las tradiciones judeo-cristianas. Horia nos recuerda que los tracios veneraron, desde tiempos pregriegos, a un dios único. Se trata del misterioso Zamolxis, ya reseñado por Heródoto, el cual, como todo dios que se respete, había muerto para resucitar tres años después “lleno de la sabiduría que había adquirido durante su larga estancia en el Más Allá”.
De acuerdo con su diario apócrifo, Ovidio, de la mano de un sacerdote del culto, es iniciado en los misterios del monoteísmo; la realidad de un solo dios, el único, el verdadero, que ha venido a suplantar al olimpo pagano. Las páginas que Horia dedica a este episodio son dignas del recuerdo:
El sacerdote se puso de pie y me tendió la mano. El infinito
y ondulado espacio era a la vez tan recogido y tan íntimo,
que parecía extender hacia mi sus brazos verdes y
reposados o quizá pareciese invitarme a volar por encima
de él, como si todo fuese posible: su impulso hacia mí
y mi impulso hacia su perfecta dulzura… La hierba estaba
tan alta que sobrepasaba nuestras cabezas. Mi cara tropezaba
con flores blancas, amarillas, azules y rosas de aromas apenas
perceptibles y todos aquellos tallos se abrían a nuestro paso
con un rumor delicado y agradable… Con las sacudidas más
violentas, mi rostro se humedecía con las gotas de rocío. Al salir
de la alta hierba, al pie de la colina, me encontraba mojado
de pies a cabeza, como si acabase de salir de un río.
La inquietante realidad de un dios único se le confirma al poeta exiliado con la visita a Tomis, de un improbable médico griego: Teodoro, quien, por casualidad, se encontraba en Belén durante el nacimiento de Jesús y había ayudado al viejo José a escapar con su familia. En los párrafos dedicados a la epifanía cristiana, Horia se muestra menos convincente, a ratos proselitista e insustancial. La crisis espiritual de Ovidio es digna de un estudioso con la seriedad de Dodds, cuya preocupación por este desplazamiento de creencias lo llevó a escribir uno de sus estudios más permanentes: Cristianos y paganos en tiempos de ansiedad.
Pero no todo es religiosidad en Dios ha nacido en el exilio. No sería el libro formidable que es si así fuera. Horia, que los conocía desde pequeño, se detiene en la descripción del excepcional paisaje que es el trazo final del imponente Danubio. Su delta y apertura al mar, frecuentado, explorado y explotado por griegos romanos, y descrito por Claudio Magris en su dilatada crónica.
De sus pobladores, el pueblo de los getas, Ovidio-Horia habla con simpatía; reconoce su valor, su apego a la vida y su particular concepción de la muerte:
“Los fieles de Zamolxis son los únicos, de todos los pueblos, que no temen a la muerte. Se hallan pues preparados para ese nuevo nacimiento”.
En uno de los poemas de Ex-ponticas, y varias veces en su diario, Ovidio consigna que aprendió la lengua geta y alguna vez escribió un discurso que leyó frente a una concurrencia. A Horia tampoco escapa el lado más humano del vate latino, su sensualidad, acaso una de las razones de su destierro, y reseña las amantes que lo acompañaron en las noche heladas de Tomis.
El Ovidio de Horia es el de un poeta que ha accedido a la sabiduría a fuerza de adioses y distancias, desengaños y traiciones. Su fe en los dioses se ha fracturado, su agnosticismo encuentra una salida en el nuevo credo, y la poesía, como siempre, ha demostrado ser el más precario de los dones. La posible causa de su castigo no logró ser el motivo de su perdón. Pero sobre todo, ha llegado al conocimiento de la relatividad de toda grandeza humana. Ni siquiera el impero fundado por Augusto tiene garantizada la eternidad:
Ya sé que Roma, esa Roma que, al principio de mis pesares, era el
objetivo de todos mis pensamientos, no se encuentra ya
en la encrucijada de todos los caminos terrestres, sino
en otra parte, al final de otro camino. Y sé también que Dios
ha nacido en el exilio.
***
[1] Dieu est ne en exile. Journal d’Ovide à Tomes. Fayard
Traducido al español como Dios ha nacido en el exilio y publicado por la editorial Planeta.
Notas sobre un gran poeta olvidado; por Alejandro Oliveros
Time will pardon Paul Claudel Pardon him for writing well. W.H. Auden Pocas cosas más mortales que la inmortalidad de los poetas. ¿Quién, en estos días violentos, se ocupa del exquisito Alfred de Vigny, que un tiempo fuera seguido y admirado por toda una generación de lectores? ¿O al más remoto Nahum Tate, de

Paul Claudel
Time will pardon Paul Claudel
Pardon him for writing well.
W.H. Auden
Pocas cosas más mortales que la inmortalidad de los poetas. ¿Quién, en estos días violentos, se ocupa del exquisito Alfred de Vigny, que un tiempo fuera seguido y admirado por toda una generación de lectores? ¿O al más remoto Nahum Tate, de habilidades prosódicas, que le valieron la comparación con el mismo Shakespeare?
Algo es cierto: la gloria de hoy no garantiza la de mañana. La inmortalidad es una paradoja, diría Borges.
Vuelvo sobre esto a propósito de Paul Claudel, del cual, en una librería de viejo, en un perdido pueblo de Provenza de cuyo nombre no alcanzo a acordarme, encontré, al azar, sus Morceaux choisis (Fragmentos escogidos) en la edición de 1925. Si algo se sabe de Claudel es que no es el poeta francés más leído en la actualidad. Ni mucho menos. Sin embargo, en las primeras décadas del XX era de lectura obligatoria, y su extendida influencia llegó hasta Saint-John Perse, su mejor lector e imitador, tanto que le valió el Premio Nobel de Literatura, y quien nunca reconociera la indudable influencia, por lo menos desde 1910, cuando no otro que André Gide recomendó a Claudel la lectura de unos textos de Perse, los cuales estaban “violemment influencé pour vous” (“fuertemente influenciados”).
Hay que reconocer, sin embargo, que Perse fue el primero en participar en el homenaje que la Nouvelle Revue Francaise rindiera a Claudel a raíz de su muerte en 1955. El olvido de Claudel es una de las consecuencias más lamentables de los excesos de la vanguardia y las ideologías. Claudel cometió, al menos, dos faltas imperdonables para los ideólogos de la vanguardia. El primero fue haberse convertido al cristianismo desde muy joven, algo imperdonable para la comunidad atea de la modernidad, que se sentía más atraída por la iglesia comunista que por la católica. También Max Jacob se convirtió, sin dejar de ser aceptado por sus compañeros de generación. No obstante, lo que en Claudel parecía imperdonablemente reaccionario, en Jacob se consideraba como un signo más de su extravagancia modernista. También es verdad que la poesía del gran amigo de Picasso en los tiempos del Bateau-Lavoir, nunca estuvo al servicio del catecismo cristiano, como repetidas veces se manifestó la de Claudel. André Breton, de intachable formación cristiana, hasta que se convirtiera a una suerte de ateísmo nietzscheano, nunca se lo perdonó. Y aun menos la segunda falta de Claudel, acaso la más grave, cual fue la de referirse a los surrealistas como un grupo de pederastas, probablemente aludiendo a la homosexualidad de René Crevel y Louis Aragon.
En una carta pública firmada por los más destacados miembros del movimiento, los jóvenes surrealistas, a la cabeza de los cuales estaba Breton, cuya homofobia no era menor que la de Claudel, se le acusaba de canalla, defensor de los más oscuros intereses y una muestra de que no era posible ser embajador de Francia y poeta. Claudel, como era de esperar, encontró numerosos admiradores y críticos favorables entre los sectores menos sectarios de la literatura europea, aunque no precisamente los grandes ideólogos de la dictadura moderna, casi siempre obedientes a los mandamientos de Moscú.
Claudel, quien nació en 1868, a finales del XX conoció repentina notoriedad por ser el “hermano malo” (y en realidad lo fue) de Camille Claudel, heroína del popular film de Bruno Nuytten. No obstante, solo su carrera diplomática es digna de una biografía en varios tomos, como lo reconoció la revista Time en una de sus codiciadas portadas. Cónsul en Nueva York a los 25, llego a China, en su primera viaje, dos años después. Al Lejano Oriente volvería en varias ocasiones, hasta ser nombrado embajador en Japón. A partir de estas experiencias escribió una de sus colecciones más permanentes, Connaisance de l’est, prosas poéticas sobre aquellos países cuya sintaxis habría de definir el futuro desarrollo del poema en prosa francés.
En Europa, fue diplomático en Alemania, de donde tuvo que salir huyendo al comenzar la Primera Guerra en Brasil. En América, estuvo en Brasil con Darius Milhaud de secretario. Durante la Guerra Civil española estuvo del lado del oprobio y, durante la ocupación, después de la misma ambigüedad de muchos de los intelectuales de su país, terminó oportunamente apoyando a De Gaulle. Mientras tanto, y de manera que sorprende, su producción no se detenía, como poeta y dramaturgo. Y fue precisamente como autor de teatro como más se le reconocería, a pesar de las condenas de los surrealistas y otras vanguardias.
Que como poeta sea un desconocido es cuestionable, pero ignorar su dramaturgia no parece sensato. Se trataría nada menos, según George Steiner, de uno de los dos dramaturgos más importantes del siglo XX. El otro es Brecht, naturalmente. Y, en la opinión de Lacan, sus dramas superan a los trágicos griegos en intensidad dramática. La mejor de sus muchas obras, y la más larga, es Le soulier de satin (La zapatilla de satén) que, en su versión original, dirigida por Jean-Louis Barrault (“L’oeuvre plus shakesperienne du theatre francais”) se extiende por once horas y, en la resumida, también de Barrault, y es la que conozco, llega a cinco.
Es un teatro con mucho de fantástico, a lo Maeterlinck, trágico a lo Eurípides, y con no poca de la mejor poesía escrita alguna vez en francés, como reconoció el crítico de The Guardian al reseñar el montaje integro en el Festival de Edimburgo de 2004. Otros dramas como Tete d’or también fueron dirigidos por Barrault, hasta Partage de midi, donde dramatiza sus juveniles relaciones de cuatro años con la talentosa Rosalie Vetch.
Aun olvidado, Claudel sigue siendo el más interesante poeta francés del siglo XX. Sus Cinco grandes odas serian suficiente para sostener este juicio, pero otra serie de admirables poemas no hacen sino confirmar la opinión. Como su Verlaine, una estremecedora crónica sobre Verlaine, al cual conoció, o las piezas sueltas que incluyen baladas y otras formas menores. La dicción de Claudel es la más novedosa, lo que sirvió de fundamento a buena parte de la mejor lírica francesa contemporánea (Cendras, Blanchard, Michaux, Ganzo, De la Tour du Pin hasta Bonnefoy).
Fue uno de los primeros en cuestionar la tradición métrica en la cual habían escrito desde Racine hasta Apollinaire, sustituyéndola por un versículo sin rimas, más cerca de los Salmos que del alejandrino clásico. Esta sintaxis es la utilizada para sus poemas breves lo mismo que para sus obras de gran aliento, como “Magnificat” una de sus Cinco grandes odas, y uno de los mejores poemas del siglo XX en cualquier idioma. Allí canta y cuenta uno de los episodios que marcaron su larga y acontecida existencia. El asunto es el memorable momento de su conversión en Notre Dame, la noche del Ano Nuevo de 1886, justo cuando el coro comenzaba a cantar, acompañado por el formidable órgano de la iglesia, el imponente Magnificat.
De todas las versiones intentadas al castellano de este épico canto, todavía la mejor sigue siendo la del argentino Ángel J, Battistesa, recogida en su también olvidado libro El poeta en su poesía. La inmortalidad es caprichosa, pero en el caso de Claudel, a pesar de las efímeras condenas de una vanguardia amparada en la más espuria de las ideologías, la comunista —que hemos llegado a conocer de manera trágica— está más que asegurada; no solo por su imponente teatro, sino por la más musical y brillante de las poesías escritas en su parlar materno.
BALLADE
Nos hemos ido muchas veces, pero esta es la definitiva.
Adiós a todos los seres que nos aman, el tren no espera.
Esta escena la hemos repetido muchas veces,
pero ahora es definitivo.
Pensaban que no podía irme para siempre, pero estaban errados.
Adiós, madre, ¿para qué llorar como quien no tiene esperanzas?
Lo que no puede ser de otra manera, es indigno de nuestras lagrimas.
¿Acaso olvidas que soy una sombra pasajera, y tu misma sombra y presencia?
No regresaremos para estar contigo.
Y atrás dejamos todas las mujeres, las esposas y las otras y las novias.
También los embarazos de las mujeres y los niños,
aquí nos sentimos solos y ligeros.
Sin embargo, en este momento ultimo, en esta hora solemne y sombría,
Déjame ver de nuevo tu rostro antes de morir en el extranjero.
Antes de que deje de existir, déjame ver tu cara que pertenecerá a otro.
Cuida el niño que nos ha nacido, mi alma y mi carne,
que le dirá padre a un desconocido.
No volveremos a vernos.
Adiós amigos, hemos llegado demasiado lejos para merecer la confianza.
Solo un poco de miedo y diversión.
Este es el país que no hemos dejado, familiar y amistoso.
Nuestro conocimiento es algo que nos alegra. La inutilidad
del hombre y el muerto en el que se creía vivo.
Te quedas con nosotros, conocimiento certero,
posesión devoradora e inútil.
Déjame irme, ¿acaso no me dejarás tranquilo?
ENVOI
Tú te quedas y yo ya estoy a bordo, la tabla entre nosotros
ha sido retirada.
No hay sino un poco de humo en el cielo, no volverás a verme a tu lado.
Lo único es el sol eterno de Dios sobre las aguas creadas por el mismo.
No volveré a estar a tu lado.
Max Frisch de vuelta del purgatorio; por Alejandro Oliveros
Hace unos cuantos años, mi biblioteca decidió, literalmente, que era hora de releer a Max Frisch. No es primera vez que lo hace. Mi biblioteca parece creer que, por la única circunstancia de albergar mis maltrechos volúmenes, puede disponer de ellos de la manera más arbitraria. Una vez me ocultó una antología del gran poeta

Fotografía de Deutsche Welle
Hace unos cuantos años, mi biblioteca decidió, literalmente, que era hora de releer a Max Frisch. No es primera vez que lo hace. Mi biblioteca parece creer que, por la única circunstancia de albergar mis maltrechos volúmenes, puede disponer de ellos de la manera más arbitraria. Una vez me ocultó una antología del gran poeta irlandés Patrick Kavanagh, regalo del poeta venezolano Carlos Castro, hasta que una buena tarde, varios anos después, lo volvió a colocar en mi escritorio. En este caso, fue una decisión que debe ser elogiada; de esta manera, impidió que continuara con las traducciones que había comenzado de Kavanagh y que, seguramente, como ocurre con todas las traducciones de poesía, terminarían siendo lamentables. Solo le reclamo que no haya hecho lo mismo con los libros de los otros tantos poetas que me he atrevido a traducir.
Lo de Frisch era distinto. No se trataba de todos los libros del gran escritor suizo, sino de una de sus novelas, una que había leído en tiempos remotos y creía para siempre desaparecida de mis estantes. Se trataba de Homo Faber, en la reedición de Seix Barral y uno de los libros que compré con lo que debe haber sido el primer sueldo que recibí en mi vida. Las decisiones de mi biblioteca siempre son graves: una seriedad que nunca me he atrevido a cuestionar. Por alguna oscura razón, había olvidado el que debe ser el título más difundido de Frisch. Tenía presente sus diarios, por supuesto. No soy Stiller, su inquietante novela sobre el desdoblamiento. Biografía, otras obras de teatro y otros títulos menos difundidos, como Montauk, precioso conjunto de memorias.
Todas esas lecturas datan de mediados de los ochenta, cuando mi interés en Ingeborg Bachmann me llevó a estudiar alemán varios años para leerla en el original. Frisch fue amante de Bachmann durante un tiempo, de modo que me interesaba todo lo que había escrito sobre ella. Tal vez la circunstancia de que Homo Faber fuese escrita antes de que se conocieran me llevó a dejarla de lado. Una de esas necias decisiones de todo lector y que ahora la sensatez de mi biblioteca vino a enmendar, disponiendo el libro, con la hermosa foto de su portada, al alcance de mi mano pero lejos de los otros libros del autor.
Homo Faber, publicada en su primera edición en 1957, es, sencillamente, una de las mejores novelas europeas de su tiempo. Mejor por mucho que las primeras producciones del nouveau roman, y tan buenas, por lo menos, como las de Moravia, Morante o Kingsley Amis. Fue muy apreciada en una época y es una lástima que no lo siga siendo. Pero tengo la impresión de que el purgatorio en el cual moran los buenos escritores después de su muerte, está a punto de terminar y la reedición de sus obas ya comienza a aparecer en las librerías de su suiza natal, Alemania, Francia e Italia. La primera de ellas es esta, Homo Faber, de inquietante relectura.
El final de la historia contada por Frisch posee el fatalismo de una tragedia y, no en balde, ocurre en Atenas. Como toda escritura que se respete, la narración de Frisch es también una alegoría. Su protagonista, Walter Faber, es un ingeniero suizo de mentalidad ostentosamente positiva, como se espera de todo ingeniero suizo. Viaja en Super Constellation, el avión más avanzado de su tiempo; su reloj es Omega y tiene una fe ciega en las posibilidades de las matemáticas para resolver los asuntos cruciales de la humanidad:
Yo no creo en una Providencia ni en un Destino; como técnico estoy
acostumbrado a calcular según las fórmulas de probabilidad, no lo
puedo negar: fue algo más que una casualidad que todo sucediera
como sucedió. Fue toda una cadena de casualidades. Pero, ¿por qué llamarla
Providencia? No necesito ninguna clase de mística para admitir lo
inverosímil como un hecho experimental: las matemáticas me bastan.
En una perspectiva histórica el personaje tiene razón. Nada más provincial ni peligroso que los sistemas totalitarios, de izquierda o derecha, europeos, latinoamericanos o criollos, como el que se ha insinuado desde hace años en Venezuela. La ultima ratio, que es la que se impone en estos casos, la búsqueda de un salvador carismático, que fundamenta el inevitable asalto a la razón, debe ser cuestionada con un poco de cordura. Al menos es lo que piensa el protagonista de Frisch, ingeniero de profesión, especialista de la Unesco y visitante de Caracas en los años de la modernización. Con sus matemáticas como instrumento de salvación, nuestro personaje insiste en sus bondades: “Yo soy técnico y estoy acostumbrado a ver las cosas como son. Lo siento mucho, pero no veo ángeles petrificados ni demonios. Sólo veo lo que veo”. El resto de los protagonistas de la narración son típicos productos de la postguerra, con sus conciencias fracturadas y complejos de culpa.
Walter Faber es eso, un homo faber, que no visita museos ni le interesa la literatura, esos dominios donde la irracionalidad encuentra su legitimación. No obstante, las fuerzas oscuras de la irracionalidad serán las que definan su suerte. En uno de sus confusos y reiterados viajes, este Ulises del siglo XX, emparentado con Edipo y su historia de incestos, se verá atrapado por la atracción de los contrarios en la figura de una “niña” de 20 años, llamada, de manera inquietante, Sebath (Tebas). Él tiene cincuenta:
Para Sebath todo era distinto. Le hacía ilusión Tivoli, volver a su madre,
le hacía ilusión el desayuno, el porvenir, el día en que tendría hijos,
su cumpleaños, un disco, todo lo determinado, y aun más todo
lo indeterminado: todo lo que todavía no era realidad.
Faber nunca se dio cuenta de que él mismo era un individuo trágico de la Europa del novecientos, atrapado en el dilema hegeliano de que para el héroe trágico no hay salida. A donde se dirija, su destino irá con él, como el rey de Tebas. Y su destino quiere que se encuentre, sin saberlo, con su hija en un trasatlántico en la ruta Nueva York-París; que lo acompañe en un viaje de París a Atenas, que le haga el amor en Avino después de tomar fotos en el puente mutilado de Saint Bénezet, que llegue con ella hasta Corinto, que sea culpable de su muerte, que vuelva a su primer amor y madre de Sebath, y que muera, como un Ulises abandonado, con un cáncer gástrico en un hospital ateniense.
La estadía de los escritores en las ambigüedades del purgatorio es imprecisa. La de Sándor Márai duró décadas, lo mismo que la de Stefan Zweig, durante un tiempo relegado como dudoso biógrafo; o Joseph Roth, quien un día, sesenta años después de su muerte, se encontraría como el autor de una de las diez novelas más importantes escritas en alemán durante el siglo XX, desplazando a favoritos de los sesenta como Hermann Hesse. También Simenon comienza a ser releído, no como el autor de buenos policiales, sino como uno de los mejores artífices del francés moderno. Lo mismo debe suceder con Max Frisch. Es hora de volver a la acerada prosa de sus diarios, a su teatro, brechtiano e inquietante; a sus novelas, donde los grandes temas cuestionan la banalidad de moda y, sobre todo, a Homo Faber, una narración inquietante y ejemplar, buena para tiempos de indigencia como los nuestros.
El misterio del exilio de Ovidio; por Alejandro Oliveros
Ovidio es el príncipe de los exiliados. No acaso porque viviera las holguras de un heredero durante su destierro, que no fue así su dilatada estadía entre bárbaros a orillas del Mar Negro, sino por la exquisita poesía que escribió a partir de las desdichas de su experiencia. Dos de sus libros tienen el destierro

Estatua de Ovidio en Constanza, Rumania. 1887, Ettore Ferrari.
Ovidio es el príncipe de los exiliados. No acaso porque viviera las holguras de un heredero durante su destierro, que no fue así su dilatada estadía entre bárbaros a orillas del Mar Negro, sino por la exquisita poesía que escribió a partir de las desdichas de su experiencia.
Dos de sus libros tienen el destierro como el principal de sus asuntos: Tristia (Las tristes) y Ex Ponticas (Cartas desde el Ponto). Si casi siempre menos considerados que sus más familiares Las Metamorfosis y El arte de amar, en nuestros tiempos de refugiados y exilios su lectura es cada vez más difundida. En el siglo XX, la poesía ovidiana del exilio fue leída por la luminosa generación de españoles desterrada por la oscuridad franquista. A pesar de eso, o por lo mismo, sus traducciones al castellano, casi siempre infelices, alejaron eventuales lectores más recientes. Ósip Mandelshtam, en su exilio siberiano, lo recordó y le rindió homenaje con su homónimo Tristia. Curiosamente, Pound nunca le dedicó mayores desvelos y Eliot, quien nunca se quiso sentir como un desterrado en Inglaterra, tampoco. El tiempo ha llegado, al menos para nosotros los venezolanos, de releer estas elevadas expresiones de la indeseada vivencia del destierro.
Entre todos los grandes autores de la Edad de Oro de la lírica latina, sólo a Ovidio le correspondió la dudosa fortuna de conocer el exilio hasta sus últimas consecuencias, hasta la propiamente última, que es la de morir lejos de la “patria mía”. Generalmente son conocidas —políticas, económicas, existenciales, familiares, sentimentales— las razones de los exilios. No ocurrió así con nuestro poeta. Los motivos de su condena se han resistido a ser precisados con certeza. Da la impresión en ocasiones que ni siquiera el mismo Ovidio estuviera seguro de ellos.
No han sido pocas las conjeturas, algunas atractivas y posibles, pero no dejan de ser conjeturas. Solo algo es innegable: se trató de una decisión directa, sin justo proceso, del poderoso, divinal, Octavio. Y no porque hubiese escrito algo en su contra, como fue el caso de Mandelshtam con su infeliz poema en el que se burlaba de Stalin. O hubiese participado, como pretenden algunos, en una conjura nada obvia en contra del emperador. Su lamentable situación prefigura las criaturas de Kafka y la de millones de personas que han sido condenadas de manera absurda. Son culpables, no importa de qué, y eso es suficiente.
Alguien dijo que las cortes eran lugares poco seguros para los poetas, “prisiones son do el ambicioso muere / y al más astuto salen canas”. Y es por demás probable que la cercanía al fuego eterno de la presencia imperial haya terminado por quemar las pestañas del gran vate. Otra versión señala que la misma producción literaria de Ovidio haya sido la causa de su desgracia; al fin y al cabo, como reconociera mucho más tarde Thomas Hardy, “la letra mata”. Se refieren los que defienden esta especie a su Arte de amar, ampliamente difundido entre la élite dominante. Si bien es cierto sus recomendaciones y consejos no son siempre incitaciones al desenfreno:
¿Te aconsejaría también que escribas en tus billetes delicados
versos? ¡Ay de mí! Los versos hoy disfrutan de muy poco
prestigio; son alabados, eso sí, pero tienen más aceptación
los magníficos regalos. Por muy rudo que sea un rico,
nunca deja de agradar. Hoy se vive en el siglo de oro
y al oro se atribuyen todos los honores
Si para un lector contemporáneo estos comentarios pueden parecer candorosos, no es seguro que esta haya sido la opinión de Octavio Augusto empeñado en contener la incontenible tendencia al exceso, y la inmoralidad entre las familias que una vez representaran la virtud republicana. Sin embargo, el mismo Ovidio en una de sus Tristia desmiente esta versión que encuentra en sus obras la causa de sus desdichas:
No hay culpas en tu arte
y ojalá puedas defenderte.
Pero lo que de verdad te perjudico,
lo otro, eso es lo más grave.
Sobre ese “otro” se ha escrito más que sobre cualquier otro aspecto del canon ovidiano. A finales del siglo XX, el profesor J.C. Thibault le dedicó un exhaustivo volumen con el más acertado de los títulos: El misterio del exilio de Ovidio. No es improbable que la causa de la decisión imperial sea la misma que ocasionó la tragedia del mítico Acteón: esto es, ver lo que no debía. En el caso de Acteón, la desnudez de la implacable Artemisa, que terminó convirtiéndolo en ciervo para que fuera devorado por su jauría. En el del poeta, haber visto equivocadamente al emperador en incestuosas relaciones con Julia, su disoluta hija. En la sexta elegía del Libro Cuarto de Tristia, se refiere a la misteriosa transgresión:
Nada diré, sino que cometí una falta… y que como
una necedad debería considerar mi delito. Sería muy largo
y peligroso explicar por qué azar mis ojos resultaron
ser testigos de un delito funesto: mi mente rehúsa
recordar aquel momento, como si de sus propias heridas
se tratara, y el propio dolor se renueva en el recuerdo,
y todo aquello que pueda causarme tanta vergüenza
conviene que permanezca oculto, cubierto por
la oscura noche.
Cualquiera que fuera la causa, al exilio marchó el sofisticado autor de Metamorfosis, un poeta cuya condición urbana nada tenía que ver con la de Virgilio, amante del campo y las labores del agro. Y mucho menos con lo que va a encontrar en el lugar escogido para su destierro. Una de las elegías más difundidas —por ajustada y conmovedora, y tal vez la más influyente, por universal y actualizada— es la que dedica a su última noche en Roma; a la despedida de amigos y servidumbre y, en especial, de Fabia, su esposa, quien está dispuesta, si Ovidio lo permitiera, a acompañarlo al destierro: “Mi amor por ti será mi Cesar”, le dice la mujer. La intensidad del fragmento guarda el peso de la “verdadera voz del sentimiento”. Y sentimos que situaciones parecidas hemos vivido en la despedida de los seres queridos, y que nada nos garantiza que no nos toque a nosotros protagonizarla un día, en una Venezuela donde la tiranía ha convertido el exilio en una realidad extendida y cercana. La geografía de su destino no será otra que Tomis, la actual Constanza, en los propios confines del imperio, a orillas del Mar Muerto, en lo que hoy es Rumania. Son celebres sus descripciones del paisaje y comentarios sobre el adverso clima. Hablando de sus habitantes:
A veces, sus cabellos, al sacudírselos
suenan por el hielo que pende de ellos,
y la barba brilla resplandeciente
a causa del hielo que tiene incrustado; el vino fuera de la jarra
se mantiene congelado, conservando la forma de esta,
y no lo beben a sorbos sino que se reparte a trozos.
Hasta su muerte, después de nueve años, se mantuvo Ovidio en la distante frontera. No le estaba permitido regresar, ni siquiera por unos días, a su patria Roma. El suyo es un caso de exilio “puro”, sin alivios ni pausas y absolutamente involuntario. En su segunda parte, Tristia es el auténtico canto de un poeta fulminado por la cólera de los inmortales; un individuo en desgracia, nostálgico hasta el llanto como Ulises, y melancólico como Edipo; culpable sin culpa. La octava elegía de esta sección complementaria, que barca los Libros III, IV y V, definen el más puro ejemplo de la escritura ovidiana en sus mejores momentos, con la claridad de la lírica tardía de Goethe, y la amargura de un Baudelaire que hubiese llegado a la “alta edad”:
Ya mis canas se parecen a las plumas del cisne
y la blanca vejez tiene mis negros cabellos.
Ya se acercan los años frágiles y la edad
más inerte; y ya, débil como estoy,
me resulta penosos moverme.
Dos elegías después, Ovidio canta su autobiografía escrita desde la pequeña muerte que es el destierro: “Escúchame, posteridad, para que sepas quién fui yo, aquel célebre autor de los tiernos amores que estás leyendo”.
De los dos libros escritos en el destierro Tristia y ExPonto, el primero deslumbra por sus reiterados hallazgos, tal vez la más permanente de las crónicas del exilio escrita en versos. Saint-John Perse no hubiese compuesto la suya sin la ayuda del latino. Tristia es un triunfo de síntesis de diez años de experiencias contados y cantados en un estilo rico en imágenes y musicalidades. El asunto de estos cantos es el más tremendo con el de la muerte. No debe extrañar que Sócrates la haya preferido antes que dejar la patria tierra. Una concesión, le habrá de reconocer al imperio la posteridad: haber permitido que el poeta regresara Roma, así fuera para ser enterrado.
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