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Yoga, monedas y salvavidas; por Betina Barrios Ayala

Vivía sola en una casa prestada en el barrio de Núñez, en la ciudad de Buenos Aires. A escasas tres cuadras estaba la General Paz, una autopista que marca el límite de la capital al norte. Era una casa enorme, de dos plantas, con dos puertas de acceso, una al lado de la otra. Rara vez vi entrar o salir a las chicas que vivían arriba. Tenía mucho espacio lleno de vacío. Debía caminar más de veinte cuadras para llegar a la estación de metro más cercana, y lo hice infinitas veces. Recorría esa distancia sin pensarlo mucho y tenía tiempo de sobra: no conocía a nadie y nunca tenía monedas.

En 2010 en Buenos Aires los colectivos solo operaban con monedas. Si no tenías, no podías subirte y la gente las atesoraba como si su peso pudiese traducirse en oro. La solución más sencilla era ir y comprar algo tonto en un kiosco para tener el cambio, pero no era así de fácil. Muchos vendedores preferían no hacer negocio con tal de no soltar monedas. Era una locura que me obligó a caminar muchas veces. Así fue como me recibió mi nuevo hogar: con mucho espacio, tiempo y metros de incomprensión.

Nunca había practicado Yoga con frecuencia, pero valoraba lo que me había hecho sentir las veces que lo hice. Sabía que no necesitaba compañía, grandes inversiones ni materiales para hacerlo, y, además, me hacía recordar a alguien de quién había estado completamente enamorada. Más que cualquier otra cosa, era un refugio, aunque muy pronto se convirtió en mucho más que eso. Fui conociendo gente a medida que pasaron los días y pregunté a quienes pensé que podrían ayudarme dónde me sugerían ir a practicar. Toqué varias puertas en mis largas caminatas. Fue así como me hablaron de un lugar y no tardé en ir a visitarlo. Esta escuela tenía sedes en muchos barrios de la ciudad y además, dictaban clases gratis en los parques más grandes de Buenos Aires.

El yoga convertido en salvavidas en medio de mi soledad.

Practicaba disciplinadamente. Comía alguna fruta o cereal, me subía a la bicicleta e iba a tomar mis clases. Me hacía feliz y se convirtió en una actividad obligada, una rutina que consagró mi independencia y supervivencia. Por supuesto, comprendo el lugar común de no entender exactamente de qué va ese asunto de estirar los brazos hasta el cielo en una especie de ballet antiguo. Entiendo que no se le vea mucha complejidad a moverse en un tapete de goma con dimensiones estándar. Considero también que muchos piensan que es para hippies o gente con dietas sanas o que se horroricen al ver las contorsiones y posturas de cabeza.

Sé que si el Yoga no fuese para mí lo que es, también me mostraría escéptica.

Más allá de lo que visualmente aparenta, el Yoga es una forma de autoconocimiento. Se trata de preparar al cuerpo físico con la finalidad de alcanzar el Samadhi, que es el estado más alto de plenitud de conciencia. Por supuesto, experimentar esto es algo que requiere de mucha práctica y dedicación, Incluso, hay maestros que demoran años en percibirlo o que nunca lo logran. Pero eso no debe desanimar: lo más hermoso y satisfactorio es emprender el camino y disfrutar el recorrido sin demasiadas pretensiones.

El Yoga es una práctica milenaria, con registros de su presencia desde el año 3.000 a.C. y cientos de sistematizaciones distintas. Sin embargo, soy partidaria de que dentro de cada una de las personas que lo vuelve parte de su vida hay una forma única de concebirlo, haciendo énfasis en aquello que para cada quién es importante.

Aunque no lo parezca, se trata de una experiencia minuciosa y detallada que requiere un alto grado de concentración y compromiso. Esto no quiere decir que es necesariamente algo muy serio y complejo. Lo será en la medida en que uno lo desee, pero para meditar ayuda más tener una sonrisa en el rostro.

No se trata de vender este asunto del Yoga, sino de compartirlo. Abrir una ventana de información para quienes se preguntan por qué las personas que lo practicamos nos encariñamos tanto con la disciplina. Personalmente, creo que se trata de una muestra de amor hacia uno mismo. Desde mi humilde experiencia confieso que el Yoga me salvó, me ayudó a no hundirme en un aburrimiento extremo de mí misma y a vencer muchos miedos. Por azares de la vida, hace más de un año que guío prácticas grupales e individuales y nada me da mayor satisfacción que compartir un poquito de eso que el Yoga hizo por mí con quienes también se acerquen a él. Sobre todo porque es muy posible que, sin saberlo, estén buscando una puerta que conduce su interior.

El Yoga no es más que una forma maravillosa de atravesarla.