- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Yender, por Naky Soto

Yender. 17 años. Bachiller recién graduado. Trabajaba en una ferretería para aprovechar el tiempo antes de ingresar a la universidad. Por ser menor de edad, cubría el horario entre las 6:00 am y las 2:00 pm. Por su buen promedio al graduarse, su papá le regaló una moto. Llega a las 5:45 y espera a su jefe para que abra la puerta y comenzar su trabajo en el almacén. Dos chamos como él, ataviados con chaquetas y gorras, llegan en otra moto. Lo apuntan. Él se baja de la suya, la entrega y comienza a caminar alejándose. Uno de los ladrones da la vuelta, saca la pistola y le dispara en la espalda.

A pesar de estar herido, Yender corre. Pide ayuda. Nadie responde. Se lanza a la vía principal y grita. Logra parar una camioneta, pero el chófer teme que sea un malandro y lo deja ahí. Una vecina camina en su dirección y lo reconoce. Es ella quién realiza todas las llamadas a continuación: policía, bomberos, familiares. Yender le pide que no lo deje solo, que no lo deje morir. Llegan los bomberos, pero no el auxilio. Ya había colapsado.

Colapsada también la emergencia del Hospital Pérez de León, donde piden que pase el familiar que va a reconocer el cadáver. Es su tía, mi amiga, la que asistió creyendo que era un primo y se consiguió con Yender, que acababa de cumplir 17 años la semana pasada, que le prometió que iba a estudiar como ella, que estaba trabajando pero no le agarraría gusto al dinero porque quería estudiar.

El bombero que firma los papeles de defunción le asegura que si lo hubiesen socorrido a tiempo no habría muerto.

La vida no debe ser así, dice ella, una tía no debe enterrar a un sobrino. Era un niño, era bueno, pero la vida en este país es así, dice y llora. La muerte, se corrige. La muerte.

Le compré la muerte a mi hijo, dice su padre. Tanto cuidarlo para que me lo mataran así. Con la edad que tenía no lo dejaban salir de noche, la moto era para ir al trabajo y más nada. Cuando llegaba a la casa se guardaba hasta el otro día. Que viera televisión, que usara Internet, que leyera sus libros, pero en la casa. Y sacó buenas notas y le compré la moto, le compré la muerte. Todos se endilgan un trozo de culpa, a ver si la vergüenza amaina el dolor.

No funciona.

No funciona nada. La morgue de Bello Monte es un recinto monstruoso. Demasiado dolor, demasiadas preguntas ante el dolor. Otro escenario donde la presunción de inocencia es imposible. Los funcionarios del CICPC revisan el vídeo de la cámara de seguridad de la ferretería varias veces para decir lo obvio: desde la perspectiva de la cámara no es posible ver los rostros cubiertos con las gorras, no hay manera de atraparlos hasta que usen la moto. Ellos iniciarán investigaciones. Cuántas llevan en simultáneo, pregunta mi amiga. Demasiadas, responden ellos. Ellos van el primer día y después dejan eso así, asegura ella, no les interesa porque no es suyo, porque no lo amaron. Yender. 17 años.

Él no se resistió, ya tenían la moto, qué les costaba llevársela y ya, por qué tenían que dispararle, se pregunta. Si hubiese sido un malandro estaría vivo, porque a esos les disparan y no les pasa nada, siempre sobreviven, asegura. Durante el velorio veía entrar muchachos como él y no podía dejar de pensar si alguno de ellos era el asesino. Pudo ser cualquiera, ellos no tienen piedad. Van allí a comprobar que nadie los entiende como sospechosos, a verificar que murió y no podrá denunciarlos, a desprenderse del único riesgo que les interesa: saberse libres de la culpa de otros, porque la propia no existe. No hay culpa mientras viven, si acaso eso es vida.

Es un cruce terrible: no me identifiques pero admite mi poder. Si me acusas te mato. Si no me temes, también. Hasta que me maten a mí, pero moriré con poder. Con el poder de haber acabado con varias vidas. Dioses perversos, adictos al absurdo de la impunidad. Es barato ser malandro. Aunque mates, es difícil que te atrapen. Si te atrapan, es difícil que te retengan. Si te retienen, te deshumanizas más, aprendes nuevas formas de hacerlo mal, tus adicciones se diversifican y agrandan.

Llora igual la madre del malandro que la de Yender. Lloran todas en un duelo expansivo, naturalizando el horror. Lloran temiendo quién será el próximo. Lloran descreyendo la inocencia narrada por la otra, sin saber si el tuyo mató al mío o viceversa; quién lo hizo peor.

La institucionalización de expedientes abiertos, una raya más en la única estadística de crecimiento que atraviesa Venezuela: sólo crecen nuestros asesinos y asesinados, sólo crecen nuestras madres viudas.