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Volverse; por Vicente Luis Mora

Volverse; por Vicente Luis Mora 640

La joven de la perla (1665-1667), óleo sobre tela, de Johannes Vermeer.

Hay un momento en Volver al mundo, la novela de González Sainz, en que un joven abandona la ciudad donde ha vivido con sus padres. Si mal no recuerdo, el chico se gira desde el autobús para verlos: allí están sus progenitores, despidiéndole, diciéndole adiós cada vez más lejos, meciendo los brazos en el aire. La escena se alarga unas páginas, describiendo una y otra vez el hecho, en una retardación proustiana que explica cómo esa imagen ha permanecido congelada en el cerebro del chico durante años; la demora muestra que el chico sigue volviéndose y volviéndose hacia esa imagen del recuerdo, que se torna para mirarla sin descanso, porque no quiere olvidar sus orígenes.

Para no olvidar, en suma, quién es. Es conveniente mirar atrás, repasar, recuperar. Dice Lorenzo García Vega: “Vuelvo la cabeza, veo. (…) ¿Por qué todo se vuelve hacia otras tardes, hacia otros años?”[1]. Si uno desprecia lo ya hecho, es como si ese pasado nunca hubiera existido. Frente a la tradición de la mujer de Lot, son quienes no miran atrás los que se convierten en estatua de sal; hay que ser valiente, como Orfeo en el Hades, para girar la cabeza y observar nuestra espalda. “La lengua del escritor es menos un fondo que un límite extremo; es el lugar geométrico de todo lo que no podría decir sin perder, como Orfeo al volverse, la estable significación de su marcha y el gesto esencial de su sociabilidad”[2]. Girarse como acto de valentía: cuando decimos que hay que afrontar lo que venga, pocas veces recordamos que las malas noticias y los golpes también vienen del pasado. Girarse hacia él es también dar la cara, al tiempo que se tuerce el gesto.

Allí, a nuestra espalda, se encuentra lo que somos, porque de allí venimos (“involuntariamente me giraría hacia el sonido del yo”[3]), quizá no hay otro modo de mirarse que girándose: “si vuelvo la cabeza, / si abro los ojos, si / tiendo las manos al recuerdo”[4]. La memoria conforma al yo de hoy, que lee ─que debe leer─ el libro que dejan sus huellas.

El paisaje se invierte, mirado al girarse; difractadas en el espejo del tiempo, vemos las cosas muy diferentes a como las percibíamos mientras pasábamos por ellas, mientras las recorríamos al vivirlas.

“Mirar atrás, / aprovechar estos y otros azares para mirar atrás, / porque es la única dirección en la que se ve algo / digno de contarse”[5].

Escribir es girarse, es volver sobre la experiencia, aunque sea para descartarla. Si guardamos en el texto algo de nuestra experiencia la escritura deviene autobiográfica, como escritura girada, vuelta, devuelta, de vuelta. “Vuélvete a mirar y pierdes para siempre / eso que es ya pasado”[6]. Como siempre hay en la escritura ficción, en mayor o menor grado, el autor acaba por desconocerse. “El escritor, y siempre me refiero al creador, posee los ojos desobedientes de la mujer de Lot y los ojos intemperantes del profeta. Todo creador tiene cuatro ojos sobre los que rueda con gozo y llanto. Con los que mira hacia atrás, contemplará la destrucción de la ciudad; con los que mira hacia delante, la destrucción del templo. Y tantas veces se pregunte por él mismo, le responderá la estatua de sal y la cabeza segada: Nadie”[7].

Nos quedamos. Nos queda el pasado: compensa y recompensa. “Por eso, cuando el tiempo me trajo pena y llanto, / volvía la mirada”[8], porque siempre hay peces que pescar en ese lago.

Cien pasos son cien personas, cien entregas de escritura son cien personas componiendo el libro de una vida. “Y cuando el viajero que al alejarse por la senda de la mina trata de recomponer su dignidad (…) vuelve la vista atrás (…) aún tiene ocasión de gozar de todo el sonrojo de que es capaz de procurarle su sangre”[9]. Cien textos son cien regresos, hacia el escritor que uno era en cada hito del camino centenario.

Para Peter Handke, el hecho de volverse es casi una poética en La Gran Caída: “Cuando el actor abandonó el calvero y salió del bosque en dirección a la ciudad, dio los últimos pasos de espaldas. Eso ya me había llamado la atención en él varias veces, (…) y yo me preguntaba si aquel caminar de espaldas, aquel alejarse de un lugar teniéndolo ante la vista, no sería un deporte inventado por él. (…) Al marcharme de espaldas de este sitio quiero pedirle disculpas'”[10]. Nos recuerda un poco a la niña Momo, del cuento infantil de Michael Ende; Momo cruza la calle Jamás caminando hacia atrás, para conservar el tiempo y huir de los hombres grises. Sigue Handke: “Los primeros pasos al entrar en la ciudad los dio otra vez el actor de espaldas: era como si no lo hubiera atravesado un momento antes sino en tiempos inmemoriales, o nunca”.

Ser ciento, ser múltiple, ser un múltiplo de diez.

Hay cuadros famosos con figuras giradas; quizá el más conocido es el de “La joven de la perla” de Vermeer, o el benjaminiano Angelus Novus de Paul Klee, que camina hacia atrás llenándose los ojos de Historia. Balthus, en El pintor y su modelo (1982) se reproduce a sí mismo de espaldas, y Luigi Amara dedica su poemario Nu)n(ca a la foto de una mujer vuelta, cuyo rostro siempre ignoraremos. Sin embargo, mientras que en la literatura no nos importa prescindir del rostro de los personajes, en el arte preferimos que el giro nos incluya, deseamos que la torsión se dirija hacia nosotros para ver las caras: Javier Moreno describe un cuadro renacentista y en él la madonna “se gira para mirarnos, a nosotros / mudos”[11]. El que se vuelve se encuentra, por lo general, con el silencio.

Durante 100 entregas hemos intentado en este blog crear una especie de libro virtual, un libro a la intemperie, compuesto de un centenar de piezas muy distintas entre sí, que tienen en común solamente su gusto por la escritura y la lectura; una lectura cruzada de escrituras, en continuos pasadizos, pues los textos también se giran para mirarse unos a otros, también retroceden y miran hacia los maestros antiguos. “¡Ay, ese ruido tan particular de los pasos hacia atrás, un ruido como solo viene de un mundo de acá abajo, nuevo y saludable!”[12].

Pero llega el momento del fin. “El larguirucho y su chica reaccionaron de forma ejemplar: (…) se dirigieron hacia la salida, arrastrando los pies y mirando hacia atrás con ‘desesperación'”[13]. Así nos encaminamos nosotros hacia la salida ahora, pero no desesperados, sino tranquilos, esperanzados, porque al final del camino hay un espejo, y en él vemos la imagen devuelta (de vuelta) de los cien lugares recorridos, con la satisfacción que procura caminar con la precisión del peregrino, que no quiere llegar a un lugar, sino a un estado.

La salida estaba aquí. He llegado al final.

Tengo un pie ya fuera, el cuerpo está punto de cruzar la frontera, es entonces cuando me vuelvo y miro:

Lo ideal para comenzar este descenso de 100 peldaños es hacerlo tratándolos como si fuesen una obra de ficción. Esto es, abriendo un círculo.

[1] Lorenzo García Vega, “Amarte en la lluvia”, Lo que voy siendo. Antología poética; Ediciones Matanzas, Playa, Cuba, 2009, p. 101.
[2] R. Barthes, El grado cero de la escritura seguido de Nuevos ensayos críticos; Siglo XXI, Madrid, 2005, p. 18.
[3] Evan Dara, El cuaderno perdido; Pálido Fuego, Málaga, 2015, p. 26, traducción de José Luis Amores.
[4] Carlos Sahagún, Poesías completas (1957-2000); Renacimiento, Sevilla, 2015, p. 25.
[5] Mariano Peyrou, La voluntad de equilibrio.
[6] Esperanza López Parada, Las veces; Pre-Textos, Valencia, 2014, p. 73.
[7] Francisco Pino, En no importa qué idioma; Junta de Castilla y León, 1986.
[8] Concha Lagos, Antología 1954-1976; Plaza y Janés, Madrid, 1976, p. 293.
[9] Juan Benet, Volverás a Región; Bibliotex, Madrid, 2001, p. 163.
[10] Peter Handke, La Gran Caída; Alianza, Madrid, 2014, pp. 67 y 84.
[11] Javier Moreno, La imagen y su semejanza; La Garúa, Santa Coloma de Gramenet, 2015, p. 16.
[12] P. Handke, op. cit., p. 125.
[13] Mircea Cărtărescu, Lulu; Impedimenta, Madrid, 2013, p. 82; traducción de Marian Ocha de Eribe.