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Volver es morir un poco, por Lucas García

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Hay partes de un día tan odiosas como la mañana de un lunes, por ejemplo. Y los hay melancólicos. Melancólicos con mayúscula.

Como la tarde del último día de vacaciones.

¡Qué tristeza de momento! El sol, descendiendo en el horizonte, una yema de huevo rota escurriéndose entre el lavanda y el melocotón. La idea de que mañana habrá que volver a este valle de lágrimas, a esta guerra interminable de la cotidianidad, te pone en ese humor subterráneo que marchita el alma.

— ¡Ay, Lucas, que depre! dice mi esposa cuando le recito el párrafo anterior. ¡Es cómo Bécquer pero más pavoso!

Es la primera en levantar campamento. Mientras pone el bronceador en la bolsa me mira acostado en la arena, exprimiéndole a la playa los últimos momentos.

            — Ya va siendo hora de irse… dice.

Yo siempre respondo lo mismo: “¿Y si nos quedamos?”

Mira, allá hay un chiringuito vacío digo. Con una plata que consigo monto una venta de empanadas y nos mudamos para acá. Nos olvidamos del mundanal ruido, mi amor.

          — Ay, Lucas…

Siempre es igual. En todas las playas hay un posible puesto de empanadas, una posada potencial, hasta un bendito alquiler de toldos. Aparecen siempre en la última tarde. Una alucinación escapista. La promesa de una vida que será una vacación eterna.

— Tú montas un puesto de empanadas acá dice mi esposa y te vuelves loco en dos meses… No, mentira: ¡en uno! Te veo en la página de sucesos: “Diseñador gráfico monta puesto de empanadas en la playa. Se le van todos los bornes y se suicida tirándose en la freidora”. O algo así.

Señalo a nuestro hijo que va y viene entre las olas.

— ¡Imagínate lo feliz que sería! ¡Una vida sin corbata!

— Tiene cinco años, Lucas. De broma y usa pantalones…

— Me refiero al futuro…

Mi esposa no deja de recoger los macundales mientras hablamos. Me tiene medidísimo.

— ¿El futuro? dice revisando si quedan Oreos en el pote. Futuro tienen los mosquitos que nos comieron anoche.

— Eres una citadina, vale…

— Sí, claro, Indiana Jones. ¡Muévete pues, que nos agarra la noche!

Vamos por la calle al motel. Yo sigo en mi dolor.

— ¿Y por qué no podemos vivir acá? insisto y mi esposa mira hacia arriba sonriente: medidísimo me tiene— Como ellas, por ejemplo señalo a un par de señoras bronceadas y de cabellera rubia, dueñas de una posada cercana. En una de reinvención, ¿ah?

— Lucas, esas mujeres son alemanas. Esa gente llena un formulario para cruzar la calle. Todo esto les parece exótico y lejos de sus férreos códigos socio culturales.

— ¿Férreos códigos socio culturales?

— Sí, mi vida, yo también le meto al Uslar Pietri cuando quiero. No te vayas por la tangente. Tú aquí sin cable no aguantas ni media hora. Además, no puedes ni coger sol. ¿Tú crees que te vas a ver así, como si te hubieran bañado en papelón? A ti te sale un melanoma con sólo decir ultravioleta, chico…

Pienso en la oficina, en esa cola que está como pintada en la autopista, en que todavía queda tiempo para esa batalla de Verdún que llaman la campaña electoral de las alcaldías y municipios.

— Es que yo no quiero volver digo.

— Tranquilo, papá dice mi hijo dándome unas palmadas. No llores que todo sale bien…

— Sí, mi vida me dice su mamá, nos vas a arruinar la cena…

El día termina, a nuestro alrededor oscurece. Mañana, ¡ay mañana!

— Es que volver es morir un poco… digo.

Mi esposa suspira, me besa el cachete.

— Es “partir” dice, pero te lo paso esta vez.