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Volando con Saint Exupéry; por Ana Teresa Torres

A 70 años de la muerte de Antoine de Saint-Exupéry, la editorial Lugar Común ha publicado Tierra de los hombres, una traducción de Isabel García editada en alianza con la Embajada de Francia en Venezuela. Este título de Saint-Exupéry mezcla las estrategias de la novela con la crónica de viaje, la autobiografía e incluso el ensayo filosófico, en torno a los años en los que el autor francés fue piloto de la antigua aerolínea Aéropostale, hoy conocida como Air France. Hoy compartimos con los lectores de Prodavinci el discurso que la escritora venezolana Ana Teresa Torres expuso durante la presentación del libro.

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Comienzo por agradecer a Lugar Común que me haya invitado a decir unas palabras de presentación de Tierra de los hombres. Como tantos otros lectores, conocía El Principito, obra disfrutada muchas veces en distintas ocasiones, pero no había leído nada más de este gran escritor. Imperdonable. También debo confesar que me sorprendió la edición venezolana de la obra, por cierto con una excelente traducción,  y me pregunté qué razones habrían llevado a los editores a producirla en este momento. La respuesta que encontré es esta: literatura es transhistórica, las obras de arte no se desgastan con el tiempo. Estamos muy acostumbrados a la emoción de las novedades y vamos quizás perdiendo el gusto de los clásicos, porque, sin duda, estamos hablando hoy de un autor clásico. ¿Qué quiere decir eso? Me parece que la mejor definición es la más sencilla: un autor clásico no es sino un gran autor. Y una obra clásica es aquella que perdura, que puede leerse siempre, más allá de las contingencias y de las referencias de actualidad.

Al mismo tiempo que la leía lamentaba no haberlo hecho mucho antes, dentro de la biblioteca de aventuras de la lectora niña que fui, y es que esa es otra marca de los clásicos, la vertiente de múltiples lecturas. Tierra de los hombres es, primero que todo, un relato de aventuras, que en mi imaginario se enlaza con Stevenson, con Verne, con Twain, con Salgari. Hoy por hoy volar en avión es un traslado más seguro que el de la carretera, y un mal menor en el que debemos soportar las esperas de los aeropuertos, las incomodidades de las butacas aéreas y las colas para entregar la maleta, pero, salvo para algunos pocos, lo que nos interesa a la mayoría es llegar al destino deseado en el menor tiempo posible. El sentido de la aventura ha desaparecido y lo que deseamos es que no se presenten tropiezos: retrasos, conexiones perdidas, equipaje extraviado. Nos subimos al avión para llegar a alguna parte. El viaje comienza cuando aterrizamos. Pero, claro está, la mayoría de los viajeros no somos aviadores, y aun así los que lo son no experimentan, diría que afortunadamente, los riesgos de los pioneros. Saint-Exupéry era un escritor pero antes que eso un piloto pionero de la aviación civil. No había tenido esa imagen tan clara del autor antes de leer este libro. Un hombre con la pasión del viaje y de la aventura, que terminó siendo un héroe de la Segunda Guerra Mundial. Antes que el aire intentó el mar pero no logró entrar en la Escuela Naval y se hizo piloto durante el servicio militar poco después de finalizada la Primera Guerra Mundial. No conozco su biografía en detalle pero algo me dice que se dedicó a la aviación comercial para encontrar un camino a su pasión por la aventura. “El avión –escribe– te lleva directamente al corazón del misterio”, en lo que después llama “el inexplicable amor del vuelo”. Y así transcurren las páginas de este hermosísimo relato que nos hace sentir, cómodamente instalados en la lectura, que estamos en un precario avión, que debemos mirar por la ventana para saber los riesgos del trayecto, y reconocer  las guías que proporcionan las estrellas, los ríos, el mar, en las noches de la travesía. La luminosidad de las descripciones, cinematográficas, crea la ilusión de que somos nosotros los que sobrevolamos el desierto. La cultura audiovisual de nuestro tiempo hace que los escritores hayamos abandonado la narración descriptiva de los espacios por resultar innecesaria, pero al leerla de la mano de un maestro –de un ojo maestro–, reencontramos de nuevo ese placer que proporciona la imagen escrita y descrita en la palabra.

 La presencia de la muerte, del final del viaje, está permanentemente presente a lo largo de todo el relato. Por eso digo que es un libro de aventuras en el que pasamos las páginas con la angustia de conocer el destino del protagonista. Así en el capítulo en el que relata el accidente sufrido en el desierto de Libia, del cual él y su compañero se salvaron por lo que llamamos un milagro: un berebere que azarosamente los encuentra. Y aunque sabemos que por fuerza el protagonista sobrevivió, puesto que murió varios años después y estamos leyendo el relato de lo ocurrido, en la lectura estamos esperando angustiados que muera deshidratado, que él mismo relate su final. Es el combate entre la vida y la muerte, extraordinariamente expresado, y la persecución de lo desconocido. Una gran metáfora de la existencia.

Pero es también una metáfora del humanismo por encima de las diferencias entre los hombres. De ello dos fragmentos imperdibles; el primero el del esclavo Bark, un hombre que solo quería recuperar su libertad para volver a ser llamado por su nombre verdadero, que no era Bark. El escritor y sus compañeros logran comprarlo para hacerlo libre. La redención de un hombre vale la de todos los hombres, parece decirnos Saint-Exupéry. El otro fragmento es el encuentro del piloto y su copiloto en el desierto con el berebere. Esos dos encuentros azarosos, la generosidad de unos hombres hasta ese momento desconocidos, y extraños unos de otros, es la redención para las víctimas. En el primer caso es el repudio de unos hombres modernos occidentales por la barbarie; en el segundo, un nómada del desierto se apiada de unos modernos hombres occidentales. Nunca se sabe quién nos puede salvar. Para un hombre que vivió dos guerras y que fue testigo de la destrucción de millones de seres humanos, es precisamente esa solidaridad individual entre desconocidos lo que permite la salvación de la humanidad. “Nosotros somos solidarios, llevados por el mismo planeta, tripulación de un mismo barco”, escribe en el capítulo final. La solidaridad uno a uno. La única que está al alcance de todos.

 Para una época en la que la humanidad vuelve a las guerras religiosas, a los separatismos nacionalistas, a los enfrentamientos ideológicos que quieren arrasar con el otro, el enemigo histórico, Tierra de los hombres,  si superamos el escepticismo al que nos condena nuestro tiempo, es un golpe al corazón. En todo caso una lectura de la que no saldremos iguales.