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Vivir con una mujer; por Rubén Monasterios

Vivir con una mujer; por Rubén Monasterios 640

Fotografía de Nobuyoshi Araki

Es una experiencia en la que se entrelazan deleites y agobios, dependiendo cada cosa de múltiples variables, entre las cuales es de suma importancia el tipo de personalidad de la mujer. En lo concerniente a este asunto, consideremos que existen dos tipos básicos de hembra en la especie humana: las geishas y las dominatrices, cuyo significado es obvio. Es rara la mujer que encaja íntegra en uno de esos modelos; el temperamento de la mayoría de ellas es una combinación de los rasgos característicos de uno y otro.

Me ha correspondido vivir con una mujer digamos intermedia. Se preocupa por mi salud y se desvive en hacerme delicadezas culinarias, apropiadas a mi deplorable condición de diabético; no me prohíbe fumar puros, incluso, los comparte, aunque sí me ha sometido a un régimen de uno, cuando más dos al día. Tampoco me impide degustar “con moderación” bebidas alcohólicas espirituosas, en cuanto sean whisky, vino o aguardiente blanco, esencias que también comparte con entusiasmo.

La dama en cuestión cuenta entre otras virtudes con la de ser ilustrada, con sentido del humor, bonita y bien conservada para su edad en cuanto a salud y configuración física, como efecto de su fervorosa dedicación a los ejercicios aeróbicos y a su dieta; y con esas preferencias suyas salieron a relucir los componentes de dominatrix en su personalidad.

La mujer me obliga a trasegar todos los días, al levantarme, un vaso grande de cierta sustancia pastosa, verde, de sabor diabólico, hecha con una variedad de hierbas y raíces crudas pasadas por una licuadora, cuyos beneficios para la salud supuestamente son imponderables. Me observa con severidad mientras bebo el menjurje entre lágrimas, toses, eructos, atascamientos en el esófago y ahogos, y sólo levanta la vigilancia al finalizar el martirio. Aunque desprecia las carnes de vacuno y de cerdo, admite que yo las coma, eso sí, en raciones infantiles y acompañadas por gigantescas ensaladas de vegetales de la más diversa índole, a las que apenas añade como aderezo un toque de aceite de oliva y unas gotas de vinagre balsámico. ¡Jamás había visto mujer alguna comer tantas ramas! Es una hembra esencialmente fitófaga o herbívora, por no calificarla de ramera, que es un vocablo indecente. Su ramofagia sólo la altera la ocasional ingestión de bocadillos de pollo o de salmón. El arroz, las pastas, el ñame, las arepas, las papas… ¡ay!, están prácticamente ausentes de mi mesa desde que me sometió a su dominio.

¡Ensaladas! Yo no comía semejante cosa desde los ocho años.

No terminan con la dieta mis agobios. Mi mujer me ha hecho violentar mis sagrados votos de hernialista, imponiéndome el ejercicio. Así pues, muy contra mi voluntad, para evitar despertar su ira, superé la condición de sedentario clásico, para quien la más notable movilización consistía en un letal triángulo cuyos ángulos son la computadora, el sillón frente al televisor y la cama. Me hace caminar como un perdido en un laberinto, con el consecuente dolor de los músculos acostumbrados a la inercia, sólo aliviado mediante los masajes. ¡Gracias a Dios!, el administrar buenos masajes es una de las facetas de su espíritu de geisha.

Encuentro necesaria una pequeña digresión destinada a explicar el origen y contenido de la doctrina mencionada. El curioso nombre de hernialismo responde al incidente que dio origen a esa doctrina en Barquisimeto a mediados del siglo pasado. Dos vagos reposaban un almuerzo opíparo regado con cerveza, tendidos en sendas hamacas. A propósito de mitigar el pesado calor meridiano característico de la Ciudad de los crepúsculos, abrieron de par en par una ventana que daba a la calle y daba paso a la brisa fresca venida del río Turbio. Un ignorado sujeto, de tránsito por ahí, seguramente dirigiéndose a realizar algún trabajo obreril bajo ese sol rajatablas, los vio desde la calle. No fue capaz de reprimir su odio clasista y les gritó “¡Coños ´e madre, les va a salir una hernia!”. Y se fue corriendo. Los injustamente insultados salieron de su modorra e intercambiaron una mirada. Uno de ellos dijo: “¿Qué te parece? ¡Nos va a salir una hernia!” Y el otro respondió acomodándose en su chinchorro:

─ Bueno, seremos hernialistas“.

Con esa frase inmortal comenzó a tramarse un pensamiento entre filosófico y religioso inspirado por la ataraxia de los epicúreos, estoicos y escépticos griegos de la remota antigüedad. Es la disposición del ánimo gracias a la cual una persona, mediante la disminución de la intensidad de sus pasiones y deseos, y la fortaleza frente a la adversidad, alcanza el equilibrio y finalmente la felicidad, que es el objetivo de estas tres corrientes filosóficas. La ataraxia es, por tanto, tranquilidad, serenidad e imperturbabilidad en relación con el alma, la razón y los sentimientos. Lo mismo el hernialismo, con el añadido del dolce far niente, o sea, el ocio creativo.

Pero eso no es todo; la mujer también insiste ladillosamente en que me bañe diariamente, amenazándome con negarme sus favores en caso contrario. En su frenesí higiénico, no toma en cuenta que el exceso de agua se lleva consigo las grasas naturales que protegen la piel, y al entrar por los agujeros naturales del cuerpo diluye los humores que corren por el organismo, propiciando enfermedades, la locura y la muerte. De modo que el baño, antes practicado por mí una vez al mes, más o menos, vino a ser diario por el mandato de esta mujer. Claro, gracias a mi sagacidad, yo me mojo el pelo para hacerle creer que me bañé; pero la muy cuaima sospechó y tomó la costumbre de olfatearme los sobacos. Por suerte, no despido ningún olor fétido por esa parte. Menos mal que no se le ocurrió olerme el trasero, porque en solidaridad con mis compatriotas no me lo limpio desde que los que manejan el guiso agarraron al pajarito más duro y lo zamparon a cocinarse en el comistrajo, en medio de la olla.