Orlando es un venezolano que vive en Bélgica desde hace varios años. Visitar su país no es fácil, pero cada tantos años logra cuadrar horarios, pasajes y compromisos y se pasa un par de semanas visitando amigos, familiares y playas. La última vez que vino fue hace menos de un mes. Pasó unos días felices recordando al que era hace más de una década, tratando de no amargarse la vida con las noticias sobre inseguridad y corrupción a fin de no estropearse la estadía ni estropearle el ánimo a quienes hacen lo posible por ofrecerle un poco de la Venezuela que él dejó atrás.
Luego de una permanencia en la que logró evadir al hampa, llegó indemne al aeropuerto. Como suele suceder, a punto de abordar su vuelo, lo llaman para que baje al sótano a un chequeo de las maletas. Para los guardias parece que es insólito que un venezolano viaje a Bélgica por sus propios medios. Más aún si es joven y moreno.
Revisadas las maletas y verificado que no hay excusa para retenerlo, uno de los guardias hace un último intento por no desaprovechar la oportunidad, por lo que le lanzó, como al aire: “¿No tienes nada para los guardias? Uno aquí pasa roncha”. El asunto consta de dos partes que, como veneno oculto en el jugo, encerraba una sentencia que podría leerse como “tú, que quién sabe por qué vives una vida en euros, ¿no querrás compartir algo de tu buena fortuna con los que no tenemos esa suerte?”. Orlando había gastado en chocolates los últimos devaluados bolívares de los que disponía, y así se los hizo saber.
Está demás decir, cuenta Orlando desde su domicilio en Amberes, que las maletas no llegaron. “Lo más triste de nuestro hermoso país es el carácter predecible de la infamia”, escribió a los amigos que les contó el suceso.
*
Arturo es un imán. No hay “alcabala” súbita de fin de mes que no lo detecte. Posiblemente se debe a que calza en la tipología adecuada. El perfil de la víctima, podríamos decir. Joven, carro con detalles que delatan en qué gasta su quincena, aspecto de no querer complicarse las cosas. Como sea, ya ha descubierto un métod0. Cansado del tiempo que suele perder mientras los policías montan la puesta en escena de su comedia habitual, se hizo el callo que le permitiera montar su estrategia de respuesta.
Ahora, cuenta sin pudor, cada vez que le dicen “párate a la derecha”, apenas estaciona saca los documentos y mete entre ellos varios billetes. En cuanto el policía en cuestión se acerca, él baja el vidrio y con su cara más amable, como el experto que garantiza un producto que está vendiendo, le entrega los documentos con un familiar “no tengo más nada, compadre, de verdad”.
“¿No estimulas la matraca con eso?”, le pregunta un amigo que todavía no se resigna. Arturo alza los hombros con teatral gesto, y le responde: “Mientras más tiempo sientan que trabajaron el sablazo, más alta es la tarifa. Yo no doy guerra y pago la mínima”.
*
A pesar de todas las noticias sobre atracos y crímenes que se leen en los diarios y en las redes, con todas las historias que se cuentan en el almuerzo, en el Metro, en la entrada del edificio, sobre conocidos que fueron despojados de sus pertenencias, la gente no tiene más remedio que enfrentar la calle, día tras día. El ciudadano de a pie debe hacerse de una mezcla de voluntad y locura evasiva para obviar el pozo de impunes caimanes en el que se debe sumergir cada mañana para ir tras el sustento.
Como si ya no fuera duro de llevar ese asunto, como si no se requiriese de una fuerza de voluntad y una serenidad y un temple extraordinarios, vivir a expensas de sacarse un número en esa lotería, quiéralo o no está jugando en la otra, la de los uniformados. El asunto nada tiene que ver con zarcillos ni tatuajes, sea en una alcabala, en la aduana, en cualquier calle por la que se rueda, el ciudadano de a pie ve a un uniformado y de ninguna manera se siente seguro. La posibilidad de ser una víctima aleatoria del déficit presupuestario doméstico del funcionario en cuestión, siempre estará latente.
No es nada personal, y quizá eso sea lo que más aterre.