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Venezuela 2016: estampas de una distopía playera; por Manuel Llorens

Venezuela 2016 Estampas de una distopía playera; por Manuel Llorens

I

Intento dormir para escapar unas horas de un país que me agobia, pero despierto a las dos de la mañana soñando con militares y persecución. Resulta difícil poner en palabras un lugar en el que las noticias  hablan de un plan de “seguridad” que se ufana de haber asesinado a ochenta personas en menos de una semana, la de una cárcel en que los presos amotinados descuartizan a sus víctimas y se la sirven como manjar a un loco, llamado el “Comegente”, con la triste fama de ser el primer asesino en serie venezolano. Otro hombre, padre del convicto que fue asesinado y canibalizado, aparece en un recuadro de mi pantalla dando una rueda de prensa sobre el horror de saber que su hijo fue picado en pedazos y servido en un plato. Leo el artículo, pero no tengo temple como para darle play al video del padre desconsolado.

No sé cómo reaccionar a tanto horror. Esto traspasa los límites de lo que pude tolerar un psicólogo que tiene años trabajando con pacientes víctimas de violencia. El país trascendió lo que las peores películas de terror se atrevieron jamás a ficcionar. Pienso en Adorno, en su dictámen sobre la imposibilidad de escribir poesía después de Auschwitz.

Luego recuerdo que un grupo extraordinario de salsa-rock, los Bacalao Men, sacaron una canción con el nombre del asesino, parodiando la triste historia de Dorancel Vargas, un esquizofrénico que comía gente por locura y hambre; el mismo que, según los reportajes, ahora sirve de comensal principal en el festín tétrico del retén en Táchira. Resulta que ha pasado años preso en la comandancia de la policía, a pesar de ser un paciente psiquiátrico. Todo apunta a que los más violentos utilizaron la locura de Dorancel para escenificar una pesadilla. Según reportaba el papá del asesinado, a los demás presos también se les obligó a comer. Y los que se resistieron, fueron brutalmente golpeados. La canción de Bacalao Men era extrañamente perturbadora, describiendo de manera bailable el horror. Una manera criolla de hacer poesía ante la atrocidad.

No hay palabras que puedan articular lo que esto pueda significar para el padre de la víctima. No pretendo —ni por un instante— ponerme en sus zapatos. Me gustaría consolarlo, pero no puedo. Mi alma no da para tanto. Sólo me viene este insomnio, como una obligación de pensar y este deseo de escapar de un país que se me cae a pedazos. No solo afuera, sino dentro de mí.

Pienso en los amigos chavistas que me fueron quedando, en todas las veces que los busqué para preguntarles si no les preocupaba irle entregando el poder a los militares, tras consignas bonitas de romances cívico-militares. Si no temían la falta de contrapesos, si no condenaban las variadas formas de autoritarismo que iban ganando espacios, si no pensaban que ese Leviatán terminaría engulléndonos a todos por igual. La mayoría de las veces me encontré con evasivas, con retórica sobre la polarización, alegatos de estar defendiendo causas nobles, a pesar de los pesares.

Escucho un audio de un supuesto lider de un colectivo denunciando los ataques de las OLPs en el 23 de enero. Es un discurso confuso que resalta las bondades de la revolución y la necesidad de la violencia contra lo que él identifica como “paramilitares”. Sin embargo, le asombra que esas mismas fuerzas se hayan volteado contra los suyos. Reclama el horror de tanto atropello. Parecería estarse viendo en el espejo y sorprenderse con lo que encuentra.

Pienso en Goya retirándose del mundo exterior, cansado de los retratos de la nobleza y los registros de la guerra, para encerrarse en su casa a pintar imágenes de la fealdad humana. Lo imagino insomne, pintando a Saturno devorando a sus hijos como un vómito mental. Me lo imagino aferrándose a la pintura para intentar seguir. Pienso en la leche negra de la madrugada de Paul Celan tratando de ver si logra hacer algo con el Holocausto. De allí salto a los dos kilos de leche en polvo que guardo escondidos como joyas en la despensa, tratando de prever los reclamos matutinos de mi hijo que no entiende de los precios del petróleo, ni de crisis económicas. “Tu cabello de oro Margarete, la muerte es un Maestro de Alemania”… Pienso luego en Celan, lanzándose al Sena, su hermosa alma incapaz ya de tolerar  más imágenes de tanta muerte.

II

Tengo semanas pensando en las Islas Marshall. No sé bien por qué. Primero fueron unas fotos maravillosas de Amelia Aerhardt con las que me topé en otra noche de insominio. Resulta que la escapista más famosa de la historia paró en Maturín, en el aeropuerto de Quire-Quire, en uno de sus últimos aterrizajes antes de desaparecer para siempre. Allí sale, con cara de gringa loca, saludando a unos burócratas venezolanos del momento, vestidos de traje y sombrero, recibéndola prosopopéyicos bajo el sol. Fue allí que me tropecé con las islas, como el supuesto lugar donde la piloto desapareció misteriosamente semanas después. Algunos dicen que era una espía americana que se fue allí para investigar a los japoneses. Otros, que buscaba una manera excéntrica de separarse de su esposo, buenote, pero agobiante para una mujer fuera de época que ansiaba aventura y pasión. Total, es que esas islitas en medio del Pacífico vinieron a representar el misterio, un lugar propicio para desaparecer.

Habían sido colonia española hasta que, a finales del siglo XIX, se las vendieron a los alemanes. Podrían parecerse a Margarita, no la de Celan, sino la isla venezolana en el Caribe. Pero son unas islas paradisíacas que han pasado por el infierno. En la Primera Guerra Mundial fueron capturadas por los japoneses, quienes las retuvieron y convirtieron en un lugar estratégico hasta la Segunda Guerra. Kwajalein Atoll es el nombre de una de las islas que en 1944 volvieron a la primera plana de la historia cuando las tropas norteamericanas invadieron. Dicen que la isla la resguardaban sólo cinco soldados japoneses, quienes prefierieron suicidarse antes de rendirse a los aliados. La historia cuenta que la mayoría de los marshaleses lograron escapar en canoas antes del bombardeo. Una isla de playas luminosas con un promedio de 32 grados centígrados de temperatura durante todo el año. Pero el fondo de sus aguas está adornada con restos de buques, aviones y bombas acumuladas, sumergidas en la playa. Un paraíso arruinado.

Capturadas por los gringos, se convirtieron en el lugar preferido, entre 1946 y 1958, para probar sus más recientes juguetes de guerra. La islas Bikini, parte de las Marshall, fueron la sede de pruebas nucleares que dejaron diezmadas 23 islas que cubren 8,8 kilómetros cuadrados. Los isleños fueron reubicados en otra isla llamada Rongerik Atoll. Se les pidió el traslado “por el bien de la humanidad”. Las fuerzas navales norteamericanas los llevaron a una isla desierta con comida suficiente para unas semanas. Pero la espera se alargó, la comida se terminó, el mar se había contaminado y los peces que pescaban los enfermaban. La hambruna diezmó a la población. Se pasaron dos años en la isla, hasta que finalmente se los llevaron a otra llamada Kili. A ésta la han rebautizado como la “Isla Prisión”. Cuando regresaron finalmente a su isla en 1969 se dieron cuenta que la contaminación atómica continuaba. Como consecuencia, décadas después siguen sufriendo de graves achaques físicos.

En 1946 el diseñador francés Louis Reard creó un traje de baño de dos piezas que llamó “bikini” en honor a las pruebas nucleares, afirmando que estaba proponiendo la bomba atómica de la moda. Simpática manera de pasar a la historia. El Vaticano declaró a la pieza de ropa un pecado, no tanto las bombas nucleares. Pero luego vino Brigitte Bardot y el mundo incorporó al bikini como un bien para toda la humanidad, no como el recordatorio de la destrucción nuclear. El nombre del horror mutó a arenita y playita por obra y gracia del mercadeo.

Hace unos pocos días prendí CNN y me encontré con una entrevista a la presidenta actual de las Islas Marshall, la señora Hilda Heine. La entrevista era porque resulta que, además de todo lo sufrido, el calentamiento global está provocando el hundimiento de las islas. Se calcula que dentro de entre veinte y cincuenta años estarán todas bajo el agua y su población o se habrá hundido, o suicidado como los cinco japoneses de la Segunda Guerra, o se habrán reubicado en otro lugar. Están condenados, por las consecuencias de la modernidad, a desaparecer. Una cultura, un lenguaje, una historia que, como Amelia Aerhardt, probablemente quedará como una mera curiosidad, una anécdota, enigmática, simpática, o trivial, perdida bajo el agua del sur del Pacífico. Me sorprendió encontrarme con la presidenta de las Islas Marshall argumentando con la intención de defender el futuro de su isla en CNN. Como una vendedora de empanadas en Playa Parguito pregonando el valor del agua de coco, tratando de explicarle a un mundo indiferente lo mucho que perderíamos si dejamos que nuestro amor por los gases invernadero nos llevase a perder un lugar de sol, palmeras y pescado frito. Una heroína diplomática playera.

Como si hiciera falta más ironía, la referencia más reciente a estas islas no son imágenes precisamente vacacionales sino el mundo algo grotesco de un caricatura infantil de una esponja narizona llamada Bob. Es un mundo de personajes bizarros, presuntamente producidos por las consecuencias nucleares. No son modelos de piel tostada bajo el sol, sino Sponge Bob, lo que representan en la actualidad al país. Una estampa trágica de un lugar cuya imagen es una playa provocativa infestada por plutonio. Un hermoso lugar de sol resplandeciente que hace brillar a las cáscaras del horror de la humanidad.

III

Pero las islas volvieron curiosamente a aparecer en mi dilentantismo geográfico nocturno cuando una referencia del profesor Miguel Angel Campos y Victoria De Stefano me condujo a una serie de posts titulada “Un maracucho en las Islas Marshall”. Resulta que un maracucho llamado Gabriel Andrade se fue recientemente a dar clases a una universidad por allá. La diáspora tiene su vertiente creativa.

Sus escritos son un diario desfachatado de las desgraciadas islas, cuyas miserias compara con las de Maracaibo. Me ha hecho reír un montón. Resulta que está en Majuro, la capital de las Islas Marshall. Comenzando sus labores universitarias le tocó asistir a unas “mesas de trabajo” que le recordaron lo mal que se sintió en unas pasantías que hizo en la Universidad Boliviariana de Venezuela. “Odié todo de esa institución: los chismes, la falta de libertad académica, el adoctrinamiento político, la agresividad de los estudiantes, la mediocridad de los profesores”, nos cuenta sin concesión. Pero lo que más odió fueron las “malditas mesas de trabajo”. En Majuro le tocó volver a una:

“Y son peores que las de Maracaibo. Lo único bueno es la comida: en mi miserable actitud por ahorrar centavitos, veo con optimismo cada vez que hay una ocasión para comer gratuitamente. Y, en estas jornadas, dan buena comida. El almuerzo era bueno y nutritivo, el desayuno no tanto. Los marshaleses se la mantienen alertando sobre la diábetes, pero francamente, cuando sirven comida, no ayudan mucho: el desayuno consta de donuts, y otras comidas azucaradas. Los marshaleses se podrán quejar de las pruebas nucleares de los gringos, pero en el fondo, ¡los bendicen por haber traído donuts!. Lo que no alcanzan a ver es que las donuts han hecho más daño que las detonaciones en Bikini.”

Gabriel se pasea comparando a las islas con Maracaibo como un recién divorciado que piensa en su exmujer cada vez que conoce a otra. En sus habitantes encuentra similitudes en su estilo relajado y laxo para trabajar, el hábito de utilizar los abusos coloniales como excusa para sus costrumbres autodestructivas. Entre Maracaibo y Majuro ve similitudes en su calor húmedo asfixiante y su paisaje marcado por montañas de basura que cubren la belleza que supuestamente subyace. Es una isla fea repleta de desechos plásticos y buques hundidos. Eso sí, no parece haber mucho crimen, no hay presos que canibalizan a sus compañeros (las culturas caníbales pertenecieron a las vecinas islas Fiji).

Pienso en la estupidez de que un paciente mental con graves limitaciones intelectuales, que ya hace años fue apresado, sea la portada de las noticias del día. Pienso en el significado de que un ser enajenado sea la pieza final de una ceremonia infernal. Pienso en lo destructivo que es la inocencia delirante cuando se junta con la violencia. Pienso en que ésta es nuestra estampa goyesca del país que estamos padeciendo. Pienso en el líder del colectivo viéndose al espejo.

Somos como la postal de una playa infestada por restos de guerra que brillan radioactivos en la oscuridad. En un poemario recién publicado, de mi amigo Pedro Enrique Rodríguez, ‘Antiguas Postales del Fin del Mundo’, él se pasea por la desazón de tener que ser testigo de un país empeñado en lanzarse por un barranco, escogiendo la autodestrucción una y otra vez a pesar de las continuas advertencias de muchos de sus habitantes. Intenta dibujar imágenes de nuestra distopía playera.

 Nuestra época se lanzó una noche por un precipicio,
en un carro con las luces encendidas
donde un conductor borracho escuchaba
una canción de amor interpretada por alguien que no sabía amar.

Quisiéramos pensar que no sufrieron,
por el solo deseo de darnos ánimo.
Hacernos olvidar la inutilidad de las tragedias.
Naúfragos que no pudieron con las olas más altas.

Figuras suspendidas bajo el agua,
prendidos del sueño de los calamares
como niños ahogados que nadie se tomó el trabajo de rescatar.

Nuestra canción de horror no sonará como la Fuga de la muerte de Celan: “la muerte es un Maestro de Alemania/ tu cabello de oro Margarette…” Nuestro himno del horror sonará a guaracha y miedo. Nuestras postales serán como los restos nucleares iluminando una playa que fue bella. Nuestra estampa será la de un esquizofrénico protagonista de una canción de salsa que engulle, por orden de uno aún más violento, a sus compañeros.

Será la de niños ahogados que nadie se tomó el trabajo de rescatar.