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Entrevista a Luis Chaves, el poeta actual más reconocido de Costa Rica; por Pedro Plaza Salvati

Fotografía de Esteban Chinchilla

Fotografía de Carsten Meltendorf

La primera vez que conversé con Luis Chaves fue en su casa en Zapote. Sus amigos se reunían para festejar que había sido aceptado por el prestigioso Programa de Artistas en Berlín del Servicio Alemán de Intercambio Académico, del que escritores de la talla de Jeffrey Eugenides han formado parte. Esa misma noche, en otro lado de la ciudad, Martín Caparrós presentaba Amor y Anarquía (Editorial Germinal), que culminó en una “golpiza” en la que el escritor argentino trató de separar a los que se fueron a las manos. En mi memoria se quedó esa imagen: Caparrós, alto, con su flamante bigote y sus brazos extendidos en cruz aguantando a cada uno de los contendores. Un insulto-amenaza de uno de los protagonistas del altercado (más empujones que golpes) hizo que Caparrós abandonara sus labores de paz y se esfumara de la escena. No solo el fútbol desata este tipo de pasiones. Un amigo me invita a largarnos del escenario bélico-literario y trasladarnos a casa de Chaves en modo celebratorio por la beca berlinesa.

Al llegar las sonrisas abundaban, las birras circulaban, había una atmósfera de exaltación y esperanza. La noticia de la residencia en Berlín era equivalente en literatura, valga la ficción por delante, al momento cuando Keylor Navas fue seleccionado para jugar en el Real Madrid. Tanto Luis Chaves como su familia, Mariajo, acompañados de LaMayor y de LaMenor, fueron excelentes anfitriones. Yo aparecía en su casa con el aval de mi amigo que es como ir acompañado de una certificación ISO 9000 andante. Luis, muy cálido en su trato, me hacía preguntas y me observaba como un psicoanalista puede detallar a un paciente. Recuerdo con asombro que, transcurridos unos cuantos minutos, los que se pelearon en la presentación de Caparrós habían hecho acto de presencia en la velada. Ambos se comportaban de manera civilizada, como si nada hubiera ocurrido o como si el pasado inmediato fuese solo una alucinación. En un momento dado de la noche extendida los presentes se congregaron en círculo en el jardín de la casa y algunos dijeron unas palabras. Yo, la verdad, me sentía afortunado, como si de una manera fast-track, espontánea y por azar, hubiese traspasado alguna línea fronteriza.

Luis Chaves es cronista, narrador y poeta. Osvaldo Sauna, uno de los poetas más conocidos de Costa Rica, en las palabras de presentación de Chan Marshall (Editorial Germinal) dijo: “En aquellos primeros versos ya se notaba esa originalidad que hoy lo caracteriza y lo convierte, para mí, en el poeta más sui generis de este país. Ya desde su primer poemario, El Anónimo, nos muestra su desapego a cualquier tipo de ortodoxia”. Luis Chaves es, en efecto, el poeta de Costa Rica con mayor proyección internacional aunque, en esta entrevista, el enfoque recaerá más que todo sobre su faceta de cronista, con motivo del lanzamiento de su último libro Vamos a tocar el agua, precisamente sobre su experiencia en Berlín, y bajo el amparo de la naciente editorial Los tres editores, en manos de las acuciosas y exigentes mentes de Alberto Calvo, Gustavo Chaves y Jochen Vivallo, enumerados acá en orden alfabético. Una nota de los editores al final del libro dice: “Vamos a tocar el agua se terminó de imprimir en junio del 2017 en San José, Costa Rica, a pesar de las lluvias, las presas y uno que otro ataque de pánico”.

A lo interno de Costa Rica es el poeta más leído y con más seguidores. Gustavo Chaves (ningún parentesco), narrador, poeta, crítico literario, traductor y editor, nos dice:

“Cualquier lector mínimamente atento recuerda no solo los poemas de Chaves que le gustan, sino el libro específico en el que aparecieron, y es apabullante ver lo anormal que resulta esto en relación con la obra de casi cualquier otro poeta de Costa Rica”.

Entre los reconocimientos que ha recibido están el Premio Sor Juana Inés de la Cruz, 1988, por su obra Los animales que imaginamos, el Premio Fray Luis de León, 2005, por Chan Marshall, y el Premio Nacional de Poesía, 2011, por La máquina de hacer niebla. Su obra ha sido traducida al italiano, alemán, esloveno y en inglés sus poemas han aparecido en la legendaria revista Poetry y en el diario británico The Guardian. La editorial Seix Barral de Argentina publicó su texto narrativo Salvapantallas (inicialmente editado por Ediciones Lanzallamas), así como Falso documental, un compendio de su poesía. Además de la experiencia en Berlín, Chaves fue seleccionado para una residencia de seis meses en el Instituto de Estudios Avanzados de Nantes, Francia, de la que acaba de aterrizar de vuelta en Costa Rica, junto a Mariajo, La Mayor y LaMenor; una familia molecular (como él mismo la llama) de la que no se desprende. Resulta imposible no darse cuenta de su llegada cuando nos topamos con un Twitter que dice: “La vida me dio una máquina lavaplatos por seis meses para luego arrebatármela. Preferiría nunca haberla tenido”.

Antes de entrar de lleno en Vamos a tocar el agua, quisiera hacerte unas preguntas previas. En 300 páginas (Ediciones Lanzallamas) dices que los poemas de Raymond Carver son el andamiaje de sus cuentos. ¿Son tus poemas, Luis, el andamiaje de tus crónicas?

Por eso hay que cuidarse de lo que uno dice, ahora no sé qué responder. Sí y no. Mejor dicho, a veces. Con el tiempo me he dado cuenta de que en ciertos momentos escribo, cómo decirlo, por módulos. Fragmentos que muevo de un lado a otro. Frases o pequeños conjuntos que aparecen en un poema y también en una crónica. Por ejemplo, en la novela Salvapantallas hay textos que primero se publicaron como poesía. Pero también está el trasiego en la dirección inversa, en este momento estoy escribiendo una novelita de la que, diría que azarosamente, he “copypasteado” frases para poemas. Pero nada de esto tiene mucha importancia, a lo sumo un valor anecdótico, personal. Lo que me parece ver detrás, o debajo, es algo tal vez más importante, la neblina que cubre las fronteras entre géneros literarios.

En la misma obra antes referida comentas: “Como no tengo facilidad para la ficción, me limito siempre a merodear experiencias personales: hablo de lo mío porque es la única forma que conozco para hablar de otras cosas”. Esa afirmación me parece clave porque hay un hilo conductor creativo entre tus crónicas, poemas, textos-híbridos y hasta en Twitter. A la vez ese enfoque personal nos habla de la universalidad del hombre a través de la clase media costarricense. ¿Es ese tu gran propósito?

No soy ni el único ni el primero que ha dicho eso. También es cierto que el tiempo sigue su curso y lo que se dijo hace varios años viene luego a enfrentarte. Justamente para salir de lugares cómodos es que uno se empieza a mover hacia terrenos brumosos. Hoy me interesa ese otro territorio. Y lo estoy explorando. Se sabe que cada quien escribe desde sus límites, reconociéndolos, poniéndoles nombre. Ahora, como esto no es una ciencia exacta, nada está escrito en piedra, existe la posibilidad de volver sobre lo que antes considerábamos poco factible. Sobre todo para uno mismo, para no perder ese misterio que fue el que, para empezar, nos atrajo hacia la escritura. También habría que señalar que todo es ficción y que incluso esa escritura que toma como punto de partida lo que está más a mano también incorpora alteraciones que la van llevando hacia el orden de “lo imaginado”.

En el contexto latinoamericano Costa Rica es uno de los países con una clase media más sólida (sabemos que los índices de pobreza rondan alrededor del veinte por ciento). Con frecuencia hablas sin inhibiciones de un rencor de clase media y admites: “De los abuelos viene leer la intención de las nubes / el rencor de clase / la propensión al cáncer gástrico”. ¿Por qué el rencor de clase en uno de los países que mejor lo ha hecho en el contexto latinoamericano?

Bueno, no es tan dramático como me parece percibirlo en tu pregunta. Hay una dosis de provocación en esos versos. La conciencia de clase es un tema sobre el que vuelvo siempre. Costa Rica es eso que decís, es cierto. También es un país sin conciencia de clase, eso no lo invento yo, lo señaló hace muchos años Carlos Monge (educador, ensayista, historiador, geógrafo y filósofo costarricense). Entonces me interesa, en ciertos momentos, porque también huyo de cualquier escritura que suene “social” o “bienpensante”, ponerme del lado del sol de mediodía, del lado incómodo: recordemos quiénes somos, de dónde venimos. No hablo de revanchismo ni, para nada, de ideologías escleróticas, hablo en contra de mí mismo, primero que todo, la primera bala es para mí.

Yo observo que en Costa Rica en un mismo barrio conviven clase baja (inclusive tugurios), clase media y clase alta de una manera muy civilizada y pacífica. Esto es un hecho civilizatorio digno de admiración. Pareciera que existe una fuente magnética igualadora, por eso su aeropuerto se llama Juan Santamaría y no Juanito Mora. Esa fuerza igualadora creo que es la misma a la que te refieres en relación a la enfermedad de tu madre: “Cada tres semanas en la seguridad social de Costa Rica, una de las grandes ideas de un país confuso, el cáncer como ecualizador de la lucha de clases: campesinos, obreros, clase media asalariada y librecontratista, la acomodada y la oligarquía en el mismo edificio”. ¿Crees que en Costa Rica existe actualmente una lucha de clases?

Vuelvo sobre la pregunta anterior, hay una intención de puya, de meter un trompo en la bolsa, de incomodar un poco poniendo el espejo antes de que nos dé tiempo de peinarnos. Lo natural, en mi debatible opinión, lo natural y saludable es tener una posición crítica con tu país. Es como con la familia. Mi familia no es lo peor, pero tampoco es lo mejor. Debajo del alero de todas esas características positivas que mencionas, uno se da cuenta desde temprano que es mal visto usar ese otro término en CR, “lucha de clases”. Más ganas da de usarlo, por supuesto. Pero va impulsado por esa otra razón que te comentaba, sacarnos un poco de nuestro eje, del discurso conservador y “bienpensante” que hoy, siguiendo el péndulo mundial, se está convirtiendo en uno agresivo e intolerante con la diferencia, con el otro.

Hablemos de música, si te parece bien. La música tiene un rol importante en tu escritura: “A la música más que a la literatura le debo imágenes indelebles, grabadas con láser en el córtex cerebral”. Hablas de cuando compusiste un libro mientras oías compulsivamente un disco de Nina Simone. Mencionas que cuando escribías Chan Marshall, en el que le rindes tributo a la cantante Cat Power, oías obsesivamente su música cuando escribías el poemario. En otro lugar afirmas: “Para mí que terminé escribiendo porque no pude hacer música y encuentro más poesía en ese género que en gran parte de la literatura”. ¿Qué opinión te merece el Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan?

Sobre todo me parece genial por la reacción de quienes se sintieron ofendidos. Se ve que mucha gente le presta atención a la Academia Sueca. Me gustó aún más su manera de recibirlo, casi con indiferencia al inicio, luego como otra contingencia, sin los aspavientos de quienes lo han rechazado. Todo muy dylanesco, poniendo todo en proporción, limándole la pirotecnia. Qué bien me cae.

Y de la música qué te puedo decir que no se haya dicho ya. Es superior. Hablo de la música en general, la culta y la popular, si nos atrevemos a usar esas categorías. Música y matemáticas, dijo alguien. Ahí está todo.

En el poemario Iglú (Editorial Germinal) te preguntas: “Hay que decidirse: verso o prosa. ¿Qué te gusta más?”. Colum McCann ha dicho en su último libro, Letter to a youg writer, que “La prosa debe ser escrita como poesía. Cada palabra cuenta”. En tu caso yo creo que has logrado algo muy difícil: a un lector de poesía se le hace fácil el acceso a tu prosa y a un lector de narrativa tu poesía. ¿Te consideras un transgresor de los géneros literarios; un escrito transgenérico? ¿Decantas el lenguaje hasta la mayor sencillez posible?

No me considero transgresor para ni en nada. Todo está hecho y lo sabemos. En todo caso, esto que señalas creo que es el resultado de mis limitaciones. Soy bastante básico, de poca distancia filosófica, estoy más bien del lado pragmático pero no por decisión si no por incapacidad de estar en ese otro lado. Sí creo que los dos lenguajes se complementan, se alimentan. No me imagino a un poeta que no lea narrativa ni a un narrador que no lea poesía. ¿Por qué habría que hacerlo?

Creo que uno de los rasgos definitorios de tu escritura es el humor. En medio de tus reflexiones, la mayoría de ellas cimentadas en la cotidianidad y el planeta tierra, haces que uno suelte una carcajada. Un ejemplo, cuando hablas “del astronauta ese que, de tan inmaculado, más parece un Escrivá de Balaguer con casco de motociclista”, aludiendo a Franklin Chang, el astronauta tico con siete misiones al espacio. Una buena carcajada, una buena metáfora deja más huella en el lector que una tediosa explicación. ¿Es humor o sátira? ¿Es intencional o espontáneo?

Elegiste una que me trajo problemas. Hay personajes intocables. Pero bueno, está escrito, hice un chiste que no era solo un chiste, el contexto es más amplio, usé el humor para vestir al enojo. Era un momento crucial para el país (el referéndum del Tratado de Libre Comercio) y una “junta de notables” se manifestó con un plato de babas que, por lo menos en mi caso, encendió la mecha del cabreo. Pero no fue nada personal, se trata de un científico de primer orden, admirable, tal vez no tendría que haber sido elegido para esa consulta política. En fin, volviendo a lo del humor, creo que ahí me cuesta separarme de algo mío. No me interesa la chota (burla) ni el chiste serrucha pisos, me voy del lado de la ironía y/o sarcasmo como forma de expresión en momentos clave. Prefiero eso a la pose sentenciosa o, el dedo acusador, la altura moralizante.

En Salvapantallas comentas que en el 2003 fuiste a Buenos Aires a la boda de una amiga con un boleto por un mes y te quedaste tres años. En La embajada paralela, un texto que aparece en 300 páginas, relatas tu despedida de Buenos Aires. En “Buenos Aires Rewind” hay muchos símiles con la evolución de ese año Berlinés, como el de esos momentos mágicos en el que de pronto te atrapa la certeza de dejar de sentirte extranjero o, al menos, llegas a considerarte como parte del barrio. Esos dos textos parecieran una anticipación de Vamos a tocar el agua. El viaje como impulso de escape pero siempre terminas regresando. Buenos Aires (tres años), Berlín (un año), Nantes (seis meses). Dicen que la única forma de regresar al país de uno es escapando por un tiempo. ¿Te han alejado los viajes o acercado más de tu Costa Rica natal?

Para nada me han alejado, todo lo contrario. He logrado identificar con mayor nitidez qué es lo mío de este lugar, qué es lo que me gusta, separarlo de lo que detesto pero no para quedarme “solo con lo que prefiero”, que sería una posición acomodaticia, si no para hacer de tripas corazón: esto es lo que hay, para bien y para mal. O dicho de otra forma, más real: esto es lo que soy, para bien y para mal.

Los psicólogos dicen que hay tres eventos que pueden generar el mayor estrés en una persona: la muerte de un familiar, un divorcio o una mudanza. Vamos a tocar el agua está dividida, en cuatro partes que corresponden a la cronología de las cuatro estaciones. En Invierno inicias la noche de año nuevo (todavía en Costa Rica) con una familia en crisis por la proximidad del cambio y la relativa reciente noticia sobre la enfermedad de tu madre. La irritación a flor de piel. “Como cualquier familia que se asoma al abismo, éramos enemigos”. El relato sobre el cáncer de colon de tu madre es conmovedor. Tanto ella como tú, estaban conscientes de que tenías que proseguir con tu vida. Una línea me impactó mucho, cuando te pregunta, casi como una despedida: “¿Fui una buena madre?” Aunque uno haga lo correcto no puede dejar de sentir culpa. Mientras estás en Berlín prosigue la enfermedad de tu madre, muere ahogado uno de tus mejores amigos, y la tía Yuri, que sobrevive un infarto, muere quemada. ¿Cómo procesaste estos hechos desde la lejanía? ¿Sigues asomado al abismo?

 

Varios de esos pasajes que mencionas se incorporaron después al libro, en el año posterior al viaje cuando la lejanía espacial activó un viaje interior, una exploración no en lo anecdótico y epidérmico sino en el universo interior, el de los recuerdos (se sabe que las cosas son como una las recuerda, no como realmente pasaron). El pasaje de la enfermedad de mi madre lo incluí en esa segunda etapa de escritura del libro. Y lo terminé cuando ya mi madre había fallecido. Siempre es un tema difícil por razones que todos podemos entender. Dentro de lo que pude, o por lo menos la intención fue mantener una distancia con los hechos, dar no solemnidad sino dignidad a la situación. Sobre el pasaje de “la tía Yuri”, te digo que es la muestra de un cuento que estaba escribiendo, es ficción completa injertada dentro de la otra crónica. Mejor dicho, ¡esa tragedia no es mía!

Hablas de tu dificultad para entrarle al idioma: “Las clases semanales de alemán a domicilio (parte de la beca) que recibo con Mariajo son una especie de humillación”. Acá me gustaría enlazar tu apreciación con una experiencia desde otro ángulo pero en la que convergen las opiniones. Juan Villoro estudió, por razones que él mismo no se explica, en el colegio Alexander von Humboldt de Ciudad de México. El alemán fue su primer idioma escrito y, a pesar de que lo hablaba, dice que solo sentía repudio hacia la lengua germánica: “Fue tal mi rechazo a la lengua alemana que a los catorce años, ya fuera del Colegio, me propuse olvidarla, con aniquilación fanática”. ¿Cómo te explicas un punto de encuentro hacia una lengua desde el ángulo del que la aprende y desde el punto de vista del que la habla con conocimiento?

Tendrá sus razones el maestro Villoro, gran escritor, para dedicarse con tanto esmero a olvidar una lengua aprendida. Las sabrá su psicoanalista, si lo tiene o lo tuvo. En mi experiencia, desde el día uno recordé al personaje de DeLillo que sentía que cuando hablaba alemán en sus clases el sonido que salía de su boca era el mismo que haría la Naturaleza si se quebraran sus leyes: un árbol que se retorciera para hablar. Era claro que había llegado 40 años tarde al idioma que tanto alabó el señor Borges.

Algo que te perturbó fue la incapacidad de los alemanes para hacer una excepción: “Entonces yo me odiaba, odiaba a mi esposa porque era lo más cercano, pero odiaba también, y sobre todo, a Alemania, sus reglas y a sus ciudadanos imposibilitados genéticamente para hacer excepciones, una excepción –yo, que vengo de la cultura de despreciar las leyes–, una puta excepción para que mi hija se incorporara al mundo en el que vivían todos los de su edad”. Villoro, en la crónica Berlín: un mapa para perderse, habla del surrealismo alemán (ese caos lleno de reglas). ¿Te llegaron a parecer tantas reglas una forma de caos? ¿Crees que uno necesita un mapa para perderse en Berlín?

El pasaje citado también necesita contexto, se trata del caso específico de una dificultad administrativo-cultural que se prolongó casi al suplicio y la reacción inevitable desde el punto de vista de alguien que viene precisamente de “la cultura de despreciar las leyes”. Ahora, sería injusto de mi parte decir que me molestó siempre ese orden de la cultura alemana. Para dar un ejemplo sencillo: o me podría quejar de un lugar donde sé que mis hijas pueden cruzar tranquilamente en las esquinas porque los carros se detienen frente a los peatones (todo lo contrario a nuestra cultura, donde el peatón es el último eslabón de la cadena alimenticia).

Estando de paso por Hamburgo en un barco en el río Elba, tus hijas dicen: “Ma, vamos a tocar el agua”. ¿Por qué elegiste esa frase como título del libro?

La frase la escuchamos tres adultos que estábamos ahí, mi esposa, nuestro anfitrión (el poeta chileno Tomás Cohen) y yo. Creo que los tres supimos de inmediato que aquella frase simple y sin cálculo, de una espontaneidad incuestionable, tenía, en aquel lugar y en aquel momento, una intensidad lírica. Ahora, la frase estaba en el texto desde el inicio pero la decisión de utilizarla como título fue de los editores, Jochen Vivallo, Alberto Calvo y G.A. Chaves. El crédito es de ellos.

Estos editores son de lujo, me parece. ¿Llevan tus crónicas una pizca de ficción? ¿Importa más la impresión final de la realidad que la verificación exhaustiva de datos?

Claro que sí. Como te comentaba, las cosas son como una las recuerda (o las cuenta) no como de verdad sucedieron.

Comentas que asistes a un partido de fútbol. Has escrito muchas crónicas deportivas y creo que eres un obsesionado del fútbol (como la inmensa mayoría de los costarricenses). Y comentas: “El himno del club que, si no lo compuso Rammstein, se le parece mucho. Un himno heavy metal”. ¿Te gusta Rammstein? ¿Crees que algunas de las letras de Rammstein, detrás de la aparente crueldad, están cargadas de poesía? ¿Cómo fue tu encuentro con la música en Alemania y tuvo esta alguna influencia en los ambientes o tonos creados en tu escritura?

No me gusta el heavy metal, mucho menos todos los géneros tributarios. Para nada. Sin ánimo de ofender, lo digo solamente porque me lo preguntas, me parece música para adolescentes. Lo más pesado que escucho es AC/DC. No tuve casi contacto con música alemana contemporánea. En cambio, están todos sus compositores clásicos.

Me haces sentir adolescente. A mí me encanta Rammstein. Con el paso de ese año “sabático” mencionas algunas de tus lecturas, entre ellas White Noise de Don DeLillo, Fortress of Solitude de Jonathan Lethem, y Desgracia de Coetzee. Creo que en algún momento pudiste llegar a sentir tus primeros meses como una desgracia. Luego llegan varias transformaciones y adaptaciones que coinciden, de alguna manera, con el cambio de las estaciones. ¿Qué te dejaron esas lecturas en Berlín?

Los libros siempre son parte de la vida, hablo de quienes nos gusta la lectura por supuesto. Uno recuerda ciertos libros no sólo por su estilo y/o historias / temas si no por los lugares a donde te acompañaron. Recuerdo dónde leí tal libro o aquel otro. Entonces, esa crónica / relato de Berlín era el lugar perfecto para hablar de algunas de las lecturas que tuvieron más peso en esos doce meses.

Para finalizar, en Vamos a tocar el agua dices: “No obstante, hay algo positivo en llamarle éxito o logro a una capitulación: la sospecha de que el carácter no se forja ni en el fracaso ni en el triunfo, sino en la mediocridad. Dicho de otra forma y en tono celebratorio: Alemania no me ha hecho cambiar”. ¿Qué quiere decir esto proviniendo del poeta actual de Costa Rica con mayor reconocimiento internacional, un autor de culto al que muchos escritores locales tratan de copiar e imitar en su manera de abordar la poesía y la prosa?

Bueno, ¡eso es “fake news”, Pedro! No es así y tampoco importaría. Escribir no es una competencia (aunque los premios den un poco de combustible, ese combustible es para el día a día, para pagar cuentas, etc, no tienen nada que ver con una “calidad literaria”, un premio no te hace mejor escritor, esa tiene que ser la primera regla mental si uno se presenta a concurso). En fin, tema aparte, la reflexión que señalas, si no es exagerado llamarle reflexión, no es solo un chiste. Mejor dicho, disfraza una verdad. ¿No pensamos todos que un día nos van a desenmascarar? ¿Qué un día se va a desplomar nuestro castillo de naipes? ¿Qué todo lo hacemos a medias y mal? Y si no todos lo pensamos, ¿no deberíamos hacerlo todos?