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¿Vale la pena pensar la Nación?; por Juan Cristóbal Castro

Vale la pena  pensar la nación; por Juan Cristóbal Castro 640

No debería generar sorpresa las reacciones frente al llamado de Lorenzo Mendoza a no abandonar el país, si recordamos la intensa polémica que hubo unos años atrás por un sencillo documental de unos chicos estudiantes que llegaban a la conclusión de que querían irse. “Me iría demasiado” fue la expresión que usaron para ser luego estigmatizados como nunca.

No me interesa caer en una estéril diatriba entre los que se van y los que se quedan, entre los que sí quieren el país y los que no lo quieren, como si fuera algo que se decreta y delimita fácilmente. Sólo me interesa ver que, detrás de esa vociferación desmedida y en muchos casos histérica, se esconde de forma sintomática varios silencios que nos interpelan profundamente.

Uno de ellos es la ansiedad que recorre a muchos por lo que implica en toda su dimensión el silencio del CNE para dar las fechas de las elecciones y el de la nación al no criticar la eliminación de las elecciones del Palatino. Silencio que evidencia, a su vez, una realidad: la dificultad de terminar de aceptar el fracaso que generó las movilizaciones del 2014 y la pugna irresponsable de los sectores opositores que impidió dar un mensaje coherente, un plan sensato que hubiese podido economizar el desgaste que se viene viviendo en estos años, y sobre todo una apelación vigorosa, realista, a una comunidad porvenir que nos incluya a todos de forma veraz y efectiva, y no marcando diferencias entre pueblo y clase media, entre Salida y MUD, entre seguidores de Henrique, María Corina o Leopoldo.

Pero es otro silencio incómodo el que me interesa desarrollar brevemente en estas líneas. Es el silencio que comprueba la dificultad que muchos venezolanos están teniendo para relacionarse con un país cuyo gobierno los niega en sus discursos y acciones, pese a la solidez de los vínculos vivenciales que tienen, y cuya oposición no ha podido generar los recursos suficientes para hacerlos sentir parte de algo mayor a la simple critica. Y la clave aquí quizás esté en entender el peligro de seguir pensando la nación de forma chovinista, acaso todavía atrapados por el chantaje del nacionalismo radical del chavismo, por más que hayan querido distanciarse de él.

Ahora que vivimos en una “desnacionalización de los Estados” por la globalización, según nos explican teóricos de renombre, muchos han pensado que hay que desechar sus relatos porque somos cosmopolitas, pero si eso fuese cierto, me pregunto ¿por qué les duele a muchos lo que dijo Mendoza?

Duele por muchas razones, me atrevo a responder. Duele porque, independiente de los mercados trasnacionales o de la inmigraciones y desplazamientos, las naciones siguen siendo comunidades imaginadas que inciden sobre nuestras percepciones y mueven nuestros sentimientos personales y colectivos. Duele porque son narrativas que modelan nuestras maneras de experimentar la realidad y darle sentido a muchas de nuestras vivencias familiares, comunitarias y públicas. Duele porque muchos han sido segregados en la complicada realidad chavista.

Más que una desintegración de las soberanías, como algunos sostienen, yo diría entonces que hay más bien una pluralización y desterritorialización de las mismas, así como algunos regresos espectrales encarnados en fanatismos tribales, como el ISIS o algunos gobiernos africanos, o en populismos radicales, como sucede en Argentina, Ecuador o Venezuela.

Me sorprende ver cómo importantes y queridos líderes de la oposición rehúyen del tema con el argumento de que las instituciones no tienen identidades, y que sólo los estados totalitarios la tienen. Mentira: nadie puede sobrevivir sin identidades, es decir, sin identificarse con algo o alguien, lo que diferencia una democracia de una dictadura es que su concepción identitaria no es cerrada, sino abierta, y se da bajo la interpelación constante con otras identidades.

El problema es que nuestros liberales, más de mercadeo que de otra cosa, han querido rehuir de ese problema y por eso cuando murió Chávez nos dimos cuenta no sólo de la mediocridad de Maduro, sino también de nosotros mismos como opositores, pese a los esfuerzos de muchos por trabajar y mantener la Unidad. No se trata de buscar una narrativa general como si fuese un eslogan de la MUD para la campaña electoral que esperemos que se dé este año. Se trata de captar quizás varias narrativas donde se vean e involucren diversos sectores de la sociedad y no sólo la del “pueblo necesitado” de los políticos tradicionales. Y después se trata de ver cómo se pueden articular estas tendencias para sumar.

Cuatro relatos son los que se han desarrollado hasta ahora en el país donde se ordenan distintos imaginarios nacionales que, a mi modo de ver, ameritan repensarse con cuidado.

El primero es el geológico. Venezuela es producto de la tierra. La soberanía está vinculada a su arraigo terrenal. Pienso en Bello y sus poemas de estilo latino cantando al Samán o en Pérez Bonalde con su Vuelta a la patria: “¡Tierra! grita en la proa el navegante”. Después en el siglo XX hay una obsesión por el “alma de la raza”: está en Canaima de Gallegos, en las obras de Bernardo Núñez, Andrés Eloy Blanco o Antonio Arráiz. Picón Salas en un texto memorable habla de “tumultuoso misterio”. Lo vemos por igual en el folklore que regionaliza radicalmente lo nacional en actividades y tradiciones muy puntuales que son producto del ámbito natural de donde surgen. Otra línea distinta, que se inserta dentro de esta, es la turística, la que tiene a exotizar de forma light nuestro territorio, hablando de nuestras playas, de lo lindo que es Canaima, de lo bello que es El Ávila.

El problema con esta línea es que demarca la soberanía a un territorio, un territorio que al final es imaginario: ¿quién sabe exactamente de las líneas que nos separan de Colombia o Brasil? Además desnacionaliza a los que no viven en la tierra o se relaciona con ella de otras maneras.

El segundo es teleológico. Se arma con el ideario bolivariano que ve el destino nacional preestablecido en una lógica historicista. Cada paso que damos es para  realizar la liberación que propuso Bolívar y los héroes de la independencia. En el siglo XX se revive con la utopía del mestizaje que ve precisamente al nuevo hombre venezolano como alguien que, viniendo de la tierra, se perfeccciona, y en algunos casos blanquea, para terminar siendo la encarnación de nuestra realidad. Es el Santos Luzardo de Doña Bárbaro bajando a los llanos para encontrarse con sus raíces, o el Hilario Guanipa de la Trepadora subiendo a Caracas para conquistar a su esposa. También es el Gómez de los positivistas y actualmente el Chávez de la revolución. También está en esa línea de continua democratización que el brillante Germán Carrera Damas ha identificado como la historia nacional.

La limitación de esta tendencia está dada precisamente en ver la historia como algo que va más allá de nosotros mismos, desde una lógica causal que nos sobrepasa. Además predetermina cualquier nueva acción dentro de ese fin utópico de realización final, y homogeneiza y niega otras prácticas nacionales que no siguen esa linealidad, este “telos” nacional.

Después está la narrativa institucional. Salvo uno que otro gesto de Picón Salas, de Caracciolo Parra Pérez, y otros, es la menos frecuente. El ánimo de rescatar la memoria pública en un ejercicio, a decir de Finkelkraut, de “transmisión hereditaria” de quienes han trabajado por nuestros hospitales, escuelas, partidos y organizaciones, ha terminado en una instrucción espuria a la manera de las cuñas de Martha Miranda para ser un buen ciudadano.

Es quizás la narrativa más pobre de nuestros imaginarios, quizás por aquella impronta de Vallenilla Lanz que siguiera de Bolívar de que la verdadera constitución de nuestros pueblos es la “constitución natural”. Aunque es loable el trabajo que viene haciendo El Nacional sobre las biografías de los civiles, y el rescate que muchos críticos y empresas vienen haciendo, creo que todavía no ha calado, quizás porque sigue faltando color, creatividad y reflexión crítica, que son elementos muy poco populares en nuestras tradiciones.

Su problema entonces es claro. Por un lado, ya muchas de las narrativas anteriores consolidaron una noción de la nación profundamente anti-intelectual que la niega de antemano. Además, sus actuales exponentes destacan su neutralidad, su carácter contractual, que al final no logra proponer una pedagogía que le dé valor porque no tiene un anclaje simbólico de peso.

Finalmente, el último relato, es el multicultural. Al igual que el anterior, goza de gran pobreza. Lo vemos en la publicidades que muestra patineteros o gente compartiendo en distintos lados, en los videos musicales de cantantes de Hip-hop o en bandas más alternativas. Nos habla de una Venezuela plural, compleja, de gente de distintos credos, tendencias, que todavía nos cuesta aceptar. Es verdad que el chavismo se ha agarrado de ella, pero no es sino para usarla como forma de propaganda para ganarse adeptos de moda en el extranjero.

El problema de este relato es su reparto identitario entre culturas pre-establecidas que no dialogan entre sí, entre etnias y grupos aislados. Además termina siguiendo un modelo muy americano que se sincroniza con la segmentación del mercado capitalista. Más que pensarlo de ese modo, sería interesante verlo según lo que Homi K Bhabha una vez promovió bajo el concepto de “diferencia cultural”.

Si bien hay múltiples espacios de conexión entre ellos, podríamos decir que los más deficientes son el institucional y el multicultural. ¿Por qué? Por un lado, el chavismo replanteó los anteriores de una forma cerrada; por otro, nuestra oposición, monopolizada todavía por imaginarios neoliberales de productividad y valores abstractos o por viejas fantasías populistas, no sabe contrarrestar al gobierno en ese aspecto, además de que la autonomía de nuestros espacios culturales, alternativos e intelectuales ha sido siempre menospreciada, con el agravante de que hoy en día todo está partidizado por el gobierno.

Walter Benjamin proponía una “dialéctica del despertar” para hacer evidente el carácter onírico del fetichismo de la mercancía en nuestras sociedades capitalistas. El mismo ejercicio de mundanización lo vienen haciendo algunos críticos y políticos, con la ensoñación del estado Mágico chavista, pero, como una vieja cuña de los equipos Pioneer, solo estamos escuchando “la mitad del sonido”. La otra mitad del sonido es promover imaginarios nacionales más complejos y contemporáneos, que sirvan de alternativa para imaginar la nación que queremos.

No puede ser que no haya un serio debate para promover alternativas al acoso de los espacios de discusión pública y los espacios para imaginarnos de distintas formas. Sólo desde ahí es que podremos vernos desmilitarizados. Sólo desde ahí podremos promover una verdadera terapéutica cultural que cure las heridas de los desgarramientos globales y de los sectarismo chavistas.

El imaginario neoliberal, así como el rentístico, de muchos de nuestros políticos ha desechado, bien por omisión o bien por demagogia, la dimensión simbólica y afectiva (no sentimental) de la política, y por eso ellos no han podido neutralizar el divisionismo revolucionario que se ha perpetuado hasta en nosotros con las peleas constantes que vemos entre los distintos sectores opositores.

Creo que el vínculo entre quienes están adentro con los que están afuera pudiese ser una clave para lidiar con este vacío. Como hablo de la cultura, muchos de los que están afuera no sólo podrían ayudarnos a pensarnos de otra forma desde sus experiencias, sino que aquellos que les ha ido bien económicamente podrían hasta promover iniciativas para enriquecer nuestra empobrecida sociedad civil en su capacidad de imaginarse; pienso en editoriales, producciones visuales, centros de investigación y reflexión, páginas web, espacios de periodismo investigativo. Eso es mucho más enriquecedor que caer en las diatribas sectarias que dividen a los venezolanos entre traidores, colaboracionistas o resentidos.

La nación es un tema complejo. Se mueve en espacios fronterizos tanto afuera como adentro, tanto en vivencias personales como en actos públicos y sociales. Es tiempo de aceptarlo y tener una respuesta frente a ello si de verdad queremos tener una comunidad política más acorde con los serios dilemas que se nos están presentando en esta era post-chávez.