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“Unas señoritas de los salones”; por Elías Pino Iturrieta

"Doctor Syntax with a Blue Stocking Beauty" por Thomas Rowlandson (1756–1827)

“Doctor Syntax with a Blue Stocking Beauty” por Thomas Rowlandson (1756–1827)

Se tiene la idea de que las mujeres venezolanas logran ubicación justa en el seno de la sociedad cuando el siglo XX está avanzado. No es una apreciación exagerada, debido a que la plena reivindicación de los derechos femeninos es obra de nuestros días, cuando las vemos, por ejemplo, votar y ser votadas para el ejercicio de funciones públicas, en altos cargos de naturaleza política o en funciones primordiales de la empresa privada. Tal ascenso es, en esencia, el producto de la modernización de la sociedad, llevado a cabo en forma paulatina después de la terminación de la dictadura gomecista; pero no es únicamente la consecuencia de las solicitudes de una contemporaneidad, es decir, del reclamo de un tiempo distinto del todo a tiempos anteriores. El hilo de la madeja tiene antecedentes de importancia.

No solo porque la mujer, al enfrentar los reclamos de su cotidianidad en el siglo XIX, tuvo la necesidad de hacerse presente a pesar de las limitaciones del entorno. En un mundo hecho por hombres para los hombres, el libreto de la cohabitación las condenaba a situaciones subalternas en la vida privada y en las actividades públicas. Dependían de las decisiones del varón que reinaba en el domicilio doméstico, en la rutina de los gobiernos que comenzaban a imponerse y en el terreno de la economía. Desde la cátedra religiosa se les imponían situaciones de confinamiento, y nadie concebía que participaran en actividades cívicas, sino como adorno; en la promoción de la riqueza, o en polémicas cuyos protagonistas eran siempre varoniles. Sin embargo, las necesidades del ambiente abrieron postigos que ellas supieron aprovechar.

Las conminaciones de la guerra permitieron un debut de importancia. Si quedaban viudas, tenían que salir a la calle a ver por la marcha de la casa. Las necesidades de la patria, o de un partido, divulgadas e impuestas por el género masculino, las metieron en los campos de batalla como compañía imprescindible, y aún como figuras notorias. Los dictados de la moda moderna y las licencias de una urbanidad a tono con los reclamos de una sociedad que imitaba las costumbres europeas, las convirtieron en presencia habitual de tertulias, saraos, teatros y conciertos. Quizá se pueda hablar de un acuerdo tácito para permitirles un lucimiento desusado, una comparecencia cada vez más común, a través de los cuales, con la licencia de la autoridad, escalaron hasta posiciones inimaginables en el pasado.

Pero no podemos mirar el asunto únicamente como una concesión de los dueños y señores de la vida. Gracias a las investigaciones de las colegas Inés Quintero y Mirla Alcibíades, sabemos que se las arreglaron para estar presentes con mayor intensidad en diversos ambientes, después de traspasar los límites que pretendían actuar como casilla complaciente. Ahora nos acercaremos a un punto a través el cual se aprecia cómo llegaron, o quisieron llegar, a posiciones cuyo acceso les estaba negado del todo, posiciones relativas a la actividad intelectual o a la escritura de letras que fueran del dominio público. Como entonces predominó la idea sobre la precariedad de las facultades racionales de las féminas, machacada en numerosos volúmenes y en la prensa más consultada, el episodio que se describirá nos remite a la faena que hicieron para salir de la sumisión en un ámbito que únicamente pertenecía a sus sacerdotes, a sus padres, a sus maridos y a sus hijos. Lo sacamos de las páginas del colega Emad Aboassi (Ideas y letras durante la Guerra Federal, Mérida, ULA, 2011), que vienen al pelo para verlas en desafío ante un intrincado universo.

En 1859 se puso de moda la publicación de cartas de amor en los periódicos. A principios de mayo se incluyó una de ellas en El Monitor Industrial, semanario caraqueño que manejaba el señor Miguel Carmona. Se le atribuía a una joven desesperada y estaba plagada de faltas de ortografía. Era un texto escrito a propósito en son de burla. Nada de particular, a primera vista, hasta cuando recibió una respuesta contundente de un grupo de ciudadanas que acudieron a la redacción de El Heraldo para que permitiera la circulación de una réplica.

Los usuarios de la edición de 14 de mayo pudieron leer:

Debe saber el señor Carmona que para imitar o fingir es necesario mucho talento, de que carece el autor de los hechos diversos, pues no es verosímil que la persona más ignorante atina a errar en todas las palabras, poniendo en todas ellas una letra por otra, como lo ha hecho para zaherirnos:

Sepa U., señor Monitor, que la mayor parte de nosotras podemos darle lecciones de gramática, de retórica, de buen gusto, y sobre todo de discreción y tino, cualidades de que U. y todos sus colaboradores carecen.

Aconsejamos a El Monitor que se muera de repente para tener el gusto de asistir a su entierro, vestidas de gala; pues además de la insulsez de todos sus artículos, no se entienden, porque todas las letras están rotas y sucias como el estilo de todos los colaboradores.

La réplica fue suscrita por “Unas Señoritas de los Salones”, es decir, por jóvenes que participaban en un círculo de lectura y escritura, en una actividad propia de hombres. Pero, por lo que vemos, para ellas era familiar. Su asunto eran las letras y los libros, las expresiones monopolizadas por los hombres. ¿No lo ventilaban sin vacilaciones, como algo natural y merecido? ¿No plantaban cara ante una esperable hostilidad?

De allí que veamos cómo volvieron a la carga el 16 de noviembre, de nuevo en El Heraldo, con frases contundentes.

La necia crítica de U. contra nuestra ortografía no es digna sino de un pulpero que no nos trata, y desconoce por consiguiente nuestro estado de adelanto, que a decir verdad, somos más ilustradas que muchos de los caballeros que nos visitan y de los que, como U., han tomado el hermoso camino del periodismo.

(…) Si U. duda que somos mujeres, estamos prontas a dar nuestras firmas.

No solo insistieron en el ataque del editor Carmona, como se ha visto, sino que también se animaban a una batalla de mayor profundidad que podía involucrar a todo el género masculino y frente a la cual estaban dispuestas a descubrir su identidad.

La batalla no tuvo lugar, o no fue recogida por la prensa, pero lo que interesa es el suceso capaz de anunciar hazañas y trofeos de siglos venideros. Es una lástima que permanezcan en el anonimato las atrevidas de 1859, las pioneras de la causa que se impondrá en una república de las letras habitada por sus sucesoras con legitimidad gracias al impulso de las vicisitudes aparentemente insignificantes que descubren los historiadores.