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Unas líneas finales para Pedro Llorens; por Alonso Moleiro

Unas líneas finales para Pedro Llorens; por Alonso Moleiro 640

No recuerdo cuándo fue la última vez que vi a Pedro Llorens. El paso de los días, transformados en años, se lo fueron llevando. Aquel amigo cercano y cálido de los años de El Nacional comenzó a alejarse a una velocidad que ahora no me canso de lamentar. Hacia el año 2007, sobre la vida de ambos, pero sobre la mía en particular, se presentaron nuevas eventualidades laborales y nuevas circunstancias cotidianas.

Aquel sujeto parco y tímido no usaba celulares, no respondía correos electrónicos, porque sencillamente no los leía, y no devolvía mensajes de texto. Como si viviera en 1979, dejaba en cualquier caso el número de su casa, e invitaba al interesado a dejarle un recado: al regresar, de noche, podría  devolver la llamada.

Cuando, en el año 2006, Pedro publicó Contra Chávez, me regaló un volumen y me puso esta dedicatoria: “Para Alonso Moleiro, quien forma parte de una amistad especial que abarca tres generaciones.” Pedro era de San Bernardino, frecuente visitante de la casa de mis abuelos, compañeros de estudios de mi padre en el Colegio América. Luego militaron juntos en política y fueron grandes amigos personales. Sus padres fueron unos emigrantes catalanes que llegaron al país en el contexto de la guerra civil española de finales de lo 30. Republicanos españoles que sembraron en Pedro un espíritu libertario y un amor por la desobediencia que constituía una de las claves de su comportamiento.

Luego de haber pasado años escuchando historias en las cuales estuvo metido, lo conocí de forma más o menos desprevenida, hacia 1998, cuando recién ingresaba a El Nacional. Como quien reconoce a una especie de pariente existencial, nos hicimos amigos de inmediato. A partir de entonces, durante los siguientes ocho años, y a pesar de la diferencia de edad, iniciamos una regular, sólida y fértil relación laboral y personal, zurcida con una ráfaga kilométrica de conversaciones al pie de una barra, tomando café en uno de los cuchitriles que existían en torno a la vieja redacción de El Nacional, en la esquina de Puerto Escondido.

Historias menudas de los años de la guerrilla; crónicas parlamentarias de todos los tiempos; chismes y clásicos de la política venezolana; títulos inolvidables; campeonatos mundiales; escándalos, viejas historias y glorias de salas de redacción que ya no existen, como La Esfera, Almargen, Bohemia y La República. Grandes periodistas de una época, como Euro Fuenmayor, Cesar Messori, Rodolfo José Mauriello o Leopoldo Linares.

Sobre todo eso y más divagaba con Pedro, en rigor un caraqueño de los años 50, aquel sujeto seco y amargado que destilaba al mismo tiempo una extraña bondad silenciosa y un cariño inexplicable por este país. “Un buen titulador”, me dijo una vez, “tiene que saber darle la vuelta a una noticia”.  Quería decir que los títulos generaban subproductos; que en el fondo de todo texto subyacen con frecuencia nuevas eventualidades para nuevas portadas.

Como si fuera una especie de mago, a él acudían redactores y periodistas de todos los estratos a escuchar sugerencias y orientaciones en torno a reportajes en desarrollo. Pedro alternaba sus raptos de osquedad e impaciencia con delirantes momentos de felicidad en aquella inolvidable y divertida vieja redacción de El Nacional, amorosa y solidaria, uno de los sitios en los cuales he sido más feliz en mi vida, donde cualquier excusa era buena para armar una fiesta pero nadie dejaba de atender con enorme mística y compromiso sus responsabilidades. Un sitio en el cual muchas personas habrían querido trabajar en este mundo, sin duda alguna.

Se fue, pues, sin avisar, Pedro Llorens. Su muerte nos tomó por sorpresa. Lo recordamos y, de tanto en tanto, lo lloramos.  Se van momentos felices, afectos, momentos que colgamos en portafolios personales y que no olvidaremos jamás. Se va sin dudas toda una página del periodismo venezolano.