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Una noche en “El Aviador”, por Norberto José Olivar

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En Guadalajara no hay relojes. Y cuando alguno aparece, dice una hora que no existe, como el digital de la camioneta del maestro Adrián Gómez, nuestro anfitrión en los días de la FIL. La ficción le gana al tiempo, pienso. Y puede que ni ellos se hayan percatado de una ausencia tan palpable.

Sin nada que gobernara el paso de las horas, acabé más despistado que nunca. De modo que la bella y paciente Melina Flores, coordinadora de nuestros desvaríos, impuso cierto ritmo y orden a las actividades que debíamos cumplir. Y una noche, como recompensa, quizás, fuimos hasta la cafetería El aviador, un pequeño local en la avenida de los Niños héroes, en compañía del maestro Gómez, Carlos Sandoval y el mismísimo Alessandro Baricco. Ellos cenaron tacos y cerveza Modelo. Yo solo me di a beber leche. Pura y simple leche. Toda la jornada.

Al fondo se escuchaba, discreta, Julieta Venegas, hacía una versión, a su manera, de El triste.

Carlos Sandoval daba a Baricco y a Melina un balance del estado de salud de la literatura venezolana actual que, en otras angustias, les decía, se ha quedado ahora sin papel. No obstante, yo solo tenía ojos para mi vaso de leche.

En un momento indeterminado, Sandoval me «pela los ojos» como pidiendo un poco de ayuda para sostener el fuelle de la conversa. Me causó cierta molestia tal solicitud. Sin embargo, accedí a colaborar con una frase que bien podría servirme de tuit y, que dicho sea de paso, juzgué suficiente y oportuna dado que Baricco hacía un gran esfuerzo por entender lo que se le decía. El caso es que suelto, pausadamente, lo siguiente: «Los escritores venezolanos han pasado la frontera, pero no sus libros». De seguidas callé y volví a mi vaso de leche. Sandoval empezó a desmenuzar aquello hablando de la diáspora de nuestros autores y del aislamiento editorial que genera el control (o descontrol) de la economía nacional.

Cuando la tertulia languidecía, Baricco habló en italiano a Melina, creo que le pedía detalles sobre su agenda. Entonces Sandoval me pregunta si pude echar un vistazo a los libros. Le dije que apenas entré y vi aquel tsunami de títulos recordé una canción que había oído, alguna vez, a la Billo’s: «Mariposas amarillas, Mauricio Babiloniaaa…» Y me invadió un vértigo insufrible y real maravilloso.

El maestro Adrián Gómez, con excesiva amabilidad, dijo que lo mejor era regresar a nuestro hotel. No supe la hora. Supongo que era bien entrada la noche. Solo sé que el cansancio se nos veía en los ojos.

La mañana siguiente volví a El aviador, pero no pude encontrarlo. Pregunté por el local y nadie atinó a darme una dirección. Había desaparecido. Tararee a Sabina, Y nos dieron las diez y las once. Pensé: «Si te pierdes en Maracaibo, imagínate en Guadalajara». Pensando todo el rato, así con cierta inquietud, me senté en un banco grande y blanco. Luego, en un descuido, un perrito (ignoro la “marca”) se subió a mis rodillas. La dueña —una mujer redonda— corrió hasta mí y, avergonzada, me dijo: «A estos perritos les encantan las rodillas».