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Una litografía de Armando Barrios; por Arturo Almandoz Marte

A Alicia Barrios de Feaugas,
in memóriam.

“Enigmas..! Porque el tiempo tiene forma
y la luz tiene tiempo para llamarse color,
claroscuro, mediatinta o espejo”.
Reyna Rivas

Una litografía de  ; por Arturo Almandoz Marte 640

“Sonatina”, de Armando Barrios

 

1. Si de niño comencé a cultivar yo cierta afición por la pintura, fue debido en parte a los cuadros que decoraban la casa de nuestros vecinos Feaugas Barrios, quienes se mudaron al lado de la nuestra, en lo alto de San Bernardino, hacia mediados de los años sesenta. Presidiendo su sala había una versión a gran formato de Miranda en La Carraca, óleo que me resultaba familiar por almanaques y diarios del colegio, pero no asociaba yo todavía con Arturo Michelena. En el reposo de las escaleras se ejercitaban en la barra unas bailarinas en carboncillo, cuyos tutús y zapatillas realzadas en pastel me recordaban a Degas; este era uno de los pocos maestros que sí conocía por un libro que en un cumpleaños me regalara tía Maruja, profesora de arte en liceos caraqueños. Y el comedor, modesto como el nuestro, se engrandecía con un imponente óleo abstracto junto a la reproducción de unas planchadoras muy estilizadas, difíciles a veces de percibir para mí por el reflejo de la luz de la ventana sobre el vidrio de la montura.

Desde las primeras visitas que mamá dispensara a la nueva vecina, en lo que era la génesis de una amistad sempiterna, la señora Alicia dijo que aquellos cuadros eran de su hermano Armando, desconocido entonces tanto para mamá como para mí. Ante nuestras preguntas sobre aquel tesoro, recuerdo que uno de los comentarios que la señora Alicia hizo, con su sencillez característica, fue que si bien sabía ella que las obras más tardías representaban mejor el estilo del hermano, prefería el Miranda que Armando había pintado de muchacho, cuando los Barrios Rodríguez vivían en la parroquia de San Juan, en el centro caraqueño; seguramente le recordaba esa época en que, como hija mayor, cuidara de los hermanos solteros, después de la muerte temprana de la madre. Siempre lamentaré no haberle preguntado nunca si aquel Miranda hubo sido pintado cuando el joven Armando asistía a la Escuela de Bellas Artes, dirigida por Marcos Castillo y Rafael Monasterios; o si lo había ejecutado en la escuela Manuel María Echeandía, que regentaba el pedagogo Santiago Schnell en las inmediaciones de San Juan.

Casi a la par que la fraternidad entre vecinos creció mi interés por las pinturas del susodicho hermano, avivado por haberlo conocido nosotros cuando visitaba a sus parientes, generalmente al regreso de largas estadías en París o Roma; menudo de estatura y sencillo de trato, venía siempre acompañado de su esposa, la poeta Reyna Rivas, con quien formaba pareja entrañable desde que fueran vecinos en San José, en la Caracas de los treinta. Ya entrando en la adolescencia, la afición mía por la pintura figurativa se materializó en las pobres imitaciones que comencé a hacer, tanto al carboncillo como al óleo, en la casa municipal de la juventud que inauguraron en San Bernardino a inicios de los años setenta; en aquellos pinitos míos se yuxtaponían, si mal no recuerdo, estilizados rostros a lo Armando Barrios y Virgilio Trómpiz, con motivos tomados del postimpresionismo de Degas y Toulouse-Lautrec. Alguno de esos pequeños cuadros llegó incluso a decorar el recibo de nuestra casa, donde a diferencia de la de los Feaugas, predominaban las reproducciones anodinas; los pocos originales eran obsequios de parientes que, si bien remedando el paisajismo de Cabré, López Méndez y Golding, practicaban la pintura sólo como aficionados.

2. Creo que fue como premio al final del segundo año de bachillerato cuando mamá, reconociendo mi interés por la pintura de Barrios, me obsequió el libro homónimo que le publicara Ernesto Armitano en 1974, probablemente en ocasión de una de las tantas exposiciones del artista en galerías caraqueñas. Y si no me equivoco, fue la señora Alicia quien se lo consiguió con descuento, consciente como ya era ella de las limitaciones presupuestarias de los Almandoz Marte, especialmente después de la muerte de papá aquel mismo año.

Escrita en español, inglés y francés, en consonancia con el cosmopolitismo del artista y del país que entonces éramos, la introducción de Juan Röhl iluminó las escasas nociones que tenía yo sobre la pintura de Barrios; éstas provenían de los textos de educación artística de Cándido Millán, donde algunos de sus cuadros aparecían como ejemplos de ritmo y composición. Con Röhl pude entender que, después de aquella etapa figurativa por la que pasara de la mano de los maestros de Bellas Artes, como muchos de los pintores venezolanos novecentistas, el joven Armando comenzó a descomponer la figura a la manera de Cézanne; así lo evidencia el “equilibrado desdibujo” del autorretrato de 1937, anuncio de la etapa cubista que informara en mucho el contacto con Antonio Edmundo Monsanto. Los “grandes planos unicolores” heredados del cubismo y el postimpresionismo dieron paso a figuras estilizadas que desembocarían en el abstraccionismo, profesado en sus años parisinos por un Barrios deslumbrado por Vasarely, como hiciera notar el mismo Röhl.

Las composiciones abstractas que presentara Barrios en el Museo de Bellas Artes en 1951 cautivaron al Villanueva que buscaba la integración de las artes en la Ciudad Universitaria; de allí surgieron los murales en mosaico del estadio Olímpico y la plaza del Rectorado, cuya “limpieza de factura” y “sabia maestría de composición” enriquecieron plásticamente aquel proyecto urbano que compendió a la Venezuela modernista. Además de los murales que había yo entrevisto en mis visitas a la UCV, en aquellos años en que preparaba mis aplicaciones universitarias, el libro de Armitano catalogaba, en tanto anticipo y epílogo del Barrios abstraccionista, la más temprana Costurera de 1949 y las Planchadoras que ganaran el premio Nacional en 1957. Una en original y otra en reproducción, ambas obras dialogaban asimismo en el comedor de los vecinos, que como la sala de un museo doméstico y familiar, frecuentara yo desde niño, invitado siempre por Luis Alberto, el menor de la casa y mi compañero de juego.

3. A pesar de las visitas más esporádicas a casa de los Feaugas, por falta de tiempo que no de afecto, la admiración por Barrios continuó en mis años universitarios. A veces para cursos de plástica o historia del arte en la Universidad Simón Bolívar, visité algunas de sus retrospectivas en la Galería de Arte Nacional y el Museo de Bellas Artes, que don Armando había dirigido a finales de los cincuenta, así como algunas exposiciones que hiciera en las galerías Acquavella y Mendoza. Para entonces las figuras femeninas habían recobrado su protagonismo, con frecuencia curveadas y estilizadas contra un fondo abstracto y lumínico, como ocurría en las series polícromas de Composiciones, Vitrales y Contrapuntos. Se mantenían intactos “la línea pura, los colores casi vítreos de puro limpios y transparentes, el concepto casi mural de sus óleos”, según comentario de Jaime Tello que Röhl recogiera en su introducción. Allí añade que la luz continuaba emanando “de la superficie coloreada y como producto de las relaciones cromáticas”, al igual que de la geometría compositiva. Pero, un poco en tanto causa y efecto al mismo tiempo, mantenía esa luz una “supremacía” que marcó la obra de Barrios hasta el final, tal como reseñara Perán Erminy a propósito de otra exposición en la galería Freites en 2009, a diez años de la muerte del maestro.

Conocedora de nuestro anhelo por adquirir aunque fuera una reproducción de alguna obra del hermano, con precios que escapaban cada vez más de nuestras posibilidades, a comienzos de los años ochenta la señora Alicia nos obsequió una litografía de la Sonatina, cuyo original de gran formato era propiedad del banco Latino. Mamá de inmediato la mandó a enmarcar con una montura muy delgada y un paspartú muy tenue, para realzar, si cabe, el cromatismo de la composición. Además de la primacía de las cinco figuras femeninas que llenan el lienzo, como en tantas otras de sus pinturas, se hace explícito el tema musical que Barrios adoptara desde joven. Porque como es bien sabido, más que una afición, era su conocimiento musical que el artista proteico quiso hermanar con el dominio de la pintura; no en vano se había graduado como profesor de canto lírico y piano, al igual que su joven esposa, en la Escuela Superior de Música, habiendo llegado a ser barítono en el Orfeón Lamas a mediados de los años treinta.

Además de la “técnica de notable nitidez” y otros atributos plásticos siempre admirables en la obra de Barrios – cuyos originales seguimos mamá y yo contemplando en exposiciones, algunas veces acompañados por tía Maruja – esa litografía de la Sonatina trajo a nuestra casa las “coordenadas” que, según Reyna Rivas, sustentaron la obra del esposo. Como lo registrara para el catálogo de la exposición póstuma en la galería Freites, ellas son “…la luz, el ser humano en sus más hondas y quizás más simples esencias, el ritmo, el silencio y la música”; definiendo una pintura “hermanada con la música, acompasada por la poesía y por los modos de callar que suelen acompañar la soledad creadora y revelar a la criatura humana en su más diáfana mismidad”.

4. Al lado de los modestos originales que siguieron decorando nuestro recibo, la Sonatina de Barrios iluminó la senectud de mamá y el ocaso de nuestra vida en la quinta de San Bernardino; cuando ya ésta se quedó sola por el casamiento de los hermanos mayores y pude yo hacerme de otra habitación, la litografía pasó entonces a acompañarme en el así llamado estudio. Allí estaba para comienzos del siglo XXI, cuando la señora Alicia partió de nuestra calle y de la casa vecina que también se desoló con la muerte del señor Feaugas, decidiendo los hijos llevarla a vivir con ellos al interior. Y allí estuvo la litografía hasta que nuestra casa fue vendida en 2012, tras los seis años que esperé, en suerte de duelo doméstico, desde la partida de mamá.

Al decorar mi apartamento de Las Palmas con los más de los adornos traídos de la casa de San Bernardino, respeté la disposición e inicialmente coloqué la litografía de Armando Barrios en mi estudio diminuto. Pero al tiempo sentí la necesidad de moverla a un espacio más visible de la sala, donde pudiera contemplar a diario el mundo de referencias que ella espejea, como predicara el segundo Heidegger sobre las cosas y la obra de arte, siguiendo a Hölderlin y dialogando con Rilke. Y aunque la Sonatina no tenga el valor artístico del original, por supuesto, atesora para mí el patrimonial de lo familiar, como la mayoría de las cosas que me acompañan en la cotidianidad. Sobre todo ahora que un antiguo vecino de San Bernardino me comentó, en diciembre de 2013, que hacía poco falleció la señora Alicia.