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Una entrevista inédita a Carlos Noguera [1943-2015]; por Luis Yslas Prado

La siguiente entrevista fue hecha en enero de 1999, para una asignación en la maestría de Estudios Literarios de la UCV. Nunca apareció publicada. La rescato de entre mis archivos de estudiante, para honrar la memoria de Carlos Noguera (1943-2015), un escritor que fue maestro de varias generaciones de lectores y escritores en Venezuela.

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Conversación con Carlos Noguera [1943-2015]. Una entrevista de Luis Yslas Prado 640

¿Cómo nace el lector, el escritor Carlos Noguera?
En mí, la motivación por la escritura es paralela a la motivación por la lectura. De niño, tuve la suerte de contar en mi pueblo, Tinaquillo, con una familia muy ligada a la educación. Las escuelas del pueblo, que eran dos –una para mujeres y otra para hombres– tenían muy buenas bibliotecas, y en mi casa también había una biblioteca muy bien dotada. Debo confesar que leía muchos suplementos, haciéndole caso a mi amigo William Osuna que me ha dicho que mencione la importancia de este tipo de lecturas en mi formación. Pero, claro, al lado de los suplementos, también leí varios libros casi desde los ocho o nueve años. Recuerdo, por cierto, que en la biblioteca de la escuela de mujeres, donde mi tía era directora, estaba la colección El Tesoro de la Juventud, que no la había en ningún otro sitio. Cuento esto porque me impresiona la cantidad de veces que la he oído nombrar como referencia remota de mucha gente que se inició en sus lecturas. Yo me iba, pues, a leer esos libros a la escuela Padre Alegría, casi todas las tardes. En la casa, la biblioteca estaba en un lugar llamado el cuarto de los santos, un cuarto destinado para tener en un rincón una especie de altarcito lleno de imágenes religiosas y retratos de familia. En una de las paredes del cuarto estaba la biblioteca, donde tú encontrabas libros provenientes de diversas fuentes. Libros, por ejemplo, que mi papá le había regalado a mi mamá, o libros de la editorial Sopena. Recuerdo haber leído Naná de Zola a los ochos años, cuya lectura, por cierto, estaba en el Index Librorum Prohibitorum de la época. Sin embargo, debo decir que mi familia, pese a ser muy religiosa, nunca me censuró mis lecturas. Mis tías y tíos, además, la gran mayoría, escribían poesía. Yo compartía mis lecturas especialmente con mis tías, pero claro, también leía a solas. Un día descubrí un baúl en la casa que contenía una especie de carpetas o cuadernos llenos de poemas, la mayoría de ellos satíricos. Los leí y me divertí mucho. Con los años, mi tía Julieta me dijo que esos poemas, casi chistosos todos, eran testimonios de la época de su juventud. Y yo me dije, nada, aquí está mi modelo y recuerdo que los primeros versos que escribí fueron un grupo de cuartetos dirigidos contra muchos de mis amigos, e incluso, contra varias de las muchachas que a mí me gustaban. Por supuesto, esto me creó una fama de loco en el pueblo, porque algunos versos eran hasta insultantes. Y en realidad no me explico por qué, porque yo quería mucho a mis amigos. Quizás, esos cuartetos coincidieron con el nacimiento de mi pubertad. Eso explicaría su tono rebelde.

Otra anécdota que ilustra el ambiente de esa época es la siguiente. Cuando llegué a Caracas, creo que acompañado de una tía y mi padre, recuerdo que estaba interesado en comprar –no te vayas a reír, por favor– el libro La Amada inmóvil de Nervo, quizás influido por mis primos y tíos que eran unos apasionados lectores de los poetas modernistas. Yo, pues, a mis 11 años, era un apasionado de Nervo. Entramos a una librería, pero el librero nos dijo que no tenían ese libro, pero sí las obras completas de Nervo. Yo, dispuesto a irme ya sin el libro, de pronto oigo la voz de mi tía Julieta que le pide al librero las obras completas. Ése fue entonces el primer libro que, por mi propia decisión, obtuve en Caracas.

Quizás, lo que más me llamó la atención de aquella época es que la escritura sirviera para detener un momento del tiempo. Que éste permaneciera, más allá de que las personas cambiasen o no. Conservar un testimonio de vida es lo que más me ha interesado de la literatura.

¿Posee algunos mecanismos y rutinas de escritura?
Yo ahora escribo a mano, y te explico por qué. Cuando escribía Juegos bajo la luna (1994), lo hice en una computadora portátil (llamada Lolita), y me fue muy útil. Sin embargo, las computadoras, sobre todo de este tipo, tienen un problema gravísimo y dañino para la vista que es la pantalla. Llegó un momento en que me resentí tanto que me dije, bueno, en la próxima novela voy a irme al otro extremo, al papel y lápiz. Ahora todo lo que escribo, en un primer momento, lo hago a mano, y luego lo paso a la computadora. No importa en qué lugar me encuentre, yo trato de escribir donde sea. Puedo escribir usualmente en un café, en una mesa, en un parque, incluso, he llegado a escribir en la cola de un banco.

Por supuesto, uno no trabaja todos los días igual. Mucho de lo que uno escribe se elimina después. Yo escribo por lo general una cuartilla o cuartilla y media diaria. Pero no las paso inmediatamente a la computadora, sino que las releo al día siguiente, no sólo para corregirlas, sino para retomar el hilo de la escritura. Sólo después, ya a la tercera corrección, las paso a la computadora. Existe, finalmente, una cuarta corrección, que es cuando uno imprime, pues siempre salen errores que uno no vio ni en el papel ni en la pantalla.

Una corrección exhaustiva…
Corrijo de todo. La frase, la estructura de la frase sobre todo me interesa mucho. Uno escribe una oración y entonces, inmediatamente –a menos que uno sea un genio–, vuelve a esa oración. Yo hago muchas variaciones sintácticas. Recurro a sinónimos o simplemente elimino la palabra u oración que me suenan mal o no se adaptan al contexto del párrafo. Por eso, en la escritura a mano especialmente, yo dejo bastante espacio entre una línea y otra, para hacer las correcciones necesarias. Ésa es una recomendación que yo les hago a los talleristas.

Hablemos ahora de las influencias, de las afinidades literarias. ¿En qué libros y autores halla usted un territorio común, una correspondencia estética?

Hay autores que lo influyen a uno, digamos, de una manera directa, lo influyen a uno literariamente. Por supuesto, la mayor parte de las veces por la calidad del escritor, pero no es del todo extraño –y no estoy diciendo nada extraordinario– que uno reciba algún guiño, influencia o revelación de escritores que no son tomados mucho en cuenta, escritores de segunda o de tercera línea. Uno literariamente puede encontrar allí, en estos autores, algunas revelaciones de cosas que alguna vez pensó, o quizás, absolutamente nuevas. Creo que a veces lees autores con los que no te identificas, ni siquiera estéticamente, a los que incluso consideras deformes o exagerados y, sin embargo, sientes que ese autor te está enseñando algunas cosas importantes. Porque la herramienta que él utiliza, aunque uno no la comparta del todo, de alguna forma constituye una sabiduría de su oficio. Un ejemplo es la narrativa de Robbe-Grillet. Este autor no puede estar más lejos de mis preferencias, y sin embargo, aquí y allá yo le he lanzado guiños a Alain Robbe-Grillet. En Historias de la calle Lincoln (1971), por ejemplo, hay un capítulo llamado “La ventana indiscreta” que es única y exclusivamente la descripción minuciosa de un apartamento donde va a ocurrir una reunión; es decir, el apartamento despojado de vida, sólo la mención de la luz, de los colores y de los espacios. Y alguien me dijo también que en la primera página de Juegos bajo la luna, la descripción del cuerpo tendido de la muchacha en el cobertizo, hace recordar el estilo de Robbe-Grillet. Y creo que es verdad en parte.

Ahora, autores que yo te podría confesar que han sido un placer para mí leerlos, y que me han influido, por ejemplo, literaria y vitalmente, te podría nombrar, en primer lugar, a Julio Cortázar. Nosotros leímos y celebramos Rayuela en los 60. Recuerdo que había un cafetín en la escuela de Economía de la UCV donde íbamos, en las tardes, muchos poetas y narradores, o gente que quería serlo, y allí en esas mesas alguien, ya no recuerdo quién, trajo en un momento esa novela. Todos la leímos y la discutimos. Para mí fue una revelación en muchos sentidos, sobre todo, por la personalidad literaria de Cortázar que se refleja no sólo en sus textos, sino en su vida. Una personalidad literaria muy definida, con propuestas muy concretas, con una gran imaginación y una concepción lúdica de la literatura que, en aquel momento para mí, fue muy importante. Rayuela produjo en mí la sensación de que eso era, un poco, lo que yo quería hacer. Y aunque cuando la leí ya había escrito algunos libros de poemas, cuentos y un intento narrativo (una novela llamada Para un juego, de la que se publicaron algunos fragmentos en revistas, pero que archivé por considerarla un fracaso literario), sentí que esa novela, Rayuela, constituía una forma de entender la literatura con la cual yo me identificaba. La novela como juego.

Existe, por otra parte, una influencia importantísima que es Pirandello. Creo que su obra es uno de los grandes pilares, un referente importante en la evolución de la literatura, sobre todo en el sentido de una conciencia estética que se ve a sí misma. Soy, además, un gran lector de novela policial. Me he leído casi toda la obra de Simenon. Por supuesto, Sherlock Holmes y también las novelas de Agatha Christie. No puedo dejar de nombrar a Durrel, cuya obra, El cuarteto de Alejandría, tuvo una gran influencia, no sólo en mí, sino en mucha gente de mi generación. Está también Nabokov, el de Lolita y Pálido fuego, Proust, y, claro, toda la gran narrativa latinoamericana de ese momento histórico comprendido entre 1935 y 1975. Te he hablado de Cortázar de manera privilegiada, pues pienso que merece la pena rendirle tributo, pero claro, todos ellos son importantes. García Márquez también, a pesar de que algunos de mis amigos lo leen con la nariz tapada, pero que a mí particularmente me gusta.

Yo creo que de todos los narradores latinoamericanos que se podrían mencionar, Vargas Llosa es uno de los que más importancia le da a algo que para mí es fundamental en la elaboración de una novela: la estructura. Vargas Llosa concibe la novela como una totalidad arquitectónica, como una catedral o un edificio, que tiene tanto más significado cuanto que sea adecuadamente resuelta esa estructura. En ese sentido no hay, yo diría incluso a nivel universal, quizás Tolstoi o Balzac en su mejor momento, pero no hay, me atrevería a decir, un verdadero maestro en ese aspecto como Vargas Llosa. La lectura de obras como La ciudad y los perros, La casa verde o Conversación en la Catedral son enseñanzas básicas para un escritor. Son fuentes, pues, de aprendizaje primordial para cualquier narrador en sus inicios.

No hay que olvidar tampoco, por supuesto las novelas de Cabrera Infante, de Fuentes o de Bryce Echenique. Hace poco, por cierto, leí una novela de Sergio Ramírez, Margarita está linda la mar, y debo decir que, a pesar de que las veinte primeras páginas me parecieron muy chatas, logré sobreponerme a esa resaca inicial y la veo ahora como una gran obra. Una novela muy bien construida, con unos personajes bien elaborados (con mucho afecto), una historia interesante y una habilidad del narrador espléndida. Una obra, sin duda, importante.

¿Todavía sigue siendo el boom de la narrativa latinoamericana un referente insoslayable para los escritores en lengua española?
Pienso que el lapso comprendido entre 1935 y 1975, como dije antes, fue el gran momento de esplendor de la literatura latinoamericana en lengua castellana. Esos autores fueron herederos de la gran experimentación literaria de finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX: Joyce, Proust, Kafka, los surrealistas, etc. Ellos agotaron esa herencia y, por eso, uno no puede, en el postboom, hacer lo que ellos ya hicieron, es decir, sacarle la punta al gran imaginario latinoamericano que ellos construyeron. No ha habido una literatura, un momento histórico en una lengua, que produzca tantas obras maestras, con tantos autores tan diversos como esos 40 años de la literatura latinoamericana. Hoy en día, los escritores latinoamericanos tienen la inmensa tarea de reinventar de dónde se va a nutrir la narrativa, para, de alguna forma, darle una respuesta al reto que los escritores del boom lanzaron. Y allí, en esa discusión de adónde hay que ir, pienso que es necesario volver la mirada al siglo XIX o más atrás aun. Porque pienso que las técnicas y trucos de la narrativa del boom y de la literatura experimental joyceana, kafkiana, el teatro metarreflexivo de Pirandello y el del absurdo de Arrabal, todo eso es algo que ha sido demasiado trabajado, sobresaturado, y lo vemos, incluso, hasta en los libros infantiles o en unas comiquitas como, por citar una entre muchas, Las Tortugas Ninja, que acabo de ver hace poco con mis hijos. Creo que hay que rescatar la sencillez del lenguaje narrativo, aquel de los siglos XIV o XV, es decir, narrar un cuento como Boccaccio, por ejemplo. Porque lo otro, el boom narrativo, está muy cerca, y eso lo hace muy simple. Esas fórmulas que dieron resultado hace 30 ó 40 años ya no pueden seguir utilizándose en la narrativa actual.

Es decir, que, según usted, habría que volver hoy la mirada hacia escritores como Stendhal, Balzac, Flaubert, Dostoievski…

De alguna manera, yo lo veo así. Lo que yo quisiera hacer, salvando las diferencias, por supuesto, se parece mucho a lo que hizo Balzac en la Comedia Humana. Eso de jugar con los personajes que van y vienen de una historia a otra. Por ejemplo, en mi última novela que estoy escribiendo, La flor escrita (2003), cuyo título tomo de un verso de Tristán Tzara, hay personajes de novelas anteriores, especialmente de Juegos bajo la luna, pero también de Historias de la calle Lincoln y de Inventando los días (1979).

¿Y piensa acaso, como Balzac, que la novela –y quizá su propia obra novelística– constituye la historia privada de un país?
Bueno, alguna gente lo ha dicho atribuyéndoselo a muchas novelas. En el caso de las mías, Silda Cordoliani ha tenido la condescendencia de decir que yo estoy haciendo, a la par de un comentario personal de las cosas de las que he sido testigo, o que he vivido o han vivido mis amigos, una crónica del momento histórico de mi país. En algunas de mis novelas eso es más cierto, en otras, está más diluido. Un ejemplo de esto último es Juegos bajo la luna, donde enfatizo más el acto evolutivo de una vida humana desde la temprana adolescencia hasta la adultez, y donde las circunstancias políticas cumplen otro papel, no tan determinante como en Historias de la calle Lincoln o en Inventando los días.

Volviendo a las influencias literarias, ¿qué me podría decir de los narradores venezolanos? ¿Con quiénes se siente más identificado?
Mi relación con los escritores venezolanos se da de diferentes maneras. De José Balza, te diré que soy no sólo un gran lector, sino un gran amigo; ambos comenzamos la carrera de psicología juntos, fundamos varias empresas, revistas, grupos literarios fugaces, y, a pesar de que actualmente no nos vemos tanto, mantenemos contacto, y casi siempre nos leemos los originales de nuestras obras. Mi relación literaria con Balza te la voy a explicar de la siguiente manera. En mis primeros años de la carrera de Psicología, yo estaba escribiendo un libro de poemas en prosa llamado Laberintos (1964), el cual ganó, en su versión inicial, un premio nacional de poesía, y que luego salió publicado por las ediciones En Haa, que era el nombre de una revista que fundamos por aquella época. Este libro respondía a una concepción de una literatura demasiado racionalista, introspectiva, muy reflexiva, una poesía en prosa muy dura, cuyo ejemplo más cercano sería la obra de Antonin Artaud. Era, pues, una literatura un poco parecida a lo que Balza estaba comenzando a hacer por aquella época también con Marzo anterior. Ambos le dábamos un énfasis a la inteligencia, a la cognición, a la concepción de la literatura como instrumento de conocimiento del mundo y de uno mismo. Al fin y al cabo, ambos estábamos estudiando Psicología. Todo esto nos identificó, claro que con las evidentes diferencias que hay entre un poeta y un narrador. Por eso, cuando la gente se enteró de que yo iba a publicar mi primera novela, Historias de la calle Lincoln, pensó que yo me iba a lanzar con un tratado filosófico, con una epistemología de la novela, pero, para sorpresa de todos los que me conocían, la novela no tenía nada que ver con lo que yo había escrito como poeta. ¿Por qué? Yo me lo explico de la siguiente manera: cuando Balza publica Marzo anterior, se hace inmediatamente famoso, haciendo una obra original dentro del contexto narrativo venezolano de la época. Yo, por mi parte, acababa de conocer la obra de Cortázar, entonces me hice como un camarada literario de él, y no de Balza, con quien tenía afinidades cuando era poeta. Eso me llevó curiosamente, sanamente, pienso, a la larga, a diferenciarme de una influencia que pudo haber sido un obstáculo para crear mi identidad literaria en mi narrativa. Para ser yo mismo, entonces, tuve que tomar distancia de la narrativa de Balza. Gústele o no a la gente, gústeme o no a mí mismo, eso fue lo que me pareció, en ese momento, lícito hacer.

¿A qué se debe que no haya vuelto a publicar poesía, género en el que se inició como escritor?
Es cierto, no volví a publicar poesía. Pero si te detienes un poquito en la novelas verás que en todas ellas sale un poema. En Inventando los días, creo, es donde más se ve. Por ejemplo, recuerda las partes referidas a las reflexiones estéticas que el cineasta se hace en la novela, que no son las que yo haría, cabe aclarar, pero que son unas reflexiones muy poetizantes, al punto de ser excesivas. Eso fue una intención, digamos, programática, yo quería que fuese así. El mismo personaje, Gustavo, se confiesa poeta frustrado en algún momento. Todo esto debido, en mi caso, a las influencias que uno recibe de géneros literarios que no son el narrativo, como el ensayo, la poesía, el teatro…

¿El cine…?
Por supuesto, nosotros somos hijos del siglo XX. Yo fui un mirador de cine fabuloso, porque mi tío era el dueño del cine del pueblo, y todas las noches yo veía una película.

Vivió entonces su propio Cinema Paradiso.
Sí, casi como lo vive el muchachito de la película, porque yo iba a las proyecciones, me metía a ayudar, y manejaba dos grandes aparatos alemanes que reproducían las películas. Yo veía, pues, una o dos películas diariamente. Te confieso además que mi gran aprendizaje, argumental o diegético, fue más en el cine. Durante una época fui un gran seguidor del cine francés y del italiano. Sin embargo, yo no sé si la influencia del cine en mi narrativa se refleja de una manera, digamos, mecánica, pero sí le debo mucho, sobre todo porque contribuyó a formar en todos nosotros una sensibilidad y un modo de ver la realidad.

El teatro es también recurrente en sus narraciones…
Como Fernando, el personaje de Juegos bajo la luna, yo escribí una obra de teatro en mi adolescencia, pero por fortuna ni siquiera la guardé. Curiosamente, yo me he preguntado por qué esa recurrencia en mis obras al tema teatral, y todavía no he podido responderme del todo. Yo he vivido el teatro colateralmente, he tenido amigas que han estado muy cerca del teatro, actores, directores del teatro universitario. Yo iba a los ensayos, hice amigos y conocí alguna muchacha que me gustó, pero nunca hice teatro, es decir, no estaba dentro de la estructura del teatro. Sin embargo, tú lees Inventando los días, Juegos bajo la Luna y La flor escrita y en ellas está presente, en mayor o menor medida, el teatro. Es decir, que a mí siempre me ha llamado la atención el mundo teatral, sobre todo, el de los actores. Y, claro, por otra parte, están las lecturas de teatro que he hecho. Pirandello, como ya te mencioné anteriormente, ha sido muy importante para mí.

¿Y su faceta de ensayista?
Yo no me considero un crítico, un investigador ni un académico en ese sentido. He recibido, claro, algunas invitaciones para trabajar como colaborador en talleres literarios, lo cual es otro género de actividad, pero cuando me han invitado a dictar clases formales en la universidad, pues yo, con mucha vergüenza, les he confesado que no sé mucho de eso, y es verdad. Por supuesto que yo he leído mucha literatura, pero no la he trabajado con la intención de comunicarla orgánicamente como un académico. Yo he sido profesor de psicología, no de literatura. Los ensayos que he escrito los he hecho cuando atiendo a ciertos compromisos o invitaciones, y sobre todo cuando me interesa la obra. Pero el ensayo no forma una preocupación permanente en mí. Si se presenta, lo hago, pero no me gustaría que eso se transformara en un oficio. En primer lugar están mis novelas.

Yéndonos ahora al terreno de la ficción, ¿cómo nacen sus historias novelescas?
Creo que responden a una necesidad central que es ésta: yo no me quiero morir sin dejar testimonio personalísimo sobre algo que he vivido. Es decir, la pretensión de pequeño historiador que tiene todo narrador. Yo creo que eso está allí desde muy temprano, desde mis primeros cuentos. Mi interés ha sido siempre contar una historia que me llenara. Ahora bien, hay que estar claros que el narrador es un gran tramposo, un gran mentiroso, un jugador y prestidigitador, una especie de doctor Frankenstein con el tratamiento de los personajes y de la historia. Uno juega con el referente. Nada en una novela es, en última instancia, del todo cierto. Por ejemplo, con respecto a Historias de la calle Lincoln, ninguna de las farras que uno vivió en la época gloriosa de Sabana Grande, mediados de los 60 e inicios de los 70, ninguna de ellas, repito, corresponde al modelo que yo construyo en la novela. Meto gente, por ejemplo, que en la vida real nunca perteneció originalmente a esos años. Claro que uno que otro poeta que aparece en la novela guarda alguna relación con poetas de la vida real. Por ejemplo, el personaje Guaica tiene mucho que ver con Caupolicán Ovalles, pero también con Pepe Barroeta, con el “Chino” Valera Mora, es decir, tiene mucho de todos ellos, y algo mío, un poquito.

En Inventando los días, yo parto, por ejemplo, de un hecho histórico real: en el año 1963 hubo un asalto de una brigada de la guerrilla urbana que se lleva unos cuadros de una famosa exposición de la historia de la pintura en Francia. El propósito era meramente propagandístico. Y lo lograron, pues el hecho tuvo resonancia internacional. Luego de conseguir su objetivo, entregaron los cuadros. A mí siempre me interesó mucho eso, pero, aclaro, yo no tomé parte directa en esa acción. Yo tenía apenas 19 años, comenzaba a militar en ciertas labores comunistas clandestinas, y participé en lo que llamaban tomas de cerros, labores propagandísticas, etc. Uno a veces iba armado, otras veces no. Yo nunca he matado a nadie, por si acaso. Nunca pertenecí a la guerrilla, sino a un sector de correaje que servía de sustento a ella. Años después, cuando me propuse escribir la novela, un amigo mío me dijo que podía ponerme en contacto con el Bermúdez histórico, el jefe de aquella operación guerrillera. Yo le agradecí el gesto, pero me negué, pues la idea no era hacer la biografía de Bermúdez. Mi propósito más bien era inventarle una vida. El caso es que, después de publicada la novela, me encontré con una hija de Bermúdez en Londres, quien me dijo que su padre me apreciaba mucho y que estaba muy complacido de aparecer en la novela.

En el caso de Juegos bajo la luna ocurre algo particular. En 1956, más o menos, yo formaba parte de una especie de peña literaria, casi un taller literario, en donde intercambiábamos lecturas literarias y psicológicas, conversábamos mucho e, incluso, anotábamos y discutíamos nuestros sueños, como un juego. Eso fue en la secundaria. Te cuento esto porque a mucha gente le parece un tanto inverosímil que los personajes de Juegos bajo la luna, inspirados algunos en mis propias vivencias personales, hablaran y discutieran con un elevado nivel intelectual. Pero el hecho es que así era, aunque suene petulante. Incluso, si mentí, no fue para aumentarles, sino para rebajarles la edad, pues los personajes de la novela oscilan entre los 18 y 20 años, y las discusiones con mis amigos las tuve a los 14 y 15 años, antes de graduarme de bachillerato.

Y te cuento otra anécdota de aquella época. En esas peñas yo no soñaba todavía con ser narrador, pero un día le dije a un amigo, con mucha petulancia, que tenía una tarea que hacer: ir a Las Acacias a tomar apuntes para una novela. Era mentira, pero yo mismo me creí el cuento y empecé a tomar los apuntes. Fue como un reto que me planteé desde mi adolescencia, a pesar de que ninguno de nosotros habíamos vivido en Las Acacias. Es decir, algo que tú encuentras más de 30 años después en Juegos bajo la luna. Por eso, una de las satisfacciones más grandes que me dio esta novela fue el haber podido atrapar esa zona de Caracas que para mí fue muy importante en mi juventud: Los Rosales, Las Acacias, Prados de María, Los Castaños, Santa Mónica, la Avenida Victoria. La mayor parte de la cofradía, la mía, fue un recuerdo de la secundaria. A algunos, uno o dos, los continué viendo en la UCV, y se unieron a mis nuevos compañeros de la carrera. En la novela, yo mezclo, a la vez, todo eso, y así salieron los personajes. La mayor bendición –para decirlo además con una palabra extraña en mí– que yo tuve en la adolescencia fue el tropezarme con un conjunto de personas que me ayudaron muchísimo en mi crecimiento. Si Borges está orgulloso de los libros que ha leído yo puedo decir que estoy orgulloso de los amigos que he tenido.

¿Se podría agregar que el contexto político que determina a sus personajes es también una constante en sus novelas? ¿Cuál ha sido la posición ideológica predominante tanto en su obra como en su vida?
Yo parto siempre, cada vez que escribo una novela, de un propósito de comunicación vivencial, de la experiencia humana, social y, por supuesto, política. Sin embargo, no fue nada derivado ideológicamente el que yo en Historias de la calle Lincoln me propusiera contar el refugio nocturno al cual acudieron los derrotados de los movimientos clandestinos de los primeros años 60. Movimientos que cesaron su actividad en los años 64 ó 65, por la llamada Paz Democrática, es decir, la vuelta a la legalidad de los partidos clandestinos, y el abandono, por consiguiente, de la lucha armada. Y si bien es cierto que algunos grupos siguieron defendiendo la vigencia de la lucha armada, es cierto también que estos grupos fueron fuertemente reprimidos por el gobierno de Raúl Leoni, que fue uno de los gobiernos más represivos en la historia de Venezuela, hasta el punto de que la institución de los desaparecidos en este país nace en ese período. Fue un gobierno terrible, y si algún cambio político importante debería haber, éste debería ser el derecho a que uno cuente la otra parte de la historia. Es una labor que nos toca a los novelistas, claro, pero que también deberían hacer los historiadores, con sus medios.

Con respecto a mi formación en ese campo, te puedo decir que mis lecturas políticas eran muy pocas, al menos en mi temprana adolescencia. Y eso es algo que se nota, por ejemplo, en los personajes de Juegos bajo la luna. En aquella época, gente que leía y discutía a Sartre, Camus, Marcel o Beauvoir, era a la vez muy ingenua políticamente. No que no se dieran cuenta de que existiera una historia política, pero la dictadura impedía ese tipo de discusión. Yo me formo políticamente en los 60. Venía de un colegio religioso agustiniano, y uno de los cambios radicales, ya a mis 14 años, es que me declaré ateo, rompí con el catolicismo. Cuando entré a la universidad, por supuesto, la atmósfera política era un hervidero. Conocí gente que estaba militando en los partidos de izquierda. Me inscribí en la Juventud Comunista a los 17 años, de manos de José Balza y Jorge Núnez, que me llevaron cargado a carnetizarme. Yo siempre digo que ellos me llevaron, y sin embargo, se salieron antes que yo. Balza siempre se molesta cada vez que yo digo esto, pero en fin. Yo viví toda la experiencia de la lucha clandestina, formando políticamente a la gente. Cuando se da la Paz Democrática, yo sigo militando en la Juventud Comunista, continúo participando en las discusiones universitarias, pero ya había un deseo de que la discusión pasara a otro nivel. En el año 1967 abandoné mi militancia política y empecé a frecuentar las peñas literarias de Sabana Grande, en un ambiente más artístico, sin descuidar, claro, el hecho político.

No obstante, cuando se funda el MAS, algunos compañeros nos sentimos identificados con sus planteamientos. Apoyamos la candidatura de José Vicente Rangel e incluso fundamos un periódico para esos menesteres. Mantuve, en ese sentido, una militancia con el MAS, pero sin recibir carnet. Yo era un colaborador espontáneo: iba a las reuniones, daba ideas, pero sin oficializar mi participación. Poco a poco, algo que no sabría definir con claridad me fue distanciando del MAS, enfriando las relaciones, pero no perdí por ello la amistad con muchas de las personas que trabajaban allí.

¿Cuál es su posición o perspectiva política en este momento?
En estas últimas elecciones voté por Chávez. Y te confieso que fue para mí un dilema, porque, si bien es cierto que Salas Römer significaba una ruptura con los partidos tradicionales, tenía la sospecha de que no estaba claro su deslinde. Y bueno, al final, desgraciadamente para él, terminó aceptando esa comedia bufa de los partidos políticos corriendo como gallinas locas detrás de su candidatura. Y, claro, viendo esto, y sobreponiéndome a las opiniones de un gran amigo mío como lo es Manuel Caballero, opté por Chávez. Yo he vivido toda mi vida en un país con el cual no me he sentido identificado, en especial con sus gobernantes. Yo fui derrotado en los 60, luego me gradué, me casé, escribí, tuve mis hijos, y he vivido toda mi vida en un país dirigido por gente que detesto, a quien nunca le he aceptado cargos de gobierno, a pesar de que me los han ofrecido. Yo amo a mi país, a mi ciudad, pero siempre he vivido gobernado por gente extraña a mí, a mi modo de ver el mundo. Esto no quiere decir, desde luego, que yo haya sido desgraciado. He tenido sufrimientos, como todo el mundo. Pero en los momentos más duros de mi vida, he encontrado asideros para escaparme hacia la felicidad, aunque sea pequeña. Siempre he pensado que eso es posible, pensar que el día de mañana todo será distinto. Parece una salida fácil, pero a mí me ha funcionado. Y esa actitud, claro, se debe reflejar de alguna manera en mis novelas.

No se identifica entonces con esa imagen romántica del escritor desdichado…
Balza me dijo un día: “Yo te envidio porque tú siempre has sido feliz. Yo, en cambio, tengo que salir todos los días a luchar por la felicidad”. No le pude responder. Quizá tenga razón.