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Un país suavecito; por Federico Vegas

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I

Les recomiendo un libro que recopila los ensayos del doctor Rafael Muci Mendoza. Se titula Primum non nocere, un aforismo latino que podemos traducir como “Lo primero es no hacer daño”. Este precepto está implícito en el juramento hipocrático y en los comentarios de Galeno, pero no aparece escrito con su elegante simpleza hasta mediados del siglo XIX, y aún está por definir quien lo acuñó por primera vez.

Hay frases con tanta autoridad que no necesitan autor, pero ese mismo peso y obviedad a veces las hunde en el olvido. Nos educan con la idea de hacer el bien y olvidamos que lo primero es no hacer daño en el intento. De mis años de arquitecto tengo una larga lista de propuestas que le ocasionaron molestias a mis clientes. Muchas veces fui irresponsable en mi búsqueda de un buen diseño. Recuerdo cuando Ferro, un maestro de obra a quien le tuve mucho respeto, me comentó sobre uno de mis proyectos que él estaba construyendo:

—Perdone arquitecto, pero esta casa es rara.

Ese día comprendí que debía centrarme en la herencia ancestral de un hogar y no en acrobáticas innovaciones.

Podríamos decir que mientras más idealistas son los deseos de hacer el bien mejor se cocina la posibilidad de hacer el mal. Ya lo dijo un autor francamente anónimo: “El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”.

Es comprensible que un médico no nos cure aunque lo intente, pero es imperdonable que nos deje peor de como entramos a su consultorio. Pensemos también en las maravillosas ofertas de los políticos y su capacidad de acarrear calamidades, como el incomprensible cataclismo que estamos viviendo.

Nuestra situación es semejante a la del preso que estaba sometido a unas condiciones terribles y su abogado le preguntó:

—¿Qué vas a hacer cuando salgas de esto?

A lo que el hombre respondió muy asustado:

—¡Pero… es que acaso habrá más!

En esto pienso mientras observo el video del exfiscal general de la nación y exembajador en Italia, Isaías Rodríguez, anunciando a todo gañote que gracias a una constituyente mejor que la anterior dejarán al país “suavecito”, un adjetivo del que se han apropiado los fabricantes de papel higiénico.

¿Qué significará un país suavecito?

II

Algunos aforismos fundacionales deben haber nacido casualmente. Sócrates no decía: “¡Agárrense de las manos que voy a decir algo importante!”. Sus discípulos eran los que comentaban: “¿Escuchaste lo que el maestro dijo hoy?”, y alguien, como Platón o Jenofonte, lo escribía. Esto explica que una frase suya aparentemente casual, “La mejor salsa es el hambre”, Cervantes la ponga veinte siglos después en boca de Teresa, la mujer de Sancho.

Algunos de las más solemnes pensamientos de Sócrates se hacen más interesantes si los ponemos en seguidilla, aunque fueran dichos en diferentes contextos:

Solo existe un bien: el conocimiento. Solo hay un mal: la ignorancia.

–Solo el conocimiento que nos llega desde el interior es verdadero conocimiento.

–El único conocimiento verdadero es saber que no sabes nada.

De manera que para combatir el mal de la ignorancia debemos mirar en nuestro interior y enfrentar el insondable mal de nuestra propia ignorancia, una paradoja que nos señala la trascendencia del aforismo: Primum non nocere.

No es casualidad que el gran aporte de Muci Mendoza haya sido el estudio del fondo del ojo. Él mismo nos cuenta de “un tiempo cuando todo lo existente tras la negra pupila se encontraba sumido en la umbrosa espesura de la ignorancia”, hasta que en 1850 un joven físico y fisiólogo alemán, Hermann von Helmholtz, “penetró esa recóndita urdimbre mediante la invención de un simple instrumento para iluminar el interior del ojo”. La aventura que comenzó entonces ha sido paciente y metódica. Muci Mendoza le recuerda a sus colegas que “sólo se reconoce lo que se ve y sólo se ve lo que se reconoce”.

Ralph Waldo Emerson proponía que el ojo es el primer círculo y el horizonte que se genera al mirar a nuestro alrededor viene a ser el segundo. Es emocionante pensar que el tercer círculo esté dentro de nosotros. Allí se encuentran los recintos y pasadizos donde se enfrentan y se conjugan el mal y el bien, el conocimiento y la ignorancia.

III

Mi círculo interior es una caja de resonancia donde toda voz y sonido es un eco o un augurio donde vibra Venezuela. En las ciudades que visito persiste una montaña, tan invisible como verde y presente, señalando un horizonte perdido que vamos a reconquistar. Siempre pasan ante mis ojos, o ensueños, valerosos jóvenes que me van dejando atrás con sus marchas y martirios. Para ellos no hay opción. Ciertamente podrían marcharse del país, pero la desesperación los ha hecho sabios y entienden que “la vida que aquí perdiste, la has destruido en toda la tierra”.

En todo lo que leo está presente Caracas y solo ella es real, el resto es fuga y fantasía. Hasta que, de pronto, la literatura me ofrece un testimonio que se ajusta a nuestros sufrimientos con tanto apego que me cuesta distinguir la ficción de la realidad.

Hoy estoy en Venezuela a través de El callejón de los milagros, la novela del premio Nobel egipcio Naguib Mahfuz. Aunque es difícil alcanzar la insólita variedad de una calle en El Cairo, hay suficientes similitudes para trasladar la novela a Latinoamérica. Ya Jorge Pons la adaptó a un vecindario de Ciudad México y le dio el papel principal a Salma Hayek. Así que el callejón de Mahfuz bién podría estar en nuestro San Agustín del Sur o en La Pastora.

Para animarlos a leer el libro, y para explicar mi estupor y asombro, les voy a describir uno de los personajes más sorprendentes: Zaita, quien vive en un cuartucho dentro de una panadería.

Zaita se ha especializado en la fabricación de lisiados y sus clientes son los mendigos de El Cairo. Su singular oficio consiste en crear la lesión más adecuada para cada personaje. Los clientes entran en su cuartucho en perfecto estado y salen ciegos, cojos, jorobados, mancos o con una pierna amputada.

Para Zaita es primordial “primero hacer daño”, algo que él y sus clientes consideran hacer el bien. Al visitarlos para cobrar su porcentaje, Zaita les pregunta cariñosamente:

—¿Qué tal la ceguera?, ¿cómo se te da el andar cojo?

A lo que los mendigos responden:

—Muy bien, gracias a Dios.

Cuando Zaita le advierte a uno de sus clientes:

 —Lo de la ceguera es una operación muy delicada. Supongamos que pierdas de verdad la vista a causa de un accidente o de un error. ¿Qué harías?

El futuro mendigo contesta con indiferencia:

—Sería un don del cielo. ¿Qué provecho he sacado de mi vista para lamentar perderla?

La escena más inquietante es el encuentro de Zaita con un hombre de porte agradable y digno. Zaita le pregunta:

—¿Por qué quieres hacerte mendigo?

—Ya lo soy —contestó el hombre con voz serena—, pero no gano nada.

A lo que Zaita responde con emoción:

—¡La dignidad es la mejor deformación de todas! Con la dignidad conseguirás lo que quieras. Serás un mendigo fuera de serie. Te mirarán con sorpresa y la gente dirá: “Este hombre debe de haber valido mucho”. Pero no te figures que puedes escatimarme el sueldo bajo el pretexto de que no te he hecho ninguna deformidad. Eres libre de hacer lo que quieras, pero desgraciado de ti si te atreves a salir del barrio.

Desde hace décadas nuestro nación se ha convertido en una máquina de pobreza alimentada con petróleo, pero ahora esta máquina también fabrica deformidades como política de gobierno y mecanismo para mantenerse en el poder.

Analicemos uno de los ejemplos más desalmados y apremiantes. Los guardias nacionales han pasado de ser defensores a agresores, de agresores a voraces aves de rapiña que generan pánico, furor y desorden entre los manifestantes, asesinando jóvenes en la vanguardia y robando mujeres en la retaguardia.

Ante semejante deformación Padrino López exclamó levantando el dedo:

—¡No permitiré una atrocidad más!

Uno se pregunta: “¿Es que acaso vendrá algo peor?”. Y con toda razón, pues todo juicio y toda promesa de nuestros opresores es una deformación más en el camino hacia la creación de un país suavecito.

El silencio de Padrino López ante la desgarradora atrocidad que ocurrió al día siguiente de su advertencia, me recuerda la canción sobre el hombre que al llegar a Ciudad Bolívar se comió la cabeza de una zapoara:

Me la comí, ay, qué atrocidad, puse la torta por mi terquedad.

Su terquedad es evidente, pero estamos hablando de algo más que una torta y la cabeza de un pescado.

Deformación es también convertir a un país rentista en un país mendicante. Las últimas operaciones financieras son las de un agonizante pordiosero que quiere comprar tiempo bajo la filosofía de: “Después de nosotros, el diluvio”. Parecen concebidas por el mismo Zaita,

El proceso más grave de deformación lo está sufriendo nuestra Constitución. Aquel minilibro de cubierta azul se fue haciendo cada vez más pequeño entre los dedos de Maduro hasta desaparecer por completo. Ahora quieren sustituir a la calificada por Chávez como “la mejor Constitución del mundo” por algo que niega su espíritu y gestación, y celebran alegremente la idea de un feto mal concebido como la salida hacia ese país suavecito que Isaías invoca estirando las cinco vocales y matizándolas con un tono más de vampiro que de Luis Fonsi.

IV

Hay dos maneras de mantenerse en el poder. Una es hacer las cosas muy bien; la otra hacerlas muy mal. La diferencia es que hacer el bien en política implica permitir las alternativas, incluso promoverlas; en cambio un mal gobierno basa su permanencia en negarlas.

El gobierno que nos oprime lo está haciendo supremamente mal, pero no crean en mis juicios, pues provienen de ese círculo donde conviven el mal y la ignorancia. Hagan su propio examen interno de lo que es malo y es bueno, una tarea que en el mejor de los casos es eterna, y tomen una posición. Seamos dueños al menos de los fondos de nuestros ojos.

Bueno proviene del latín “bonus”, que puede significar “El que busca un enemigo”. Pareciera que el bien necesitara un opositor para existir, para comprobarse. Ese rival es el mal, pues lo malo también depende de lo bueno. Los filósofos definen el mal como una ausencia de moral, bondad, caridad, afecto… la lista es muy larga y, por lo tanto, inútil. Lo que sí conviene tomar en cuenta es que esas ausencias se refieren a las cualidades que debería tener un ser según su naturaleza o destino.

Para Platón, el bien existe en el reino de las ideas, de los conceptos, y el mal en la esfera de lo palpable, de lo sensible. Algo semejante propone un viejo grafiti:

Las niñas buenas van al cielo
Las niñas malas a todas partes

Esta distinción es una manera prosaica de recordarnos que en el mundo real el mal se hace sentir con más facilidad y elocuencia que el bien, y, por lo tanto, el punto de partida y la base donde se construye el relativo andamiaje del bien es no haciendo daño al prójimo.

Facundo Cabral lo explica con un cuento. En uno de sus conciertos el presidente Menem se acerca a la madre de Facundo y le dice:

—Soy un gran admirador de su hijo, ¿en qué podría ayudarla?

—Con que no me joda es suficiente —responde la viejita.

Los filósofos de la religión son más exigentes y se atormentan tratando de conciliar el mal y el sufrimiento en el mundo con la existencia de un Dios omnisciente, omnipresente, omnipotente e infinitamente bueno. Las posibilidades más clásicas son cuatro:

Dios quiere prevenir el mal, pero no es capaz. Luego no es omnipotente.
Dios es capaz de prevenir el mal pero no desea hacerlo. Entonces es malévolo.
Dios es capaz y desea hacerlo. ¿De dónde surge entonces el mal?
Dios no es capaz ni desea hacerlo. Luego no es Dios.

Presento estas dramáticas opciones porque la capacidad de hacer daño de nuestros gobernantes nos está hundiendo en estratos teológicos donde hasta el Papa resulta sospechoso.

Ya hemos dejado atrás una etapa que voy a ilustrar con un listado que nos ofrece Marguerite Yourcenar en su ensayo sobre la historia de Roma: Conocimos el gigantismo que no es sino la imitación fraudulenta y malsana de un desarrollo; ese derroche que impulsa a creer en la existencia de unas riquezas que ya no se tienen; esa pletórica abundancia pronto reemplazada por la penuria en cuanto se presenta la crisis más mínima; esa atmósfera de inercia y de pánico, de autoritarismo y de anarquía; esas reafirmaciones pomposas de un gran pasado en medio de la mediocridad actual y del presente desorden; esas reformas que sólo son paliativos; ese afán de sensacionalismo que acaba por hacer que triunfe la peor política.

Ahora hemos entrando de lleno en otra dimensión del mal y las referencias hay que buscarlas en textos sobre períodos históricos más perversos.

Isaías Rodríguez, miembro de la comisión presidencial para la constituyente, nos anuncia que la nueva Constitución “no tendrá los frenos de la otra” y permitirá sacar a la oposición “de todo”, y pondrá al país “finito”, “suavecito”, “afilado”, y se podrá acabar con los “parásitos”, “aniquilarlos”.

Estamos ante seres que “no son genios del mal, ni locos que obtienen placer asesinando, sino de funcionarios con una auténtica incapacidad para pensar” en la existencia de otros que piensan distinto, y nos hablan de una solución final ejecutada por guardias, soldados y policías para quienes esta tarea constituye “un trabajo, una rutina cotidiana, con sus buenos y malos momentos. De hecho, no son atormentados por problemas de conciencia. No son pervertidos ni sádicos, sino que son, y siguen siendo, terroríficamente normales”.

Las frases entre comillas de estos últimos párrafos las he tomado del libro La banalidad del mal, el libro de Hanna Arendt sobre el juicio al criminal nazi Adolf Eichmann.

Suena escandaloso comparar la tragedia venezolana con el Holocausto, pero no me estoy refiriendo a medidas o proporciones, sino a una dirección, a una rutina creciente, a una voluntad que se presenta sin descaro por uno de los pensadores del régimen, la versión deformada de un exfiscal, exembajador y expoeta que una vez le recitó a Hugo Chávez:

Créeme que encontré mi fe
Cuando acepté tu voluntad
De compartir con todos
La duda de los otros

El término “suavecito”, utilizado para calificar el proceso de aniquilar a quienes ya son la mayoría indiscutible del país, es de una crueldad descarnada y escatológica. Es difícil encontrar un adjetivo más oprobioso para definir la vitalidad de un país, su capacidad de convivencia, de generar alternativas y nuevos caminos, la voluntad de permitir la diversidad y la libre elección.

Un país suavecito es aquel donde hacer daño a tu prójimo es una banalidad sin importancia mientras puedas mantenerte en el poder.