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Sonidos del silencio; por Sumito Estévez

Collage Sumito Estevez 640

I

Una mañana de 1972 conocí, en Mérida, a Paul Simon y a su amigo Art Garfunkel. Me saludaron, me sonrieron y uno de ellos, creo que Paul, me revolvió la cabellera como hacen los adultos con los niños. Yo tenía 7 años. En mi casa se escuchaba con frecuencia el long play Sonidos del Silencio y considerando que el disco salió cuando yo contaba con apenas un año, no es exagerado decir que me amamantaron con ese soundtrack.

Aunque he tenido muchos días que veo como el más feliz de mi vida, aquel día fue el más feliz de mi vida. Imagínense: ¡Paul Simon ahora era mi amigo!

Lo recuerdo como si fuera hoy. Vivíamos llegando al Parque Glorias Patrias, al final de la Av. 4. La pared de la larga sala estaba forrada con esterillas y el ventanal daba hacia la Sierra Nevada. Todavía no habían hecho la hilera de enormes edificios que nos quitó el placer de ver nieve cada mañana. Desde nuestra sala podían verse la Av. 3 y la Facultad de Medicina y la de Ingeniería. Justamente en el Auditorio de Ingeniería fue donde se presentó el dúo. Papá me llevó y mi asombro fue total cuando los vi salir al escenario y cantar mis canciones favoritas.

Crecer implica romper ilusiones. La magia pasa a ser truco. El Niño Jesús pasa de visitante a tradición. Nuestro patio gigante se convierte en sólo un patio y el despecho por la novia que no tuvimos se convierte en sonrisa. En ese saco de ilusiones rotas también entró mi amigo Paul.

En algún momento tuve que enterarme de que había asistido al concierto de un par de muchachos norteamericanos morraleros que financiaban su viaje por Latinoamérica cantando las canciones del mítico dúo neoyorquino, aprovechando el parecido físico que tenían con ellos. Y probablemente no eran ni tan parecidos. Seguramente bastaba con que uno fuera pequeño de pelo negro y el otro desgarbado con pelambre bachaca.

No importa: ese día de 1972 yo sé que conocí a Simon y Garfunkel, así como me consta que el Niño Jesús sí venía a mi casa.

II

Lo extraño de los recuerdos es que congelan la edad. Leo una entrevista que le hacen a Paul Simon y hay algo que no encaja. Dice allí que él tiene 75 años. Es imposible: ¿cómo va a tener tantos años ese señor, si yo sigo teniendo siete? Sigo leyendo la entrevista y me topo con esta frase del cantautor:

“Por extraño que parezca, a medida que envejecemos somos más felices. Cuando se ha pasado unas cuantas veces por crisis, ha habido muertos, has vivido tristezas y también unas cuantas alegrías, tiendes a fijar tu atención en el regocijo. La tristeza, quieras o no, es una constante alrededor. ¿Entonces por qué dársela a otros como si fuera un regalo?”.

Y sí. Resulta que Paul sí tiene 75 años y que yo ahora tengo 50. Y resulta que tenía muchos años sin saber de mi amigo Paul, pero cuando vuelvo a saber de él me sigue hablando. Me describe. Me define. Voy envejeciendo y, con el pasar del tiempo, tiendo a fijar mi atención en el regocijo.

Lo más grande que puedes aprender en la vida es a amar y aprender a ser amado, cantaba Nat King Cole en su canción “Nature Boy”, bien se podría agregar que hacer feliz y aprender a serlo también es parte del secreto.

III

Nos dicen todos los días que este país ya no tiene compón, que el problema ya no es ni económico ni político ni social, que el problema es moral.

Que los venezolanos no servimos para nada.

Que aquí, aunque cambie el gobierno o liberen el dólar, las cosas seguirán igual porque los venezolanos no servimos para nada.

Esa constante llamada tristeza disparada a diestra y siniestra como único regalo.

Veo a mi alrededor un país en carestía. Cuando entramos a casa de amigos y hay una olla en la cocina, es normal que la abramos y veamos que hay adentro. Vivo en un país donde eso pasa todos los días. Y es normal. Veo también un país inseguro. Cuando uno va a visitar por primera vez a alguien, esa persona te muestra cada rincón de la casa, te muestra su cuarto (¡su cuarto!) y de paso, si nos gusta su camisa, nos la ofrece diciendo que está a la orden.

Yo, Sumito Estévez, venezolano mayor de edad, vivo en un país en donde es normal llegar a la casa de alguien y abrir la nevera. Yo, cada día, todos los días, veo a mi alrededor gente que le echa agua a la sopa cuando le cae alguien de sorpresa. Es más, vivo en un país donde es posible caer de sorpresa.

Podrán parecer tonterías en medio de tantos problemas. Parecerá una mirada sesgada y afinada hacia las postrimerías de lo bueno que fuimos, pero estamos hablando de las casas de la gente, del espacio más íntimo de las personas. No son muchos los países en donde uno destapa ollas ajenas, conoce la intimidad del cuarto, esculca neveras con desparpajo y sabe que a la casa a la que se llegue de improvisto, si es hora de comer, de la nada aparecerá un nuevo puesto en la mesa.

Vivo en un país donde sabemos dar felicidad y la queremos seguir dando. Uno donde dar como regalo tristezas no es la norma.

Por un puñado de delincuentes no voy a comprar el cuento de la fractura moral. Y no lo compro porque todos los días entro en casas en las que queda claro que tenemos compón.

Recordemos lo que somos y seguimos siendo. Muy pronto tendremos que hacer buen uso de ello. Suena este pueblo, sólo que suena en silencio.