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Sobre la imagen internacional de Hugo Chávez, por Francisco Toro

El legado que deja Hugo Chávez no deja de impactar: la nacionalización de la industria petrolera, la instauración de un sistema de salud pública universal y gratuito, la verdadera democratización de la educación a todos los niveles, la apertura de las Fuerzas Armadas como mecanismo de movilidad social, los programas de alfabetización, educación para adultos y el sistema de subsidios alimentarios administrados por Mercal para garantizar la alimentación de los más favorecidos conforman un cuadro de innovaciones revolucionarias que ni el más mezquino opositor podría negar.

Ese primer párrafo ocupa un espacio epistemológico peculiar en la prensa angosajona. Por un lado, cada una de las aseveraciones que contiene ha sido repetida una y otra vez en periódicos desde Sydney hasta Seattle, desde Johannesbourg hasta Toronto. Son ideas que son tratadas como “cosas que todo el mundo sabe”, parte de una visión compartida por una inteligentsia internacional que quiere creerse ponderada a la hora de evaluar los aciertos y desatinos del legado de Chávez en su justa perspectiva, balanceando sus logros sociales con su tinte autoritario.

El detalle es que, como cualquier venezolano medianamente instruido sabe perfectamente bien, son todas mentiras.

La nacionalización de nuestra industria petrolera data del año ’75, la educación obligatoria y gratuita se decretó en 1870, y se masifica a partir de 1945. El sistema de salud público tiene antecedentes que remontan a 1891, y el Instituto Venezolano del Seguro Social se funda en 1946.

Las fuerzas armadas venezolanas vienen ensanchando a la élite del país desde los años 60 como lo demuestra, justamente, la carrera de Hugo Chávez – un muchacho de Sabaneta que ha podido llegar a general. Un punto especialmente barroco tiene que ver con los programas de alfabetización para adultos, reclamados por el presidente Chávez como innovación suya aún cuando él mismo, en su época de adolescente en los años 60, fue voluntario de ACUDE, el programa de alfabetización de la época, y obtuvo un certificado que lo demuestra.

Aún así, en la discusión angloparlante sobre el legado de Chávez, a todos estos hechos los desaparecieron. A los venezolanos con memoria no nos queda más que admirar la eficiencia de la maquinaria de producción de verdades que logró montar el gobierno: engendro orweliano de singular eficacia. Sería mezquino negarle un reconocimiento a Andrés Izarra. ¿Qué otro ministro, qué personaje del estamento oficial ha trabajado con tanto éxito?

Mi oficio como escritor sobre Venezuela en inglés me pone cara a cara con el rotundo éxito de la propaganda oficial todos los días. Esta semana me ha tocado participar en debates rocambolescos con medios de comunicación de habla inglesa. En uno de ellos un entrevistador, atónito, me preguntó que como puedo decir que en Venezuela la industria petrolera no la nacionalizó Chávez sino su enemigo jurado, Carlos Andrés Pérez, cuando “todo el mundo sabe” que la industria la nacionalizó Chávez en el 2003. Mientras le explicaba hechos que, en mi época, cualquier alumno de bachillerato debía saberse de memoria, mi entrevistador reaccionaba como si estuviese tratando de convencerlo de que el cielo es verde y la grama es azul. Era fácil intuir como me percibía: “just another reactionary oligarch,” sin duda decía para sus adentros.

Participar en discusiones así es una experiencia dura y enajenante. Termina uno por cuestionar su propia cordura por un instante. Es solo después, en los momentos de reflexión, que voy entendiendo. Resulta que mientras andábamos distraídos, la historia cambió…o, más bien, un enorme despliegue propagandístico se encargó de cambiarla.

Cualquiera entiende por qué al chavismo le interesaba perpetrar esta patraña, lo difícil es entender por qué es tan fácil venderla en el exterior. En parte se explica por la clásica infatuación del primer mundo con el romance de la izquierda latinoamericana radical – fenómeno “Tengo una remera del ché/y no sé por qué.”

Pero va más allá de eso.

Para muchos observadores internacionales resulta sencillamente inimaginable que una figura del radicalismo retórico de un Chávez haya liderado un gobierno que, en los hechos, hizo tan poco para cambiar las estructuras sociales que heredó. La distancia abismal, esquizofrenizante, entre un discurso revolucionario y una práctica de gobierno que se conformaba con actualizar al petropopulismo y reconciliarlo con el siglo XXI sobrepasa la capacidad de comprensión de una inteligentsia internacional acostumbrada a un mínimo de coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Mucho más fácil, mucho más natural, es presumir que un gobierno que habla así de golpeao seguramente habrá acometido grandes reformas.

Es una inferencia lógica que Andrés Izarra, en sus años de encargado de la propaganda del régimen, explotó con letal eficiencia para ir tejiendo una mitología en torno a la figura de Chávez. Mi parte más maquiavélica no puede dejar de admirarlo por la osadía de la operación, y lo completo de su éxito.