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Sincero; por Héctor Torres

Sincero; por Héctor Torres 640

En El libro de los vicios, Adam Soboczynski señala que “cuando se dice de alguien que tiene una risa falsa, lo que se quiere decir en realidad es que su risa no es lo suficientemente falsa”. Suelo recordar este texto, el cual forma parte de uno de mis más caros hallazgos del año pasado, cada vez que alguien apela a la “sinceridad”, a la “franqueza”, para permitirse el lujo de ser grosero, indiscreto, desahogado, imprudente o simplemente necio.

Ese “modo de expresarse libre de fingimiento”, como señala el diccionario a la sinceridad, es un concepto que debe leerse con atención ya que, si a alguien le debemos sinceridad, o una expresión libre de fingimiento, es a nosotros mismos. Es decir, que si somos honestos con nosotros mismos, lo que equivale a decir coherentes, comenzaríamos por reconocer que tal sinceridad no es un concepto plano que pueda usarse sin filtro en nuestro trato con los demás.

Contará sus amigos con los dedos de una mano quien diga todo cuanto le pase por la cabeza.

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Existe cierto candor que, por extemporáneo, lejos de adornar, resulta chocante porque, paradójicamente, pretende pasar por sincera lo que es una burda impostura. Ese que se ufana de sincero, de “no tener pepitas en la lengua”, de hablar “claro y raspao”, ¿de verdad es tan congruente que jamás incurre en contradicciones? ¿Será capaz de inculparse con honestidad cuando es agarrado en una falta, con tal de mantener su publicitada verticalidad? ¿Quién, de verdad, no hace cosas que preferiría no confesar? ¿Le comentará a su pareja, por ejemplo, lo atractivo que le resulta, en toda su magnitud, alguien en la oficina? ¿Dirá la primera impresión que le produjo el bebé de su jefe? ¿Admitirá que muchas de las razones que esgrime para justificar sus faltas son sólo pobres excusas?

Hay una escena manida que se ha convertido en uno de los más genuinos clichés del pensamiento “cuchi” de las misses, y se desarrolla cuando le preguntan qué es lo único que no perdonan (o lo que más detestan), a lo cual todas, sin excepción, señalarán con gesto de anticipada indignación: “La mentira”.

¿Podrá jurar la entrevistada en cuestión que jamás, bajo ninguna circunstancia, ha apelado a falsear información, a torcer las opiniones, a retocar los comentarios o a omitir datos sobre su vida? ¿Confesará en público el mapa de sus retoques corporales? ¿Qué adulto podría exhibir un severo apego al concepto de “verdad”, sin antes someterlo a un exhaustivo análisis para precisarlo en el modesto y caprichoso alcance que le satisface?

Es tan común ver a gente que dice rendirle culto a la honestidad, reduciendo este concepto a un parapeto tras el cual justifican agresiones a terceros en nombre de la aquella. La única integridad por la que uno debe velar es la honestidad con uno mismo y, paradójicamente, aquellos sucumben es precisamente a la ausencia de esta, la cual conllevaría a esforzarse por actuar, hablar y pensar dentro de una misma sintonía, todo cuanto esto resulte posible.

Uno vive evaluándose en su trato con los demás, y actuando en consecuencia. Finge sorpresa, exagera bondades, matiza apreciaciones, sonríe aún con dolor de estómago, oculta inexplicables animadversiones, decide tener atenciones que juzga convenientes. Esa máscara cotidiana hace la vida llevadera. Y ese juego está al margen de los términos “bien” y “mal”. Es decir, se puede hacer bien o mal indistintamente de asumir qué pensamientos jamás podrán ser transparentes a los demás.

El mundo es más llevadero con cortesías que con pensamientos transparentes. La condición de adulto obliga a ser generosos con el uso de las primeras y cautos con los segundos.

Robert McKee, guionista de cine y autor del reputado libro El guión, afirma que “los lunáticos son esas pobres almas que han perdido su comunicación interna, por lo que se permiten a sí mismos decir y hacer exactamente lo que están pensando y sintiendo y por eso están locos.”

La necesaria comunicación interna. Cualquier adulto en sus cabales conversa mucho consigo mismo. Conversa consigo mismo, precisamente, para filtrar sus apreciaciones antes de abrir la boca. El que no filtra nunca lo que piensa podrá ser tildado de irresponsable o de loco, pero no necesariamente de sincero.