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Si se rendía, no era Johan Santana; por Efraín Ruiz Pantin

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DALLAS, TEXAS.- La carrera de grandeliga de Johan Santana puede haber terminado. No es exagerado, ni pesimista. Es una posibilidad real. El desgarre en la cápsula del hombro del brazo izquierdo, el mismo mal que lo sacó de juego casi dos años, es cosa muy seria. Después de pasar el fin de semana en Nueva York meditando junto a su familia si tenía sentido operarse y empezar nuevamente el tortuoso camino de la rehabilitación, esta vez a los 34 años y con el hombro más débil que nunca, decidió que irá mañana al quirófano e intentará un segundo regreso. Son muy pocos los pitchers que como él volvieron tras pasar por ese complicado procedimiento. No hay caso conocido de alguien que haya tenido que hacerlo dos veces. Aún sabiendo de su capacidad de trabajo y que no quiere irse así del béisbol  habría que ser ciego para no reconocer que este puede ser el fin. Aquella recta a 91 millas sobre la esquina de adentro con la que dominó a Michael Morse el 17 de agosto de 2012 en Washington bien pudo ser su último pitcheo en las mayores. Ojalá que no.

Mientras seguiremos preguntándonos qué pasó. Si el juego sin hit ni carreras -el primero en la historia de los Mets- fue la razón de este descalabro. Quienes quieren acuñar esa teoría apuntan a los 134 pitcheos que hizo ante los Cardenales. En los 10 juegos que siguieron a la joya, la efectividad de Santana fue 8.27. ¿Ven? -nos dicen- ahí está la prueba. Lo que no cuentan es que en los cinco primeros encuentros tras el no hitter la efectividad fue 3.60, que incluso tiró un blanqueo de ocho entradas ante los Dodgers y que la velocidad de su recta no presentó cambios importantes en el resto de la campaña. Es imposible decir que el no hitter no fue el culpable, porque simplemente no sabemos. De la misma forma, asegurar que sí fue la causa es simplista. Quién sabe si la última daga fue aquella sesión de bullpen que hizo el pasado 3 de marzo en Port St. Lucie. Notablemente molesto porque el gerente Sandy Alderson había colado a los medios la idea de que había llegado fuera de forma a los entrenamientos, y que por eso había detenido su puesta a tono, Santana sorprendió subiendo al montículo cuando se suponía que aún era muy temprano para ello. Tiró alrededor de 20 pitcheos. No se volvió a montar en la loma el resto de la primavera. El dolor empezó a aumentar. ¿Fue eso? Nadie sabe. “De acuerdo con los doctores”, dijo Alderson el viernes, “es difícil saber cuándo pasó exactamente. No sabemos”.

Es muy posible que no haya sido “un” momento lo que le tumbó. Estas situaciones normalmente no son tan simples, tan lineales, como para ver hacia atrás y poder decir “todo se decidió ese día”. Es un acumulado de factores sumados con el paso de los años lo que lo tiene en jaque. Son más de 2.300 entradas lanzando pelotas. Es el desgaste del trabajo sin parar desde que firmó al profesional con los Astros a los 16 años. Esto tiene que ver más con un cuerpo que desde hace algún tiempo dejó de ser capaz de seguirle el ritmo a su mentalidad de batalla. Ya en 2007 su velocidad había bajado y los meses finales de esa campaña dejó de tirar el slider. En el 2008 se sometió a una operación de meniscos en la rodilla. En el 2009 le falló el codo. Hasta que en el 2010 vino el golpe más duro, el desgarre en el hombro. La cruz de cualquier pitcher.

En todos esos casos, Santana nunca se echó hacia atrás. Lanzó hasta que el cuerpo le gritó que ya no podía más. Dar un paso al costado por culpa del dolor no era una opción. El 27 de septiembre de 2008, el día del penúltimo juego de aquella temporada, su rodilla ya tenía un mes mal. “Tráeme una nueva”, le había dicho la noche anterior a uno de sus representantes. Igual tomó la pelota. Los Mets se jugaban seguir vivos en la lucha por la postemporada -que finalmente no alcanzarían, porque perdieron la tarde siguiente- y su responsabilidad era lanzar. “Es hora de ser un HOMBRE”, escribió el zurdo debajo del lineup pegado en el clubhouse. Con tres días de descanso y tras haber hecho 125 pitcheos en su salida anterior, le tiró un blanqueo a los Marlins. No olvidaremos cómo rugió Shea Stadium esa noche. El mensaje, escrito para motivar a sus compañeros, era también una ventana para ver quién era él realmente. Por mucho que le doliese, permitir que la rodilla sirviese como excusa para no hacer su trabajo no era digno de un hombre. Fue la misma actitud que dejó ver el día del sin hit ni carreras. Nadie le iba a quitar la pelota. “Yo no me iba a salir así fuesen 200 pitcheos”, nos dijo un par de horas más tarde. Es fácil pensar que esa misma persona quiso demostrarle a Anderson que estaba equivocado. Que cuestionasen su compromiso y su entrega tenía que herirle el orgullo. Por eso hizo ese último bullpen.

Hoy es fácil voltear hacia atrás y decir que ha podido ser más cuidadoso. Especulando, es posible que uno de los tipos más inteligentes que uno puede cruzarse en un campo de pelota haya podido ser más consciente al momento de forzar su cuerpo. Pero no olvidemos algo: fue esa misma forma de afrontar el juego lo que le convirtió en uno de los mejores pitchers de su generación. No se puede separar una parte de la otra. Es como decir que a Oswaldo Guillén le iría mejor sin ese carácter. Pues si no fuese así, no sería Ozzie. Igual pasa con Santana. Su éxito se apoyó tanto en la recta poderosa y el cambio de velocidad invisible, como en el convencimiento de que, una vez en la lomita, nada podía detenerlo. Es esa personalidad la que hoy lo empuja a intentarlo nuevamente. Es ese optimismo, su fe en sí mismo, el que le hace sentirse capaz de ir mañana al quirófano y luchar contra su brazo una vez más. Puede que el hombro le haya noqueado ya dos veces, pero Johan Santana no se iba a ir sin darle pelea. No sería él.

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Texto publicado en Meridiano