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S cualquiera, por Carlos Sandoval #Testimonios

Por #Testimonios | 26 de marzo, 2014

A Alfredo Romero y Gonzalo Himiob, defensores del pueblo.

S cualquiera, por Carlos Sandoval #Testimonios 640

Día 1. El único delito de S. –el verdadero– fue la curiosidad. Estaba en la planta baja escuchando las declaraciones de varios vecinos a la periodista de un diario, a propósito de la incursión que sobre las siete de la mañana había perpetrado la Guardia Nacional en la avenida Páez. Detuvieron a la señora del 15-A, quien bajó a hacer ejercicios, y al aseador –decía un testigo– cuando ambos se refugiaron en la vigilancia para escapar de las bombas lacrimógenas. Los sacaron de la caseta ubicada en esa zona definida por la Ley de Propiedad Horizontal como área común, es decir, dentro de los límites del conjunto de viviendas. Todo porque desde las residencias les gritaban “cubanos”, “malditos”, “asesinos”; una respuesta natural de la sociedad civil ante los abusos de las fuerzas represivas en las manifestaciones del último mes.

El gas aún saturaba el ambiente; S. estruja sus ojos y oye una débil letanía que en segundos se torna escándalo: “colectivos”, “colectivos”. La advertencia viene de los balcones de la Torre B; al lado de S. alguien grita: “saltaron la cerca”. Todos corren: hacia las pérgolas, a la placita central, al parque. De reojo, S. ve a un hombre de franela roja apuntándolo; detrás de éste, un camisa negra balancea su escopeta al ritmo de la frenética carrera. S. enrumba al estacionamiento techado, pero comprende que no le dará tiempo de acceder por la entrada. La posible salvación se halla del otro lado de un muro. Escucha un disparo, no sabe si le dieron. Se aferra al borde de la pared, el hombre de camisa roja intenta agarrarlo: S. cae unos cinco metros; mal: el tobillo cruje. Disminuye la velocidad. Cree estar a salvo. De pronto, los ve subiendo al primer piso. Retoma como puede la huida. Piensa que quizá pueda salir por cualquiera de las puertas –son cuatro edificios– en el tercer nivel del parqueadero. La pierna no da tregua. Se detiene: las rejas están cerradas.

El hombre de franela roja le pone el arma en la cabeza: “arrodíllate”. S. implora que no lo mate; “arrodíllate”, insiste la 9 milímetros. El otro, el de la escopeta, convierte la culata en mazo y golpea a S. en el costado, quien cae, cómo no, de rodillas. Le colocan –brazos atrás– unas esposas improvisadas, de plástico, y lo levantan. S. llora: el dolor es insoportable, sube más arriba del muslo. Sus captores lo obligan a correr de espaldas, lo halan del grillete hundido en la carne de las muñecas. Desde las torres la gente lanza botellas, latas de atún, macetas. A S. el recorrido le parece infinito. Llegan al portón del complejo y entonces ve el contingente de guardias acorazados tomando posiciones, afinando la mira hacia donde suenan cacerolas.

El de rojo, o el otro, lo entrega a unos uniformados en moto. Embutido entre el conductor y el parrillero, rumbo al comando, recibe cascazos: el chofer acciona la parte posterior de su cabeza como látigo; el compañero hace lo propio en sentido inverso, con el frente de su morrión, mientras grita: “somos la guardia, te agarró la guardia mamagüevo”. Casi colisionan con un autobús. En una curva cerrada, porque le impidieron apoyar las piernas, el pie herido de S. se estrella contra la cuneta y no puede evitar un dramático alarido.

Tienen que ayudarlo. Llega saltando en un pie hasta la oficina de reseñas; lo tiran en una banqueta. Un guardia toma sus datos y concluye el trámite informando en voz alta: “listo, mi teniente”. Aparece el hombre de chemise roja, nítido, con jeans y zapatos de goma (caros, piensa S.); cierra la puerta y pregunta cuántos había guarimbeando, dónde están, cómo se llaman. S. explica que sólo curioseaba, que vive en la Torre A y que corrió por instinto al escuchar la terrible expresión “colectivos” en el mismísimo patio de su casa, porque la placita resulta allí una extensión de los apartamentos (forma parte del perímetro privado, junto con las jardineras, el parque y, por supuesto, el estacionamiento). Pero el teniente no atiende razones, reclama nombres y sitios; S. no entiende de qué le habla, repite “curiosidad”, “miedo”, “colectivos” hasta cuando un espasmo cerca de la tetilla izquierda le corta el aliento: es un taser, el hombre ha aplicado una descarga eléctrica. Vuelve el ciclo de preguntas. S. se desmadeja en llanto. Niega, reitera no saber las respuestas. Otra vez el taser, ahora en la superficie derecha del pecho. Entra una mujer de uniforme y pide al teniente que pase a S. a la habitación contigua.

S. desea pararse, pero no puede. Notifica al teniente, quien le propina un gancho en las costillas que lo saca del asiento. Cae sobre las manos esposadas; una, la izquierda, se fractura. El militar le ordena ir a la sala de al lado. S. suplica ayuda. El hombre pone una bota en los pectorales del muchacho y camina sobre su cuerpo, visto que, alega, es parte del piso. S. no para de llorar, más aún después de las patadas en el tobillo roto. De súbito, al sujeto se le ocurre una idea: “arrástrate”; S. llega, por fin, como un gusano, al otro cuarto.

Desde el suelo, ve a un funcionario de alto rango quien indaga por su estado. Alguien da el parte. El capitán, mayor o lo que sea (S. no alcanza a oír la jerarquía) gira instrucciones para trasladarlo al Hospital Militar de modo de hacerle los mínimos auxilios. Una vez atendido, lo deja claro, S. debe ser devuelto al centro de detención. Dos guardias lo suben a un jeep; apenas se ponen en marcha, el copiloto saca su pistola y advierte a S. que al primer quejido le pondrá un tiro en la pierna para terminar de destrozarla.

Hay cola.

Los distinguidos o cabos conversan y manipulan sus celulares. El que ha ofrecido la bala pregunta a S. si quiere una llamada. S., sorprendido, da un número; el guardia ladra: “mira, tenemos a tu novio detenido, lo llevamos al hospital… No sé, averigua”.

En la emergencia le colocan férulas y, de inmediato, lo encaraman en el rústico. Al llegar al comando, una fiscal pasa revista a los detenidos; ve a S. y habla a los milicos sobre las faltas penales en que pueden incurrir si se agrava la situación con sus extremidades. El mayor o capitán envía de nuevo a S. al hospital: el médico de guardia prescribe operación en ambas roturas y una cama en la unidad de traumatología.

Día 2. A esa ala del piso ocho la llaman ”el barrio chino” porque ahí es donde internan a los maleantes: las piernas atravesadas de barras metálicas, mantenidas con rigidez gracias a contrapesos construidos con botellas desechables por ingeniosos parientes. S. no pudo dormir, se pasó la noche hablando con el custodio, un maracucho de su misma edad con sueños de alcanzar una profesión liberadora de las tareas marciales. El otro guardia duerme afuera, en el frío de una terraza que da a un cerro asfixiado de ranchos. Incómodo por las esposas, S. detalla a los tres enfermos de la habitación, percibe sus ronquidos y el de sus acompañantes tirados a un costado, sobre colchonetas, como la que su madre comparte con la hermana del sujeto de enfrente.

Tiene señalado analgésico, pero la enfermera olvida aplicárselo al enterarse de su supuesto delito. S. acepta el dolor hasta cuando se le doblega la vergüenza; entonces recibe una dosis luego de varias solicitudes. A media mañana aparece una médico con sus estudiantes e interroga a S. sobre las causas de sus lesiones. Da la vuelta y dice “este no es paciente nuestro”; no obstante, regresa (¿un rapto de profesionalismo?) y comprueba los vendajes, la carne mórbida bajo las precipitadas tablillas. Instruye placas y evaluación quirúrgica, según el diagnóstico preliminar del residente de emergencia. El custodio inquiere si, en efecto, hay que operar y pasa la novedad a su superior.

Según la ley, S. debe ser impuesto de cargos en el transcurso de cuarenta y ochos horas contadas a partir de su detención. Si requiere quirófano, es difícil para la fiscalía trasladarlo hasta los tribunales, por lo que los abogados del Foro Penal pujan porque la audiencia se realice en el propio hospital. Llamadas van y vienen a través de una intrincada burocracia de defensores y fiscales, militares y jueces. A mediodía nadie sabe cuál será el procedimiento; los guardias, olvidados por su guarnición, aceptan la comida ofrecida por la tía de S. y ríen de los chistes del viejo andino de la cama derecha, quien desde hace tres meses reúne el dinero para la prótesis de su pelvis, derruida en la estación del metro de Plaza Venezuela por una estampida de apremiantes usuarios.

Ir al baño constituye una dolorosa labor. Sostenido por unas precarias muletas, S. vacía no sólo su cuerpo, sino la incontenible tristeza anudada en la garganta. Alguien pregunta: “¿te pasa algo, chamo?, ¿te duele?” Se asusta. Del cubículo contiguo sale un hombre en silla de ruedas y pierna enyesada; afirma: “el truco es tener paciencia. Llevo aquí siete semanas y todavía no sé cuándo me operan porque no tengo para comprar el reemplazo de mi fémur; seguro que al reunir el monto, sesenta palos, ya ha subido de precio. A veces tienes los repuestos y no hay cupo para el quirófano, como le pasó a mi compañero de cuarto. Pero tenemos patria, hermanito”, sonríe. Fuera del sanitario, S. encuentra a dos camareras: discuten si hacer un álbum “con todo lo de Chávez” para sus nietos o, mejor, adquirir la revista con las cincuenta fotos del comandante hecha por Últimas Noticias.

Pasadas las dos de la tarde se produce el cambio de guardias: más de siete horas después de lo reglamentado. Uno de Elorza, el otro de San Cristóbal, toman sus puestos de manera displicente; no ocultan el tedio. La tía se los gana rápido: café y galletas, periódico y agua. El llanero suelta la lengua: están agotados de órdenes y contraórdenes; sobre todo, de discursos políticos. Tienen treinta días y una semana sin librar. Al tachirense le avisan que acaban de detener a su primo en una barricada. Hace unos contactos y, ufano, dice: “ya lo van a soltar”.

El paciente del lado derecho al fondo relata cómo se cayó de un andamio hace diecinueve días; suplica a la nada por una rápida intervención: “si llego a un mes así, no habrá remedio”. Su cuñada da detalles patológicos y montos, cifra toda esperanza en un organismo no gubernamental; S. asiente y mira el televisor donde lee “oferta por tiempo limitado”. En eso entra una comitiva de oficiales menores y sargentos que llevará a S. (veintiocho horas luego de los hechos) a la medicatura forense. La movilidad se complica: no hay ambulancia ni silla de ruedas, S. depende de las débiles muletas. Lo suben a un jeep abarrotado de detenidos.

En rigor, el chequeo dura diecisiete minutos; lo lento ha sido el recorrido hacia el Cuerpo Criminalístico, en el centro de Caracas, debido a que el Presidente, acompañado por el actor Danny Glover, entrega un inconcluso bloque de la Misión Vivienda, justo al lado de la sede policíaca. Cuando el sol muere en el parabrisas, entran al organismo para marcar las huellas de S. en el expediente, pero los ascensores no funcionan: tres guardias lo suben en peso cinco pisos, en el último escalón uno de los sargentos se desmaya. A trompicones sientan a S. para atender al desvanecido, a quien abofetean con rudeza y nerviosismo. Apenas el chico vuelve en sí, estallan las burlas; S. observa sin unirse a las risas.

De regreso al hospital, S. regala su arepa, comprada por la infatigable tía, al pálido uniformado, verde de hambre y pudor: agradecido.

Día 3. Las quejas del andino negado a recibir la intravenosa le impidieron a S. dormir completo. Vainas de viejo, piensa, y ve luces amarillas de postes lejanos y el tono indeciso del alba. El enfermero da su ronda final, verifica el nivel de la solución, “buena suerte” —se despide. S. está consciente de que llegó el día, su día. En unas horas sabrá si lo aguardan otros males: a él, inocente objeto de un extraño destino.

El abogado del Foro explica la dinámica de la comparecencia ante el juez; S. memoriza, obsesivo, las indicaciones. Todavía no está claro si habrá que trasladarlo al Palacio de Justicia. A la hora de almuerzo un miembro de la defensa comunica, desde el tribunal, la postura del magistrado: dependerá del informe médico movilizar o no al detenido hasta el despacho. La madre de S. consulta en el puesto de enfermeras, pero todas aseguran desconocer el caso. Llaman al residente quien se percata de que S. tiene órdenes de exámenes no cumplidos y fases de calmantes sin administrar.

Lo bajan a rayos X. En la cola del departamento de imaginología, un maestro mayor se acerca y exige parte al custodio. El distinguido manifiesta que se trata de uno de los aprehendidos en las protestas. El suboficial comenta: “esos chamos están luchando por ti y por mí, no lo olvides”. Las placas traban la máquina. Hora y media tarda el estudio. Enseguida vino el yeso y otros fármacos, en tanto se programa, en lista de espera, la operación. Ahora era definitivo: el tribunal vendría a imponer o desestimar cargos en el propio hospital.

“Si usted dice A, tiene que mantenerse en A. Si le pegan no diga B o C, siempre A, A, A. Grítelo: ¡AAAAA! Se lo digo por experiencia, los jueces buscan contradicciones”. Es el sujeto de enfrente: unos ex-compinches le dieron cuatro tiros; declaró asalto para quitarle la moto y de ese modo neutralizar cualquier investigación relacionada con sus penas anteriores. A S. le recuerda a un profesor de básquet del bachillerato quien siempre alardeaba de sus orígenes petareños y de su hombría. A la 1:12 p.m. (S. no deja de ver el reloj) una abogada pasa recogiendo el informe y sentencia: “entre tres y media y cuatro vendrá el tribunal”.

Cambia la custodia. El maracucho saluda con familiaridad; la timidez del segundo (merideño de Ejido), sólo le permite una sonrisa. El relevo coincide con la hora de visita. Hay anécdotas y carcajadas, un tarro de pastas secas, refrescos. S. quiere concentrarse en los pormenores desgranados por el veterano de enfrente: no puede, la esfera blanca de su Casio lo mantiene en vilo.

A las 4:55, finalmente, arriba el cortejo: la jueza, una fiscal, un par de alguaciles, el secretario del juzgado y los dos defensores de S. asignados por el Foro. Un soldado corre la visita, desaloja el pasillo y ordena a los pacientes entrar a sus cuartos. El acto se hará delante de los tres enfermos que comparten la estancia.

Aun cuando se le había recomendado acogerse al derecho de no declarar, uno de los abogados conmina a S. a referir lo ocurrido, pues los cargos imputables son graves. Con lentitud y seguridad S. describe las escenas más impactantes de su vida: la persecución dentro del estacionamiento y la captura. Se salta los golpes y la electricidad. Calla el peso de la bota y la pistola en la sien. Tiene miedo. La fiscal enumera, según el Ministerio Público, los agravios cometidos. S. no entiende el término “agavillamiento”, piensa en la palabra mientras intenta seguir las otras acusaciones (“tenencia de material inflamable”, “desacato a la autoridad”). En suma, son siete delitos. Comienza el cotejo de aspectos legales entre la defensa y la parte acusadora. S., mudo, recuerda, no sabe por qué, la franela negra –Polo– del hombre de la escopeta. Oye varias veces: “a lugar”, en el seco timbre de la juez. En síntesis, queda con cinco imputaciones y en libertad provisoria con presentación cada treinta días. Hay un sutil regocijo en la sala (incluidos los guardias). La madre de S. llora; la tía solícita, confundida, da gracias a la fiscal, quien la mira con distancia. Los defensores estrechan manos y aceptan abrazos. S. soba, con tres dedos, la muñeca liberada.

Esa misma noche es internado en una clínica. La tarde siguiente es intervenido; una semana después comparece, en silla de ruedas, en el Palacio de Justicia y hace su debut como indiciado.

#Testimonios 

Comentarios (25)

Sashenka
26 de marzo, 2014

Querido y estimado Carlos, o profe, como siempre te digo. No alcanza el abrazo, pero lo extiendo.Que este testimonio nos mantenga atentos y la brevedad de la memoria no nos haga trampa ante la injusticia. Que nunca nos acostumbremos. Nunca.

Edgard J. González.-
26 de marzo, 2014

Con cada línea de este relato aumentan la rabia y la indignación, pero compensa todas las bestialidades cometidas por funcionarios y paramilitares, bautizados “colectivos”, saber que se intercalan las presencias reconfortantes de los genuinos abogados del Foro Penal [la Defensora ¿del Pueblo? cínica y dogmática, está en las Antípodas], y la evidencia de que terceras personas, como ese Maestro Mayor que les dice a los soldados custodios (cómplices por ignorancia y necesidad) ““esos chamos están luchando por ti y por mí, no lo olvides””. Llueve, y escampa. Hitler amenazó con un Tercer Reich que duraría MIL años, y a los doce años se estaba pegando un tiro en la sien.

Adriana Rodríguez R.
26 de marzo, 2014

Querido Carlos, cuánto dolor, cuánta humillación, cuánta injusticia. Un fuerte abrazo de solidaridad y agradecimiento por comunicar al mundo este episodio que debe ser denunciado con todas sus letras, para que ningún S más sufra los horrores de la dictadura.

Ramón Nuñez
26 de marzo, 2014

Al leer este testimonio siento que el idioma es insuficiente, no encuentro los adjetivos. Es como si de repente el diccionario no tuviese utilidad alguna. Cómo poder explicar los sentimientos que se arremolinan y chocan contra el espíritu y el mismo cuerpo cuando se lee esto? Cómo entender la actitud de las enfermeras del hospital? Hasta dónde ha llegado el odio?

En algún momento leí cosas así en los tiempos de Pinochet en Chile, Videla en Argentina, Somoza en Nicaragua y aun los Castro en Cuba. Supe de casos graves en los tiempos de la República Civil venezolana, pero también fueron castigados porque los entes encargados de impartir justicia eran mucho más independientes de lo que son hoy en día, a pesar de los pesares. Y en el peor de los casos existía una prensa independiente con unos periodistas que investigaban casos de torturas o maltratos hasta lo último y siempre existía algún tipo de castigo al final, así fuese solamente moral.

No puedo imaginar el sufrimiento de ese hombre y de muchos más como el, tanto manifestantes como no manifestantes, y no hablo de las mujeres, que han sufrido aun más. Cuanto dolor adicional habrá que soportar? Recuerdo una frase de una novela que leí hace mucho de un autor francés; no recuerdo ni el nombre de la novela ni el del novelista: “La soledad del torturado y la soledad aun mayor del que tortura”.

Liliana Godoy R.
26 de marzo, 2014

¡¡Diosss!! Prohibido olvidar.

Mercedes lopez
26 de marzo, 2014

Que duró, triste relató, sensación de impotencia y desesperanza

Joeif Duroim
26 de marzo, 2014

Tal vez lo que se me atasca en la garganta de esto, es saber que hay tantos casos parecidos a este: niños con seguimiento judicial y siendo tratados con abuso y saña…que jamás se olvide esto, es demasiado!

Elsa
26 de marzo, 2014

!Que tristeza! Solo deseo que pare toda esta injusticia, estoy muy asustada con todos estos desagradables y brutales acontecimientos hacia estos jóvenes que solo desean vivir con un poco de paz y libertar, al igual que todos los venezolanos. Dios nos proteja.

Ana centeno
27 de marzo, 2014

Asi abro los ojos cada dia, tras mi Venezuela en Twitter, Facebook, RCR750, Obligación de estar con mi gente. No siento odio, no, dolor lacerante. Pensando en que puedo hacer, rezar es normal, escribir me ayuda. No vivo en Venezuela pero la vivo, nunca he dejado de recorrerla, minimo tres meses cada año. Suena a disculpa por ser alguien que de repente recibio el titulo de migrante pero nunca de extrañada de Venezuela. S eres la vida misma con la capacidad de resurgir desde las cenizas, del amor de la madre, la tia, de los que estan en medio de bandos que no se los creen. No hay polos, solo un pais sufrido que lleva la libertad y la democracia en sus venas.

sael
27 de marzo, 2014

Solidaridad ante la barbarie amigo Carlos

maria carnicero
27 de marzo, 2014

Leyendo este testimonio he recordado los artículos que publicaba EL NACIONAL durante los años setenta. Recuerdo que guardaba los trozos del periódico y los leía de a poquito porque me afectaban y trastornaban mucho.

HeyHey
27 de marzo, 2014

La indignacion al leer este relato, la impotencia, la declaratoria de incompetencia para entender que nos paso como venezolanos, porque esos guardias, esa enfermera, ese doctor, son venezolanos… Somos Venezolanos y NO podemos seguir pensando en el otro como enemigo de guerra… Que la desgracia acompañe a todo aquel que haya inculcado este sentimiento de odio entre ciudadanos de una misma tierra, que ellos y su prole vivan las miserias que crearon en un pais hermoso y lleno de oportunidades que hoy solo se vislumbra como pueblo de rencores…

krina ber
27 de marzo, 2014

Me puse a llorar, no sé si de rabia o de impotencia o porque tu narrativa transmite la historia como si le estaba ocurriendo a uno mismo. Un gran abrazo, siempre contigo

maria ramses
27 de marzo, 2014

Que dolor impotencia y pena ajena…pensar que lo que se a sembrado a nuestro hermanos es odio .indolencia resentimiento.rabia. inconformidad.facilosmo compra de conciencia…hasta cuando sera esto…????

Olga Durán
27 de marzo, 2014

Estimado Carlos, mi solidaridad y rechazo pleno a tal salvajada y violación de los derechos humanos en la persona de tu sobrino. Venezuela vive momentos difíciles, no a la violencia. Seguiremos levantando nuestra voz en apoyo por un país distinto, sin abusos por parte del gobierno y sus fuerzas represoras.

Milagros Blanco
28 de marzo, 2014

Hijo, porque todas o muchas madres los sentimos nuestros, solidaridad total, PERDON por ser de la generacion que permitio que esto se incubara y gracias a Dios por permitirme ver esta generacion que lucha con honor, como lo viviste es vergonzoso y vil desde el procedimiento hasta la baja calidad humana de todos los que participan en estas danzas de VIOLENCIA, Dios les tenga piedad porque la deuda es grande. Un abrazo y Dios te Bendiga.

Isabel Ramirez
29 de marzo, 2014

Se me encoge el corazón de tanta tristeza, Lo que ha pasado S lo deben haber pasado tantos muchachos en la soledad de la maldad, no entiendo esos guardias, ni las enfermeras o médicos que pasaron x alto su juramento. Dios que pare tanta injusticia, nos hemos equivocado, puede ser pero no merecemos esto tan terrible que sucede en nuestro país y en los corazones de tantas personas que parecen haber perdido todo sentimiento de bondad.

Luis Ramis
29 de marzo, 2014

Que este espantoso relato quede para la historia como quedò el diario de Ana Frank para dejar testimonio de los desmanes de la esta Dictadura

PEDRO SANCHEZ
29 de marzo, 2014

ESTIMADO CARLOS AL LEER ESE RELATO LOS OJOS SE ME HUMEDECIERON Y NO SE SI FUE DE RABIA O DE DOLOR PERO ES LA REALIDAD UN ABRAZO Y SALUDOS DE PARTE DE ZAIDA

Luis E Rincón
29 de marzo, 2014

Que la Patria un día te premie por tanto sufrimiento y que no olvidemos nunca tu dolor. Que la indecisa MUD por fin abra los ojos y apoye a estos valientes muchachos que están dando su vida por esta linda tierra.

Monica L
29 de marzo, 2014

Tienen 14 anos inyectando la vacuna del odio que este es el cruel resultado de una barbarie en tiempo de modernidad. Solo creo en la justicia divina frente a tanta injusticia. Lloro al sentir en lo que nos hemos convertido y nos han convertido. Solo tengo que decirle a S eres un valiente.

Orangel Rivas
29 de marzo, 2014

Gracias Carlos, por relatos como este es que sabemos de la multiples injusticias que se cometen diariamente a todo aquel que persigue un sueño. Me siento orgulloso que en mi pais (Venezuela) hayan miles de S. No me caso aun de decir RESISTENCIA!!!…, podran arrodillar mi cuerpo mas no mi alma ni mi espíritu luchador.

Nataly Pérez
29 de marzo, 2014

Que indignación, rabia, impotencia… siento pero la justicia de Dios es grande… es la única que nos queda! Gracias por el relato!!!

Yoraima Petter
29 de marzo, 2014

No podemos olvidar S representa el sueño de los jovenes que quieren sentir la brisa de la libertad en sus rostros. Que daño tan grande hizo ese engendro del diablo a nuestro pueblo, desato el odio de unos contra otros. Pude percibir en estas letras el terrible tormento de este joven valiente Pido a Dios que acabe esta agonia

Libertad Belgrave
29 de marzo, 2014

Desde que arreció la represión lo único que ha persistido en mi mente, cada día, es la imagen de los muchachos en la calle: lo que sienten y piensan, lo que les pasa y podría pasarles; junto a eso, la popular ilusión del “falta poco” que me enferma porque alimenta los espíritus más dispuestos, que también son los más crédulos y vulnerables. No es consuelo el que “por lo menos” se haya mostrado lo dictatorial de un gob: es un costo demasiado alto cuando la prueba del delito, si vamos a la media, no supera los veinte años. Tenemos un deber pendiente. Un abrazo cálido para ti y para S.

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