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Ritos circulares, ‘Cuaderno de Milán’; por Alejandro Oliveros

Represetación de El Barbero de Sevilla, de Gioachino Rossini

Representación de El barbero de Sevilla, de Gioachino Rossini

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Milán, jueves 22 de junio de 2017

Ayer fue el solsticio, la fecha que durante millones de años marcó el comienzo del verano en estas latitudes septentrionales. Pero ahora, con los cambios climáticos, ya nada es seguro. Y así, las temperaturas estivales, como en este año, pueden comenzar semanas antes del 21 de junio. Me cuesta acostumbrarme, si es que puedo, a vivir sin mis cápsulas de aire acondicionado venezolano.

Tanto como mi temperatura artificial, mucho más diría, añoro mis libros. No sólo para las eventuales necesidades de una reelectura o una cita, lo cual es dramático porque mis libros están escritos de manera distinta al resto de los ejemplares del mismo título. Desde la Biblia a los poemas de Catherine Lavant. Es algo imperceptible que apenas yo puedo apreciar. No se trata de palabras o signos de puntuación que, como se sabe, siempre son los mismos, sino de dicción; escritos de la misma manera, están escritos de otra forma. Algo que seguramente le ocurrió, en proporciones épicas, al pobre Menard con su Quijote. Además, está la amistad, que es como se me ocurre llamar a la especial relación que he sostenido con muchos de los volúmenes en mi biblioteca desde hace años y décadas. La amistad que se establece con los libros no es igual a la que establecemos con los seres humanos que nos privilegian con su afecto. Son de dos tipos las amistades entre humanos decía, lapidario, Albert Camus en una carta de los años 40 a Francis Ponge: “Las que duran y las que no duran”. No sucede esto con los libros, los cuales, a menos de una pérdida involuntaria, nos ofrecen su amistad para toda la vida. He sido afortunado, o mejor, privilegiado, con muchas de estas amistades. Quiero recordar ahora una de ellas, una de las más extraordinarias, si tomamos en cuenta que ni siquiera los he leído en su dilatada integridad, porque ni siquiera estos nos piden los libros para mantenernos entre sus afectos. Me refiero a los Notebooks, de Samuel Taylor Coleridge, reseñados generosamente en el londinense TLS a comienzos de los 70 y que, a instancia de Eugenio Montejo cuando trabajábamos en la Dirección de Cultura de la Universidad de Carabobo y me ayudaba en la edición de la revista Poesía, pedí por correo a la respetada librería Blackwell’s de Broad Street en Oxford. Al cabo de unas pocas semanas, recibí aquel tesoro de los dos primeros volúmenes de los fragmentos, casi siempre inéditos, del gran bardo del romanticismo inglés. Se trataba de una empresa editorial admirable; cada uno de los volúmenes de más de 500 páginas venía acompañado de otro dedicado exclusivamente a las notas del editor, presentados en pulcros cofres por Princeton University en su exclusiva colección Bollingen. De esto, hace sus buenos 45 años, y todavía los conservo, los observo y los saludo en lo más alto de mi biblioteca, y ellos me observan con indulgencia mientras lleno, de la manera más insensata, estos cuadernos sin destino. Es un caso, no el único, que me ha correspondido de ese segundo tipo de amistades a las que aludía, prefigurando lo que le iba a suceder más adelante, Camus, y que son aquellas “que duran”.

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Tampoco es fácil dedicarse a la escritura en un país como Venezuela, desmembrado y en llamas. Durante sus últimos años, el buen amigo Rafael López Pedraza acudía a esa psicopatía conocida como “titanismo”, para referirse a lo que ocurría en el país en el cual había vivido la mayor parte de su vida. Era una manera de describir la violencia con la que el líder de la “revolución bolivariana” procedía, con eficacia digna de mejores causas, a eso precisamente, a desmembrar al país que distraídamente, y para su mal, lo había elegido para dirigir su destino. No supieron, o no quisieron, advertir sus entusiastas seguidores que el único destino de este proyecto era acabar con el destino de la nación. Animado, como estaba, por retorcidos movimientos de su psique, y por las no menos nefastas intenciones de los patronos de la muy vecina y mentida república de Cuba. Hace unos días, comentando en un artículo la obra de dos notables poetas polacos, me atreví a escribir que la fortuna de poetas como Herbert o Milosz consistía en haber escapado a la subjetividad neorromántica y cantar asuntos tomados, no del torturado y absorbente yo individual, sino los que captaban en la realidad objetiva, la que todos los días la historia pone ante nuestros ojos. No debe ser (y no lo es) fácil. Al fin y al cabo, hasta donde sé, sólo los polacos en Europa pudieron hacerlo durante el siglo XX. Escribí también que la comprometida situación por la que atraviesa Venezuela, y de la cual lo único seguro es que nada es seguro, debería ser aprovechada por sus poetas para emular a los colegas polacos.

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Conversación con Ruisdael Llobet, el más aplicado de mis estudiantes en el Instituto de Culturas Comparadas, de Nirgua (Venezuela).

—R.Ll: Profesor, ¿le puedo preguntar algo?

—Solo si es breve.

—R.Ll: ¿Cuál es la diferencia entre dictadura y tiranía?

—Buena pregunta, Llobet. Tiranía es lo que hay en Venezuela.

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Ritos circulares

Desde su oficina, en las afueras de Milán, Constanza me envía un mail con copia de las reservaciones para El barbero de Sevilla, en la Scala. Le contesto que no ha podido ser más acertada. A pesar de su popularidad, nunca había tenido la suerte de encontrarme con la difundida ópera. Recuerdo la portada del disco que tenía mi padre donde aparecían, con la indumentaria para la representación, Maria Callas y Tito Gobbi, en una grabación de la cual, aparte de los dos destacados protagonistas, no recuerdo nada más salvo que era una producción de Angel Records. Cuando Constanza tenía cinco años, la llevamos a ver La italiana en Argelia, también de Rossini, en la Metropolitan Opera, con la inolvidable Marilyn Horne en el papel de la atribulada y divertida protagonista. Ahora es Alessandro, su hijo de cinco años, quien será llevado por la madre a una de las óperas de Rossini. Si cuento bien, son cuatro las generaciones de Oliveros fieles al genio del maestro de Pesaro.

Hace cuatro días, con motivo del día del padre, Constanza ya había incursionado en esto que llamó, sin mayor ingenio, “ritos circulares”. Durante los años de residencia en Nueva York, me tocaba llevarla a los museos durante las largas tardes después de la escuela, mientras su mamá se dedicaba a sus estudios de posgrado en la Universidad de Columbia. En realidad, más que a los museos era al de Arte Moderno donde la llevaba, antes de la elefantiásica ampliación, con su modesta sala de cine, donde en ocasiones proyectaban cintas para niños, y con sus acogedoras salas donde se exhibía una estupenda colección de arte del novecientos. Entre tantas maravillas, a Constanza, por razones fáciles de entender, le gustaban las pintura de Jean Dubuffet, entre ellas el cuadro de una vaca que parecía pintada por niños de la edad suya. El domingo del padre, el regalo de esta Constanza crecida y madre, aparte de hija, fue llevarme a dos exposiciones cumpliendo con la más estricta circularidad: una dedicada a Kandinsky y la otra al malogrado Keith Haring en la cual se exhibían además algunas obras de los artistas que más habían influenciado al estadounidense, entre ellas dos hermosas telas de Dubuffet, como las que tanto contempló cuando era niña y yo un joven escritor que volvería al poco tiempo a una Venezuela en la que la amarga experiencia del destierro era inimaginada e inimaginable, como diría el ocurrente Antonio Pérez.