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Ray Donovan, gestor de catástrofes; por Jorge Carrión

Ray Donovan, gestor de catástrofes; por Jorge Carrión 640

Tony Soprano es –supuestamente– gestor de residuos y se pasa la serie apagando incendios. Ray Donovan, también vinculado con la actividad criminal, es más bien un gestor de catástrofes. Esa figura se ha impuesto, fundamental, en la serialidad última: el abogado en la frontera Saul Goodman de Breaking Bad, el jefe de campaña y de personal Eli Gold de The Good Wife o la experta en situaciones complicadas Olivia Pope de Scandal son algunas de sus variantes. Derecho, política y comunicación. Los clientes de Donovan son de lo más variopintos, pero tienen en común la condición de millonarios, que les permite costearse los servicios de alguien que puede sacarles de cualquier embrollo. Una prostituta malherida en una noche de excesos, un acosador sexual, la millonaria que no quiere realizar el cuantioso donativo que prometió: no hay caso que no pueda solucionar mediante seguimiento, extorsión, amenaza, fotos comprometedoras, una paliza. El fixer llevado al extremo.

Teniendo en cuenta que el protagonista es un tipo muy duro, se esperaría que Ray Donovan fuera una serie de acción. Pero casi no hay tiroteos ni persecuciones. La segunda temporada comienza con un viaje del protagonista a México, donde se enzarza en una pelea de bar armado con un bate de béisbol. Una pelea que no vemos, porque está en elipsis. La tensión, en cambio, recorre los capítulos como vapor que brota del asfalto. Aunque sea un personaje de pocas palabras, sus conversaciones son de alto voltaje. Y, como ocurre en Los Soprano o en Breaking Bad, las más terribles casi siempre tienen que ver con la familia.

“Walk this way”, el mejor capítulo hasta la fecha, escenifica en sus minutos finales una fiesta de cumpleaños a la que han sido invitados todos los miembros de la familia Donovan. Los hermanos del club de boxeo (el alcohólico traumatizado por abusos sexuales y el trozo de pan lesionado en un combate), los hijos adolescentes (en una de las pocas tramas con interés de todas las que involucran a esa franja de edad en las series), la esposa frustrada (digna heredera de Carmela Soprano y Skyler White) y, sobre todo, estelar, Mickey Donovan, el padre bala perdida, manipulador, criminal, repulsivo y extrañamente entrañable (con su exmujer afroamericana y el hijo que tuvo con ella, también boxeador, también con el alma herida). A partir de ese episodio, la segunda temporada, un tanto endeble en su primer tramo, se revela tan interesante y vibrante como la primera, gracias no sólo a esas explosiones emocionales, sino también a los ascensores sociales, a los escaleras mecánicas que interconectan constantemente la pobreza y la riqueza, que comparten una monocorde y abarcadora miseria moral.

El trasfondo familiar se relaciona con la inmigración irlandesa a los Estados Unidos y con los abusos sexuales a niños perpetrados por curas pedófilos. En el horizonte fílmico que se transparenta más allá de la serie habría títulos como Sleepers (1996) o Río Místico (2003), películas de violencia más o menos soterrada, que insisten en cuestionar el Sueño Americano, mediante la idea de que ni siquiera los blancos se integraron del todo ni consiguieron dejar atrás los males endémicos heredados del Viejo Mundo. En una posible segunda oportunidad, los Donovan inmigraron desde el sur de Boston hasta Los Ángeles, gracias a que Ray fue contratado como solucionador de problemas por la firma Goldman & Drexler –o por culpa de que Mickey delató a una banda criminal. El trabajo le obliga a interaccionar constantemente con ricos y famosos, mientras sus hermanos y su padre pernoctan en viviendas muy humildes, cuando no en el propio gimnasio. En ciertos momentos se revela en Ray un rencor de clase que es proporcional al odio que siente hacia sus propios orígenes, hacia los comportamientos de su propia familia. Nadie es capaz de hacerle perder los estribos, menos el bueno de Mickey.

Los cuatro miembros de la familia de Ray Donovan se sitúan, de hecho, en una tensa zona intermedia entre la clase baja y la clase alta. Una zona intersticial, propia de la condición migrante. Los colegios de los niños, la ubicación del hogar, el acento de la ama de casa, los relojes, los coches: todo remite, directa o indirectamente, al lugar simbólico que ocupan los Donovan en la microsociedad californiana en la que, artificialmente, se han insertado. Por eso es tan elocuente que Mickey conserve un Cadillac Deville desde antes de su ingreso en prisión o que Ray conduzca un Mercedes CLS550. Muchos otros automóviles son mostrados en la serie, por imperativo del product placement (que financia las producción al igual que lo hacen los abonados de Showtime) y por voluntad de traducir en objetos ese conflicto entre realidades y aspiraciones que mantiene viva una sociedad de migrantes. Porque está claro que el gueto de Boston ha viajado con ellos hasta el mismísimo Hollywood.

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Este texto fue publicado en Cultura/s de La Vanguardia