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Rafael Caldera: Frente a Chávez; por Juan Cristóbal Castro

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Sin mirar los balances favorables y los
signos positivos de las épocas anteriores,
buscamos hacer la tabla rasa para empezar una
nueva construcción.
Mario Briceño Iragorri

Pocos recuerdan al patriota católico Juan Germán Roscio, quien en su Triunfo de la libertad sobre el despotismo hizo una lectura descolonial a contrapelo, mostrando que en la Biblia estaban los valores de la independencia. También olvidan que hubo más de un firmante de la Iglesia que juró ante Dios reconocer la soberanía venezolana y que muchos defendieron a Guzmán Blanco cuando decretó la educación pública a manos del Estado.

Fermín Toro, Cecilio Acosta o Mario Briceño Iragorri fueron activos católicos y a la vez fieles republicanos, defensores de libertades públicas y principios sociales y democráticos, sin que por ello sufrieran de alguna disociación cognitiva o alguna esquizofrenia.

No se tiene que ir a la iglesia a rezar el rosario, vestirse de flux ni dejar de lado causas laicas y libertarias de distinto signo para reconocer el aporte de la institucionalidad republicana moderna que hizo la democracia cristiana. La sensatez no está preestablecida de antemano por las causas que sigas, sino por las reflexiones que hagas.

Uno de los más importantes representantes de esta tradición, negada por la polarización simplista entre derecha e izquierda, fue Rafael Caldera. El reciente libro Frente a Chávez: leyendas urbanas y otros mitos, con un prólogo de Rafael Tomás Caldera, viene a desmentir una vez más las fantasías con las que se ha revestido su figura, evadiendo muchas de las responsabilidades del pasado, pues es al parecer una tendencia que se revive cada cierto tiempo para limpiar la imagen de muchos venezolanos, siempre víctimas al parecer de todo, salvo de sí mismos.

Operación difamación

Es curioso lo que le ha sucedido al líder venezolano. No sólo traduce la tradición liberal, democrática y republicana que vengo señalando en términos institucionales, sino junto a Jóvito Villalba y Rómulo Betancourt llevó a cabo el Pacto de Punto Fijo que nos llevó a la democracia.

También fue un actor clave en la Constitución de 1947. Es memorable el episodio en que pidió, frente al sectarismo creciente de muchos seguidores de Acción Democrática, que los debates de la Asamblea General fueran televisados para que los viera todo el mundo.

Fue uno de los fundadores del partido socialcristiano. Siguió y encauzó el proceso de paz que inició Raúl Leoni, dándole feliz término. Promovió una de las leyes de trabajo más significativas de protección al empleado. Fue dos veces presidente del país, sin que se sepa ningún caso de corrupción de su parte, y quizás el mejor político que hemos tenido en el debate público, algo que obligó a muchos a subir su lenguaje y aprender a argumentar con solidez y sin descalificar.

Sin embargo, durante estos años se dio un consenso extraño en el sector opositor. Por un lado, al tiempo que se enaltecían las figuras de Rómulo Betancourt, que según el maestro Germán Carrera Damas es el único “padre” de la democracia, y la de Carlos Andrés Pérez, se trató de hundir, bien por omisión o bien por pasión (de las bajas) la actuación de Caldera.

A los hechos me remito: César Miguel Rondón cuenta sobre un grafiti que aparece una y otra vez y que señala la culpa de la llegada de Chávez a Rafael Caldera. Hugo Blanco en Revolución y desilusión dice: “su propia presidencia sólo fue un eslabón en la cadena que conduciría a Chávez a esa misma posición”. En El poder y el delirio del mexicano Enrique Krauze, se cuenta cómo un politólogo le entregó una carta notificándole la gran responsabilidad que tuvo el expresidente para la llegada al poder de Chávez. Yo mismo por un texto que escribí en Prodavinci he sido invadido con muchas recriminaciones y comentarios que no aguantan la más mínima certificación histórica.

Quizás uno de los más empecinados críticos de Caldera sea el reconocido e inteligente politólogo Carlos Raúl Hernández. En varios de sus libros y artículos de opinión lo acusa, con gran obsesión, de haber sido responsable de la caída del gobierno de Rómulo Gallegos, de haber fraguado con los notables el juicio de Carlos Andrés Pérez, de haber acabado con su propio partido y pare usted de contar. La tesis más asombrosa es tildarlo de anti-político, por ser un abierto crítico del gobierno neoliberal. Curioso que para esto se valen de un término que mucha gente antes que él lo usó para definir el gobierno de CAP II y la crisis de los grandes partidos.

Con otros prominentes “politólogos”, Hernández armó una narrativa en la que la destitución de CAP II y la conformación del partido Convergencia fueron claves para la llegada al poder de Hugo Chávez. Tesis simplista. Primero, porque exime de responsabilidad a los diversos actores de la época, entre ellos los mismos líderes de los partidos. Segundo, porque Convergencia no fue Podemos, ni el MVR ni el PSUV y en otras partes del planeta la aparición de nuevos partidos no ha puesto en crisis el sistema, sino lo ha revitalizado. Tercero, porque Caldera cuidó las instituciones: gobernó con minoría en el Congreso, no hizo el fujimorazo que muchos le pidieron y pacificó al país, pese a heredar una situación muy difícil.

Incluso, al final, Caldera trató de negociar para introducir varias reformas de la Constitución, algo que muchos de sus críticos de hoy no aprobaron. También pactó con otras fuerzas para gobernar y exhortó de varias formas para que los partidos del momento tuviesen un candidato de altura para contrarrestar la popularidad de Chávez.

Un capítulo aparte merece el libro la Rebelión de los náufragos, un trabajo cuyo profesionalismo guarda varias limitaciones no sólo por su visión de la política como mera lucha de poder y su tendencia (muy presente en el chavismo, por cierto) de privilegiar las tesis conspirativas como paradigma interpretativo, sino sobre todo por su falta de imparcialidad en varios puntos. Primero, la asimetría de su selección es reveladora: de los casi 25 entrevistadores, sobresalen los que fueron cercanos al gobierno de CAP (18), teniendo sólo algunos pocos críticos (Teodoro Petkoff, Ibsen Martínez o José Vicente Rangel, que no quiso participar) y cinco neutros, que igual tendían a privilegiar cierto enfoque afín al gobierno.

Segundo, la gente que es criticada con acusaciones, insinuaciones y descalificaciones, como Caldera, Ramón Escovar Salom, Jaime Lusinchi, u Ochoa Antich, no tienen testimonios de sus allegados para saber su versión de los hechos, algo que evidencia que la reconstrucción sólo buscaba privilegiar un punto de vista, humanizando legítimamente a CAP y (sobre todo) librando de alguna responsabilidad a los técnicos que trabajaron junto a él.

Allí vemos expresiones como: “Pérez estaba asociado al bien, mientras que Caldera es un líder asociado a la destrucción”, o que “hubo un acuerdo entre Caldera y Alfaro para desmantelar a Pérez”. También se insinúa que trabajaba con los notables y los medios, cuando ellos mismos lo criticaron a él y a su gobierno. Su discurso del 4 de Febrero, que politólogos de la talla de Guillermo T. Aveledo o Ricardo Sucre consideran como uno de los diagnósticos más certeros para explicar las condiciones del Pacto de Punto Fijo, fue condenado de antemano. De hecho, se le da voz a un entrevistado que dice que fue “una construcción muy jesuítica para en el fondo darle un aval moral al golpe”. Además, se colocó astutamente sólo unos fragmentos para resaltar unos episodios sobre otros.

Hay muchos otros detalles que cuestionan el acercamiento “profesional” del libro, que amablemente uno de los hijos de Caldera se decidió constatar en un trabajo que ha sido publicado en el blog de Pedro Mogna. Yo mismo, por ejemplo, pude cerciorarme de que la autora no confirmó una opinión que se emitió sobre algo que, supuestamente, dijo Leonardo Vivas, cosa que arroja la posibilidad de que algo igual haya sucedido con otros personajes.

En todo caso, independientemente de estas operaciones de descrédito, el debate está abierto para sopesar mejor una reconstrucción del pasado. El libro que acaba de publicar el Grupo Editorial Cyngular sirve para tratar de ver el tema con mayor profundidad. Las aclaraciones que muestra, punto por punto, deben hacer un llamado urgente al debate pues, de lo contrario, en caso de ser ciertas, revelaría la hipocresía de muchos que ahora sostienen la bandera de la unidad y la reconciliación. ¿O es que en el fondo la usaron como una fachada para imponer sus criterios sectarios y normalizadores?

Temo que estas operaciones de desprestigio quieren tapar dos cosas: la crítica de Rafael Caldera a la visión tecnocrática de la política que se impuso en los años noventa y la responsabilidad de los baby boomer venezolanos que recibieron los beneficios del Pacto de Punto Fijo, unas de las generaciones mejor formadas de la historia del país que, sin embargo, se entregaron a anti-política y se convirtieron en cómplices de la pérdida de autoridad de las instituciones republicanas.

Las tendencias son varias. Unos ocultan su responsabilidad de la crisis de los partidos, entregados al pragmatismo o al caudillismo burocrático (¿acaso no recuerdan que los candidatos que había para el momento que Chávez estaba ascendiendo en las encuestas eran Irene Sáenz por Copei y Alfaro Ucero por AD?). Otros lavan su conciencia por haber participado en un gobierno que no consultó ni siquiera con su partido (tuvo dos paquetes de medidas económicas) y menos con la sociedad en general (sólo las élites empresariales). Y otros niegan que votaron por Chávez porque querían un Fujimori y ayudaron en su campaña. No olvidemos también que en muchas elecciones el voto de las clases media y alta fue decisivo para el chavismo, no el del “chiripero”.

Otra tendencia viene dentro del mismo chavismo y de quienes lo siguieron: han querido ocultar que la crítica neoliberal no vino del chavismo, sino que se dio dentro del “puntofijismo” y en el mismo Congreso. Por eso sobre-dramatizan su pacto con el FMI, que sí fue negociado con diferentes sectores de la sociedad por Teodoro Petkoff con la tripartita. Además, es mentira que fue Chávez quien impulsó la agenda social y le dio “visibilidad” a los pobres: fue Caldera y quienes estuvieron con él en su segunda presidencia. Es decir, los socialcristianos fieles a su ideario, la gente del MAS con Teodoro Petkoff y Pompeyo Márquez, y otras connotadas figuras del espectro político. El chavismo sólo usó el tema de manera oportunista, escenográfica, robándole descaradamente no sólo algunos de sus proyectos sociales, sino también algunas de las propuestas de la reforma de la Constitución para llevarlas como bandera para el proyecto constituyente.

Aclaraciones del libro

El libro Frente a Chávez está compuesto de tres partes. En la primera, uno de los hijos de Rafael Caldera, Juan José Caldera, hace un recorrido meticuloso por el sobreseimiento de Chávez para tumbar el mito que le adjudica, no la responsabilidad sino la “culpa” de haber liberado al mandamás. Aclara, primero, la terminología: sobreseer una causa no tiene nada que ver ni con el perdón ni con el indulto. Es además “totalmente falso que el presidente pueda, como dicen algunos, inhabilitar políticamente a un procesado cuando dicta una medida de sobreseimiento”, pues como dictaba la ley del momento (el Artículo 54, numeral 3 del Código de Justicia Militar) el “Presidente de la República no tiene facultades para inhabilitar políticamente a nadie”.

También muestra que el sobreseimiento empezó con el mismo Carlos Andrés Pérez y siguió con Ramón J. Velásquez. Ya cuando Caldera era presidente habían puesto en libertad a casi todos los sublevados. De modo que, de haberlo mantenido en la prisión, le había dado más relevancia, pues hay que recordar que para ese momento no estaba bien posicionado en las encuestas. Sólo cuando sale y es ayudado por los medios y los notables, sin dejar de lado los errores garrafales de los líderes de los partidos, es cuando su popularidad empieza a subir.

Con información del contexto histórico evidencia cómo la sociedad en su momento pedía no por simple fanatismo, sino por necesidad de pacificar el país, esa liberación. Así destaca argumentos esgrimidos por Américo Martí, Freddy Muñoz, Jorge Olavarría, Luis Herrera, Juan Martín Echevarría, Patricia Poleo, por no hablar de los candidatos contrincantes de las elecciones presidenciales, entre ellos Andrés Velásquez, que prometieron liberar a los militares.

Juan José Caldera reconstruye algunos eventos que hemos olvidado, y que lucen muy reveladores. Dos semanas después del alzamiento de 1992 la prensa nacional, por ejemplo, pedía “una amplia amnistía a favor de todos los militares implicados en el alzamiento”. El 30 de marzo en el Congreso varios diputados anunciaron la presentación de un proyecto de ley de amnistía. También se hizo una marcha del silencio, el 2 de abril, que exigía “la libertad de los insurgentes y la renuncia de Pérez”.

Desde El Nacional se publicaron comunicados de Oswaldo Álvarez Paz, Claudio Fermín o el mismo Luis Herrera Campins en los que se daban gestos de aprobación para liberar a los militares. Según un análisis de la prensa de la época, se constató que “cuidadosamente los medios impresos desde la destitución de Pérez hasta el sobreseimiento de Chávez” pedían el sobreseimiento ”tres veces por semana y en un alto número en primera plana”.

La segunda parte, titulada “Leyendas urbanas”, es quizás la más importante, pues se hace una recopilación de muchos textos para desmentir algunas afirmaciones que se han hecho sobre Caldera. Por ejemplo, muchos han señalado que su posición frente al golpe fue populista para ganar votos, vengarse de CAP y hacerse presidente. Lo curioso es que las encuestas del momento mostraron un mismo porcentaje de aprobación antes y después de su famosa alocución en el Congreso. Además, se aclara cómo sus críticas al gobierno y el llamado paquetazo venían desde mucho tiempo atrás, incluso cuando El Caracazo emitió un discurso defendiéndolo, pero haciéndole una llamado urgente de atención, que luego CAP no cumplió. ¡Hasta fue a verlo a Miraflores, advirtiéndole los riesgos que sufriría la institucionalidad democrática de seguir aplicando de ese modo sus medidas!

Sobre sus desavenencias con el partido social cristiano que ayudó a fundar, el libro publica algunos documentos en los que se da muestra que no todo obedeció a una ciega ambición de poder que sigue el estigma de Cronos, tal como dijeron sus más fervientes críticos, sino a su fidelidad al ideario social cristiano y su justicia social, a la Encíclica Rerum Novarum de León XIII que dio las bases de una línea que buscaba una alternativa frente al capitalismo y al marxismo.

No se puede negar las peleas generacionales que hubo, pero tampoco hay que desideologizar sus diferencias. El politólogo Juan Carlos Rey la explicó cuando sucedió: “el desarrollo posterior de los acontecimientos indica que en realidad se trata de una diferencia mucho más profunda, y que tampoco se reduce a una cuestión de ‘estilo político’, pues envuelve divergencias fundamentales acerca de las bases filosóficas y doctrinarias de un partido”.

Algunas de las opiniones de Caldera de la época, que el libro bien recoge, evidencian su crítica a la alianza neoliberal que hicieron las nuevas generaciones copeyanas en los noventa. Una crítica que vendría a corroborarse con los hechos que sucederían después e incluso hoy, cuando los errores de nuestros líderes políticos residen en su exclusiva visión gerencial de la política.

De igual forma se da mayor hondura a otros puntos que quizás han sido los más polémicos de Caldera. Uno de ellos es su obsesión continua de ser candidato, que es la más criticable. En el libro se comenta muy bien los contextos de cada situación para que juzgue el lector con más cuidado.

Sobre las críticas a la reelección, que también son muy legítimas, creo en lo personal que es importante hacer algunas aclaraciones. Primero, es bueno decir que quien terminó por reelegirse por primera vez fue CAP, no Caldera, quien ya había pasado a la reserva después de la derrota que le propinara Eduardo “El Tigre” Fernández en las elecciones internas de Copei. Segundo, que su motivación para esa presidencia tenía un tenor distinto a la de sus candidaturas anteriores, pues estaba viejo y retirado. Sólo los errores garrafales de CAP fueron creando las condiciones para la participación como candidato.

Que haya sido un error creer que CAP debía renunciar o ser juzgado, puede ser. Pero Caldera no estuvo como jurado para decidir sobre ese asunto y no fue la única figura dentro de la opinión pública que pensara de ese modo, así que no se le puede achacar la responsabilidad: se le puede criticar su opinión. Además, al contrario de lo que muchos piensan, yo sí creo que la transición que propició Ramón J. Velásquez y que siguió con la presidencia de Caldera fue una dura prueba que pudo reforzar la institucionalidad y dar un mensaje contra los personalismos populistas. El argumento de que eso fomentó la anti-política es rebatible por el simple hecho de que Chávez llegó al poder por elecciones y no por violencia, aupado por muchos grupos que sí dieron muestran con el tiempo que no les interesaba esa institucionalidad y sólo ahora, porque el monstruo que crearon no les sirvió, se rasgan las vestiduras partidistas y juzgan a Caldera como chivo expiatorio.

En la tercera y última parte se reúnen algunos de sus artículos de opinión donde se demuestra con contundencia sus posiciones frente al gobierno de Hugo Chávez, y finalmente se incluye una entrevista que le hiciera César Miguel Rondón en la que aclara muchos puntos.

No se trata de una hagiografía. Valientemente los hijos de Caldera han decidido reconstruir sus ideas y acciones sin caer en descalificativos. Además del pacto mínimo, los cuarenta años de vida civil y democrática que se dieron en Venezuela fueron el producto de la relación y el conflicto de varias fuerzas políticas, especialmente la social democrática, la democrática cristiana y luego el socialismo democrático. Las tres fuerzas entendieron que debían dirimir sus diferencias dentro del tejido institucional republicano y así lo hicieron durante un buen tiempo, hasta que la crisis de los partidos, el personalismo populista y mesiánico, el problema petrolero, la irresponsabilidad de los medios, junto a la visión tecnocrática neoliberal de la política como empresa exclusivamente administrativa, fue socavando este pacto y ese sistema de conflictos y alianzas.

Caldera nunca votó por Chávez. Caldera nunca estuvo a favor de la constituyente y, cuando propició la posibilidad de reformar la constitución, muchos de los que hoy en día lo siguen criticando con obsesión se hicieron los locos. Caldera no pidió abstenerse a participar en las elecciones del Congreso en 2004, pero sí pidió reclamar por un CNE más justo y con reglas claras, haciendo un llamado de unión a la oposición para crear una alternativa viable.

Otra cosa que sí hizo Caldera, junto a otros grandes políticos, es haber liderado una de las fuerzas que mantuvo el pacto republicano, que fue reconocida a pulso y no por la bondad natural de Betancourt, tal como nos ponen algunos. Frente al telos nacional-popular de los adecos, que reencarnaba el peligro sectario y personalista del historicismo bolivariano y la nacionalización del marxismo, propuso la defensa de la institucionalidad y la pluralidad. Y frente al credo modernizador neoliberal, que reducía la política a términos económicos y administrativos, propuso el debate y la necesidad de no olvidar lo social.

Como todo hombre, tuvo errores, al igual que Rómulo Betancourt, el mismo Teodoro Petkoff y muchos otros políticos venezolanos que hay que reconocer sin sectarismos. Lo importante es verlos dentro de un contexto más preciso y menos parcializado. El pasado no está para obedecer a los intereses de grupo. Está para sopesarlo con cuidado y ver qué lecciones nos sirven para entender mejor los tiempos que vivimos.