- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

¿Quién mató a Roland Barthes?; por Alejandro Oliveros

Laurent Binet

Laurent Binet

El 27 de mayo de 1942, en la Praga ocupada por los alemanes, un alto oficial de la SS, y protegido personal de Aldolf Hitler, el Standartenführer Heinrich Heydrich, es víctima de un fatal atentado, que se organizara en Londres y fuese ejecutado por un grupo de la resistencia checa. El episodio, hasta donde sé, es uno de los pocos que tuvo como víctima a un funcionario destacado de las fuerzas de ocupación alemana en Europa. A pesar de los reiterados genocidios llevados a cabo antes y durante la guerra, fueron inusuales estos ataques en la vasta geografía de los territorios ocupados; y mucho menos en Francia, donde el capitán Ernst Jünger, como lo consignó en sus diarios, hacía a pie el trayecto entre el apartamento de su amante francesa, en Saint-Germain-des-Prés, hasta el cuartel general en el Hotel Raphaël, no lejos del Arco de Triunfo. Mientras Hermann Göring, en su vistoso Mercedes 500 descapotable, circulaba, sin escolta, por París rumbo a su destino preferido: el Museo del Louvre. Mis primeras informaciones sobre Heydrich fueron a través de una película checa, en blanco y negro, proyectada en Venezuela a comienzos de los sesenta. Los más recientes datan de 2009, cuando leí la novela de Laurent Binet, HHhH, distinguida con el Prix Goncourt.

HHhH, son las iniciales de Himmler Hirn heiss Heydrich (El cerebro de Himmler se llama Heydrich, publicada en castellano por Seix Barral). La narración de Binet se encarga de esta heroica y, por desgracia, insólita acción de resistencia al opresor por parte de un puño de valientes; “Siete al amanecer”, que es como se llama una de las versiones cinematográficas de los hechos. Pero HHhH no es solo la relación lineal y detalla de los sucesos que llevaron a la muerte del oficial de las SS. No se trata de una novela histórica tradicional a la manera de Scott o Dumas, los grandes fundadores del subgénero. Ni de las más recientes y menos convencionales, donde realidad y ficción se funden y confunden. Binet se propuso, y de acuerdo con la Academia Goncourt lo habría logrado, una novela histórica “postmoderna”; si acaso esto quiere decir algo, en la que el sujeto de la narración, en este caso Heydrich, es solo uno de los dos protagonistas del libro. El otro es el mismo Binet, cuyo padre, de acuerdo con lo que nos dice a comienzos del volumen, fue quien le dio a conocer la historia de Heydrich. También nos enteramos de que durante cinco años vivió en Praga; que conoció y se enamoró de una joven checa; que vivió con ella durante varios años y que gracias a ella conoció en profundidad el ambiente de su novela; que a los 15 años detestaba a Flaubert, y así por el estilo. Me recordó al Fellini de 8 ½, en la que el realizador, en un film que es claramente autobiográfico, comenzando por el título, presenta al espectador los accidentes que se le presentaron cuando filmaba el largometraje que está viendo, aun cuando no llega al extremo de presentarse con su verdadero nombre. En literatura no han sido pocos los que han utilizado esta técnica; Borges tal vez sea el más conocido, pero el antecedente más ilustre es Cervantes.

Lo que se propuso Binet con su proyecto, y parece una constante de la poética postmodernista, si es que existe alguna, fue proporcionar una “nueva oportunidad” a la novela histórica. No sé si el subgénero necesitaba una “nueva oportunidad”, especialmente después de la brillante saga de Hilary Mantel sobre Enrique VIII, pero HHhH es, ciertamente, una narrativa histórica enriquecida con la doble oportunidad de hacer una escritura ficcional a partir de la existencia de Heydrich y de la del propio autor. Laurent Binet, a lo Kyd y luego Shakespeare, escribe un libro dentro del libro. Es decir que, mientras escribo la historia del oficial nazi, escribo, asimismo, la historia de mi vida. Algo que hubiésemos querido de Vargas Llosa cuando escribió La fiesta del chivo. Que, mientras contaba la historia de Trujillo, nos contara cómo se le ocurrió a un nativo de Arequipa, escribir sobre el más tropical de los dictadores. ¿Cuántas veces estuvo en República Dominicana? ¿De dónde obtuvo tanta y tan detallada información? ¿Qué le pareció Santo Domingo? ¿Con quién la visitó por primera vez? ¿Dónde se alojó? ¿Qué comió y bebió? ¿Qué dificultades se le presentaron y cómo hizo para superarlas? Que Binet sí hable de todo eso, es algo que le agradecemos, pero no creemos que haya sido suficiente para los jurados del Goncourt. Lo verdaderamente memorable son las últimas 100 páginas, que se las dedica a la crónica del atentado, escritas con agobiante tensión, no distinta a la de las últimas 100 páginas de la novela de Vargas Llosa, que nos hacen sentir la respiración, el miedo y la angustia suicida de los protagonistas. Un puñado de héroes checos que, como los dominicanos, dejaron sus vidas en el gesto antifascista. La novela termina con una cita de alguno de los libros de Roland Barthes: “Sobre todo trate de no ser exhaustivo”.

Pero, como se sabe, las mejores enseñanzas de un maestro son las que no se siguen al pie de la letra. Y esto fue lo hizo Binet con su segunda novela, La septième fonction du langage (La séptima función del lenguaje, en la edición castellana de Seix Barral). Se trata de una amplia descripción de los acontecimientos relacionados con el supuesto asesinato de Roland Barthes, quien murió después de ser atropellado cuando cruzaba la rue des Écoles, cerca de la Sorbona, un frío 25 de febrero de 1980. Seguramente con la misma intención de lograr una “nueva oportunidad”, esta vez para el género policial, Binet ha escrito una minuciosa, al tiempo que dilatada, descripción de las pesquisas dirigidas a aclarar la muerte de Barthes. Acogido siempre a la huidiza poética de la postmodernidad, el autor ha escrito una novela de detectives que es también otra cosa, otro libro. En este caso, no se trata de un diario de la composición, sino de una exhaustiva, y amena, crónica de la brillante generación de críticos y filósofos franceses que merodearon las universidades parisinas durante los 70 y 80. Precisamente, algunas de las mejores páginas del libro son las del capítulo 39, donde se describe la cena que, para sus íntimos, dieron Philip Sollers y Julia Kristeva en su apartamento, en algún lugar del Quartier Latin, a finales de los 70. La lista de los invitados incluía a Barthes, Derrida, Louis Althusser y su esposa Helène, la cual será más tarde asesinada por el mismo oracular esposo; BHL (que uno imagina es Bernard Henri Levy), y a quien se atribuye la afirmación según la cual “solo había tres filósofos franceses vivos: Sartre, Levinas y Althuser”. Afuera, o en otras reuniones no menos snob, se encontraban Sartre, Beauvoir (los cuales, aunque ya entrados en años todavía contaban, lo mismo que Levi-Strauss), Todorov, Boudrillars, Debray, Ricoeur, Deleuze, Guattari, Pleynet, Glucksman, Cohn-Bendit, y pare de contar. Curiosamente, ni un solo poeta aparece como invitado a las sesudas reuniones.

En la postmo ficción de Binet, la idea del imaginario asesinato de Barthes se fundamenta en los argumentos más fantásticos. De acuerdo con el célebre esquema de Roman Jakobson, seis son las “funciones del lenguaje” (expresiva, poética, referencial, conativa, metalingüística y fática); no obstante, existiría una “séptima” función de acuerdo a algunos codiciados documentos; algo así como el “tesoro del arca perdida”, que habrían estado en poder de Barthes, y que otorgaría a quien los tuviera, poderes tan sobrenaturales como los del escurridizo Santo Grial. De acuerdo con Umberto Eco, que aparece aquí como uno de los investigados y cuya El nombre de la rosa es el más claro, y logrado, antecedente de Binet, “Aquel que llegue a dominar esta función, sería virtualmente el amo del mundo. Su poder no tendría límites. Podría salir electo en todas las elecciones en las que participe, provocar revoluciones, seducir a todas las mujeres, vender todo lo que quisiera, construir imperios, obtener todo lo que quisiera, no importa las circunstancias”. Por supuesto, la imaginaria función ilustra sobre las infinitas capacidades del lenguaje. La circunstancia que apunta a Barthes como propietario de los papeles, convierte en sospechosas a un amplio número de personajes; incluyendo a François Mitterand, en ese momento candidato a la presidencia, y con el cual Barthes almorzó antes de ser atropellado de manera extraña frente a su trabajo en el Collège de France. Toda novela policial tiene su detective y en esta se trata del inspector Bayard. Una figura desdibujada, remedo triste del querido Maigret, quien en compañía de Simon Herzog, un instructor de semiología en la Sorbona, emprende la curiosa investigación. Una improbable y “rocambolesca” historia, con escenarios tan diversos como el Quartier Latin, un sauna gay en Montparnasse frecuentado por Barthes y Foucault; la Universidad de Cornell, sede del famoso encuentro de lingüistas que enfrentó a los discípulos de Austin y Derrida; la Boloña de Eco, Venecia y la Nápoles camorrista. Al final, queda una novela policíaca fallida, que no estimula ninguna empatía, ni con la víctima ni con el investigador ni con nadie. Al inspector Bayard no es obvio que alguien lo recuerde en unos meses. Pero si bien se puede considerar a La septième fonction… como un disminuido aporte al subgénero policial, el libro como crónica de aquella carismática generación de cómplices (la expresión es de George Steiner) refugiados en las universidades parisinas, puede estimarse como un triunfo. Que sea fiel a los hechos y personajes es irrelevante. Después de este libro, nuestra idea de la vida de personajes como Barthes, Sollers, Foucault, Kristeva, Althusser o Derrida, estará condicionada por las agudas descripciones de Binet en su desigual novela policíaca.