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Prohibido besarse, locas; por Diego Arroyo Gil

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Sean Chappin + Juan Valdez. Fotografía de See-ming Lee

Hay quienes aseguran que la sociedad es cada vez más tolerante con los homosexuales (me refiero a la sociedad venezolana en general: por supuesto, hay personas que se distinguen de este reduccionismo, para bien o para mal, según sea el caso). Con “tolerante” se quiere decir que cada vez es más fácil encontrar lugares donde se acepta que los gays “existen”.

Eso está muy bien, sin duda. Es un paso, al menos: sí, los gays existen y, por lo visto, son gente.

Los problemas comienzan cuando los homosexuales –incluso quienes lo son abiertamente– dejan simplemente de existir para comenzar a ser y, por ejemplo, se besan en una calle o en la sala de una casa, delante del resto de los mortales. Impensable en la mayoría de los lugares del país, en la mayoría de las calles, en la mayoría de las plazas y hogares de Caracas, de Valencia, de Maracaibo. Contra el beso –lo mismo que contra cualquier otra expresión física de afecto– se ponen de pie todos los prejuicios y todas las aprensiones. Se levantan los muros que marcan el territorio de lo moralmente aceptable, los muros de la higiene social.

Porque lo ideal es que el gay sea gay (ni modo) “con tal que no falte el respeto”, “con tal que no se pase”. Con lo cual se quiere dejar en claro que se acepta que el gay sea gay con tal que no sea gay delante de mí, con tal que se guarde su “mariquera” para después, con tal que someta su cuerpo a una detención. A una cárcel.

Cada cual puede medir hasta qué punto participa de esta situación (de esta demencia) respondiendo, con franqueza, a la pregunta: “¿Qué haría yo si Andrés llegara agarrado de manos con Eduardo a la cena del sábado o al almuerzo familiar del domingo?”. Hace unos días les planteé la cuestión a unos amigos y el resultado fue desalentador. Estamos ante un sistema mecánico, preestablecido, de amputación de la vitalidad. Lo peor es que no estoy muy seguro de que nos demos cuenta del sufrimiento que esto implica. Ni hablemos de aquellos que, conscientes de ese sufrimiento, aún no aceptarían que el gay de la familia hiciese su vida según su gusto: mejor que el muchacho actúe, no sea que se entere la abuela. Fundamentalistas en el trópico.

Freddy Bernal dijo hace unos días que cualquier gay puede formar parte de los cuerpos policiales venezolanos siempre que no muestre ni demuestre su homosexualidad. Según él, todo gay quiere vestirse de rosado y llevar un zarcillo, así lo dio a entender por televisión. Vladimir Villegas –el resbaloso periodista que lo entrevistaba– no hizo sino reírse, como Izarra aquella vez en CNN. Bernal es un funcionario público y su declaración es gravísima, está claro, pero asimismo haríamos bien en revisar nuestro propio comportamiento, nuestro propio entorno.

Porque me temo que entonces nos sería fácil comprobar, insisto, que cada vez más la sociedad venezolana acepta que los homosexuales existen, pero a la par veríamos que hay mucha gente que no soporta, que no acepta que los gays sean gays en público, aunque diga que sí. Veríamos que mucha gente piensa, en el fondo, como Bernal. Veríamos que hay demasiadas personas –incluso amigos y familiares– que no toleran en absoluto que un homosexual se bese con su pareja ni que la acaricie, ni siquiera que la abrace, durante una reunión en una casa cualquiera. Ni en tu casa. Ni en el cine. Ni en el parque. Qué va. No seas desagradable, niña. Aguántate.

Para rematar, hay que decir que los prejuicios cunden incluso entre los propios gays. No en vano no es poco frecuente escucharlos, escucharnos decir: “¿Viste a esa loca? Tú y yo no somos así, ¿verdad? ¡Qué horror!”

¿Por qué tanto miedo?