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Podría jurarlo; por Oscar Medina // #NadieSupo

Fotografía de Diego Vallenilla.

Fotografía de Diego Vallenilla.

La oficina de Gilberto Franco es sobrecogedora. Es el efecto de esas fotografías en la pared. Todos están muertos. O desaparecidos. O las dos cosas. Es un lugar en el que reír es imposible. Un espacio colmado por la tristeza.

Los ojos de papel parece que siguen los movimientos de Franco cada vez que se levanta para sacar carpetas del archivo. A esta señora la encontraron a la orilla de una carretera: la mataron a golpes, a pedradas, a palazos. Los padres de este muchacho recibieron un dedo como fe de vida. Les pidieron 500 millones, pero solo pudieron reunir 300. Los secuestradores se llevaron el dinero, pero ha pasado un año y no lo han soltado. Tampoco han vuelto a contactarlos. A este otro no lo ven desde hace dos. Un informante que anda huyendo de esa mafia asegura que lo arrojaron vivo a un pozo con un caimán. Que primero le cortaron las manos y se las lanzaron. Que luego le cortaron los pies. Y después lo tiraron. El tipo dice que el muchacho se negó a pagarles una plata. A esa jovencita, esa, la del pelo negro, se la llevaron con él. Fue mala suerte. Ese día le estaba dando la cola. Se les atravesaron dos camionetas. Se bajaron cinco tipos encapuchados con armas largas.

Gilberto Franco habla con voz quebrada. Siempre. Como si se le estuviera yendo. Tiene la mirada acuosa. Los ojos nadando en un pozo de lágrimas contenidas. Cuando comenzó en esto, lloraba con frecuencia. Ya no. Ahora recibe los casos, los compila, hace carpetas, escucha a los familiares de las víctimas, se molesta, declara en la radio, declara en los periódicos, lleva papeles a la Fiscalía, redacta cartas para el gobernador, para el presidente. Pero nada más puede hacer: tiene 70 años. Es un viejo solo luchando contra un poder que le supera.

Todo este horror sucede en el estado de los Chávez. Allí, hace tres años, Franco fundó el Comité por la Vida, una ONG sin más recursos que la voluntad de pedir justicia.

Franco genera una impresión extraña. Uno no logra atajar los rasgos de su rostro, de su fisonomía. Aparenta menos edad. Las manos le tiemblan un poco. La piel es oscura de sol. El detalle más llamativo son sus medias: de un color chillón que contrasta con su sobriedad. Habla encadenando una historia con otra, saltando entre páginas, aportando detalles de lo que le dijo tal o cual policía, de lo que han hecho los familiares, de lo que se dice en el lugar donde desapareció este que se llama Argimiro Méndez, al que vieron por última vez cuando lo metían a empujones en un carro muy grande.

Franco es un personaje borroso. De esos que miras pero no puedes enfocar bien. Parece que en cualquier momento, él mismo va a desaparecer quizás arrastrado por esas fuerzas a las que se empeña en molestar cada vez que tiene a un periodista en frente dispuesto a ventilar sus denuncias.

Hoy, en su oficina, como todos los días, le acompaña un escolta. La Corte Interamericana exigió protección para él y le han designado a un funcionario con toda la pinta de que jamás arriesgará su vida por este viejo héroe. El policía ni habla. Está en un rincón simulando que lee un grueso Larousse. De vez en cuando se asoma a la ventana pero sin mucha convicción. Y reanuda su búsqueda de palabras en el diccionario.

Hace cuarenta minutos que estoy aquí y ya me quiero ir. Franco me ha contado los detalles de una trama enrevesada en la que se cruzan directivos del sindicato de la construcción, jefes policiales, alcaldes y hasta el secretario de la gobernación. Una enorme red de chantajes y extorsión. Un gran negocio.

Le hago unas fotos junto a la pared. Otra vez lo miran los que no están. Le insisto en que me de las copias de algunos expedientes. Se demora añadiendo detalles. Me quiero ir. Invento una cita. Y finalmente Franco camina hacia la fotocopiadora, en un cuartico un poco más allá. No lo veo pero le escucho hablar. También se escucha el ruido de la máquina. Y de pronto el sonido de trueno metálico. Dos, tres veces. La ventana se rompe, caen vidrios. Me lanzo debajo del escritorio y desde ahí veo las últimas sacudidas del cuerpo del policía. Huele a sangre. Sobreviene el silencio. Largo silencio. Grito llamando a Franco. Silencio. Espero que en cualquier momento rompan la puerta. Pero los minutos pasan. Silencio. Cuando las piernas me responden, salgo y busco a Franco, pero no lo encuentro. Las copias están ahí, a un lado de la máquina. Engrapadas. Gilberto Franco no está. No hay puertas traseras, no hay más salidas. Franco ha desaparecido. Podría jurar que los ojos de la pared miran hacia otro lado que no es este.

Podría jurarlo, pero nadie me va a creer.