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Pesaba como uno se imagina que pesan los cadáveres; por Helena Carpio #EnPrimeraPersona

Fotografía de Helena Carpio

Fotografía de Helena Carpio

Hoy juré haber cargado a un muerto. Pesaba como uno se imagina que pesan los cadáveres, estaba flácida, como títere de goma, pálida y verde.

“¡La mataron coñooo!”, gritaba la ola de gente, corriendo, mientras huía de la Policía Nacional Bolivariana y de sus bombas lacrimógenas disparadas a quema-ropa. “¡La mataron!” lloraban los chamos mientras corrían por miedo a que los mataran a ellos también. Mientras los oficiales seguían disparando bombas a la calle ya desierta, solo se distinguía un montón de carne en el piso con forma de mujer y un chamo alto, vestido de negro, tratando desesperadamente de cargarla mientras esquivaba disparos. “¡Ayuuuda!, ¡hay que sacarla! ¡ayuda!”, gritaba a través de una máscara, jalándola por los brazos y arrastrándola por el pavimento. “¡Alguien ayúdeme! Por favor” chillaba.

Hoy juré haber cargado a un muerto. Era difícil moverla porque todo guindaba. Era difícil, porque era peso muerto y yo quería que estuviese viva. Tenía máscara puesta, pero se veía sangre alrededor de la nariz y los ojos. No respiraba. Estaba fría y se iba poniendo morada. Le quitamos la máscara; los ojos estaban blancos – cada pupila apuntaba a un extremo distinto de la cabeza, como si estuviesen perdidos, buscando al cerebro. La cargamos entre cuatro o cinco mientras sus piernas y brazos se nos desbordaban. “¡MOTOOO!” ,“¡Una motooo!” gritábamos. En segundos, llegó una de las tantas motos que se quedan a la deriva en las protestas para transportar heridos. La cargamos desparramada y un muchacho saltó encima a abrazarla y evitar que se cayera. En otro segundo, ya se habían ido.

El resto de la tarde, pensé en esos ojos -blancos, perdidos, movedizos, indelebles – mientras agarraba la cámara. La muerte desconcentra. También pensé en la cara: era más joven que yo, probablemente ni se había graduado de la universidad o tenido su primer trabajo. Pensé en su mamá y en como sonarían los gritos sordos en la sala de espera al enterarse que había perdido a una hija – cómo se sentiría ese vacío que dejan los que uno ama cuando se van, y cómo duelen esas cicatrices que nunca sanan.

Tres horas después, unas cuantas bombas más, sudor, llanto y Twitter: “La herida en Altamira está estable.” Lo leí varias veces, con miedo a que las palabras cambiaran.

No lo creía. Por esa desconfianza aprendida que te deja un gobierno mentiroso y por esas expectativas quebradas que se vuelven costumbre al querer que Venezuela sea un país mejor, fui a Salud Chacao a buscarla, a encontrar piel rosada, pulmones funcionando, mirada firme. A encontrarla viva.

“No me conoces, pero te dispararon frente a mí y pensé que te habían matado. Nos pegaste un susto a todos… pensábamos que estabas muerta,” le dije. Puso cara de que no entendía mucho que hacía una extraña ahí. Ya no tenía sangre entre la nariz ni la boca. Estaba con el chamo alto que se quedó y le salvó la vida. Eran amigos.

Hoy juré haber cargado un muerto, pero estaba vivo. La muchacha se llama Mariángela y cuando nos despedimos, nos dimos las gracias. Le estaban poniendo un collarín y ya estaba de salida. No hablamos mucho, pero presiento que me la voy a encontrar en la próxima protesta.

A veces, una vida salvada redime [un poquito] a la humanidad.

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#10Mayo en Ave. Sur de Altamira, entre la Plaza Francia y el distribuidor de la Autopista. Caracas.