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El desconcierto por el #12F (y otras ‘deportaciones’); por Sandra Pinardi

Al comienzo de ese día joven, de ese día para los jóvenes, me sentí gratificada al recorrer esa inmensa presencia que cubría distintas ciudades del país. En la tarde no podía creer lo que estaba viendo: otra vez una emboscada, una historia ya conocida. Desde la tarde de este 12 de febrero he leído todos los análisis políticos que me han llegado a las manos, intentando encontrar razones y explicaciones. A pesar de esas muchas lecturas, me siento cada vez mas desconcertada.

Lo que encuentro es impensable. Por una parte, un grupo de personas abandonadas, pero todavía llenas de deseo y voluntad, actuando contra las previsiones e imponiéndose a la violencia, la muerte  y el duelo que esos hechos traen consigo. Por la otra, un conjunto –siempre más o menos semejante– de “opiniones” administrativas que en lugar de articular estrategias civiles posibles y viables, lo que hacen es reafirmar sus propias posiciones y sus juicios previos. Lo que me desconcierta es que la visión de esa masa incontenible de estudiantes no genere cambios, que no dé lugar a críticas (o autocríticas) ni a espacios o mecanismos de reflexión, que no obligue a voltear la cara y permitirse mirar eso que no hemos querido o podido ver y que está arruinando nuestro país.

Ciertamente no queremos la violencia ni las muertes. Tampoco los atajos. En términos de “estrategia política” el camino largo es, probablemente, el más adecuado. Pero creo que, después de ver con atención las marchas y de escuchar su grito, después de constatar que fueron muchas –demasiadas– las personas –jóvenes y no tan jóvenes– que atendieron el llamado y que lo hicieron con una mirada de alegría, hay que reconocer que el problema no es únicamente de “estrategia política”. No es únicamente de cómo y en cuánto tiempo se llega al poder. Lo que no hemos querido –o podido– ver es que el problema es más “existencial”, más básico quizás. Y tiene que ver con el hecho de que desde hace ya mucho tiempo este régimen es una autocracia plebiscitaria, una dictadura postmoderna.

Tiene que ver con el hecho dramático de que todos nosotros –el país, cualquiera de las dos mitades: los que protestan pero también los que aplauden– nos encontramos actualmente en condición de desterrados, de deportados, capturados en discursos que obligan identidades pero viviendo en un lugar que nos es impropio, en una situación que no llegamos a comprender y en la que solamente sobrevivimos. Tiene que ver con el hecho de que el país es el rehén (y con él todos nosotros: sus habitantes) de una espiral de engaños, irresponsabilidad, ineficiencia, incapacidad, que ha convertido la vida diaria en una larga y sinuosa cola en la que se espera –ya sin mucha esperanza– lo que “no hay”: harina o trabajo, seguridad o aceite, honestidad o respeto. En definitiva: espacio para la vida (de todos y de cada quien).

Ante este problema, las “estrategias políticas” deberían exceder su tono puramente instrumental (la diatriba entre el camino largo o el corto) para tomar en cuenta el reclamo de esas voces silenciadas –todos nosotros: los habitantes– que quieren recuperar su derecho –simple y primario– a vivir en un lugar en el que no necesiten estarse reconociendo o afirmando constantemente, un lugar en el que sean acogidos sin importar sus disidencias o sus diferencias. El objetivo de las “estrategias políticas”, en este momento, no puede ser sólo sumar votantes. De eso ya hemos tenido suficiente. Tienen que ocuparse de dar tono político –y dirección– a esas “voces” y  a esas voluntades que quieren encontrar –rescatar– un espacio para la vida. Porque esta polarización es un silenciamiento calculado, una estrategia –como dice Érik del Búfalo– que permite “perpetuar la rapiña”, construyéndose como un discurso que de ambos lados se parece demasiado.

Por ello, estos sucesos tendrían que obligar reflexiones y no afirmar posiciones.

A la Mesa de la Unidad creo que le toca preguntarse cuáles han sido los errores estratégicos. Preguntarse, por ejemplo, cómo es posible que después de varios años los logros de la unidad sean únicamente electorales. ¿Qué hemos hecho o qué hemos dejado de hacer para que el gobierno sea cada vez más sordo, violento y autocrático; para que todavía sea posible que hable sólo a los suyos y el país se construya de mentiras superpuestas? ¿Qué es lo que no hemos entendido o hemos interpretado mal y ha dado lugar a esta acelerada des-institucionalización de lo público, repleta de leyes convertidas en meros ejercicios de poder? ¿Cómo es posible, por ejemplo, que no se hayan elegido los nuevos rectores del CNE, que los magistrados con cargos vencidos estén aun ejerciendo o que estemos a las puertas de un “Sicad II” sin que ninguna deuda se liquide y nadie diga nada? Preguntarse, en última instancia, qué es lo que ha hecho posible que el gobierno maneje a la gente, a cada quien –nos maneja a todos– como si fuera una propiedad, su propiedad: algunos aceptados, otros negados, todos deportados.

Algo definitivamente ha fallado en las “estrategias políticas” y en su capacidad para comprender esta realidad. Y creo que tiene que ver con una falta de responsabilidad generalizada: porque son irresponsables quienes mienten y quienes intentan por diversas vías precipitar sucesos, pero son irresponsables también quienes no escuchan, quienes se instalan en lo poquito que han conquistado, quienes al final del día en vez de preguntarse por qué salió tanta gente a la calle o simplemente qué está sucediendo concluyen afirmando que ellos tenían razón, que lo sabían y ya lo habían dicho. El mismo discurso: “paz” de un lado, “calma” del otro, y en el medio una inmensa cantidad de gente capturada en las miserias de unos discursos que los desconocen.

La responsabilidad nunca es sólo con uno mismo: también es siempre con los demás, con los otros. Un político responsable tiene que velar por el espacio para que los otros –todos– sean. En ese sentido, la Mesa de la Unidad –siento admitirlo– ha sido también irresponsable –como es irresponsable el gobierno es sus acciones, en sus innumerables engaños–, y la prueba de ello es el hecho –innegable– de que el “espacio para todos”, el entre-todos, lo público, es entre nosotros cada vez más inexistente. Y si es cierto que estratégicamente “debe conquistar una mayoría”, también es cierto que debe cuidar a las distintas voces y atenderlas.

Lo que la calle y sus muertes nos muestran no es sólo la fuerza bruta de un régimen completamente autorreferencial que busca a toda costa mantener su poder, sino también la ausencia de voceros, de testigos eficientes, para un conjunto de personas que pugna por adquirir espacios de vida y que, como leí en una pancarta, ha llegado al momento en que prefiere saber que ha sido vencida a no hacer nada.

A este régimen no hay que enfrentarlo en una guerra en las calles (para la que no tenemos deseos, ni ánimos ni armas), sino con una difícil mezcla de crítica y comprensión que permita revertir el triunfo de la policía sobre la política, y que abra espacios para no reiterar los caminos ya recorridos, sean el de los de falaces discursos que pretenden encubrir la realidad o el de los odios inútiles e irreconciliables.

Hay que enfrentar –y enfrentarse– tanto a la “Venezuela virtual” de las propagandas y los medios de comunicación desprovistos, como al destino infeliz del “no hay”; tanto a los adoctrinamientos como a los miedos; tanto a la pura “estrategia política” como a un futuro ya demasiado postergado.

Hay que enfrentar el autoritarismo pleno que pareciera que se nos viene encima: sin información, sin diálogo, sin instituciones, sin calles ni plazas, sin reuniones. Y hay que enfrentarlo sin retóricas conspirativas ni desesperanza, sino con la convicción de que el camino no es únicamente electoral ni está poblado de silencios, sino que tiene que contener también miradas y proposiciones críticas. Tiene que ser capaz de recuperar las instituciones hoy confiscadas, articular la política con la lucha social y, sobre todo, dar “voz” a las personas, todas distintas, que existen desterradas de su propia vida, sin lugar y sin destino.

Por último, revisando Twitter (nuestra actual fuente de información), el desconcierto permanece. De parte de los líderes y analistas políticos no hay preguntas sino afirmaciones administrativas. No hay acciones contundentes para esos jóvenes que están aislados (algunos todavía presos). No hay indignación ni explicación ante una democracia que se desmorona y un régimen que canibaliza toda acción.

Ciertamente, hay que tener memoria, pero sin convertir el pasado en un fantasma atemorizante. El guión de 2002 debe ser irrepetible, y para ello tenemos que forzar –todos y cada uno– que la verdad, por incómoda que sea, comience a aparecer. A fin de cuentas, se hace necesario ampliar las “estrategias políticas” y recoger los muchos gritos mudos, de lado y lado, que no encuentran voz ni testigo.