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Odisea un domingo de cine; por Fedosy Santaella

Odisea un domingo de cine; por Fedosy Santaella 640

Pórtico

Es domingo y pretendo pasar una tarde de cine con mi hijo de nueve años. Estoy claro que un domingo de cine, en cualquier parte del planeta, puede ser una epopeya infestada de una buena cantidad de Escilas, Caribidis y lestrigones. Pero acá, en nuestro país, a lo que es natural de la congestión propia de un domingo de película en un centro comercial, se suma el estado actual del espíritu o del alma, como quieran, de los venezolanos.

Canto 1

El asunto comienza en el estacionamiento del centro comercial Líder. En el tercer nivel, un cartel digital —muy moderno eso— nos anuncia que quedan siete puestos libres. Comenzamos a dar vueltas en ese nivel, no hay rastros de los siete puestos desocupados. El lugar tiene recovecos, pasillos sin salida en los que, si te metes por error, debes luego retroceder. Los carros salen de todas partes. Caos total. Lo normal para un domingo, ¿cierto? En cierto momento, giro en una curva hacia la izquierda, y me encuentro con las dos barras características de una salida hacia la calle. Otra equivocación mía. Pero acá sí puedo dar la vuelta para devolverme de frente, lo cual hago de inmediato. Y así —de frente—, me encuentro con una camioneta que se me lanza encima. Llevo el vidrio bajo y le digo amablemente al conductor (porque en estos tiempos, mis queridos, yo he decidido hablar amablemente con la gente en la calle): «Cónchale, vale, me echaste el carro encima». Esto fue exactamente lo que dije, lo juro, lo juro y lo vuelvo a jurar. No insulté, no grité, no puse mala cara. De verdad, juro que no fui grosero. Pero, ¿qué pasó? Que el chofer, un muchacho bastante joven, por cierto, al parecer no se ha hecho los mismos propósitos que yo, y sin más me comienza a gritar bestialmente algo así como «Maldito, imbécil, te estás comiendo la flecha y todavía me reclamas, abusador, pajúo, cabrón…», y que sé yo cuántas linduras más. Yo no digo nada, sigo de largo, ni siquiera volteo a verlo.

Espero que nuestro joven conductor, al ver que en realidad yo estaba saliendo de aquel impasse de pasillo que sólo daba hacia las barras de salida, haya comprendido que me había equivocado, y que no me estaba comiendo la flecha porque soy un abusador maléfico, sino para salir de aquel atolladero. Eso espero, que se haya dado cuenta de eso y haya reflexionado.

Mi hijo, por supuesto, me preguntó qué le había pasado a ese señor. ¿Me creen si les digo que no supe qué responderle?

Canto 2

Por fin encontramos un puesto, nos bajamos. Yo me estoy haciendo pipí (sí, «haciendo pipí»; me gusta, me parece una expresión correcta y decente). En el primer nivel, corro al baño. Un cartel enorme atravesado en el pasillo me informa que el baño está cerrado no sé por qué razones de mantenimiento. Escaleras mecánicas, segundo nivel. Corro al baño. Un cartel enorme atravesado en el pasillo me informa que el baño está cerrado no sé por qué razones de mantenimiento. Escaleras mecánicas, tercer nivel. Corro al baño. Un cartel enorme atravesado en el pasillo me informa… Empiezo a sospechar que el asunto de los baños quizás tenga que ver con la escasez de agua. Decido, aunque es urgente, seguir hasta el último nivel e ir al baño del cine (no sé por qué asumo que ese sí está abierto). Así que de nuevo tomamos las escaleras mecánicas. Por supuesto, mi pequeño Telémaco ya está más que harto de los retrasos en cada piso, pero justo en el cuarto, veo que hay unos cajeros automáticos. No tengo suficiente dinero en la cartera, así que le digo a mi niño que me siga. Hay tres cajeros, y yo me ubico detrás de una persona que espera para hacer uso del primer cajero que se desocupe. Me parece que eso está muy bien; es decir, lo más sensato —digo yo, pienso yo— es hacer una cola para los tres cajeros, y nos tres colas para los tres cajeros… Disculpen que me detenga acá, pero debo explicarme un poco más en detalle. Con relación al debido acto de hacer cola, la lógica me dice que el método más adecuado y justo para tomar un servicio de varios puntos, en casos donde esto se pueda (se puede, por ejemplo, ante varios cajeros automáticos, y no en las colas de supermercado), es el que ya señalé: es decir, el de hacer una única cola. De esto modo, el usuario hace uso del servicio de acuerdo al orden de llegada. El otro sistema se me antoja inviable. Suponga usted que hay tres colas de cajeros, y que usted llegó primero que otras personas. Pero resulta que en el cajero frente al que usted aguarda, una viejita de doscientos años intenta sacar plata y se equivoca una y otra vez con la clave, con el tipo de cuenta, con los últimos números de la cédula, además de tardarse un siglo por cada paso, cosa que es natural por causa de la edad. ¿Qué ocurre entonces? Ocurre que usted, absolutamente atrapado, impotente ante la demora de la anciana, ve pasar una y otra vez hacia los otros cajeros a las personas que van llegando después que usted. ¿Es esto lógico, es esto justo? Pues queridos amigos, yo creo que no lo es. Si se hace una sola cola, entonces se va ocupando por orden de llegada los cajeros correspondientes; todos ganan. No sé si me expliqué bien, pero luego de esta quizás inútil disertación, vuelvo a la escena.

Allí estoy, a la espera de mi turno, cuando veo a una dama que se me para al lado, como esperando que se desocupe el cajero que tiene enfrente. Yo, amablemente, repito, amablemente, como buen ciudadano, como venezolano educado y amante de la paz que soy, me dirijo a ella y le digo que estamos haciendo una cola para los tres cajeros. La dama, una señora bajita, regordeta, de lentes de pasta y cara de pocos amigos, me suelta que ella no hará eso y me dice algo así como «Son tres cajeros, ¿verdad? Bueno entonces es una cola por cada cajero, y listo». Intento hacerla entrar en razón, le argumento brevemente mi teoría de la cola única, pero la señora me vuelve a espetar que son tres cajeros, una cola por cada cajero. Se desocupa entonces, precisamente, el cajero ante el que ella espera, y ella pasa, primero que yo, que había llegado antes. Cuando la señora se va, yo todavía espero mi turno. Le digo: «Que tenga feliz domingo». Ella no me responde.

Canto 3

Con platica en el bolsillo sacada del cajero, mi hijo y yo subimos hasta el piso de los cines. Antes de recoger mi tiquete en la máquina dispensadora, corro hasta el espacio donde se accede a las salas, y donde diviso, además, un baño abierto. Entre ese lugar y el que yo ocupo, se extiende una barrera conformada por unas cintas de esas con parales. Dos empleados están allí apostados y, para alcanzar el paraíso, debes mostrar tu tiquete.

Okey, está bien, yo no tenía el mío, y la regla dice que tienes que mostrarlo para seguir transitando. Pero yo me estaba haciendo pipí, y esta vez ya era más que urgente. Le ruego —nótese que he escrito «ruego»— al empleado que me permita pasar al baño. El empleado, como una máquina, me responde «Tiquete». Le digo que no lo he comprado aún, pero que antes de comprarlo necesito ir al baño. El empleado me replica: «No puede pasar sin tiquete». Le explico que todos los baños a los que fui del centro comercial están cerrados, y que por eso le estoy rogando que, antes de comprar el tiquete, me deje pasar, porque es urgente. Y finalmente, por favor. POR FAVOR, le digo. El empleado vuelve a decir que no. El otro empleado, que está un poco más allá, y que parece tener un poco más de rango, me dice: «Señor, pase, disculpe la molestia, claro que sí, pase». Llego al baño, y bueno, ya saben qué cosa hago.

De vuelta, me meto en la larga cola de los tiquetes comprados por Internet. Luego, mi risueño Telémaco y yo esperamos con cotufas y refrescos (por fortuna, allí no encontramos largas filas de compradores), hasta que por fin, entramos a ver la película, Los guardianes de la galaxia. Qué hermosa pieza, me reconcilió con la vida. La ficción logra eso, te reconcilia con la vida.

Epílogo

¿En que nos estamos convirtiendo? O peor, ¿en qué nos hemos convertido? ¿En qué nos convirtieron? El clima de nuestro país no sólo recoge mucha agresividad, lo que es obvio, sino también un distorsionado sentido de la verdad, verdad que se relaciona con las ideas en torno al bien, la moral, la ética, el derecho, el deber e incluso el servicio. Hemos caído en un punto en el que estamos absolutamente cerrados, y dispuestos además a saltar con todo nuestro arsenal, en caso de que alguien cuestione nuestras absolutas verdades.

El joven conductor que creyó que yo me estaba comiendo la flecha en un acto abusivo, me insulta sin más porque él tiene una verdad a priori e inmediata. La señora que quiere sacar sus billetes del cajero, esgrime sus propios argumentos con agresividad y sin entender que yo había llegado primero, porque ella tiene la verdad. El empleado del cine responde como una máquina, apegándose a la regla y no al sentido común, porque él tiene la verdad. Cada quien tiene la verdad (y no sus verdades), no hay tintas medias, no hay posibilidad de sopesar, equilibrar y comprender un poco más allá del campo plegado. No hay diálogo entre nosotros mismos. Vivimos indignados, y con justicia es así. Nos han mentido tanto, nos han irrespetado tanto, que salimos a la calle con la armadura bien apretada. Estamos incluso, y me perdonan la comparación atroz, como los asesinos en serie que repiten en sus víctimas el mal que les hizo algún adulto durante la infancia. Así estamos, acorazados y haciendo pagar a todos, el daño que se nos ha hecho. Desde allí, desde esa zona oscura, simplemente no hay diálogo posible. Y se entiende, hay muchas personas a las que la palabra diálogo les hace nacer una especie de urticaria. Son aquellas que, con parte de razón (o con mucha), criticaron y despotricaron contra el diálogo de la MUD y el gobierno. Otros, bastante más radicales, llamaron traidores a todos aquellos que proponían o creían en el dichoso diálogo; son los mismos que todavía hoy se sienten muy inteligentes señalando a los que hablaban de paz. Esa gente tiene razón y está en su derecho, cómo no. Aunque ya la parte de las descalificaciones, de la burla y la ironía, pienso yo ( yo que soy bobo y me equivoco siempre) que está de más. Pero en fin. Usted no quiso dialogar con el oficialismo, usted se puso su armadura, excelente. Pero por favor, ¿qué está pasando entre nosotros? El problema de este país es más grande que la mediocridad de su gobierno. Estamos ante un debacle espiritual que no se resuelve exclusivamente saliendo de los malucos mediocres de esta hora aciaga y también ciega. Y atención, este gobierno debería acabarse, no se me malinterprete. Pero eso, a estas alturas, no es todo lo que necesitamos para ser un país mejor.

He hecho pues la crónica real de un día domingo en el cine. Allí no estuvo Maduro presente, ni Capriles, ni López y menos la Machado de mis reticencias. No, allí sólo estaba la gente, el ciudadano común, sin colores, sin gorritas rojas ni tricolores. Gente como nosotros, y nuestros hijos.

Queremos mejoras de vida, pero nos hemos vueltos incapaces de reflexionar y mejorar nosotros. ¿Estamos esperando acaso salir de este gobierno para empezar ese cambio? ¿Será que mientras tanto, pues no hacemos nada?  En el ínterin, al parecer, la consigna es seguir siendo agresivos, salvajes e intransigentes. Cómo no, borremos la palabra concordia, diálogo y acuerdo, y demos paso a lo peor de nosotros contra nosotros mismos. Porque lo correcto está en ofender al otro, despotricar y calificarlo con los peores epítetos (qué feo eso de andar llamando traidor a la gente; suena, me van a disculpar, tan propio de la semántica de los poderes socialistas, que me hace pensar que es cierto eso de que lo extremos se tocan).

En fin, así estamos. Por lo menos, ya lo dije, la ficción te reconcilia con la vida, y Los guardianes de la galaxia, lo repito, me dejó muy contento. De vez en cuando hace falta un día domingo. Pero de los bonitos, eso sí, intentando cierta belleza, cierto regocijo.