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El problema del liberalismo venezolano; por Elías Pino Iturrieta

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Antonio Guzmán Blanco retratado por Martín Tovar y Tovar

El mensaje del liberalismo no florece en el país, debido a un descrédito que viene del siglo XIX sin lograr superación. Los técnicos que trataron de concretar las premisas de un designio liberal durante la segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez quizá ignoraban la historia que conspiraba contra sus planes, o pensaron que bastaba con su voluntad para que el país llegara a la cumbre de la felicidad. Un vistazo sobre puntos esenciales del pasado tal vez permita mirar el asunto en algunos de sus aspectos cardinales.

El liberalismo venezolano, pese a que empezó con admirable pie, terminó en un mar de contradicciones que impidieron que la sociedad se animara con sus contenidos, o que gozara de credibilidad. La más reciente de las discordancias se observó en el hecho de que tratara de resucitarse durante la administración de un mandatario que había encarnado todo lo contrario durante su primer paso por el gobierno. CAP fue una especie de emperador del intervencionismo estatal cuando debutó como primer magistrado, hasta el punto de que los ciudadanos del futuro vincularan su gestión con la prodigalidad de la riqueza que manaba de las alturas por decisión de un generoso administrador. Como manejó a su antojo la llave de la cornucopia de la cual manaban los bienes materiales, no había manera de esperar de él algo distinto a la repetición del fenómeno.

Sin embargo, sin aviso ni protesto, sin mayores explicaciones, se convirtió en lo contrario. El dador de los beneficios pretendió que los beneficiarios los buscaran por su cuenta o, por lo menos, a través de unos esfuerzos que antes no figuraban en el repertorio de la mano floja. Ciertamente la reforma no pasó a mayores, apenas se asomó sin provocar mayores aprietos a la colectividad, pero generó una primera reacción de inconformidad, mas también de violencia, capaz de desembocar en disturbios que no se borrarían con facilidad de la memoria colectiva. Ni el partido de gobierno estaba enterado de la magnitud de las reformas propuestas y en vía de ejecución (eso dijeron sus líderes), asunto que no solo remite a la prepotencia de su ejecutor y a la desconexión de los burócratas del ramo en relación con los hábitos predominantes, sino también a la traición que significaba para el “partido del pueblo” que se impusieran a Juan Bimba caminos esforzados sin contar con el feroz forcejeo que debía originar antes.

¿Sabía alguien lo que significaba el liberalismo que traía CAP II en su flamante equipaje? ¿Se había mencionado algo a los votantes que esperaban el retorno de CAP I, es decir, del poder extralimitado que todo lo solucionaba desde las alturas? No se trata de dudar de los beneficios del proyecto que ahora proponía la sorpresiva edición del mandatario, sino de detenerse en la temeridad que significó retar una historia en la cual el liberalismo había jugado pésimo papel. Los tecnócratas de la inesperada rectificación no solo se enfrentaban a una encarecida forma de vida y a un entendimiento arraigado de los negocios públicos, sino también a una tradición de indefiniciones y de estériles contradicciones que quizá desconocieran del todo. No tenían que convertirse en historiadores, ni en buscadores de antiguallas, sino solo en precavidos conocedores de asuntos mínimos.

Desde su fundación como partido organizado, el liberalismo fue la negación de los preceptos en los cuales se aclimató la corriente partiendo de los modelos que le dieron origen. Nació como reacción frente a la administración de los conservadores o godos, sin considerar que justamente la gente del gobierno seguía con disciplinada conducta los principios de la escuela llamada manchesteriana. Campeones del laisser faire, autores de apologías sobre la riqueza de los particulares, defensores a ultranza de la propiedad privada, fieles seguidores de la libre competencia de los poseedores de bienes de fortuna, animadores de la sociedad laica y de la libre expresión del pensamiento, los motejados de godos hicieron que la república segregada de Colombia diera sus primeros pasos como pionera de un entendimiento acoplado con las pretensiones del siglo liberal. Provocaron una conmoción entre la gente que congeniaba con el tradicionalismo (instituciones como el Ejército Libertador y la Iglesia Católica; pensadores de la talla de Fermín Toro), hasta promover un cambio de vida alejado de las costumbres coloniales y cada vez más próximo a las búsquedas del progreso, según se lo entendía entonces. Estamos ante una demostración del liberalismo llamado clásico, que va a ser combatido por los políticos que forman el Partido Liberal en 1840.

Se da así el curioso caso de una inversión de conductas, capaz de conducir a un desierto de esterilidad que impediría el establecimiento del proyecto según pasaba en otros países latinoamericanos como Argentina, Colombia y México. Allá no solo florecieron las polémicas, sino también las guerras civiles, para que el liberalismo se convirtiera en un desafío que involucraba a las grandes mayorías de la población. Aquí no había materia de discusión porque los godos y los liberales pensaban casi lo mismo sobre los asuntos esenciales, pero especialmente porque los que se anunciaron como liberales y fundaron domicilios del partido o repartieron emblemas banderizos en todo el territorio nacional, cambiaron la discusión de las ideas por el apoyo a los caudillos más poderosos; o mucho peor, por la descarada intervención de los sucesivos gobiernos en los asuntos de los particulares. Sucedió así desde la primera presidencia de Monagas para llegar al clímax durante las administraciones de Guzmán Blanco y aún de sujetos tan desprovistos de ideario como Joaquín Crespo. Las reformas sin resistencias dignas de atención, el pensamiento encerrado en los rincones de las oficinas y el personalismo determinando las decisiones fundamentales y entrometiéndose con descaro en la vida privada, condujeron a un simulacro de proyecto de país que debió esperar tiempos mejores.

Las historias de corrupción asociadas a los manejos del Partido Liberal y la mediocridad de la mayoría de sus dirigentes fomentaron el descrédito y alejaron a las masas de sus prédicas. Los liberales eran la nada, o casi la nada, cuando entramos en el siglo XX, pese a que a los políticos preferían presentarse todavía como liberales debido a la necesidad que tenían de que nadie los viera como conservadores, como godos recalcitrantes. Los pobres conservadores habían tenido la pésima fortuna de una cadena de derrotas sucesivas desde el monagato, y especialmente en las escabechinas de la Federación, que los fue convirtiendo en degredo. Si, además, se decía, generalmente sin fundamento, que eran blancos engreídos y, además, descendientes de españoles peninsulares, no podían figurar en cuadros de honor ni siquiera ante la opacidad de los triunfadores. Mayores posibilidades para que el liberalismo hiciera lo que quisiera con Venezuela hasta conducirla a severa postración, por lo tanto, aunque del mal general se desprendiera la caída de un proyecto político que había reinado sin contratiempos.

Ya durante el posgomecismo nadie se presentó como liberal o, si lo hizo, nadie lo tomó en cuenta. Después, en los albores de la democracia, se asoció el renacimiento del proyecto con la persona de Jóvito Villalba, pero aquello fue de una inconsistencia sin destino para que, como pasó con los godos antes, nadie se anunciara después como parte de la misma corriente hasta la llegada de los tecnócratas de CAP II. Presenciamos la fugacidad de un capítulo que intentó protagonizar un Movimiento Desarrollista que pasó sin pena ni gloria, y las reformas del mismo cuño llevadas a cabo durante el gobierno de Caldera II por Matos Azócar y Petkoff, sin que se divulgara con bombos y platillos la orientación de una política reñida con la sensibilidad del jefe del estado y con la modorra de los grandes partidos. En el segundo regazo de CAP se aclimataron los liberales, por último, para salir con las tablas en la cabeza.

¿Llegarán ahora a una cima que se comenzó a escalar en 1830? Primero deberán conocer en profundidad los logros del paecismo, en los cuales se resumen las excelencias y los valladares del asunto. Después deberán enfrentar la influencia del populismo chavista y lo que queda de anti liberalismo en el resto de los partidos nacidos en el siglo XX, pero, especialmente, tendrán que revisar las páginas de una historia cuyos rasgos han ignorado, como si todo empezara con ellos en nuestros días.