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No me cites; por Oscar Medina // #NadieSupo

Fotografía de Roberto Astumi.

Un chantaje, eso era. “Te publico la novela que estás escribiendo si me haces un libro de perfiles de las siete personas más poderosas del país en este momento”, le dijo el editor. Ella debió haberlo taladrado con esos ojos fieros que tiene. El problema era que se conocían demasiado, que la paga que le ofrecían era buena de verdad y que, a fin de cuentas, ella quería lo que todo escritor inédito persigue: el respaldo de una editorial de renombre.

—Eres un hijo de puta

—Trato hecho entonces

—Al menos espero que publiques los dos al mismo tiempo

—Eso lo podemos discutir luego. Anda a trabajar.

Julio Meneses siempre supo que Romina Mendoza Chalbaud era la indicada para hacer ese libro. A los 25 años había sido la jefa de redacción de una gran revista de crónicas que rápidamente se convirtió en referencia en toda Latinoamérica. A los 28 ya colaboraba regularmente con publicaciones como El País Semanal y Paris Match y era toda una celebridad entre las estrellas de la crónica en español. La única, de hecho, nacida en Venezuela. Pero además estaban sus apellidos: una conjunción que le haría más fácil que a nadie el acceso a los personajes elegidos como protagonistas del libro al que Meneses apostaba para apuntalar las ventas en este país ávido de regodearse en las intimidades del poder.

Obsesiva como es, durante ocho meses Romina solo tuvo vida para dos cosas: el libro, durante el día; y su novela, en la que avanzaba poco a poco durante las noches.

Los personajes cedieron, sin mayores reparos, a su buena fama y a sus conexiones sociales. Animados por el ego de ser biografiados por la extraordinaria pluma de Romina, le abrieron las puertas de sus oficinas, de sus casas, de sus empresas, de sus camerinos y hasta llegaron a contarle cosas de las que después se arrepentirían. Todos, menos uno.

El banquero Luis Carlos Conde le atendió el teléfono una vez. Y para hacerle las cosas difíciles, le dijo que solo podría recibirla en su oficina de Nueva York. La editorial aceptó costear el viaje, pero la secretaria de Conde le informó acerca del súbito cambio de planes: en Panamá. No, en Madrid. No, en Caracas. Y los meses pasaron sin concretar una nueva fecha para la entrevista.

Durante ese tiempo, claro, Romina pulió una y otra vez los textos hasta sacarle el brillo que se ajustaba a la medida de su obsesión. Y también reunió una enorme cantidad de información sobre el banquero en conversaciones con quienes le conocieron desde sus primeras incursiones en el negocio financiero. Pero algo faltaba. El dossier de Conde estaba incompleto: era un expediente muy limpio.

Conde empezó como corredor de bolsa a principios de la década de los años ochenta. En aquel tiempo el mercado de valores despuntaba como una mina de oro en el corazón de Caracas y los jóvenes brokers no ocultaban la bonanza. Conde, de aspecto impecable, sobresalía en aquella casta de afortunados porque siempre parecía estar tres o cuatro pasos más allá. Algunas de las más grandes y espectaculares movidas del mercado accionario tuvieron su firma y su carrera dibujaba un perfil ascendente: fundó su propia casa de bolsa, asesoró al gobierno en grandes emisiones de papeles del Estado y fundó un banco pequeño que fue creciendo y absorbiendo a otras entidades menores hasta convertirse en la institución más grande y moderna del sistema bancario nacional: el Conde Bank de Venezuela.

Las indagaciones de Romina la pasearon a través de esa historia de éxitos concatenados. De sus negocios. De su matrimonio perfecto. De sus aficiones al polo, a la pesca deportiva. De su primera avioneta. De su segundo jet. De su filantropía. De su colección de arte africano. De su amistad con los Clinton. De sus fundaciones. De su tercer jet. Lo que tenía en sus manos era el relato de un triunfador para quien no parecía haber límites, ni frenos, ni retos imposibles. Pero le incomodaba esa trayectoria sin mácula, sin deslices personales, sin chismes sucios. Nadie recordaba nada particular que arrojara alguna pequeña sombra sobre la luminosa gesta de Conde.

Buen hijo, buen padre, buen esposo, buen ciudadano. Ni siquiera su madre, que accedió a conversar con ella brevemente, pudo rememorar alguna travesura de la niñez.

Por supuesto que Romina tenía ya material suficiente como para redactar el perfil de Luis Carlos Conde. De hecho, había adelantado bastante anticipando la presión de Meneses al aproximarse a la fecha límite de entrega. Y al otro lado del teléfono apareció el banquero.

—No sé cómo lograste eso, pero hay demasiada gente intercediendo para que te de esa entrevista. Falta nada más que me llame el Presidente…

—Solo hago mi trabajo lo mejor que puedo

—Claro, claro… Mañana a las 9:30. Supongo que sabes dónde es mi casa…

—Sí, gracias. A las 9:30…

—Pero con una condición: la entrevista es off the record. No podrás citarme. Ni una palabra

Lo pensó bien y decidió jugársela. Solo por precaución, para tener un respaldo. En su bolso metió un cuaderno Moleskine de tapa negra. En una hoja aparte, una lista de hechos, detalles y fechas que debía preguntar para contrastar con la información recolectada previamente. Su grabadora digital de uso regular y una muy pequeña, como de espía, que encendió y ocultó antes de entrar a la casa de Conde.

En la grabadora hay un solo track de dos horas y doce minutos. Le he dado play dos veces y he pasado cuatro horas y veinticuatro minutos escuchando ese sonido monótono, como de aire, que es la grabación de nada. En la primera página del cuaderno está escrito, con la letra de Romina, el nombre del entrevistado: Luis Carlos Conde. Las páginas están completas. Pero en blanco. Meneses recibió un mensaje de Romina a las 12:46: “Saliendo de la casa de Conde”. Yo recibí uno igual a las 12:47.

Han pasado dos días. “Conde me dijo que no podría citar ni una palabra, que esa entrevista no estaba sucediendo”, fue lo último que me contó Romina. Y no habló más. Veinte minutos después, seguía muda. En silencio, mirando al techo de la habitación. Sus padres me pidieron que me fuera. Meneses me pidió completar el borrador de la primera versión del perfil del banquero escrito por Romina. El libro ya está en imprenta. Han pasado dos semanas.

Romina sigue mirando al techo.