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Nelida o la feeriesse: un cuento de hadas; por Rubén Monasterios

Una visión del Mundo Hádico. El golpe maestro del leñador, Richard Dadd

Una visión del Mundo Hádico. El golpe maestro del leñador, Richard Dadd

Seducción y desencanto

Todo empezó con una carta. La lectura de la misiva expuesta por mi amigo al solicitar mi ayuda, algún tiempo después de iniciados los acontecimientos, hacía evidente una revelación personal de su autora, sólo explicable a partir de una hipótesis de ingenuidad; daba la impresión de ser la escritura de una persona que, luego de reprimir quién sabe durante cuánto tiempo un impulso, encuentra, al fin, un pretexto para liberarlo: la solicitud de una entrevista.

¡Pero desconcertaba la forma de hacerlo!, al extremo de figurar como una rareza algo semejante en los anales del periodismo. Escrita a puño y letra en una muy precisa caligrafía script, el tono de esa misiva variaba entre la súplica y el mandato imperativo; entre la rendida sumisión de quien pide algo anticipando una negativa, y la dominancia de quien se reconoce provista de tan poderosos recursos de seducción que hace inconcebible un rechazo. Percibí en ese escrito un componente de incongruencia entre las partes del discurso; un aire de algún modo extraño, fuera de lo normal. Valiéndose de un desenfadado tuteo, inusual y hasta impropio, según las convenciones, de parte de una cachorra de periodista hacia una figura pública de quien pretende lograr una entrevista, la autora declara ser “entregada” y “fanática” del trabajo intelectual de mi amigo, y a continuación impone una cita a fecha y hora determinadas, sin dejar el más mínimo margen de decisión al destinatario; y para terminar, ese colofón  escrito entre peluches y caramelos: el nombre acompañado de la siguiente insólita frase puesta entre paréntesis:

                             (Veinte años, morena y bonita)

Me recordó otra carta, vista en tiempos lejanos, en cuyo final, a los también muy formalmente escritos nombre y apellidos seguía la siguiente acotación: “Me porto bien y soy estudiosa. Tengo ocho años y soy bonita”; claro, esta se destinaba al Niño Jesús; sin embargo, en ambas subyace la presencia del Eterno Femenino en su idéntica intención de seducir, fuera al Infante Divino o a un maduro escritor.

Superfluo decir cómo el asunto puso en brasas a mi amigo; esperó, en consecuencia, ansioso el encuentro… Pero la solicitante de la cita no  apareció.  Llegó a la conclusión de haber sido víctima de una  broma, y dio por finalizado el incidente… No sin desencanto,  por cuanto el maduro caballero −así me lo confesó− había empezado a abrigar  ilusiones. ¿Quién no lo haría en su caso?

Un tiempo al margen de la vida

Pero al día siguiente, y con una hora de anticipación a la por ella misma determinada, se presentó en su cubículo.

Habiendo transcurrido más de un año a partir de los acontecimientos, todavía se hacía evidente la emoción de mi amigo en el brillo de sus ojos, en el tremolar de su voz, al describir la criatura cuya aparición perturbó de tal forma su existencia.

Al trazar el rápido perfil de su imagen física al final de su carta, la autora omitió reseñar su contextura delgada y espigada y su atractiva dotación de par de bonitos pechos, lo suficientemente grandes como para resultar llamativos, sin llegar al extremo de ser escandalosos y de desarmonizar su silueta; tampoco dijo de su más vistoso ornamento: una de las más preciosas cabelleras negras jamás exhibidas por muchacha alguna. Mi colega creyó estar alucinando; aquella criatura correspondía punto por punto con la compañera imaginada en sus devaneos eróticos; claro, la cabellera podría ser rizada en lugar de lisa; apenas un detalle menor.

Mediando el grabador, se llevó a cabo la pretendida entrevista, y con ella el descubrimiento de facetas de su alma y su mente. Mi amigo,  un experto en la evaluación de tales asuntos, apreció sus preguntas maduras, lúcidas y correctamente orientadas; la entrevistadora también estaba bien informada sobre “la personalidad”. Llevado por la curiosidad y por el impulso profesional espontáneo, también él hizo preguntas; así el encuentro se volvió una entrevista “en doble dirección”. Sin mayor dificultad, aquel fogueado periodista que a su vez había entrevistado a notabilidades mundiales en los más variados quehaceres humanos, pudo formarse una idea de la mente de su juvenil entrevistadora. Descubrió en ella sensibilidad estética y social, motivación de logro, ilustración llevada a un nivel superior al más generalizado entre la gente de su edad en estos tiempos, amén de coincidencias en las actitudes de ambos; aunque también vacíos inmensos: asuntos de actualidad respecto a los cuales parecía no tener la menor idea; por ejemplo, sabía todo cuanto era posible respecto a temas cuyo dominio, en la modernidad,  sólo concierne a los eruditos, como el de las Cortes de Amor medievales; ¡hasta  poemas íntegros de los trovadores sabía de memoria!; pero reveló la mayor ignorancia ante una cosa como los conflictos en el Medio Oriente. A la solidez de sus conceptos en algunas áreas del conocimiento, oponía candor y superficialidad en otras. La de esa muchacha era una personalidad en exceso complicada; recia en algunas dimensiones de su ser, frágil en otras; parecía −fue una inquietante reflexión de mi confidente− haber madurado en forma dispareja; como consecuencia de ello algunas dimensiones de su mente daban la impresión de tener las experiencias y la sabiduría de una anciana de doscientos años reencarnada en un vehículo corpóreo juvenil,  en tanto otras semejaban corresponder a una impúber apenas ayer asomada al mundo. También descubrió mi amigo en su entrevistadora raros matices de perversidad, contrastantes con otros enternecedoramente ingenuos.

Cuenta mi colega, dejando correr una pizca de humor en la desolación de sus recuerdos, cómo la Luna vino a hacerse cómplice del encuentro. Su mínimo despacho está en uno de los pisos altos de la biblioteca y  dispone de un ventanal con vista hacia el noreste;  por ese lado salió, de pronto, una  luna de principios de febrero, elevándose majestuosa por detrás del perfil oscuro de los edificios y de los gigantescos dientes de la serranía. Ella, sentada de frente al ventanal, la vio primero; en una de sus reacciones pueriles interrumpió de súbito de la entrevista: “¡Mira esa luna!”, dijo, y se quedó alelada, ajena a todo lo demás: los ojos muy abiertos, sin pestañar, fijos en el satélite, que desde esa perspectiva y en tal fase de su plenitud, lucía enorme; los labios entreabiertos y temblorosos, todo su cuerpo rígido. Inútiles fueron los esfuerzos de mi amigo por sacarla del éxtasis; sólo volvió a la realidad cuando pasó la Luna; no obstante −y he aquí otro dato desconcertante sumamente perturbador−  al volver en sí se reincorporó a la conversación como si nada hubiera ocurrido, sin darle importancia alguna a su ausencia de varios minutos ni aportar la menor explicación del fenómeno. “¡Estoy bien, muy bien!” y una sonrisa, fue su única respuesta a los solícitos reclamos de su acompañante, naturalmente preocupado por el asunto, con lo cual dio por superado el incidente; él consideró prudente no insistir en buscarle una explicación, pero la anormal conducta de la muchacha lo alteró incisivamente; hasta el día de hoy.

En efecto, durante ese rato pasaron por sus circuitos neuronales ideas fantásticas; le vino a la mente la  impresión de que la chica era lo llamado por la gente del pasado una lunática, personas propensas a caer en estado de obnubilación ante la luna llena, y que hasta sufrían transformaciones bajo su efecto. ¿Iría esa muchacha extraña a convertirse en loba? El detalle de aquel ser precioso fascinado por la Luna marcó para siempre el espíritu del hombre.

Corrió  el tiempo sin ser percibido su discurrir; concluyó la entrevista y continuaron en una animada plática entre personas vinculadas por una camaradería prolongada a lo largo de toda una vida; cuando vinieron a ver, ya era la noche temprana. Mi amigo, embargado por una desazón inusual en él en sus relaciones con las mujeres −así lo dice−, la invitó a cenar, anticipando una gentil declinación, pero para su sorpresa y mayor satisfacción, ella aceptó  encantada.

Con la cena, en realidad mi amigo no hizo ningún alarde de seducción; para un gourmet como él no venía a ser algo extraordinario un condumio compuesto por langosta a la Thermidor, con su salsa bechamel como un encaje, obra maestra de uno de los mejores chefs locales; el maestro se sentía honrado al cultivar la amistad de notabilidades, entre las cuales sentía debilidad por los intelectuales de renombre, en razón de lo cual se desvivía por prestarles atención principesca en su establecimiento; desde luego, esperaba alguna compensación a cambio; no vendría nada mal el comentario promocional de sus excelencias, oportunamente dejado caer en el círculo de amistades de esos personajes, y quizá, alguna alusión a ellas interpolada en un artículo de prensa. Porque en el mundo social nada se da sin esperar algo a cambio; en tal sentido es muy diferente al Universo de las Hadas, donde rige otra ley: Nada se recibe sin dar algo a cambio. El platillo fue regado con un vino espumeante, una cava venida de los viñedos de Cataluña de la reserva de la casa, obsequiada por el chef y propietario. Para mi amigo era cuestión de costumbre; para su compañera la experiencia fue extraordinaria, especialmente cuando celebraron dicha cena en un rincón discretísimo de un comedor decorado por Mateo Manaure. La ambientación la impresionó, no obstante, mi amigo debió explicarle quién era el famoso artista creador de la misma; evidentemente, otra laguna.

El digestivo y el café lo tomarían en otra parte; la selección del siguiente lugar donde continuarían el encuentro tampoco fue parte de un plan; simplemente, era su sitio, tanto como el mío y el de muchos otros de la colectividad de burgueses ilustrados inclinados a escuchar jazz en un ambiente informalmente  elegante; casi es milagroso, en una ciudad donde nada permanece, que ese local se mantenga casi idéntico a como fue diseñado por su fundador, el inolvidable Franco, allá por los años sesenta. Sin embargo, para su joven acompañante el Bar vino a ser otra revelación de esa noche de prodigios. Entraron y siguieron de largo, hacia el fondo del local, desde donde tuvieron una visual de conjunto de la sala, con la tarima de los músicos puesta en el lado opuesto; en ella un negro hacia ostentaciones obscenas con la copa engrifada de su saxofón barítono y un hombrecito con cara de pájaro tocaba la trompeta con melancólica delicadeza. La muchacha exclamó: “¡Esto parece una película!”, y lo repitió varias veces, mientras buscaban un lugar poco expuesto a la curiosidad ajena donde aposentarse. Impromtu el moreno arrancó a cantar un bolero jazseado, dejando serpentear por la sala una voz áspera, lánguida y pastosa. Ella dijo: “¡Ay!” y poco le faltó para tener un desmayo.

Las ignorancias puestas de manifiesto por su juvenil partenaire pulsaban su curiosidad, comentó mi amigo y colega. Entendía las lagunas en el saber histórico y en los de otra índole, y  las explicaba como probables consecuencias de una educación abrupta; pero  desconocer absolutamente a un artista relevante en el ambiente o un sitio como este, ¡francamente! ¿No es desconcertante, tratándose de una joven estudiante universitaria de Comunicación Social, evidentemente sensible a las artes y animada  por intereses intelectuales? “Parece una extranjera en Caracas, o una montaraz recién llegada de algún lugar remoto de la provincia… ¡o quizá una alienígena!” −reflexionó, riéndose in pectore por lo absurdo de la última atribución−. Inevitablemente, tratándose de un intelectual, en su narración de los acontecimientos mi amigo derivó hacia especulaciones literarias.

“En cierto tramo de su viaje por el mundo sobrenatural” −acotó en una suerte de soliloquio−, “en el primer cielo del Paraíso, Beatriz guía al Dante y muestra a sus pasmados ojos un montón de portentos. En mi experiencia, fue al revés: Yo era el Dante que descubría a una asombrada Beatriz las maravillas, no tan portentosas, aunque sí bastante gratificantes a la carne y al espíritu, en fin, de la parte más o menos edénica de esta tormentosa ciudad nuestra”…

Y todo a media luz / crepúsculo interior / a media luz los besos / a media luz los dos… Los versos del tango aparecieron súbitamente en la conciencia de mi amigo para caracterizar en un solo trazo la situación vivida en ese momento, porque hasta los intelectuales más refinados tienen su lado kitsch; y sin ser tango, precisamente, lo que sonaba esa noche en el bar. Tal como la recuerda quien sometiera a mi consideración esta historia romántica de final desapacible, en efecto, todo aquello parecía una película; con una importante diferencia: ellos no estaban viéndola, sino viviéndola como protagonistas; en verdad, mi colega se percibía a sí mismo como algo más que un intérprete del rol principal; era eso y además  director del filme; en tal sentido se sentía provisto de la facultad de intervenir el libreto, elegir locaciones, diseñar situaciones escénicas y otras tantas cosas. Él escribió en uno de sus lúcidos ensayos: “El creador de ficciones es Dios de los universos imaginados y su voluntad traza el destino de sus criaturas”…, pero en su aventura él quiso ser Dios, no de una ficción forjada por él,  sino de una realidad; sin percatarse de estar abriendo uno de los más peligrosos juegos en los que alguien puede involucrarse; porque la voluntad es endeble y en modo alguno la única fuerza determinante del destino.

Y la voluntad falló, en forma estrepitosa.

Mi colega se había impuesto el mandato de eludir toda aproximación física. “¡Es tan difícil, en estos días, encontrar una persona con quien conversar!” −reflexionaba en uno de sus soliloquios interpolados en el discurrir de la narración−. “Cuesta tanto cruzarse con alguien desprovisto de dogmatismos irreductibles y bien dispuesto a escuchar al otro; se ha vuelto tan complicada la comunicación entre las personas de diferentes generaciones, que sentí el sólo hecho de conversar con una jovencísima y vivaz conversadora, inteligente y razonablemente ilustrada, como un privilegio concedido por Dios a este mortal en la fase terminal de su existencia”… “Pero no supongas lo erótico ausente en esa experiencia; decidí transitarla saboreando una forma complicada de sensualidad, propia del disfrute ampuloso y secreto del pervertido placer de tenerla a mi lado, sin tocarla; el de aquel puesto en la proximidad de un tabú cuya prohibición puede transgredir, sin querer hacerlo; la excitación debida a la represión de un ansia que puedes satisfacer, prefiriendo mantener viva y latiente en tu mente la energía de la motivación, en lugar de permitirle fluir hacia el estímulo puesto a tu alcance. Me animaba el propósito de gozar de su juventud, de su lucidez intelectual, de su transparencia emotiva, de sus asombros y alegrías. Cada reprimido gritito suyo debido a una nueva emoción, cada erizamiento de su piel y cada estremecimiento de su cuerpo ante las cosas que yo le descubría, resultaban acicates de placer para mí.”

A continuación dejó colar la siguiente reflexión: “También te confieso otra razón importante para evitar el requerimiento sexual: la anticipable posibilidad de ser rechazado. Al fin y al cabo, fácilmente  podría ser su padre, ¡hasta su abuelo podría ser! Yo no había descifrado del todo la agenda de esa enigmática muchacha; de pronto ella podría salir con eso de que solamente pretendía un acercamiento intelectual con un maestro y cosas semejantes; temí quedar como un viejo baboso, tú me comprendes… En rigor, esa niña no se me había insinuado de ninguna manera; claro, aceptar una invitación a salir da pie…, pero… ¡Coño, que confuso es todo! Un requerimiento sexual de mi parte, rehusado por ella,  habría vuelto trizas el vínculo que empezaba a unirnos”.

Contra ese propósito de sabor masoquista se confabularon la inconfesa fascinación de los hombres maduros por las nínfulas, el instinto del macho, las libaciones con su efecto enervante de la conciencia moral, la discreta penumbra del ambiente, el perfume, la proximidad física, el encanto de la muchacha, su cabellera deslumbrante, su risa fresca y fácil, la música…

Después del segundo trago mi amigo intentó besarla en la boca. “Porque esa boca de labios brotados y carnosos, como pétalos de orquídea, me tenía loco”…   Ella lo esquivó, sin dar muestras de irritación. Cuenta mi colega que le resultó divertida la argumentación ridícula para justificar su negativa a entregar la boca, por cuanto pretendió ostentar de un savoir-faire mundano del todo ajeno a ella; coqueta y risueña, dijo la chica: “¡Jamás beso a un hombre en la primera salida!”; frase estereotipada evidentemente aprendida de alguna película o leída en una novelita rosa.

Para mi mayor desasosiego, el narrador se engolosinó en los detalles de su galanteo.

“Tomé la mano suya puesta a mi alcance, y esta sí la abandonó entre las mías. Besé y lamí cada micra cuadrada de su piel en esa mano perfecta, desde la muñeca hasta la punta de los cinco dedos; chupé a mi antojo y lamí esos dedos; goce de esa mano de niña bien, ajena a las rudezas de los oficios domésticos, debidamente manicurada y tratada desde la infancia con aceites perfumados de palisandro, zábila y aguacate; seguí con los labios y con la lengua esos dedos largos y ágiles, con nudillos poco prominentes, rematados por uñas nacaradas. Puse esa mano adorable en mi mejilla y ella me acarició; a mi vez, acaricié su rostro; lo recorrí en todos sus detalles con las puntas de mis dedos; fui el ciego que hace la exploración táctil de la belleza de la forma y las texturas; con la yema de mis dedos toqué sus labios, los entreabrí en el intento de meter mis dedos en la cavidad bucal, cosa que ella impidió al mantener cerrada la mandíbula; entonces acaricié los dientes, la mucosa interna de los labios y las encías; besé su boca con mi mano. Ella parecía seguir al juego de conceder hasta cierto límite, y yo me ajustaba a sus reglas: avanzaba hasta el límite puesto por ella.  Acaricié su boca con el dorso de mi mano y fue entonces cuando me propinó un rápido mordisco en parte pulposa donde se une el pulgar al resto de la extremidad; fue cosa de un instante, obediente a una pulsión primitiva de animal carnívoro. Insistí en introducir mis dedos en su boca; ella mordió otra vez, brevemente como antes, pero con mayor ahínco; luego permitió que las puntas de mis dedos quedaran entre sus dientes incisivos y las mordisqueó y chupó con desesperante suavidad; una divina fuerza tensó todo mi cuerpo al sentir la punta de su lengua rozándolas. El oscuro placer me mantenía en un persistente estremecimiento y en el trasfondo de mi alterada conciencia aparecieron aquellos versos  para no ser en bestias convertidos devoran / cielos abrasadores, de aire y luz posesos; / el hielo que los muerde, los soles que los doran, / despacio van borrando las marcas de los besos“…

Hizo una pausa prolongada; respeté su silencio. Preguntó:

−¿Los conoces?… Los versos, digo…

Las Flores del Mal  −musité−.

Siguió mi confidente: “Nélida no opuso resistencia a la invitación de acunarse en mi pecho”…

−¿Nélida?

−Sí, ese es su nombre. ¿Acaso no te lo había dicho?

Confirmé su apreciación con un movimiento de cabeza, aunque recordé haberlo visto, de paso, sin retenerlo, en la rúbrica de la carta. Él siguió: “Nélida se reclinó en mi hombro, y así la tuve el resto del tiempo, abrazada por los hombros; nuestras cabezas unidas, las manos entrelazadas. Acaricié entonces su cuello y la oreja; pulse con delicadeza el lóbulo  atrapado entre mis dedos índice y pulgar; seguí con la punta de mis dedos el elegante caracol del pabellón; pero mi principal subyugación respondía al influjo del aroma de su pelo”… −dijo en un susurro, propio de quien habla durante un estado de arrobamiento; de súbito, rompió el tono erótico-idílico de su discurso con una acotación que rompió la atmósfera−:

−¿Puedes imaginarte cómo me sentía?  ¡Épica, mi turgencia era épica!

Sin tomarme en cuenta, siguió, volviendo al tono emotivo extático de antes: “Yo persistía en mi propósito de besarla en la boca, pero ella evitaba cada intento; apenas, una que otra vez, logré rozar con mis labios la comisura de los suyos; finalmente, desistí, y me concentré en otras partes de su cuerpo, admitidas por mi compañera. Tuve sus preciosos pechos en mi mano; me satisfizo percibirlos sostenidos por un sujetador desprovisto de estructuras rígidas, de modo que pude acariciarlos sin interferencias; sentí en mi mano  esa deleitable masa gelatinosa y tibia de sus pechos firmes y desafiantes, moldeable al tacto, elástica a la presión, tersísima la textura de la piel que la envolvía. Acaricié su espalda; introduje mi mano debajo de la holgada blusa, llevada por fuera de su pantalón,  y la desplacé a lo largo y ancho de la espalda; así con la mano la base del cráneo, vale decir, el hueso occipital, y la mantuve ahí, haciendo presión con el dedo pulgar de un lado, y con los otro cuatro del otro, como tratando de juntar ambos lados; la manipulación placentera la relajó. Desde la base del cráneo desplacé mis dedos hacia la parte superior de su cabeza, a través del cabello, disfrutando del roce de las hebras entre mis dedos; manipulé su cuello y sus hombros; realicé un movimiento de presión deslizante de arriba hacia abajo, a lo largo de la columna vertebral, hasta llegar al cóccix. Me lanzo, ávido, sobre su boca y casi logro esta vez el beso deseado; un rápido movimiento de su cabeza lo impide”.

− ¿Por qué, por qué?’ −inquiero con angustia, y la abrazo con brutalidad, reprochando su resistencia−.

−¡No preguntes: déjalo así!’ −es su enigmática respuesta, dicha en un susurro−.

Impromptu,  hace un mohín expresivo de incomodidad, un gesto violento de desagrado; se distancia de mí y me mira con altivez; el corazón me da un vuelco: temo haberla ofendido y con ello  roto el encanto del encuentro. ‘¡No me fastidies tratando de besarme!’ −exclama en un tono de voz chillón−. Su voz deja de ser susurrante y aterciopelada y se vuelve el grito de una comadreja; lo dice en tanto clava en mis ojos una mirada acerada en la que creo descubrir presagios amedrentadores; de súbito, mi ronroneante gatita doméstica se transforma en un basilisco; bate la melena y me da la espalda;  pero, al instante, sin transición, se torna hacia mí y su lenguaje corporal me da a entender que está dispuesta a continuar entregándose a mis caricias; en la expresión de su rostro, en su mirada, encuentro otra vez la súplica, el sometimiento; mi ardor entonces es tan intenso que me entrego a ello con avidez, sin detenerme a evaluar su reacción; rápidamente  la catalogo de malcriadez propia de una niña mimada y vuelvo a meter mis manos bajo su ropa. (Pero en mis reflexiones sobre los acontecimientos en momentos más sosegados, esa reacción suya, más que ninguna otra, me ha llevado a sospechar que algo marchaba mal en su cabeza.) Subo y bajo acariciando, recorriendo toda su espalda, haciendo mi mano seguir las  curvas flexibles de los contornos de su cuerpo; realizo  los pases manuales dando y obteniendo placer, respetando, no obstante, cualquier límite que pudiera ser  impuesto por ella; pero lo cierto es que, exceptuada la entrega de sus labios,  no determinaba ningún otro. En su espalda le hago effleurage, cuyo efecto erótico es poderoso, incluso tratándose de un masaje de relajamiento; inicialmente dejando correr los dedos apenas rozando levemente la epidermis, pulsando delicadamente aquí y allá; al principio soporta la manipulación pasivamente, pero al hacerse evidente el progresivo incremento de su excitación, mis  pulsiones se vuelven pellizcos fuertes: retuerzo  entre mis dedos la leve capa grasosa que cubre los músculos, abarcando la dermis y la epidermis, lastimando los corpúsculos de Krauser-Finger, los millones de diminutas terminaciones nerviosas sensibles al dolor y al placer, cuya función es transformar la energía mecánica de un pellizco, un pinchazo, una caricia… en energía eléctrica que recorre las fibras nerviosas y termina centellando en el cerebro; aprieto y hundo los dedos rígidos en sus fibras musculares; la piel es la constelación del deseo; en ella el tacto puede expresar su lenguaje, su infinito alfabeto capaz de alcanzar una comunicación más directa y profunda que el mismo verbo”…

En mi espíritu debatió una confusa mezcla de sentimientos de admiración y envidia.

“Le exijo descalzarse un pie, porque moría por tener entre mis manos esos pies suyos que suponía preciosos a partir de su tamaño y forma, tal como se dibujaban en los botines trenzados de mediano tacón que portaba, pero ella rehúsa  complacerme; alega que sacarse uno de los botines resultaba en exceso complicado; además, descalzarse en ese lugar le parecía impúdico −ese fue el adjetivo que usó−. En alguna parte recóndita de mi conciencia también archivo el propósito de reservar sus pies para la próxima vez… ¡Idiota de mí! ¿Cómo podía saber el final de ese encuentro?… Bien, ¿qué piensas tú?”…

Le respondí alguna vaciedad, porque en realidad, nada pensaba; me encontraba en exceso concentrado en su morbosa historia como para tener alguna disposición analítica.

Mi interlocutor retoma el hilo de su narración: “Lo más voluptuoso de todo, amigo mío, fue acariciar su cabellera. ¡Oh, Dios, nunca en mi vida tuve una sensación tan voluptuosa! Quise enredar mis dedos en sus pelos, pero no pude: fue tratar de asir una miel oscura y espesa; hundo mis manos y mi cara en su cabello: fue bañarme en seda líquida y perfumada. Meso sus cabellos; los halo con fuerza, con saña, hasta arrancarle suspiros y quejidos, sin que ella evitara esa violencia. Sentí un placer dulce y viscoso al hacerle la maldad y debí apelar al autocontrol para no acentuar el daño, porque la callada entrega al dolor de Nélida parecía reclamarlo y era una clara incitación a proseguirlo”…

−Tú marcas el límite; llego hasta donde tú quieras… −le dijo mi amigo a su compañera, y ella, según  sus palabras, le responde dejando correr una sonrisa pícara:

−¡Sigue, que es un dolor sabroso!

Tuve la impresión de ver un brillo de lágrimas en sus ojos; me conmovió su conflicto emotivo, pero no tenía nada que decir y  muy poco era lo que podía hacer; en efecto, lo iniciado como una  charla entre amigos y colegas en el quehacer profesoral, como las tantas hechas a lo largo de años de ser compañeros de trabajo, progresivamente devino en esta confesión peligrosamente profunda; y hablo de peligro porque la exposición de semejantes intimidades personales sólo puede ser manejada por psiquiatras o psicólogos; en fin, por profesionales entrenados en técnicas de ayuda psicológica, y yo no soy nada de eso. La selección de mi persona para hacerme depositario de  su confesión, solamente podría explicarse a partir de nuestra amistad y por el hecho de ser mi métier el de antropólogo dedicado a la investigación de la cultura urbana, en particular la  de sesgo erótico; supuestamente eso me dota del marco de referencias y de la amplitud necesaria para “entender el asunto”, como mi amigo lo señaló al principio de la plática. Tales fueron mis elucubraciones in pectore mientras duró su silencio.

“Mi atracción por esa criatura empezó con la carta extravagante; con el detalle de su éxtasis bajo el influjo de  la Luna, llegó a ser fascinación; con las caricias que intercambiamos, quedé hechizado; especialmente debido al juego  con su pelo. Creo encontrarme, todavía hoy, bajo un  poder raro, como sometido a un sortilegio; es un estado del ánimo extraño, contradictorio; por una parte, es una atracción irrefrenable, por otra, una sensación de repugnancia, de asco”…

−Los sortilegios son así… −acoté enigmáticamente, a partir de una idea de súbito cruzando por mi cerebro−.

“Me es imposible olvidar las sensaciones debidas a esa pelambre espléndida: tengo en mis ojos su forma y su color, en mi olfato su aroma, en mis manos conservo su textura”… “Para mi infortunio, llegó lo que yo llamo el Momento de Cenicienta” −dejó escapar una risita entre los dientes−. “Tú sabes, ese  tenemos que irnos de ellas al darse cuenta de la hora”.

La llevó a su casa pasada la una de la madrugada; era lejísimo, en una de esas urbanizaciones nuevas del sureste de la ciudad; pero enredado en la conversación con la muchacha, ni cuenta se dio del largo recorrido, terminado en un transitar por un complicado sistema de vías menores en el que las calles se cruzan, se bifurcan, se tuercen en diferentes direcciones y vuelven a encontrarse inesperadamente. “El urbanista que trazó el plano debió tener en mente el modelo del laberinto” −reflexionó mi confidente−. Por esa red logró desplazarse sin perder rumbo gracias a las indicaciones de su compañera; por último, llegaron a una calle cuyo nombre le pareció poético por ser la combinación de un fenómeno topológico con el nombre de una estrella. Se detuvieron frente a un edificio de refinada arquitectura, cuya única identificación era sencillamente un número; por cierto, un número de rancio abolengo cabalístico.

La zona era sombría y ni un alma rondaba por esos predios a esa hora; con la idea de una despedida apasionada, mi amigo estacionó el carro a unos metros del portón; rotaron sus torsos  hasta quedar frente a frente, se miraron y sonrieron; se abrazaron apasionadamente y así comenzó otra sesión de caricias llevadas hasta la más secreta intimidad, en la que lo único faltante −aparte de los persistentemente negados besos labilinguales− fue el coito.

“Lo exigí imperativamente, lo supliqué; ella se rehusó”.

En un tono de voz neutro, sin una pizca de pathos, como quien explica concisamente  un incidente intrascendente, Nélida justifica su resistencia:

− Soy doncella, y quiero seguir así.

“Fiel a mi decisión de llegar hasta donde ella lo permitiera, no insistí ni mucho menos llegué a la violencia. No soy hombre capaz de eso, bien lo sabes; ni siquiera en ese estado próximo a lo demencial que es la excitación; pero sí le hice ver lo  injusto y cruel de dejarme en ese estado”… “Entonces ocurre lo insólito. ¡Accede depararme el alivio mediante una caricia oral! Me sumerge en un mar profundo, tormentoso, deleitable, sin fin”…

Culminada su tarea, la niña se distancia, se yergue; su actitud es la de la persona que habiendo cumplido un cometido, y encontrándose saciada a plenitud, se dispone a abordar otro asunto, Mi amigo no sale de asombro al percibir su disposición anímica fría y su conducta funcional; entre dientes musita algo, esboza una media sonrisa, evitando cruzar la mirada con la de su compañero, en tanto, de prisa, arregla un poco su cabello y su ropa, y sin apenas despedirse abandona el carro; mi estupefacto confidente acomoda su pantalón lo mejor que puede y la sigue; logra alcanzarla frente al portón, mientras ella se afana con la llave; para su mayor desconcierto, en un instante vuelve a ser la enamorada tierna y entregada y no se opone al postrero contacto. Su despedida es un abrazo intenso en plena calle y un férvido “¡Tenemos que volver a vernos!” musitado casi al unísono por cada uno de ellos al oído del otro, entre una avalancha de besos húmedos y cálidos dados en las mejillas y en el cuello; ¡ninguno en la boca!

Pero nunca más sus caminos volvieron a cruzarse.

Epílogo:

Una explicación a la luz de la Teoría Mística Unificada sobre las Hadas, o Teoría Feérica

En cierto momento de su narración lo intuí; la acumulación de datos aportados por mi informante me llevó a la certidumbre. No podía tratarse de otra cosa.

−Amigo mío, pienso que has sido víctima de una Feériesse.

−¿¡Qué!?

−Sí, de una Feériesse, de una experiencia hádica.

Apelemos al marco de conocimiento científico aportado por la Teoría Feérica a propósito de desentrañar el significado de los acontecimientos…

Los incrédulos atribuyen muchos aconteceres extraordinarios de su vida al azar, a su “buena” o “mala” suerte, o a otras causas; rara vez los asocian a las hadas; no obstante, ellas rondan permanentemente en torno a los humanos; para bien o para mal, intervienen en sus destinos y eventualmente propician encuentros con determinadas personas; hasta donde logramos identificarlas, las experiencias posibles con ellas son  las siguientes: visualización, coincidencia, pacto, apertura, viaje, baile encantado o Sortilegio del Anillo y  Feériesse: algunas son maravillosas, otras muy desagradables y hasta pueden llegar a ser pavorosas o letales.

Visualización es lo que el nombre denota; un hada se deja ver por un instante. Según algunas creencias, ver a las hadas es posible mirando por el hueco abierto naturalmente, por la acción del agua, en un canto rodado; otras lo suponen factible al mirar a través de un cristal tallado en forma especial o mediante el procedimiento de untarse en los ojos un ungüento mágico elaborado a base de tréboles de cuatro hojas. La visión feérica es perturbadora por su inconmensurable belleza; lo único a lo que podría apelar a propósito de dar una idea aproximada de ella, es a una experiencia psicodélica.

En la coincidencia, también llamada “cruce de caminos”, la persona se encuentra con un hada como por obra del azar; socializa con ella durante algún tiempo; conversan animadamente, hacen juntas un trecho de la jornada, reposan; el humano comparte con ella su pan, queso y vino y quizá llegue a tocarla;  de haber sido  generoso y amable, con toda seguridad recibirá un beneficio. Lo más corriente es que la persona ignore haber  estado en compañía de un hada; ahora bien, un observador perspicaz podría identificarla a partir de algunos indicios, por ejemplo, por una torpeza suya debida a su desconocimiento de las costumbres locales; en cuyo caso lo más sensato para el mortal es no darse por enterado. El hada agradecerá la gentil omisión de su error; en sentido opuesto, asumirá como un insulto el ser puesta en evidencia; en ese preciso instante terminará el encantamiento y a breve plazo quizá venga la retaliación.

Algunos encuentros son resultados del azar. Una leyenda sobre el descubrimiento de las trufas cuenta que un hada de los bosques sombríos sufrió el terrible percance de quedar enredada en la tela de una araña; sea dicho al desgaire, las arañas son las únicas enemigas realmente temibles de esos entes del Mundo Oscuro; cuando tal incidente le ocurre a un hada, estando ella materializada en su estado diminuto,  como del tamaño de una libélula, no es capaz de hacer uso de sus poderes y fatalmente deberá permanecer ahí, donde suele acabar en el horror de ser pasto de la araña. El hada de esta leyenda tuvo suerte; unos campesinos de tránsito por el robledal advirtieron el acontecimiento y la liberaron. Como la Ley de las Hadas impone dar siempre algo a cambio de lo recibido, el ente de las florestas umbrías quiso mostrar su agradecimiento de una forma grandiosa, revelándole a sus salvadores el secreto de las trufas, que hasta entonces habían sido un deleite exclusivo de ellas; los gañanes las probaron y no apreciaron la excelencia de ese hongo negruzco y terroso; entonces el hada, furibunda ante lo que sintió como un desprecio, dejándose llevar por la arbitrariedad característica de su especie hizo un hechizo mediante el cual atribuyó a los cerdos la sensibilidad de gustar de las trufas, y a sus salvadores los recompensó con una vulgar bolsa de monedas, con lo cual ellos quedaron de lo más contentos. El valor de esa cantidad de dinero apenas equivalía a una mínima fracción del que llegaría a tener una trufa, como tú lo sabes, mejor que yo. La rabieta del hada privó a la humanidad del deleite de esos hongos durante siglos y siglos, porque, en efecto, pasó muchísimo tiempo antes del descubrimiento de las trufas por el hombre, a partir de la observación del comportamiento de los puercos.

Los pactos  invariablemente son experiencias desgratificantes; nadie ha logrado desentrañar qué mueve a las hadas a hacer tratos con los humanos; al parecer, es un tipo de juego perverso destinado a hacer escarnio de los mortales aprovechándose de su codicia, uno de los atributos humanos más despreciables, al pensar de las hadas. El pacto clásico, por así decirlo, consiste en acordar con un viajero darle toda la riqueza deseada, a cambio de recibir lo primero que salga a su encuentro al regresar a su casa; el hombre acepta, encantado, por cuanto sabe que “lo primero” en salir a su encuentro será, como de costumbre, su fiel perro, pero no contó con la astucia del hada: mediante un sortilegio hace caer al animal en un profundo sueño y al llegar a su casa el primero en salir a su encuentro es el hijo menor del socio, un niño precioso de quien el ente feérico se había encaprichado.

Apertura consiste en que un hada le permite a un mortal de su simpatía darle un vistazo al Universo de las Hadas; en el particular lenguaje de las hadas ellas llaman eso “abrir la ventana”, y lo hacen sin mayor aprensión, porque saben que la gente sólo ve lo que quiere ver; además, si algún ojo zahorí atisba algo de  la verdad del Mundo Oculto, y la cuenta, lo tendrán por un alucinado, ¡así de extravagantes son las cosas ahí!, y se hará el hazmerreír de todo el mundo; o bien, las hadas, preocupadas por sus revelaciones, lo harán pasar por loco. Tal fue el caso de Richard Dadd, un pintor inglés del siglo diecinueve, cuya obra está dedicada íntegra a revelar el Mundo de las Hadas; los hadólogos creen que nadie ha atisbado el Universo Portentoso como él, ni nadie ha legado un registro más preciso del mismo. Las hadas le concedieron aperturas, pero más tarde, inquietas por las revelaciones, se arrepintieron de la gracia y lo condenaron a perder la razón; el infeliz pintor pagó cara su osadía: a los veintiséis años mató a su padre y pasó el resto de su vida encerrado en un asilo de locos; también acarició la idea de asesinar al Papa. Sus cuadros están en la Tate Gallery de Londres; no es aconsejable detenerse ante ellos por mucho tiempo, por más que un extraño influjo lo atraiga a uno hacia ellos.

El viaje  es exactamente eso, un viaje al supuesto Reino de las Hadas, o lo que es lo mismo, a la Dimensión Desconocida; suponemos acontecidas tales experiencias a partir de las inexplicables desapariciones de personas en diferentes épocas y partes del mundo. Sí, idénticas a las abducciones que de un tiempo a esta parte empezaron a atribuirse a los extraterrestres. Todo mito tiene lo que los antropólogos decimos “un fondo residual de verdad”, esto es, parten de hechos verídicos remotos; y también sabemos que los mitos se forjan a partir de patrones culturales establecidos; en el pasado, los encuentros cercanos, raptos, viajes y todo eso, se atribuían a los duendes, íncubos y súcubos y a las hadas; en la modernidad, bajo la influencia de las películas y novelas de ciencia-ficción y de la prensa sensacionalista, se suponen obra de los alienígenas; en realidad, las únicas y verídicas agentes de esas experiencia prodigiosas, son, y siempre han sido, las hadas. Con certidumbre, nadie sabe si algún viaje realmente ocurrió ni lo que le pasó a la persona durante el mismo, porque o bien son viajes sin retorno, o quienes regresaron no tuvieron oportunidad de contar su aventura. Claro, me refiero a los viajes auténticos, por cuanto está demostrado que todos los reportes de supuestos raptos por extraterrestres, sin excepción, son falsos. El problema radica en el tiempo, en la noción del tiempo. En el Mundo Oscuro el tiempo transcurre a un ritmo del todo diferente al del mundo tangible; supone el mortal haber pasado en él un lapso breve, cuando pudieron haber transcurrido centurias, el tiempo en el que se consume no sólo la vida de un hombre, sino también sus despojos mortales; por tal razón, apenas la persona sale del ámbito hádico y entra en el terrenal, se convierte en una especie de momia inerte, en una osamenta pelada y desarticulada, o en polvo, según el tiempo transcurrido a partir de su muerte. Cierta vez el príncipe Rodel de Galicia recorría sus dominios acompañado por  un contingente sus caballeros; súbitamente advierte que todos han desaparecido; los busca afanosamente por el entorno hasta caer rendido por la fatiga; de pronto, con la puesta del sol, y en la misma forma instantánea, su séquito aparece ante sus maravillados ojos, pero hombres y caballos tienen la apariencia de estatuas de arena gris; loco de alegría, Rodel quiere tocarlos, abrazarlos; al hacerlo las figuras se desmoronan y quedan formando una pila de ceniza. En la vida del príncipe habían transcurrido unas cuantas horas; para los caballeros, llevados por las hadas a un viaje, habían pasado mil años.

Las hadas hacen caer a alguien en un baile encantado, o Sortilegio del Anillo, por inconsciencia, no por maldad; como para ellas el tiempo no existe, suponen que tampoco los humanos tienen noción del mismo. No hay noticia de bailes encantados en ambiente urbano, es, en consecuencia, un fenómeno netamente rural. En las noches de luna llena las hadas se sienten compulsadas a reunirse en un claro del bosque o un prado aislado para bailar haciendo círculos, en lo conocido como Anillos de Hadas. Los anillos representan un gran peligro para todo aquel, hombre o mujer, que sea por azar, o movido por la curiosidad, se encuentre en ese sitio. El salvaje encantamiento de la música de las hadas lo atraerá inexorablemente al anillo y lo impulsará a incorporarse al baile; las hadas, con la intención de concederle una  gracia muy especial, lo harán pasar al lugar de honor, al centro del corro, y celebrarán sus destrezas dancísticas con gritos de júbilo. Al principio, la persona goza de una fiesta nunca antes vivida; no puede ser de otro modo, al hallarse uno a medias embriagado por un misterioso efluvio vagamente perfumado, bailando a la manera de los faunos siguiendo una música que pareciera nacer de entre las copas de los árboles, bañado en luz de luna, enardecido y sudoroso, pero a la vez refrescado por el más amable de los céfiros; rodeado de preciosas muchachas semidesnudas, todas, al parecer, dispuestas a complacerte al menor requerimiento; pero al cabo de un rato, y al comprender el mortal que, contrariando su voluntad, no puede dejar de bailar ni salir del círculo, el jolgorio poco a poco se va volviendo algo cada vez más agobiante; y en ello seguirá, presa de la angustia, hasta caer exánime. Al volver en sí, el infortunado quizá tenga la impresión de haber danzado toda la noche; pudieron haber pasado siete años, o más.

La ausencia de la noción del tiempo en las hadas ha traído serios problemas a los mortales víctimas de su sortilegio; el caso más conocido es el de un colono de Nueva Inglaterra llamado Rip Van Vinkle; se tendió el buen hombre a hacer una siesta bajo un árbol, ignorando que se trataba de una localidad hádica; ellas decidieron darle una lección por violar su espacio; al despertar suponía haber dormido un par de horas: ¡las hadas lo habían rendido en un sueño de cien años!

Y por último, amigo mío, la Feériesse; es lo que te ocurrió a ti…

La palabra feériesse es ajena a la lengua castellana; al parecer, es de un muy antiguo dialecto celta y quizá provenga de la fusión los vocablos erise, cuyo significado es, según el contexto, alegría o enamoramiento, y  fee, que es una forma de llamar a las hadas; feériesse podría entenderse en el sentido de “hada enamorada”, o “enamoramiento hádico”, o quizá, mejor, “encaprichamiento hádico”.

La palabra hada, en cambio, es muy vieja en nuestro idioma; inicialmente tuvo la forma hado, provenientes del latín, fatum, con el significado de predicción, oráculo, destino, fatalidad; en los tiempos medievales ya era común la forma hada, con el mismo significado, pero reciben los más variados nombres: elfo, fairy, fairie, ferier, feéri, fata, fay… y esto sin tomar en cuenta la denominaciones eufemísticas, por el estilo de las “Niñas del bosque”,  por cuanto una tradición nos hace saber que no es prudente nombrar a las hadas; es una creencia muy difundida. En los libros de caballería la palabra hada se utilizó para designar “a un ser femenino sobrenatural que intervenía de varias maneras en el destino de los hombres” y en ese sentido ha perdurado en nuestra lengua y en la generalidad de los demás idiomas modernos. Las hadas lejos están de ser entidades exclusivas del folclore céltico; los celtas, desde tiempos remotos, les dieron a las hadas especial relevancia, de modo que la mayor parte del conocimiento concerniente a ellas  proviene de esa cultura arcaica, pero en realidad están dispersas por el mundo.

Un ser femenino, por lo general, sí, aunque no necesariamente; en realidad, las hadas no tienen sexo, y al materializarse en personas pueden adoptar el aspecto varonil, o el femenino; ocurre con ellas que por su ser su naturaleza esencial tan sutil, delicada y sensitiva, sienten repugnancia por la rudeza viril, así como fascinación por lo femenino; por esa razón en los Anales Feéricos son rarísimos los casos de hadas transfiguradas en hombres.

Existen hadas de las más diversas especies; las  principales forman parte del grupo de los Elementales, o Seres Primarios, identificados originalmente por Paracelso en el siglo dieciséis; cada uno corresponde a uno  de los cuatro elementos primordiales a partir de los cuales, diversamente combinados, fueron creados el Hombre y todas las demás cosas existentes. Las Nereidas, son las  hadas del Agua; los Gnomos son los seres elementales de la Tierra; la Salamandra, lo es del Fuego; ciertas hadas llamadas Silfos lo son del Viento. Todos estos seres tienen aspectos comunes. No son entes del todo espirituales (en tal detalle se diferencian de los Ángeles, buenos y malos), pero tampoco son del todo materiales; el especialista Robert Kirt los describe como seres cuya naturaleza está en el término medio entre el Hombre y los Ángeles; no tienen sustantividad, sin embargo, pueden materializarse a voluntad, estando en ello sometidos a ciertas restricciones en cuanto a forma −de lo cual están exceptuadas las hadas: ellas pueden asumir cualquier configuración concebible− y a la duración de su materialización, que nunca puede ser muy prolongada. Hacen sentir su presencia a los humanos mediante actos benévolos o malignos; son invisibles al común de los mortales, pero los animales los perciben, los intuyen o “presienten”; logran verlos con más facilidad los niños, los clarividentes, los poetas, los retrasados mentales, los locos y las personas sintonizadas con lo espiritual.

El hada diminuta con aspecto de niña, provista de alas de mariposa; o el hada con apariencia de una hermosísima mujer, vestida con galas medievales y portadora de una corona y de una varita mágica; o aquella cuyo aspecto recuerda a una benévola abuelita… todas son estereotipos populares a los que dieron forma las descripciones en los cuentos de hadas, a partir del siglo dieciocho,  las estampas que así las representan y más recientemente, las películas. Claro, un hada puede asumir esas formas, pero en verdad tales imágenes son una degeneración de la que alguna vez fuera una seria y de algún modo siniestra tradición. Si una persona cree haber visto un hada de esa apariencia se debe a que, por ser precaria su imaginación, no logra concebirla de otra manera. Sea dicho de paso, es muy poco probable para  una persona desprovista de imaginación ver un hada; ninguna de ellas mostraría el menor interés en un mortal desprovisto de ese recurso de la mente, donde más se pone de manifiesto el Toque Divino. No es superfluo insistir en que la realidad de las hadas en nada se parece a la imagen edulcorada popularizada por ciertas películas y la mayoría de los cuentos; el mundo pueril del “Había una vez”… terminado con un “y fueron felices y comieron perdices”, como es de rigor  rematar todo cuento  para niños en la tradición hispanoparlante, tiene, desde luego, su valor y apreciable encanto, pero es una ficción; en realidad, las hadas son poder, poder mágico, incomprensible para los humanos y a menudo también hostil. Una de las más notables estudiosas del Ámbito Hádico, la Iluminada Betty Ballantine, dice que el de las hadas es un mundo de oscuro encantamiento, de cautivadora belleza, de enorme fealdad, humor, maldad, goce a inspiración, de terror, amor y tragedia. Es mucho más rico de lo supuesto por la ficción, y más allá de eso, es un mundo al que debemos acercarnos con precaución… Repugnan a las hadas las personas maldicientes, groseras y quejumbrosas, porque son muy sensibles al cotodoma, o espíritu de las palabras; siendo negativo, contamina el ambiente espiritual donde ellas viven; suelen castigar a esas personas haciéndolas cometer errores y fracasar en sus empeños. Odian la suciedad, aborrecen la mezquindad y castigan con particular inquina a los avariciosos; les irrita ser atisbadas y no debe el mortal invadir sus territorios ni mucho menos alardear de  un favor recibido de un hada; son celosas de su intimidad; tratándose de relaciones con un hada, lo más prudente es llegar hasta donde ellas lo permitan.

Tú, amigo mío, intuitivamente seguiste esa norma en tu experiencia con Nélida (¿o debería decir con la Nélida?, porque ella debe ser apenas una de las numerosas de su clase). Te acomodaste al principio de “tú pones el límite”, con ello, sin duda, te salvaste de una de las reacciones temperamentales propias de las hadas; aunque en el incidente del beso, de tu último intento de besarla, creo estuviste a punto de ser víctima de una de esas  injustificadas venganzas con frecuencia llevadas a cabo por las hadas. Los Anales Hádicos son pródigos en casos de personas que habiendo sido agraciadas por las hadas, a causa de una indiscreción pierden su favor; también abundan los de mortales severamente castigados por violentar su intimidad o su territorio; ensuciar su espacio, dormir en una colina residencia de hadas, o cortar un árbol feérico, incluso hechas esas cosas sin mala intención, puede acarrear ceguera o una forma de locura que impulsa a la persona a lanzarse por precipicios. Este es un brutal castigo preferido por las hadas; ¿has visto el ballet Giselle?; el libreto lo escribió Gautier, Théophile Gautier, que fue un eminente hadólogo. Giselle es una doncella muerta por amor, al suponerse engañada por Albrecht; en el segundo acto el desolado amante vaga por el bosque en búsqueda de la tumba de la muchacha y cae en las garras de las Wilis, hadas malignas, vengadoras de las doncellas muertas por amor, quienes compulsan a Albrecht a lanzarse por un despeñaderos; así debía ocurrir en el libreto original, pero los coreógrafos Perrot y Corelli y otros involucrados en la producción con poder decisión, consideraron “demasiado ácido” ese final para el gusto del público parisino de la época −hablamos de mediados del siglo diecinueve−, y lo cambiaron; Giselle termina salvando a su enamorado de la fatalidad. En resumen, aunque las hadas están dispuestas a revelarse y a favorecer a sus Elegidos, por ser sumamente caprichosas y regirse por normas diferentes a las de los mortales, con harta frecuencia se ofenden, cambian de actitud y toman venganza por supuestas ofensas. En sentido opuesto, adoran la cortesía; pero hasta en ello debe ser uno cauteloso con las hadas; no les place el agradecimiento efusivo de sus favores; a tal efecto, una gentil reverencia es suficiente. Aprecian en las personas la pulcritud, la sinceridad: particularmente en el amor, y la honradez; son espíritus interesados en la fertilidad y simpatizan profundamente con los amantes, siendo inclinadas a castigar a las doncellas parcas en la concesión de sus favores. La Reina de las Hadas es patrona pagana de los amantes; aparece en ese rol en el poema de Campion The Fairy Lady Proserpine, y en la comedia de Shakespeare Sueño de una noche de verano; pero son cosas de la imaginación de esos poetas: no existe ninguna “reina de las hadas” ni mucho menos un “reino de las hadas”, al menos no en términos de un territorio delimitado donde vive un colectivo de súbditos bajo el gobierno de una monarca; su reino es el Mundo Oscuro, compartido con otra infinidad de Seres Pequeños y entes espirituales. La alegría atrae a las hadas como la miel a las moscas; la tristeza y la depresión las alejan.

Tampoco son las hadas seres solamente rurales; por cierto prefieren las florestas, grutas musgosas, rocas, pozos y manantiales; también se sienten cómodas viviendo en las ruinas aisladas de antiguas casas solariegas y castillos; pero lo cierto es que están por todas partes; donde hay humanos, hay hadas, en consecuencia, están presentes en las concentraciones urbanas. En las ciudades moran en lugares bellos, como los museos y galerías de arte, las bibliotecas, escondidas entre las páginas de libros viejos; o  que se asemejan a los sitios bucólicos: en los bosquecillos de los parques y en los jardines secretos; los campos de golf que a veces aparecen encajados en el paisaje urbano, están llenos de ellas, y no es raro que muchas de las rabietas de los practicantes de este deporte, a causa de pelotas perdidas o caídas  en trampas a partir de tiros pretendidamente “perfectos”, se deban a travesuras hádicas; también sus alegrías por triunfos, porque es hábito de las hadas favorecer a los hombres con quienes se encaprichan; el éxito inexplicable de ciertos golfistas, bien podría deberse al glamour, que es así como se llama el poder de las hadas. En las ciudades, también gustan de vagar por callejones remotos de las zonas viejas conservadas en algunas de ellas muy antiguas.

Tu experiencia con Nélida fue de gran riqueza, intelectual y emotiva, pero principalmente erótica. No  pierdas de vista que las hadas son entes esencialmente eróticos, porque el amor es una fuente generatriz de energía poderosa, y ellas se nutren de esa forma de energía. Las hadas incitan a los humanos al amor; crean condiciones para que personas afines se conozcan e inicien un romance; hacen que los mortales queden prendados de ellas al aparecérseles bajo el aspecto de sus ideales amorosos −es la clave de la Feériesse−; sin faltar casos en los que travesura resulta al revés, y termina el hada enamorada del humano. Los enamoramientos hádicos  conllevan infortunio para ambos; para ella significa un enorme sacrificio transgredir el tabú a semejante relación, por cuanto conduce a la pérdida de sus privilegios; de hecho, un hada enamorada de un hombre y decidida a vivir con él, se transforma en mortal y queda despojada de su glamour, aunque no de su carácter, en consecuencia, como mujer sigue siendo temperamental como un hada; es descuidada en el manejo del hogar y por estar acostumbrada a ejercer poder,  también es indócil ante su marido; pasado el fervor de los primeros días añorará su antigua condición privilegiada y se volverá amargada; tampoco acepta con la debida resignación el envejecimiento propio de los mortales. ¡Es una desgracia para cualquier varón vivir con una mujer así!, ¿no te parece?

No llegaron a la entrega conclusiva, pero aún así resultó una experiencia delirante…

−¡Más que otras del todo resueltas! −me interrumpe mi interlocutor−. Y fue intensa para los dos… Por sus reacciones creo que gozó de varios orgasmos… −Noto un cierto matiz de orgullo viril en la acotación−.

−¿Orgasmos? −Dejo la tendenciosa pregunta en el aire; luego de una pausa, en la que la tensión entre nosotros llega a ser tan densa que podía cortarse con una navaja, hago el siguiente comentario−: Odio tener que volver trizas otra de tus ilusiones forjadas en ese encuentro, mi querido amigo, pero, aparte del logrado por ti, con toda seguridad  ahí no hubo ningún otro orgasmo.  Las hadas no lo alcanzan, colega; no sabemos si es porque no pueden, o porque lo evitan. El orgasmo es una descarga energética poderosa que conduce a la petite morte; ese periodo refractario siguiente a la conclusión, la pérdida de conciencia o desvanecimiento posorgásmico; el gasto espiritual que ocurre en ese instante, ese inexplicable caer en la melancolía, esa noción vaga de trascendencia como resultado del consumo de fuerza vital… Lo buscado por ellas en sus relaciones con los humanos es todo lo contrario; pretenden absorber su energía, cargarse con ella, no perder la suya; simulan tener orgasmos a propósito de estimular sexualmente a su compañero, porque saben que eso pulsa el ego del varón y con ello generan más energía. Te hizo al final una felación, ¿no es así?, y al culminarla tenía la apariencia de un animal ahíto; es una práctica corriente de la hadas, porque con ella reciben la energía viril en doble forma, espiritual y material.

La palidez de mi amigo me alarmó; no quedaba ni la sombra del gallardo caballero que poco antes me había recibido; el peso del Universo íntegro se asentaba en sus hombros. Creí prudente detener en ese punto mi disertación, pero él pareció intuir mi intención. “Sigue” −exigió con voz opaca−. Lo hice, aunque cambiando el tono de mi discurso, intentando dar la  impresión de ligereza.

¡Creo que no haber llegado al coito con ella fue lo mejor que te pudo ocurrir, porque no tenemos la menor idea de la reacción de un hada  al sentirse desflorada! Ahora bien, eso de la virginidad… para mí, es el mayor misterio. En los Anales Feéricos figuran numerosos casos de feériesses, desde la remota antigüedad. Homero reporta uno, el de Circe, encaprichada con el héroe Ulises. Circe es en realidad es un hada maligna; a causa de un error de traducción aparece como hechicera o maga; más tarde, Apuleyo hace referencias a ellas; abundan en la literatura medieval y en la romántica. Los informantes reportan relaciones sexuales completas y satisfactorias con hadas, pero ninguno hace la menor alusión a un hada virgen. Pienso, pienso… que tal vez tu Nélida tomó como modelo para su materialización a una muchacha de tiempos pasados, cuando la gente le daba importancia al valor virginidad. También podría ser −y  perdóname la audacia de entrar en el ámbito de la Psicología Profunda−, que no obstante tu experiencia mundana y todo eso, pueda existir, clavado  en  lo recóndito de tu inconsciente, un deseo ignorado, reprimido,  de una muchacha virgen; entonces la Nélida, al materializarse a partir de tu ideal erótico, captó ese componente de tu mente y lo incorporó a su configuración tangible; no pierdas de vista la extraordinaria sutileza de las hadas; ellas son capaces de ver hasta los más perdidos recovecos de nuestra mente… Ese anhelo de virginidad puede responder a un impulso muy primitivo, francamente bestial, el que lleva al macho a asaltar, literalmente hablando, a la hembra, y a violentarla; es el drive sádico a desgarrar, romper, poseer, dominar, inherente a la sexualidad; o a otro altamente culturizado, relacionado con los matices de pureza y candor supuestos en ese estado de la mujer; de admitir lo último, es probable que cohabiten en tu espíritu el hombre corrido, moderno, liberal, y otro romántico, tradicionalista, old fashion. No sé: sólo son hipótesis…

Una de las teorías sobre el origen de las hadas, de hecho, la de mayor aceptación en los ambientes académicos y la única provista de soporte científico, sostiene que ellas son manifestaciones de la Energía Primordial, ergo, son seres eternos que por alguna razón inexplicable adquirieron algo así como una entidad diferenciada del resto de las demás cosas habidas. Existen desde antes de la Creación −digo, si crees en un Creador−, o del comportamiento inexplicado de la materia que lleva al bosón de Higgs; en cualquier caso, consiste en un fenómeno propio de la energía cósmica, sea manipulada por un Demiurgo o por otra causa. Como toda manifestación de dicha energía, las hadas pueden materializarse y a continuación volver a ser energía. En el nivel astral, las hadas no se diferencian del resto de la energía primordial, y son invisibles.  Al comenzar el tránsito hacia la materialización, un hada ingresa al nivel etéreo y en su estado natural es una esfera pulsátil de luz con un núcleo más brillante; así pueden ser percibidas entre dos parpadeos de un ojo, pero la mayoría de la gente rechaza esa visión, atribuyéndola a un efecto raro de la luz; luego pasan al nivel gaseoso, menos sutil que el etéreo, donde es más fácil percibirlas, aunque en forma vagos celajes, como fantasmas; en el nivel material se hacen del todo visibles y tangibles, asumiendo cualquier forma copiada de la realidad. La  hipótesis de la energía primordial sobre el origen de las hadas, es la  de mayor vuelo intelectual y quizá por esa razón, la menos difundida; la gente ingenua prefiere creer que son las almas de las doncellas muertas por amor, o de las fallecidas sin haber confesado sus pecados según lo piensan los cristianos, y otras consejas semejantes; una de ellas, de patética belleza, supone a las hadas los espíritus de las doncellas violadas que han cometido suicidio abrumadas por la vergüenza; está leyenda está  puesta en verso, en la Lengua de Oc; por cierto, es un idioma muerto, muy arcaico, en el que podemos comunicarnos con las hadas. Yo hice una traducción…

La saga de Colette  le Lunaire

 

Colette le  Lunaire, tocad la vihuela

en vez de ir al río, le dijo la abuela.

No quiso la niña hacer ningún caso

y al río se fue andando a buen paso.

Hay días de agua piche,

hay días de agua rosa,

¡Mira, doncella, qué bella mariposa!

Colette le Lunaire llegó, al fin, al río;

bañose desnuda, pues no sintió frío.

Y no se dio cuenta que alguien acechaba:

el malo pastor que cabras cuidaba.

Hay días de lujuria,

hay días de abstención.

¡Huye, tierna niña: te coge el cabrón!

Ardió de lujuria, pérfido varón,

prendido en su fiebre perdió la razón.

Le selló la boca, la atrapó en sus brazos,

¡su gruta pequeña rompió en mil pedazos!

 Hay días de morir,

hay días de vivir.

¡Yo quiero llorar, yo quiero reír!

Colette le Lunaire quedó deshonrada:

estaba perdida, estaba marcada.

Colette le Lunaire cortó sus cabellos.

¡Lo siento, lo siento, porque eran muy bellos!

Hay días de castigo,

hay días de perdón.

¡Toma, pobre niña, de mi pelo un vellón!

Y con su crineja se ahorcó en un manzano.

Meciéndose al viento la encontró su hermano.

Colette le Lunaire durmió en una fosa

y vino la abuela y le trajo una rosa.

Hay días en que cantas,

hay días en que lloras.

¡Dormíos, tristeza, que pasan las horas!

җ

Colette le Lunaire murió en el pecado,

¡por eso su acto no fue perdonado!

Colette le Lunaire no pudo ir al Cielo,

de aquí que su alma no tuvo consuelo.

Colette le Lunaire se hundió en el Infierno

y quedó en presencia del rey del Averno…

−Aunque sea un designio del Señor Eterno−

dijo, compasivo, tocándose un cuerno,

me parece  injusto que seas condenada

porque tú, Colette, fuiste mancillada.

Siendo Su mandato grande y sacrosanto

no puedo salvarte de este oscuro espanto;

puedo, sin embargo, cambiar tu condena:

¡Volverás al mundo como un alma en pena!

He aquí el destino que el Diablo que asigna:

Conviértete en hada, en hada maligna.

Bajo la apariencia de una bella dama,

de esas que en los hombres el ardor inflama,

serás del deleite la fresca fontana,

deletéreo bocado en jugosa manzana.

Tendrás todo aquello que al varón enerva:

la grácil ternura de una joven cierva,

la frescura suave de silvestre yerba;

olerás a clavo y a flor de azucena

¡y bajo ese aspecto sólo habrá gangrena!

Sinuosa y esquiva, como la serpiente

estarás preñada de veneno ardiente.

Tendrás frágil talle y un cutis muy terso,

¡más los atributos de un varón perverso!

Y de todas las doncellas mancilladas,

por los hombres, vilmente maltratadas,

tú serás Colette, la de lunar encanto,

la portadora del amargo llanto,

fuego voraz, ardiente corruptora,

de las doncellas implacable vengadora.

Tanto como las míticas sirenas,

fascinadoras y de magia llenas

seducirás al hombre con tu dulce eufonía

¡y él caerá rendido ante tu hechicería!

Brincando, cual un lascivo gamo,

el varón atenderá a tu gentil reclamo,

buscando destrozar la delicada rosa

que supone que guardas, pudorosa.

Más quedará frustrado en tal intento

¡pues tú tendrás el falo de jumento!

¡Un falo grande, cual del propio mulo

y con el mismo esfondarás su culo!

La hipótesis de la energía es ajena a cualquier ideología religiosa y es tanto cónsona con la Sabiduría Esotérica, que admite el principio de la energía primordial, como con el conocimiento científico disponible sobre la relación entre masa o materia, y  energía. La masa es una forma altamente concentrada de energía; las hadas decidieron revelar ese conocimiento a los humanos mediante una iluminación concedida a Einsten  en 1905; el sabio lo expuso al mundo mediante la célebre fórmula E = MC²,  su Teoría Especial de la Relatividad; los facultos en esoterismo lo sabían desde milenios antes, aunque sin disponer de una ecuación para demostrarlo. Algunos estudiosos del Universo  Hádico sugieren que la especie humana evolucionará en esa dirección, es decir, hacia la sublimación de su materia en forma de energía; perderá materialidad conservando tan sólo la esencia espiritual; según esta hipótesis, en el provenir remoto la humanidad íntegra estará constituida por entes hádicos, o semejantes a las hadas; tanto como ellas lo hacen gracias a su glamour, esos seres podrán trasladarse en un instante a cualquier lugar, viajar en el tiempo, asumir la forma que les venga en gana y hacer toda clase de portentos; desde luego, no necesitarán de utensilios de ningún tipo ni de instrumentos ni de muebles ni de máquinas ni de formas de energía materiales; en la Tierra íntegra volverá a reinar la naturaleza; no existirán las enfermedades ni la codicia ni ninguna otra forma de maldad; todo será un espléndido vergel. Es el verídico Edén o Paraíso ofertado por todas las religiones, pero ahora explicado por una hipótesis científica.

El trato de las hadas con los humanos es diferente al del resto de los entes del Mundo Oculto, asimismo su forma; no es obra del azar el hecho de que en todos los folclores donde figuran las hadas, se las conciba como seres femeninos de deleitable belleza, al menos en ciertas circunstancias; según una creencia, sólo lucen bellas de noche; durante el día se vuelven feas y como son muy vanidosas y no les gusta ser evocadas en su fase de fealdad, se aparecen a la luz del sol bajo la apariencia de pájaros, gatos, topos o mariposas; en algunas mitologías las hadas, siendo invariablemente concebidas como doncellas de excepcional belleza, tienen algún defecto físico que las denuncia; algunas veces son sus pies palmípedos, o las orejas puntiagudas, o una cola de vaca (de aquí su hábito de llevar vestidos largos para ocultar esos defectos); en otros casos, tienen un solo agujero nasal; también se les imagina bellas por delante y feas o huecas por detrás, en razón de lo cual sólo se dejan ver de frente. ¿Decías que la muchacha no quiso mostrarte los pies? ¡A lo mejor tenía patas de pájaro! −mi amigo cerró los ojos y se estremeció alterado ante la grotesca posibilidad−; o tal vez no quiso hacerlo por pudor, como ella lo dijo; o sencillamente porque, de verdad,  le resultaba un fastidio desatarse las botas… Varios estudiosos opinan que todas esas atribuciones de deformidad son simples creencias populares, que no guardan correspondencia con la realidad esencial de las hadas −tuve la impresión de que esta última acotación llevó algún alivio al espíritu de mi amigo−. En cualquier caso, tengan o no defectos, la femineidad es consustancial de las hadas.

  Y lo de no descalzarse “por pudor” me suena falso. Pareciera un pretexto para evitarse la incomodidad de desatarse las botas… O la vergüenza de exhibir la parte monstruosa de su cuerpo.  Ocurre que las hadas son amorales; no piensan ni sienten como nosotros; no entienden del pudor, ni de la propiedad privada ni  de ningún otro de nuestros valores; no saben de la virtud ni del pecado; no son buenas ni malas; tanto como lo humanos, varían en carácter y temperamento; las hadas solitarias son de humor  sombrío; las gregarias suelen ser curiosas, afables y festivas; unas y otras son caprichosas y muy lábiles en su disposición anímica hacia los humanos; pueden ser en extremo bondadosas hacia los mortales por quienes sienten simpatía, o muy, pero muy malas con las personas que las irritan o que despiertan su antipatía, y lo peor del asunto es que se enojan por cualquier futilidad. Corriste con suerte, mi amigo, en que apenas te salió con una malcriadez por tu insistencia en pretender besarla; esas reacciones son características de las hadas, pero por menos de eso, una de ellas ha condenado a un hombre a sufrir un ataque de hipo de varios días que lo lleva al borde mismo de la muerte, o lo ha transformado en rana. Las hadas revelan sus aspectos más siniestros cuando se sienten atropelladas por la brutalidad de los hombres, entonces pueden ser terribles. Los maleficios debidos a las hadas suelen surgir de la falta de comprensión; son tan delicadas, que no pueden entender la torpeza de los humanos, o los comportamientos humanos que a ellas les parecen groseros; a veces interpretan como un insulto un gesto que a nosotros nos parece sin importancia; este es el gran riesgo en el trato con las hadas. Fuiste afortunado en tu experiencia con el hada, ¡muy afortunado!

Otro indicio lo aporta el nombre de la supuesta muchacha; supondrás el detalle irrelevante, por ser un nombre muy popular, pero  en la Enciclopedia de lo Sobrenatural se dice que el de  Nélidas es la denominación genérica de las hadas de los bosquecillos formados en los parques de las ciudades. Suelen representarse bajo la apariencia de una muchacha de inmensos ojos negros, cuya mirada debe evitarse, y de una larga y espesa cabellera asimismo oscura. ¿No te resulta familiar esa descripción? Son hermanas de las Ondinas y de las Náyades y primas de los Silfos. Las Nélidas y las maléficas Wilis, son, además, las únicas hadas trigueñas, o con su pelambre entre negra y castaño oscuro; todas las demás especies de hadas son rubias o pelirrojas. Otro indicio: tu experiencia ocurrió en la ciudad; ¿acaso las Nélidas no son, precisamente, hadas urbanas?

Otro dato notable es la reacción de tu amiga ante la presencia de la Luna; según dices, entró en trance, ¿no? No es una simple coincidencia; los Elementales del Agua responden a la influencia de la Luna; los demás, no. El satélite origina las mareas y al presentarse en su fase de plenitud hace subir los fluidos  por los vasos capilares existentes en animales y plantas; es la razón que lleva a los campesinos a evitar cortar arbustos para hacer empalizadas en tiempos de luna llena; obtendrían palos llenos de agua y su pudrición a corto plazo sería inevitable; por la misma causa tampoco sirven los leños cortados en luna llena para hacer fogatas; en esos mismo períodos se incrementan los ataques de locura, como efecto de los fluidos orgánicos que la Luna atrae al cerebro. Una probable explicación al fenómeno de los lobizones u hombres lobos se fundamenta en el efecto de la luna en la fisiología de los seres vivos; el  satélite en su plenitud quizá active fluidos malignos latentes en el cerebro de algunos infortunados, a los que supone sujetos a un maleficio, llevándolos quizá no a la transformación física de las leyendas, aunque sí a un cambio radical de comportamiento, volviéndolos sanguinarios.

El aspecto de muchacha moderna no es obstáculo para suponer que no se trata de un hada; ellas se adaptan a los usos y apariencias de cualquier época, y son tan sensitivas y fluidas que pueden ser moldeadas por los pensamientos y estados de ánimo de los humanos; así, al materializarse ante un mortal, el hada siempre refleja una idea o un sentimiento de esa persona, con frecuencia la preconceptualización que dicho mortal tiene de ellas.

¿Por qué se fijó en mi amigo? Antes reseñé  su condición de afamado intelectual; los escritores, poetas, pintores, científicos y amantes intensos atraen a las hadas, porque ellas se nutren de la energía generada por el acto de la creación; ahora bien, como de acuerdo con una de las leyes del Universo Hádico ellas nada pueden tomar sin dar algo en compensación, al nutrirse de su fuente aportan a los creadores la llamada inspiración. Los griegos antiguos reconocieron tal fenómeno esotérico, y lo simbolizaron en la metáfora de las diosas menores de su panteón,  las Musas. Los psicólogos han identificado el fenómeno insight, o “visión interior”; consiste en una especie de iluminación intuitiva experimentada por una persona, mediante la cual  comprende repentinamente una situación determinada o encuentra la solución a un problema de cualquier índole; el insight ha sido observado y descrito, pero los científicos no saben por qué ocurre; su cerrada racionalidad les impide admitir que se debe a la influencia de las hadas.

Los detalles desconcertantes de la carta tampoco resultan incomprensibles a la luz de la aludida Teoría; incongruencias, descaros, travesuras, malcriadeces, comportamiento pueriles… son conductas propias de la manera de ser esencial de las hadas; además, son descuidadas, olvidadizas, indolentes y con harta frecuencia no ponen mayor atención en adoptar las costumbres de una época en la se encaprichan en materializarse; en consecuencia, incurren en errores de comportamiento social incomprensibles a los ojos de los observadores menos enterados, pero dichos actos fallidos las denuncian a los conocedores. El desenfadado tuteo a una personalidad en la carta, pongamos por ejemplo, algo contrario a las más generalizadas convenciones, es un punto  revelador. Un hada materializada puede valerse de un giro lingüístico arcaico, o ignorar para qué sirve un objeto común, o desconocer un sitio familiar a todo el mundo, o el nombre de una persona notable en la sociedad del momento. Considérese que, en promedio, las hadas modernas tienen una antigüedad de unos mil años.

A diferencia del  Sortilegio del Anillo, o Baile Encantado, una de las más conocidas prácticas hádicas, cuyo comienzo es placentero y su final pavoroso, la Feériesse es gratificante de principio a fin… al menos mientras dura; es después, una vez terminada la experiencia, cuando la vida del infortunado mortal que la vivió se vuelve atormentada; porque aquel una vez tocado por un hada no vuelve a tener paz en su espíritu y  queda condenado a buscarlas en las calles apartadas, en los bosques sombríos, en las grutas ornadas de musgo, en los manantiales cristalinos, en los rayos de luz filtrados entre los follajes, entre las páginas de los libros viejos, en la música, en el viento. Y es que cuando la recompensa es inefable, uno la busca aún siendo el peligro inmenso.

¿Cuánto duró ese tiempo al margen de la vida? Siete, ocho horas. La Feéreisse siempre es breve; las hadas consumen demasiada energía al asumir una configuración tangible; de prolongarla, corren el riesgo de disolverse, de evaporarse, con lo cual su esencia retorna a fusionarse con la energía primordial de la que brotó. Y lo terrible para el mortal es que se trata de una experiencia irrepetible, porque una Ley de las Hadas así lo determina; sin embargo, una persona puede tener otras feériesses con diferentes hadas. Según los Conocimientos Secretos, quien pasa por tres de ellas se vuelve loco.

La coprotagonista de la aventura vivida por mi colega rehusó entregar su boca. Es comprensible, las hadas son como las putas, no besan, aunque por distintas razones.  Al besar cada amante absorbe una porción de la energía espiritual del otro; y el más fuerte absorbe más; de besar a un hombre, un ente espiritual podría extinguirse por extracción de su esencia, que terminaría integrada a la esencia del otro; no olvidemos que son energía pura. Los chinos, desde tiempos remotos obsesionados con la inmortalidad, siguen una práctica erótica relacionada con este  principio; deben provocar el orgasmo de su compañera mediante nueve vigorosos embates vergales; en el preciso instante le dan un beso profundo con el fin de  absorber el aliento que entonces se escapa de su pecho; de esa forma ganan un punto a favor de su longevidad.

Obsérvese que no quiso besarlo,  pero, complacida, le hizo una soberbia felación. Es curioso, pero de ninguna manera  inexplicable a la luz de la Teoría Feérica; al ejercitar esa caricia, la felatriz insigne, aquella que la lleva a su conclusión natural, como fue su caso, se nutre de la esencia vital de su compañero, dando en compensación supremo placer, algo que no compromete su energía.

Y lo de rendirse al dolor erótico. Tanto en el amor como en las hadas existe un trasfondo de maldad, siendo tal cosa inherente a su naturaleza; encierran maldad porque son bellas, y no puede haber belleza sin perversidad.

Una visión del Mundo Hádico. Venid a estas arenas amarillas, Richard Dadd.

Una visión del Mundo Hádico. Venid a estas arenas amarillas, Richard Dadd.

Mi amigo dejó a su enamorada en un edificio identificado solamente por un número, y dicho número es cabalístico; en una calle cuyo nombre le pareció poético; en vez de “poético”, sería mejor calificarlo de místico, por cuanto la topología es una rama de la Matemática de la que se valen los exploradores de lo oculto, y las estrellas son el objeto de estudio de los astrólogos.

Animado por la esperanza de pasar otra vez por el sitio donde intercambiaron el postrero abrazo, mi amigo buscó la dirección al día siguiente; pese al tesón puesto en ese empeño, extraordinario y sólo explicable a partir de un enamoramiento apasionado, no la localizó; inútiles fueron sus esfuerzos de casi toda una mañana recorriendo la urbanización de uno a otro lado, perdiéndose y reencontrándose en el dédalo de callejuelas. Nadie pudo dar noticia de esa escondida calle de nombre raro, que él recordaba como un ramal desprendido de otro ramal que a su vez partía de una especie de recodo de una avenida secundaria.

−¿Tenías, al menos, su número telefónico?

−Sí −respondió mi interlocutor con acento amargado, luego de una pausa−.

−Desde luego, llamaste… ¿Qué pasó?… −pregunté por no dejar, por cuanto anticipaba la respuesta−.

−Alguien contestó: “Número equivocado”.