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Motorizados en el espacio, por Fedosy Santaella

motorizado textoTodos tenemos derecho al espacio público. Ese espacio es suyo, es mío, es de todos. ¿Qué entiendo como espacio público? El parque, la acera, la autopista, pero también la gasolinera funciona como espacio público, la cola para comprar alguna cosa, la del supermercado, por ejemplo. Ese espacio público está conformado de espacios personales. Yo tengo derecho a mi porción de espacio. Dentro de esa porción soy respetado, me mantengo indemne en mi ciudadanía.

Cada sociedad tiene una comprensión de esos espacios personales y públicos. El mundo anglosajón siempre ha sido más estricto con respeto a ello. Dentro de la proxemia anglosajona hay poco acercamiento de los cuerpos, poca fricción y mucho respeto por la fila, por el orden consecutivo de las cosas. El mundo latino es más suelto en estos asuntos. En el mundo latino nos tocamos, nos abrazamos, nos besamos, pasamos con mayor facilidad del espacio público al personal. Y eso, dirán algunos, es muy bonito, muy chévere. Escucha usted con frecuencia a los venezolanos residenciados afuera decir: Sí, vale, estoy viviendo bien en Estados Unidos, pero allá la gente es muy fría, no es como aquí que la gente es tan cariñosa. Pues eso tiene que ver con la proxemia, con la comprensión de los espacios en cada cultura.

Pero ya lo he dicho en otras oportunidades: lo mejor de nosotros también puede ser lo peor de nosotros. Los últimos años se han caracterizado por un paulatino resquebrajamiento del espacio público. Las incitaciones a la invasión de espacios ajenos por parte del gobierno son parte de ese proceso, así como también las rupturas de todo protocolo (fomentadas estas por nuestro anterior y carismático presidente), el absoluto relajamiento de las normas sociales y de las leyes y la congestión humana de nuestras grandes ciudades. La misma promesa de vivienda sin el retorno de un pago a cambio es parte de ello. Allí se instaura la creencia de que las personas tienen derecho a un espacio gratis sin dar nada a cambio. Y acá debemos entender que lo dado a cambio no sólo es un valor monetario; el dar algo a cambio ha de ser entendido como deber. Todos somos iguales ante la ley, todos tenemos los mismos derechos y los mismos deberes. Nadie puede recibir algo sin que entienda que también tiene un deber de devolver de alguna manera el favor recibido, bien sea a través de los impuestos, de pagos de cuotas de crédito, de trabajo, etc. El derecho y el deber son como una moneda; las dos caras de esa moneda son inseparables. Así, cuando se te hace creer que puedes tener el espacio que se te antoje porque sí, cuando te llevan a relajar los respetos proxémicos simplemente porque eres el hijo de una nación o el hijo de Bolívar, se te está incitando a estar por encima de la ley y de tus conciudadanos, se te invita de manera perversa a que seas irrespetuoso con tu nación. El atropello surge así donde no existe una correcta comprensión ni organización de la norma, de la regla, de la ley. El abuso surge en la latitud donde existe laxitud de la autoridad por ineptitud o por causa de fines perversos. El populismo es un poderoso corruptor de la proxemia pública.

Nuestros esforzados motorizados se han ido adueñando de los espacios públicos. La moto, ya de por sí implica cierta capacidad para romper la proxemia; su tamaño reducido trae consigo la posibilidad de filtrarse en otros espacios donde un vehículo a cuatro ruedas no participa. A tales potencialidades, debemos sumar determinadas razones que contribuyen a las rupturas del espacio. 1) Nosotros hemos creado el abuso del motorizado. Le hemos dado la patente de corso para ir más rápido. Nosotros, llevados por nuestra necesidad urgente de acelerar el país, hemos creado ese personaje. El motorizado es el más veloz, pero también el más audaz, el más efectivo, el que es capaz de todo con tal de cumplir su cometido (una especie de príncipe maquiavélico de la velocidad). El motorizado es el remedio contra la burocracia (la burocracia es una forjadora de proxemias), contra el abigarramiento, contra la tranca de la urbe y del país entero —vivimos en un país trancado. 2) El venezolano (se dice) es chévere, y la cheveridad implica cierta amabilidad mal entendida, lo que lleva al relajamiento de la norma. Sí, vale, pasa, no hay problema, mi pana. Somos demasiado amables, demasiado relajados; somos chéveres al extremo de pasar por encima de la norma con tal de caer bien. 3) La piedad, la lástima, la conmiseración invocada son otros elementos de desgaste. La excusa del pobre trabajador de escasos recursos va así: yo he tenido que salir a la calle a ganarme el pan montado en una moto, tú estás mejor que yo, tú debes permitirme hacer lo que hago porque así me gano yo el sustento; incluso debes permitirme hacer lo que hago porque tú me has creado. Y es cierto, ya lo he dicho, nosotros hemos creado al motorizado, pero sobre todo lo han creado la falta de orden y concierto del Estado: no se edifican nuevas vías, no funciona el sistema de correo, no hay controles de circulación vial. El relajo proxémico conviene al Estado: un motorizado descontento es un voto menos.

Si a todo esto se le suma el incisivo trabajo de permisividad de todos estos años, más la propia comprensión cultural del espacio que nos caracteriza como latinos, obtenemos los resultados que hoy día vemos en nuestras autopistas, en nuestras aceras (motorizados yendo por ellas o estacionándose allí como mejor les parece) o en nuestras bombas (los motorizados que no hacen cola y llegan directo a llenar su tanque).  Tales horrores, cabe destacar, no sólo aplican para el motorizado: lo asistimos también en el cuerpo a cuerpo, en aquel que busca la manera de minimizar o incluso de saltar su participación en la fila (del ministerio o de la panadería, es lo mismo), en aquel que paga a algún funcionario o aprovecha la «amistad» del cajero o la cajera del banco para evitar esa fila en cuestión o en aquel que estaciona tomando dos y hasta tres puestos. Hemos roto las proxemias, los respetos espaciales. Lo hemos hechos desde hace décadas y por naturaleza propia; hoy día, vale decir, por concitación, por alevosía.

La dinámica del atropello, la deformación de los usos del espacio lleva, paradójicamente, a una también deformada comprensión de lo que es un derecho. No estamos en el país sin leyes, estamos en el país con sus propias leyes no escritas. En la apropiación, que es a su vez una invasión, se crea un cerco donde la ley institucional queda afuera. Estamos en una especie de nueva Edad Media conformada por cotos donde se establece una nueva forma de organización por parte del invasor. Es el invasor quien crea su propia ley y su propia justicia. En este espacio las cosas son así: yo tengo todos los derechos; tú, el de afuera, tienes todos los deberes (traslade esta idea al hiper populismo de nuestros tiempos). El rayado de la autopista, ese espacio entre un canal y otro, es el feudo del motorizado. Allí la velocidad de circulación es otra, el permiso de traspaso es estricto y el castigo para quién osa a ir de un canal a otro se traduce en agresividad. Allí las leyes son otras.

El resultado del trastoque: el caos proxémico, un país en bancarrota espacial, asunto que, no le quepa duda, se traduce no sólo en desequilibrio físico para el ciudadano sino también en desequilibrio espiritual, en insania, desesperación y violencia. Ojalá y algún día podamos sentirnos mejor con nuestros espacios.