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Metamorfosis del héroe; por Rubén Monasterios

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Fotografía de Estudios Revolución

Me hacen reflexionar las fotografías del cumpleaños de Fidel  Castro, celebrado el pasado 13 de agosto. Muchas expresiones populares de alegría, bailes, exaltados discursos, música, respecto a las cuales los informantes ponen cuidado en decir que son “espontáneas”, vale decir, en modo alguno inducidas por el Gobierno. Entre esas manifestaciones de afecto y solidaridad, la presencia de un par de presidentes latinoamericanos. Es curioso que entre los gobernantes del continente y las escasas notabilidades que todavía le rinden pleitesía a Castro, solamente dos lo hayan “sorprendido” con su visita: precisamente aquellos cuyas actuaciones públicas los revelan como los más fervientes sumisos y los menos propensos a la catagelofobia; de modo que una lamida más viene a ser como lo de la insignificancia de una raya más para un tigre.

La risueña cara del longevo individuo me conduce a replantearme  una inquietud que viene dando vueltas en mis neuronas desde hace algún tiempo. ¿Cómo será la percepción de sí mismo de un hombre que en el transcurrir de medio siglo pasó de ser héroe revolucionario, a déspota fracasado en su proyecto político?

La generación que al mediar el siglo pasado estudió en universidades venezolanas, fue indoctrinada, literalmente, en la ideología comunista. La presión a favor de ese pensamiento provenía de diferentes vertientes; primero, del entorno; las universidades  ─como debe ser─ eran espacios contestatarios, pero las nuestras ─como no debe ser─, en lugar de propiciar el debate y la pluralidad, se volvieron cotos cerrados a todo pensamiento que no tuviera aroma marxista. Siendo condescendientes, es comprensible, porque entonces el marxismo era lo políticamente correcto en cuanto a posición crítica al establecimiento; tanto, que hasta sus contrarios reconocían el anhelo de justicia social proclamado por esa ideología.

Simpatizar con esas ideas era la única manera de pertenecer, de ser aceptado por el grupo. Y hacía expedita la vía hacia las metas. Más de uno aprobó asignaturas a cuenta de camarada. Más de un profesor logró ascensos gracias a solidaridades ideológicas. Incluso, convenía  estar en esa onda para hacer levantes: ninguna muchacha que se respetara se habría sentido cómoda empatándose con un reaccionario.

Con no menos fuerza influía el discurso explícito de maestros, artistas, periodistas, escritores y amigos “mejor informados”. La mayoría de ellos indoctrinados por la misma vía, quiero decir, sin tener la menor experiencia vivencial en la realidad sustantiva de un régimen de sesgo comunista. Cierta profesora no cesaba de hablar del pretendido Hombre Nuevo y con respetuosa  ternura llamaba a Stalin el padrecito. Otra, brillante mujer, presentaba la Historia de la humanidad en términos de una continuada explotación del hombre por el hombre, que sólo acabaría con el socialismo. Décadas después tendríamos la vergüenza de ver a la Maestra asumir un papel relevante en la corte chavista. Un profesor impuso el Libro Rojo de Mao como texto básico de la asignatura Sociología Rural. Citar a Lenin ayudaba en un examen de Economía.

Insólitamente, el más comunista entre todos, Rodolfo Quintero, mantenía el indispensable equilibrio científico entre su ideología y la enseñanza de la Antropología.

Era natural que en ese  ambiente, Fidel Castro y Che Guevara despertaran una admiración llevada a cotas de lo reverencial. Fueron los verídicos paradigmas conductuales de esa generación. Identificarse con ellos confería un halo libertario, justiciero, romántico y triunfalista.

Pero la percepción de los acontecimientos y de sus actores cambió con las experiencias y la maduración psicológica; para la generalidad de quienes vivimos esa turbulencia, se cumplió el axioma político de que quien no es comunista a los veinte años es un insensible ─dada la promesa de redención de los desposeídos de esa ideología─;  quien sigue siéndolo a los treinta, un necio ─dada la falacia de dicha promesa al hacerse realidad un régimen inspirado en ella─. Aunque con un bemol importante: quien sigue en esa línea de pensamiento es un necio, o un ingenuo… o un beneficiado en términos de poder y riqueza.

En lo que a mí concierne, el cambio de actitud ocurrió a medida que fui despojándome de las telarañas. Viene a lugar señalar que mi visual se aclaró al realizar mi primer viaje a un país comunista, en cuyo discurrir logré liberarme de la vigilancia impuesta por los guías y explorar por mi cuenta la realidad social. Súbitamente comprendí la monumental mentira larvada en las ideas del Paraíso de los Trabajadores, del Hombre Nuevo, o en la vacía terminología de la demagogia forjada más tarde, del Mar de la Felicidad.

A la larga quedó en evidencia tanto la ineficiencia práctica de la doctrina comunista, como la descomunal distancia entre la imagen y la realidad de los exaltados como redentores de las masas expoliadas. Los  héroes revolucionarios fácilmente se volvieron dictadores de inaudita crueldad, acompañados por las peores canallas políticas jamás configuradas en el curso de la Historia humana. Algunos de ellos lograron mejorar el nivel de vida del pueblo, aunque a costa de hacerlo vivir arrodillado, en la pobreza, sin esperanza y en nuevas condiciones de desigualdad social, ahora determinadas no por la capacidad de cada cual para labrar su destino, sino por la adherencia “al partido” y la sumisión al hermano mayor. La luminosa promesa de la desaparición de las clases era mentira; sólo habían cambiado de composición; ahora los ricos y poderosos eran quienes de alguna forma respaldaban al proceso y celebraban al  tirano de turno; el resto, tan jodido como siempre, y hasta en condiciones peores.

Hoy recordamos al padrecito Stalin como un sátrapa genocida con más muertos en su haber que Hitler. De los centenares de monumentos que se le erigieron en vida, sólo resta una estatua, conservada como curiosidad en Georgia. Por sus crímenes y fracasos, Mao ha sido discretamente relegado por el Hombre Nuevo chino y sólo a un necio ignorante se le ocurre llegar hoy a su país celebrando al Gran Timonel. Su Libro Rojo quedó para el consumo de turistas. Castro sigue siendo un paradigma, aunque ahora de los dictadores latinoamericanos novelados por Asturias, Valle-Inclán, Roa Bastos, García Márquez y Vargas Llosa. Claro, los protagonistas de sus obras son siniestros tiranos de derecha, ¿pero hay alguna diferencia? Che Guevara se transformó en un gadget, y al desmitificar su realidad psicológica descubrimos una personalidad psicopática perturbada por la obsesión dogmática y la disciplina implacable, dado el rigor inhumano impuesto a sí mismo y a los demás y el baño de sangre que le dio a la Revolución Cubana.

El ensalzamiento de algunos de esos autócratas ha sido prolongado, gracias al ocultamiento de sus tropelías; el de otros fue históricamente efímero. No es otro el caso del Comandante Eterno; a diferencia de los  demás, este sujeto jamás fue héroe de nada ─excepto del Museo Militar, como decía Manuel Caballero─, aunque sí es cierto que alguna vez encarnó una vaga ilusión de cambio forjada por la desesperación; pero a partir de ese  destello, de súbito devino en ente casi universalmente repudiado, llegado al extremo patético de exhibir sus llagas para inspirar compasión y recibir limosnas de simpatía.

La muerte libró a unos del bochorno de presenciar su metamorfosis; otros han vivido lo suficiente para ver el desmoronamiento de su imagen, y uno de ellos es el longevo cumpleañero.

Y aquí viene a lugar la pregunta inicial: ¿cómo manejará Fidel Castro su propia transfiguración? ¿La aceptará, amargado, por la huella infame dejada en la historia, cuando tuvo la oportunidad de ser una de sus figuras ilustres? ¿Racionalizará el evidente fenómeno? ¿Negará la realidad? ¿Le importará un carajo?

Sólo hurgando el corazón de las tinieblas podríamos responder esas interrogantes.