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Mentira; por Federico Vegas

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Ilustración de Norman Rockwell

Mi primera visión de la mentira se basa en la sencilla clasificación de mi Tía Antonia:

“Las mentiras se dividen en blancas, grises y negras. Las blancas son mentiras que ni favorecen al que las cuenta ni perjudican a terceros; las grises son mentiras que nos favorecen y son pecado venial; las negras son aquellas que perjudican al prójimo y son pecado mortal”.

En uno de los capítulos más interesantes de la novela de Mark Twain, Las aventuras de Tom Sawyer, le encargan a Tom que pinte de blanco una larga cerca, la peor tarea que se le puede pedir a un niño un sábado por la mañana. Mientras Tom está trabajando se aproxima otro niño. Apenas Tom lo ve llegar deja su pose de fastidio y comienza a manejar la brocha con ademanes de artista. El niño le pide a Tom que lo deje pintar un poco, pero Tom se niega:

—Si fuera la cerca de atrás no importaría pero ésta es la que da a la calle y debe ser pintada con sumo cuidado.

El niño le ofrece a Tom su manzana si lo deja pintar tan solo un metro. Luego van llegando otros niños que también quieren pintar. Al final la cerca tiene tres manos de pintura y Tom ha recibido 20 metras, un soldado de plomo y otros tesoros propios de esa edad maravillosa. Mark Twain resume: “Si no se le hubiese acabado la pintura, Tom habría dejado en bancarrota a todos los niños del pueblo”.

¿Cómo clasificar esta historia según el código de la Tía Antonia? Ciertamente Tom obtuvo un provecho utilizando a su prójimo, pero ¿mintió para lograrlo? Y, por otro lado, ¿realmente perjudicó a sus amigos?

Tom había descubierto una verdad que Mark Twain resume de la manera siguiente: “El trabajo es aquello que estamos obligados a hacer. El juego es aquello que no estamos obligados a hacer”. Para poner en práctica esta verdad, Tom tenía que actuar y convertir el trabajo en juego, de manera que sus amigos se convirtieran, no en víctimas, sino en actores que desconocían su verdadero papel.

Esta aventura de Tom Sawyer nos obliga a pensar más en el mentir que en la mentira, en el acto más que en el hecho. Esto es lo que propone Jaques Derrida en su libro Historia de la mentira, basado en la legendaria máxima de San Agustín:

… no se miente al enunciar una aserción falsa que uno cree verdadera; se miente enunciando una aserción verdadera que uno cree falsa. De manera, pues, que es por la intención como hay que juzgar la moralidad de los actos.

Es cierto lo que propone San Agustín, pero se está refiriendo sólo al posible mentiroso. ¿Qué pasa con su auditorio? ¿Qué resulta más grave: recibir aserciones falsas expuestas con intenciones verdaderas, o recibir verdades expuestas con intenciones falsas? Estas preguntas son relevantes en un mundo que da bandazos entre ambas posibilidades, un mundo donde las mentiras siempre han sido consideradas como herramientas intrínsecas al oficio de gobernar, y, especialmente, al de pretender gobernar para siempre.

Para Kant el asunto es transparente: la mentira no necesita de la cláusula según la cual debería perjudicar a otro, “pues siempre perjudica a otro. Aunque no sea a otro hombre, sí a la humanidad en general, ya que descalifica a la fuente del derecho”.

El hombre de Estado suele quedar mal plantado ante los requerimientos sagrados que exigen las fuentes del derecho. Tanto él, como los ciudadanos a quienes se dirige, enfrentan una posibilidad terrible, algo que Derrida llama la “dimensión realizativa”. En esta dimensión la capacidad de interpretar lo cierto o falso de una supuesta verdad, es rebasada por la necesidad de realizarla, de llevarla cabo y mantenerla en pie. Es así como el acto, sin que importe el que se base en verdades o mentiras, se convierte en una verdad consumada.

Esta opción la manejan bien los regímenes totalitarios. Derrida cita un párrafo del libro de Alexandre Koyré, la función política de la mentira moderna:

Los filósofos de los regímenes totalitarios niegan el valor propio del pensamiento que, para ellos, no es luz sino un arma. Su finalidad, su función, nos dicen, no es revelarnos lo real, es decir lo que es, sino ayudarnos a modificarlo, a transformarlo guiándonos hacia lo que no es.

Es injusto limitar esta disposición (a modificar, más que a revelar) sólo a los regímenes totalitarios, más bien pareciera ser una característica de toda acción política. Hannah Arendt va más allá, ella nos propone que la imaginación sería la raíz común de la capacidad de mentir y de la capacidad de actuar, pues existe una “innegable afinidad de la mentira con la acción y el cambio del mundo; en síntesis, con la política”. El mentiroso no tiene que hacer grandes esfuerzos para aparecer en la escena política, es un actor por naturaleza; dice lo que no es porque quiere que las cosas sean diferentes a lo que son. Quiere cambiar el mundo. Hay también los que quieren, además de cambiarlo, paralizarlo a su imagen y semejanza, a la medida de una mentira que solo encuentra reposo en una creciente opresión.

Arendt sostiene con esta tesis que no existiría una historia política sin la posibilidad de mentir, parte importantísima de la libertad, de la acción y, por supuesto, de la imaginación. Este fin del camino nos lleva al problema del auditorio, los receptores de tanta acción e imaginación política. ¿Cómo debemos prepararnos para enfrentar las verdades de hecho, las verdades impuestas a través de su realización, de una concreción a la fuerza?

Recordemos una adivinanza. Venimos por un camino y llegamos a un puente que luce muy frágil. En la entrada del puente hay dos hombres, uno que dice siempre la verdad y otro que dice siempre la mentira. ¿Cómo hacemos para saber si el puente es transitable? ¿A cuál de los dos preguntamos? La solución es sencilla, le preguntamos a uno cualquiera de los dos hombres:

—Si le pregunto a tu vecino si el puente resistirá ¿qué me ha de responder?

Cualquiera sea la respuesta siempre será una mentira, o bien le habremos preguntado al mentiroso y éste transformará la verdad en mentira, o le habremos preguntado a quien dice la verdad y éste trasmitirá intacta la respuesta del que miente. En el caso de que cualquiera de los dos responda “sí”, significa que el puente no resiste, y viceversa.

¿Cuál es la moraleja? Si hacemos del puente una metáfora de la política y de la necesidad de elegir ante las ofertas que se nos hacen, podemos llegar a una primera conclusión: es más factible encontrar a la entrada del puente estos opuestos, que encontrar a un hombre que siempre miente, o a uno que siempre diga la verdad.

En la vida uno suele decidir en condiciones similares a las del acceso al puente, y conviene tomar en cuenta la posibilidad de esta duda, de este enfrentamiento, de esta autorregulación, de este circuito que pasa por la verdad y la mentira para obtener algún tipo de certeza.

Este sería el punto que debemos agregar a la tesis de Arendt. Derrida le critica su indefectible optimismo por creer ciegamente que la verdad, a la larga, tiene su estabilidad asegurada. Yo me atrevo a agregar que tanto este optimismo como esta estabilidad requieren, para subsistir, de la participación de quienes recibimos una supuesta verdad o una supuesta mentira, me refiero a quienes debemos hacer preguntas cruciales antes de cruzar el puente.

La historia de la política parece siempre olvidarse del receptor. Cuando Arendt se refiere al hombre que aparece en la escena política, nos está hablando de quien está por ser elegido, no de quienes lo eligen, parte indispensable del proceso. Por ejemplo, en Venezuela se habla de la decadencia y corrupción de los partidos políticos como causa de la falta de fe y participación de los electores, pero muy poco se examina la posibilidad inversa, que los partidos se hayan corrompido por la falta de fe y participación de los ciudadanos.

Ante el engaño toda la culpa recae siempre en el que miente. Poca responsabilidad se achaca a quienes llegan a aceptar la más negra de las mentiras, a quienes aceptan ser engañados y perjudicados para favorecer las aspiraciones de quien enarbolaba las banderas de sus resentimientos y sus rencores.

Según esto, y volviendo al puente y a quienes lo cruzan, la metáfora también puede tener sugerencias más directas: no importa cuál sea la combinación, el resultado siempre será una mentira. Sólo quedan nuestras dudas como único refugio verdadero, optimista y libre, como fuente del derecho y, en definitiva, como alimento de una genuina reacción.

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