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Max Frisch de vuelta del purgatorio; por Alejandro Oliveros

Fotografía de Deutsche Welle

Fotografía de Deutsche Welle

Hace unos cuantos años, mi biblioteca decidió, literalmente, que era hora de releer a Max Frisch. No es primera vez que lo hace. Mi biblioteca parece creer que, por la única circunstancia de albergar mis maltrechos volúmenes, puede disponer de ellos de la manera más arbitraria. Una vez me ocultó una antología del gran poeta irlandés Patrick Kavanagh, regalo del poeta venezolano Carlos Castro, hasta que una buena tarde, varios anos después, lo volvió a colocar en mi escritorio. En este caso, fue una decisión que debe ser elogiada; de esta manera, impidió que continuara con las traducciones que había comenzado de Kavanagh y que, seguramente, como ocurre con todas las traducciones de poesía, terminarían siendo lamentables. Solo le reclamo que no haya hecho lo mismo con los libros de los otros tantos poetas que me he atrevido a traducir.

Lo de Frisch era distinto. No se trataba de todos los libros del gran escritor suizo, sino de una de sus novelas, una que había leído en tiempos remotos y creía para siempre desaparecida de mis estantes. Se trataba de Homo Faber, en la reedición de Seix Barral y uno de los libros que compré con lo que debe haber sido el primer sueldo que recibí en mi vida. Las decisiones de mi biblioteca siempre son graves: una seriedad que nunca me he atrevido a cuestionar. Por alguna oscura razón, había olvidado el que debe ser el título más difundido de Frisch. Tenía presente sus diarios, por supuesto. No soy Stiller, su inquietante novela sobre el desdoblamiento. Biografía, otras obras de teatro y otros títulos menos difundidos, como Montauk, precioso conjunto de memorias.

Todas esas lecturas datan de mediados de los ochenta, cuando mi interés en Ingeborg Bachmann me llevó a estudiar alemán varios años para leerla en el original. Frisch fue amante de Bachmann durante un tiempo, de modo que me interesaba todo lo que había escrito sobre ella. Tal vez la circunstancia de que Homo Faber fuese escrita antes de que se conocieran me llevó a dejarla de lado. Una de esas necias decisiones de todo lector y que ahora la sensatez de mi biblioteca vino a enmendar, disponiendo el libro, con la hermosa foto de su portada, al alcance de mi mano pero lejos de los otros libros del autor.

Homo Faber, publicada en su primera edición en 1957, es, sencillamente, una de las mejores novelas europeas de su tiempo. Mejor por mucho que las primeras producciones del nouveau roman, y tan buenas, por lo menos, como las de Moravia, Morante o Kingsley Amis. Fue muy apreciada en una época y es una lástima que no lo siga siendo. Pero tengo la impresión de que el purgatorio en el cual moran los buenos escritores después de su muerte, está a punto de terminar y la reedición de sus obas ya comienza a aparecer en las librerías de su suiza natal, Alemania, Francia e Italia. La primera de ellas es esta, Homo Faber, de inquietante relectura.

El final de la historia contada por Frisch posee el fatalismo de una tragedia y, no en balde, ocurre en Atenas. Como toda escritura que se respete, la narración de Frisch es también una alegoría. Su protagonista, Walter Faber, es un ingeniero suizo de mentalidad ostentosamente positiva, como se espera de todo ingeniero suizo. Viaja en Super Constellation, el avión más avanzado de su tiempo; su reloj es Omega y tiene una fe ciega en las posibilidades de las matemáticas para resolver los asuntos cruciales de la humanidad:

Yo no creo en una Providencia ni en un Destino; como técnico estoy
acostumbrado a calcular según las fórmulas de probabilidad, no lo
puedo negar: fue algo más que una casualidad que todo sucediera
como sucedió. Fue toda una cadena de casualidades. Pero, ¿por qué llamarla
Providencia? No necesito ninguna clase de mística para admitir lo
inverosímil como un hecho experimental: las matemáticas me bastan.

En una perspectiva histórica el personaje tiene razón. Nada más provincial ni peligroso que los sistemas totalitarios, de izquierda o derecha, europeos, latinoamericanos o criollos, como el que se ha insinuado desde hace años en Venezuela. La ultima ratio, que es la que se impone en estos casos, la búsqueda de un salvador carismático, que fundamenta el inevitable asalto a la razón, debe ser cuestionada con un poco de cordura. Al menos es lo que piensa el protagonista de Frisch, ingeniero de profesión, especialista de la Unesco y visitante de Caracas en los años de la modernización. Con sus matemáticas como instrumento de salvación, nuestro personaje insiste en sus bondades: “Yo soy técnico y estoy acostumbrado a ver las cosas como son. Lo siento mucho, pero no veo ángeles petrificados ni demonios. Sólo veo lo que veo”. El resto de los protagonistas de la narración son típicos productos de la postguerra, con sus conciencias fracturadas y complejos de culpa.

Walter Faber es eso, un homo faber, que no visita museos ni le interesa la literatura, esos dominios donde la irracionalidad encuentra su legitimación. No obstante, las fuerzas oscuras de la irracionalidad serán las que definan su suerte. En uno de sus confusos y reiterados viajes, este Ulises del siglo XX, emparentado con Edipo y su historia de incestos, se verá atrapado por la atracción de los contrarios en la figura de una “niña” de 20 años, llamada, de manera inquietante, Sebath (Tebas). Él tiene cincuenta:

Para Sebath todo era distinto. Le hacía ilusión Tivoli, volver a su madre,
le hacía ilusión el desayuno, el porvenir, el día en que tendría hijos,
su cumpleaños, un disco, todo lo determinado, y aun más todo
lo indeterminado: todo lo que todavía no era realidad.

Faber nunca se dio cuenta de que él mismo era un individuo trágico de la Europa del novecientos, atrapado en el dilema hegeliano de que para el héroe trágico no hay salida. A donde se dirija, su destino irá con él, como el rey de Tebas. Y su destino quiere que se encuentre, sin saberlo, con su hija en un trasatlántico en la ruta Nueva York-París; que lo acompañe en un viaje de París a Atenas, que le haga el amor en Avino después de tomar fotos en el puente mutilado de Saint Bénezet, que llegue con ella hasta Corinto, que sea culpable de su muerte, que vuelva a su primer amor y madre de Sebath, y que muera, como un Ulises abandonado, con un cáncer gástrico en un hospital ateniense.

La estadía de los escritores en las ambigüedades del purgatorio es imprecisa. La de Sándor Márai duró décadas, lo mismo que la de Stefan Zweig, durante un tiempo relegado como dudoso biógrafo; o Joseph Roth, quien un día, sesenta años después de su muerte, se encontraría como el autor de una de las diez novelas más importantes escritas en alemán durante el siglo XX, desplazando a favoritos de los sesenta como Hermann Hesse. También Simenon comienza a ser releído, no como el autor de buenos policiales, sino como uno de los mejores artífices del francés moderno. Lo mismo debe suceder con Max Frisch. Es hora de volver a la acerada prosa de sus diarios, a su teatro, brechtiano e inquietante; a sus novelas, donde los grandes temas cuestionan la banalidad de moda y, sobre todo, a Homo Faber, una narración inquietante y ejemplar, buena para tiempos de indigencia como los nuestros.