- Prodavinci - https://historico.prodavinci.com -

Manuelita, la del llano; por Oscar Medina #NadieSupo

luis-brito-006-destacada

Fotografía de Luis Brito

El patio es una alfombra de mangos. A nadie le interesa recogerlos, a nadie le interesa comerlos. Apesta a fruta podrida. De este sol, de este calor, nada se salva. Moscas enormes, verdes, zumbando.

Sí, zumbando como abejas.

Esta finca es como una vieja abandonada en un potrero. Piel resquebrajada, mugre, las señas del extravío. También hay miedo. Y más que miedo, ausencia de heroísmo.

“Un día se fueron todos”, cuenta el veterinario. Patea un mango. Mira hacia los árboles. En realidad desvía la mirada. Evita que lea algo en sus ojos, que un gesto lo traicione. Está aquí para impresionar. Para contar una historia al reportero que ha venido desde Caracas buscando justamente eso: una historia para contar.

—Te voy a llevar donde Manuelita…

Ella no se llama Manuelita. Tampoco Manuela. Su nombre real es Josefina García y está claro que Josefina García puede ser cualquiera. Así no se hace fama. Su tono es recio. Muestra la desenvoltura de alguien que vivió largo tiempo en la ciudad y que ahora adopta las maneras del campesino pero haciendo gala de una elocuencia que no es propia del lugar. Por eso sobresalió desde el principio. Por eso habló y la escucharon. Por eso la siguieron.

Y por eso los convenció de que ella era Manuelita: “la reencarnación de la libertadora del Libertador”.

No hay que mirarla mucho para encontrar que no encaja en la idea que se tiene de la mujer que embrujó a Bolívar con su temple, su desfachatez y su desempeño en la cama y el chinchorro. No es esa la Manuelita que manda a preparar café para los recién llegados. Esta Manuelita quiere que le crean que en otra vida fue la ardorosa amante de quien hoy es presidente del país. Porque ese hombre, jura, alguna vez fue el otro: el blanco que empujó al ejército a la larga guerra que le dio la gloria y la inmortalidad. Es la fantasía de las reencarnaciones: la nueva historia del llano.

Ella está aquí también para liberar al pueblo. Para continuar la gesta en una escala menor. Su pelea es contra el terrateniente. Su misión es devolver al campesino lo que debió ser suyo: un pedazo de tierra para sembrar, una casa, un corral con animales. Ella habla y yo tomo notas. Ella habla y el grabador registra lo que dice. Gesticula para las fotos. Alza la voz para que estos campesinos que la siguen se vuelvan a convencer de que es la elegida por el destino para conducirles al logro de sus sueños.

Aquí hay al menos diez fincas invadidas. Es una secuencia de narraciones similares: amenazas, violencia, cosechas perdidas, ganado robado, bosques talados, tierra arrasada, gente que ve desaparecer su trabajo de tantos años y tanta inversión de dinero y esfuerzo. Un clásico de estos tiempos: la revolución, ya se sabe, alienta al monstruo. Pero la de Manuelita es otra historia. Es la suerte de encontrar a un ejemplar curioso en medio de tanta trágica uniformidad. Ella ha salvado el viaje.

Y sí, en la doble página del periódico hay fotos de restos de vacas que se descomponen al sol: allí mismo las mataron, allí trocearon sus carnes, allí dejaron algo para los zamuros. Fotos de campos quemados. De propietarios con miradas tristes. Pero ella destaca: ¿y esta loca de dónde salió? Es color, es política, es drama social, es fraude y superchería: la reencarnación de Manuelita Sáenz anda por estas tierras organizando la revuelta campesina.

En el texto está la confesión de una mentira necesaria. Al llegar al potrero que ocupan Manuelita y su gente la recepción no es muy amable. Tres o cuatro personas se acercan a ver quiénes son esos que bajan de la camioneta. Hay machetes. Miradas hostiles, curiosas. Y de pronto la voz de ella que interroga: ¿qué quieren, qué buscan, qué hacen aquí? En un segundo entiendo que no puedo decir la verdad, que no puedo decir que soy periodista de un diario enfrentado con la revolución. Somos, digo, estudiantes de la Universidad Central de Venezuela y queremos entender lo que está sucediendo con la recuperación de las tierras para el pueblo. Es una llave mágica: recuperación, no invasión. Manuelita sonríe. Hemos conectado con algo. Se relaja. Cuenta. Pide que nos traigan café.

Ese gesto de honestidad con el lector crea un vínculo: mentí para salir ileso y traerte esta historia. Los sacerdotes del periodismo y sus sacerdotisas plantean discusiones éticas que no pueden resolverse sin entrar en el terreno de los tonos grises. La historia de la Manuelita reencarnada en el llano logra ir más allá de la fugacidad del día, la comentan, genera reacciones, intrigas. Al día siguiente de su publicación converso sobre ella al aire con César Miguel Rondón y aprovecho para alimentar al mito con un audio de su voz: Manuelita habla en el programa radial más escuchado del país. Hay una segunda ola de lectores, de opinadores. Y pronto otros reporteros van tras su pista.

Valentina fue la primera. Y la pasó mal. Ahora el potrero parece un campamento de guerrilla en el que pudo ver al menos a veinte personas armadas: muchas de ellas apuntándole. Aterrada, preguntó por la señora Josefina García. Los hombres intercambiaron miradas en silencio: ¿quién? Hasta que uno recordó que así llamaban a la jefa antes de revelarse como Manuelita.

Que no le iba a dar declaraciones a nadie, fue lo primero que le dijo. Que la dejaba ir tranquila, sana y salva, solo por ser mujer. Pero que no volviera nunca más a preguntar por ella. Y que todo esto era mi culpa, fue lo último que escuchó antes de que sonaran disparos al aire.

Las noticias sobre Manuelita llegaban de tanto en tanto. Un periodista local creyó reconocer en ella a una maestra de escuela. Alguien más juraba que fue su compañero en la universidad. Al parecer su nombre ni siquiera era Josefina García. En todo caso, había dejado de serlo. Era Manuelita. Por más que lo intentaron, no volvió a dar entrevistas. Sus palabras circulaban de boca en boca por el llano. Solo a su gente le hablaba. Hubo quien las repitió ante periodistas y el discurso ganó audiencia, mientras ella avanzaba en sus acciones. En pocos meses todas las haciendas de la zona estuvieron ocupadas, invadidas a la fuerza. No hubo apoyo para los propietarios. Las autoridades, el gobierno, miraban a otra parte o celebraban las hazañas de los campesinos alzados.

A veces el veterinario me enviaba alguna foto: Manuelita pistola al cinto. Dando una arenga. Sembrando. Leyendo pasajes de la independencia a los niños. Conversando. Sus discursos, me contaba, eran cada vez más incendiarios. A veces deliraba y citaba párrafos de las cartas de la verdadera Manuela Sáenz. O usaba charreteras doradas durante paseos nocturnos en los que caminaba con actitud altiva pero ausente. Eran prolongadas andanzas en silencio y sus acompañantes comprendieron rápidamente que lo mejor era ir un par de pasos más atrás, dejarla abandonarse en sus pensamientos mientras ellos se ocupaban de lo importante: vigilar, cuidarla, atentos a lo que surgiera de la oscuridad de aquellos caminos.

Era un gran personaje Manuelita. La Manuelita de ese confín minúsculo del país que, sin embargo, lucía tan extenso.

Molestaba a muchos Manuelita. La Manuelita que se aferraba a su caracterización y a su amor desbocado hacia el comandante presidente, pero que no aceptaba las aproximaciones y halagos de los camaradas del partido que la buscaban para aprovechar el curioso efecto de su popularidad entre los más pobres.

La detestaban, por supuesto, aquellos a quienes despojó de sus propiedades. Y no lo ocultaban. La odiaban en silencio los políticos que a lo largo de estos años de proceso nunca lograron establecer una verdadera conexión con la gente como ella lo estaba haciendo. Era un circo, decían. Esta mujer era un circo. La despreciaban esos de uniforme, esos de cargos importantes, que aspiraban a convertirse en los nuevos dueños de las tierras.

Por seguridad debió abandonar el campamento del potrero y decidieron que la casa de aquella finca que se caía a pedazos, la que apestaba a fruta podrida, sería un buen refugio. El veterinario ya formaba parte de su círculo más cercano y apoyó la idea. Establecido el comando, resguardado el lugar y con un grupo de hombres y mujeres ocupando los espacios en los que antes se ubicaban los peones, la finca experimentó un lento renacer. Un desarrollo discreto, tan discreto como era la dirección que le imprimía el veterinario al asunto.

Claro que hubo atentados. Balas que pasaron cerca. Mensajes de advertencia. Algún herido. No esperaba esto Manuelita cuando se entregó a su personaje. Invocar al comandante era suficiente para ganar simpatías y espantar amenazas. Pero eso cambió: el amuleto perdió la magia. Manuelita tenía el poder de decidir si una finca privada pasaba o no a manos del colectivo que la seguía. También tenía el poder para inclinar una decisión electoral moviendo o no a su gente. Pero no había sabido entenderse con los jefes oficiales, tejer la red, incorporarse al esquema, negociar. Ahora su vida era un encierro. La paranoia. La constante sensación de estar en peligro. Se acabaron las caminatas nocturnas: solo taconeaba con sus botas en esa casa que recuperaba su esplendor. De una pared a la otra a medianoche. Manuelita no podía dormir bien. Ya no estaba tan a gusto en el papel. Sus órdenes eran contradictorias. Confusas. Solo el veterinario conseguía orientar sus palabras hacia decisiones coherentes y productivas. Especialmente eso: productivas. No hubo entonces finca más exitosa que esa. Y el progreso es algo que no puede disimularse.

La gesta de Manuelita se transformó en una especie de ministerio. Y el jefe del despacho era el veterinario. Los linderos de las fincas de antes desaparecieron y dieron paso a montones de cuadrículas, de pedazos repartidos entre tanta gente que siguiendo sus consejos comenzaba a conocer la prosperidad. Las banderas políticas eran trapos desteñidos que afeaban el nuevo paisaje de sembradíos y ganado, de tractores, de rústicos de estreno. Los jefes del partido, allá en la ciudad, recelaban. El comandante hizo alguna crítica pública. A la revolución no le gustaba aquello. Y el ánimo de Manuelita se quebró.

Fue entonces cuando recibí su llamada:

—Esto no era lo que yo quería. Voy a contar que tú me inventaste.

Fue entonces cuando el veterinario planteó una solución:

—Estamos perdiendo a la heroína. Para preservarla hay que convertirla en mártir.