#NoHemosEntendidoNada

Manuel Bartual se está viralizando o ¿para qué sirve -y a quién le importa- el periodismo cultural?; por Diego Salazar

Por Diego Salazar | 16 de octubre, 2017

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El autor de las líneas de arriba es Chuck Klosterman, un ensayista norteamericano al que tengo por uno de mis periodistas culturales favoritos. La cita proviene de la introducción de Sex, Drugs, and Cocoa Puffs: A Low Culture Manifestouna recopilación de ensayos donde Klosterman, un obseso de la cultura pop, analiza fenómenos como los alcances socioculturales de la archiconocida rivalidad entre los Lakers y los Celtics en la NBA; las similitudes y diferencias entre Marilyn Monroe y Pamela Anderson como mitos eróticos americanos; o las razones por las que la música country es superior al pop y el rock a la hora de “expresar la condición humana” (nota al margen: sobre este último tema ha insistido hace poco Malcolm Gladwell en el que quizá es el mejor episodio de la segunda temporada de su podcast Revisionist History).

Portada de la primera edición del libro de Klosterman

Portada de la primera edición del libro de Klosterman

Esas líneas en negrita allá arriba -“todo se encuentra completamente conectado, incluso si no nos damos cuenta de ello” “Nada puede apreciarse en el vacío (…) Por sí solo nada es realmente importante. Lo que importa es que nada es nunca ‘por sí solo’”- me retumban en la cabeza cada vez que pienso en el periodismo cultural.

Cuando empecé como periodista, a principios de los años 2000, todo lo que hacía era periodismo cultural. Entrevistas a artistas, escritores, músicos o cineastas. Reseñas de exposiciones, libros, discos, conciertos y películas. En el año 2003, luego de haber publicado esporádicamente en diarios peruanos desde España, me contrataron para formar parte de una nueva revista que iba a empezar a publicarse en Madrid.

Una de las primeras notas que hice fue una entrevista a un músico sueco del que no sabía absolutamente nada. Por entonces yo era un mocoso pedante que no estaba dispuesto a admitir en público que ignoraba algo que los mayores a su alrededor comentaban con soltura. Si ellos lo conocían, lo habían escuchado, visto o leído, entonces yo también debía haberlo hecho. Aunque en ese momento fuera mentira y tuviera que correr luego a ponerme al día.

Así que cuando mi jefe me dijo que Eagle-Eye Cherry estaba sacando un nuevo disco y yo debía entrevistarlo al día siguiente, asentí y me puse manos a la obra. Sin más. Dándole a entender que sabía perfectamente de quién estábamos hablando. Por supuesto, no tenía ni la más remota idea.

En 2003, Youtube todavía no existía; Wikipedia, que había nacido dos años antes, aún no albergaba todo el conocimiento inútil que uno pudiera necesitar; y googlear era un verbo nuevo, utilizado como tal por primera vez solo unos meses antes en un episodio de Buffy, cazavampiros. No recuerdo cómo, pero me las ingenié para aprender a la carrera todo lo que pude sobre el señor Cherry y no sentirme un ignorante cuando lo tuve enfrente.

Mi nota se publicó unas semanas después en el primer número de la revista. Un colega de la redacción la leyó y me hizo el mejor cumplido de mi corta carrera periodística: “No tenía idea de que eras fanático de Eagle-Eye y sabías tanto de la familia Cherry”.

El padre de Eagle-Eye, Don Cherry, había sido un conocido trompetista de la época del free jazz; varios de sus hermanos eran también músicos de jazz y su hermana Neneh había tenido un par de éxitos como rapper en Inglaterra a finales de los 80. El primer disco de Eagle-Eye vendió cuatro millones de copias y se convirtió en platino en 1998. Es probable que, incluso sin saberlo, todos ustedes hayan escuchado alguna vez el single más famoso de ese álbum:

Esos detalles, que saqué de distintas fuentes, salpicaban la nota que escribí con la entrevista de 20 minutos que le hice al músico.

Muchos años después, le leí a uno de los mejores periodistas culturales que conozco, el peruano Enrique Planas, un resumen perfecto de todo esto:

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El trabajo principal del periodismo cultural es llamar la atención sobre la forma en que “todo se encuentra completamente conectado”y cómo “nada es nunca por sí solo”. Es decir, la función básica del periodismo cultural es buscar esas conexiones, aportar el contexto necesario -o al menos suficiente- para que el lector sea capaz de apreciar el artefacto cultural -el todo y nada de las frases de Klosterman- del que se está hablando. Esto, por supuesto, no excluye la valoración que pueda hacer el periodista. Pero esa, la función crítica, es una segunda función, a la que solo se puede aspirar si se satisface la primera.

*

El 28 de agosto de este año, el columnista Victor Lenore escribía en su espacio habitual del site El Confidencial un artículo en el que criticaba con dureza el, por entonces, último fenómeno de Internet en lengua española.

Una semana antes, el autor de cómics y editor Manual Bartual había publicado este tuit:

 

Con él, Bartual dio inicio a una historia de suspenso que duró seis días y mantuvo en vilo a un elevado número de usuarios de Twitter. Si no lo han leído, en esta página de Storify el propio Bartual han compilado su relato al completo.

El éxito de la historia en Twitter fue tremendo. Según el análisis realizado por Francesc Pujol , director del Centro Media, Reputation and Intangibles de la Universidad de Navarra y de quien he hablado ya antes en este blog, hasta el 28 de agosto los “373 tuits -que constituyen el relato- han generado un total de 445 000 retuits y 3 514 000 me gusta. Según un artículo publicado por el site Verne de El País, Bartual ganó “más de 300 000 seguidores en una semana”.

Si esos números no bastan para entender el éxito que supuso el relato de Bartual, estos dos cuadros, confeccionados por Francesc Pujol, ayudan a ponerlo en contexto. El primero compara la cantidad de retuits conseguidos por el relato con los obtenidos por los últimos 373 tuits de algunos de los principales medios de España:

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El segundo cuadro hace lo mismo, pero en lugar de fijarse en los retuits, pone la atención en el número de likes:

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La diferencia entre el alcance y engagement del relato de Bartual con la producción tuitera de los medios estudiados por Pujol es apabullante. Ese éxito hizo que muchos sites noticiosos en castellano, tanto en España como Latinoamérica, se lanzaran escribir notas sobre el autor de cómics y su relato en Twitter.

“La inquietante historia de Manuel Bartual que está arrasando en Twitter”titulaba La Vanguardia“Manuel Bartual, el Stephen King de Twitter”decía El Mundo (que un par de días después no perdía ocasión de juntar a Bartual con uno de los personajes más populares del internet español en otro titular“Cristina Pedroche quiere dar las Campanadas… con Manuel Bartual”). “Manuel Bartual, autor del best seller del verano… ¡en Twitter!”gritaba ABC“Manuel Bartual pone fin al fenómeno que ha ‘roto’ Twitter este verano”, señalaba, recurriendo a un cliché clásico cuando de la Red se trata, 20 Minutos“El misterio de Manuel Bartual y la tuitnovela que cambió la historia de Twitter”, exageraba el popular site mexicano Sopitas“La terrorífica historia de un tuitero en vacaciones que tiene a toda la red enganchada”, seguía exagerando un poco La Tercera de Chile“La aterradora historia que tuvo en vilo a Twitter”, insistía El Tiempo de Colombia. “Manuel Bartual da por finalizada su popular historia en Twitter”, apuntaba con sobriedad el site de la radio más escuchada de España, Cadena Ser.

Esa es solo una pequeña muestra de las decenas de artículos que las webs de noticias en español redactaron a toda prisa para intentar aprovechar la ola Manuel Bartual, una vez cayeron en cuenta del éxito que estaba cosechando en redes sociales.

¿Qué caracterizaba a todas esas notas que he citado y a casi todas las demás que se publicaron durante la semana que duró el fenómeno?

-La celebración acrítica.
-El ditirambo.
-La mención a usuarios famosos -futbolistas, actores y otras celebrities– que tuitearon acerca del relato.

Algunos periodistas, no muchos, levantaron el teléfono o escribieron un mensaje al autor para hacerle algunas preguntas. De esas notas, de aquellas en las que un periodista se tomó el trabajo de conversar con Bartual mientras el fenómeno ocurría, la mejor y más completa es la escrita por Pablo Cantó para Verne. Cantó no solo habló con el autor y le hizo alguna pregunta inteligente, sino que su artículo aporta contexto y antecedentes tanto de Twitter, los viejos tiempos del Internet pre-redes sociales y la literatura.

Mientras, el resto de artículos -casi todos intercambiables entre sí-, en el mejor de los casos se contentaban con mencionar a Orson Wells (cada vez que alguien monta un hoax o parecido, los periodistas corren a buscar la entrada de Wikipedia sobre La guerra de los mundos y hacen copy/paste) o traer a cuento a Stephen King (cada vez que un periodista está escribiendo y teclea las palabras “terror” o “suspense”, la función autocomplete de su CMS añade el nombre del escritor de Maine).

Ese era el ánimo general en la prensa ante el éxito del relato de Bartual: un río de leche y miel desbordándose sobre campos de maná y fresas. Hasta que llegó Víctor Lenore y su columna de El Confidencial.

Lenore es un periodista y crítico cultural español, autor de un interesante libro acerca de cómo y por qué ser hoy moderno o hipster “alude básicamente a la capacidad de comprar ciertos productos que prescribe la industria cultural, tecnológica, publicitaria, de los medios y de la moda”.

El libro de Lenore se titula Indies, hipters & gafapastas: Crónica de una dominación culturalConsíganlo y léanlo, si pueden. Aunque centrado en el mundo cultural español y excesivamente influido por Zizek -con pinceladas de Thomas Frank, el periodista y crítico cultural americano que dedicó un libro fundamental a la estrecha relación entre consumismo y contracultura en 1997-, vale la pena incluso si uno no vive en España y, como yo, desconfía de los hijos intelectuales del filósofo pop por excelencia.

Leo a Lenore desde hace un tiempo, sobre todo desde que publica con regularidad en El Confidencial, quizá el site español que mejor cobertura cultural realiza hoy. Pese a que disfruto su mirada desprejuiciada sobre la cultura popular no canonizada por la intelligentsia ibérica, me divierte aun más estar casi siempre en desacuerdo con él.

Lenore es quizá el émulo más directo e interesante de Zizek en la prensa generalista española. Y al igual que le ocurre al filósofo esloveno leninista favorito de la izquierda antiglobalización y alrededores, sus juicios están marcados casi siempre por una mirada conspiranoica y anticapitalista de la cultura, y en ellos puede atisbarse ese ansia revolucionaria de salón propia del marxismo pop que lo hace soltar boutades como esta (@ecosdelgueto es la cuenta de Twitter que Lenore comparte -o compartía- con el sociólogo Isidro López):

 

Así que cuando Lenore tuvo que entrar al trapo del éxito tuitero de Manuel Bartual, no se iba a andar con chiquitas. De arranque, Lenore tituló:

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“El bluf de Manuel Bartual”.

Y de ahí la cosa solo fue in crescendo. Así como un relato construido con 373 tuits había convertido a Manuel Bartual en Stephen King a ojos de los periodistas que se rendían ante su éxito, el takedown del cáustico Lenore debía estar a la altura. Solo que en sentido inverso.

En su columna Lenore despachaba la historia de Bartual con frases del tipo: “siendo crueles, podemos describirlo como un Big Mac de la narrativa”, o (las negritas son suyas):

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Un párrafo más adelante, vuelve a disparar:

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Para finalmente rematar:

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El librito de Jay Rayner

Por supuesto, las tomas de posición extremas no son una novedad en el periodismo cultural, mucho menos las tomas de posición extremas negativas.

Todo el mundo sabe que es mucho más divertido escribir y leer reseñas negativas que positivas. Mientras más despiadadas, mejor. Lo cuenta el crítico de restaurantes Jay Rayner, uno de los más populares en el mundo anglosajón, en un librito en el que compiló veinte de las críticas más crueles que había escrito. En la introducción Rayner decía:

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Lo que sí resulta algo más novedoso, propio de nuestros tiempos de ADSL de banda ancha, es que el extremismo con que expresamos nuestra adoración u horror en Twitter o Facebook (o en las secciones de comentarios) suele ser inversamente proporcional al tiempo que la atención general otorga a cada nuevo fenómeno de Internet. El caso de Manuel Bartual no fue la excepción.

Miren el gráfico de Google Trends aquí abajo. Como ya he explicado en alguna otra ocasión, lo que hace Google Trends es medir el interés que despierta un término según las búsquedas que los usuarios realizan en Google. Para ello asigna un valor entre 0 a 100 por día, donde “100 indica la popularidad máxima de un término, mientras que 50 y 0 indican una popularidad que es la mitad o inferior al 1%, respectivamente, en relación al mayor valor”.

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Ahí podemos ver que el cenit de popularidad de Manuel Bartual en Google tuvo lugar el día 26 de agosto, el día en que dio por finalizado su relato, un día antes de que contara en una entrevista que todo fue un invento perfectamente guionizado y no una historia autobiográfica narrada en tiempo real. Dos días después, el 28 de setiembre, el interés ya había descendido a menos de la tercera parte. Solo seis días después, el día 1 de setiembre, el interés por Bartual volvía a ubicarse a donde se encontraba antes de su éxito tuitero. Es decir, volvía a ser prácticamente inexistente.

Esa relación entre la brevedad del tiempo que le prestamos atención a aquello que despierta nuestro interés y la intensidad del abrazo o el rechazo que expresamos -periodistas incluidos- en redes sociales y artículos no es casual.

El volumen de información al que un usuario promedio de redes sociales se haya expuesto hoy es tal que los productores de contenidos -profesionales y amateurs- han de llamar la atención de alguna manera para no quedar sepultados por la avalancha de imágenes, videos y comentarios que corre colina abajo en Twitter o Facebook.

Ante ello, muchos optan por la hipérbole. El periodismo en general, y el periodismo cultural -y el deportivo- en particular, en tiempos de la Web 2.0 han convertido la hipérbole en el recurso más socorrido para intentar generar engagement o interacción con los lectores.

Al respecto, Chuck Klosterman, el ensayista del que hablaba al principio de este artículo, comentaba lo siguiente en una conversación en el podcast de Peter Kafka:

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Pero no se trata solo de llamar la atención. Se trata también de buscar la vía más sencilla y directa para mover emocionalmente a la audiencia. La producción periodística, en su transición hacia ese cajón de sastre que es el concepto de “contenido”, ha ido abrazando las estrategias de manipulación emocional que Facebook ha perfeccionado. intentando con ello replicar el alcance e impacto que obtienen los contenidos “virales” (este informe del Columbia Journalism Review acerca de los muchos cambios que Facebook ha impuesto al periodismo es particularmente interesante).

Una de las consecuencias de haber equiparado la producción noticiosa al resto del “contenido” que corre por Facebook y Twitter, imágenes de gatitos y videos de bebés incluidos, es que ha ocurrido un desplazamiento en la función y el valor de los artículos producidos por medios. Lo explica también Chuck Klosterman en el podcast que mencionaba antes:

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No es la primera vez que Klosterman desliza esa idea. En un prólogo que escribió en 2014 para una recopilación de Peanuts, la célebre tira cómica de Charles Shulz, y que reproduce en su última colección de ensayos (X: A Highly Specific, Defiantly Incomplete History of the Early 21st Century), Klosterman apuntaba que nos encontramos en un momento donde parece que…

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Si el objetivo de un artículo, columna o “contenido” es generar una reacción emocional que lleve al lector a comentarlo o compartirlo de inmediato -el factor tiempo es fundamental- en sus redes sociales, ¿qué cosa más sencilla y barata que aderezarlo con opiniones hiperbólicas, negativas o positivas, que prácticamente obligan al lector a posicionarse?

Como explicaba esta pieza del Harvard Review of Business ya en 2013, una de las claves para generar contenido viral es:

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Si además, el próximo hype o escándalo online sepultará de forma rápida -al día siguiente o incluso el mismo día- aquello que hemos dicho, qué más da excederse un poco en nuestras valoraciones si mañana nadie las va a recordar. En este ecosistema de emotividad exacerbada, el costo reputacional de la hipérbole -positiva o negativa- para un periodista puede parecer alto en el corto -o cortísimo plazo-, pero resulta irrelevante o perfectamente asumible en el largo.

Como irrelevante es, la mayorías de las veces, el contenido que vierte ese periodista en el caudaloso río informativo de Facebook o Twitter. Frente a una u otra irrelevancia, y medidos -premiados o castigados- por la cantidad de clicks o el engagement que sus artículos generan antes que por su rigurosidad, la mayoría de periodistas ha decidido ya con qué irrelevancia quedarse.

Pero volvamos un momento al cierre del artículo de Lenore sobre el relato de Bartual: “la mayoría de los periodistas culturales parecen encantados. Se trata de un contenido poco exigente, con gran eco de público, sobre el que se puede disertar sin apenas esfuerzo”.

Fueron esas líneas las que me llamaron la atención y me hicieron reflexionar sobre el momento actual del periodismo cultural. En un estado de Facebook escribí:

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Arrebatada la función prescriptora, el estatus de gatekeepers con que contaban los medios en tiempos pre-redes sociales, y con sus audiencias migradas a Facebook y Twitter, la prensa corre descabezada persiguiendo aquello que conmueve a los usuarios de estas redes. Con la esperanza de que así, complaciendo esos intereses momentáneos, conseguirá atraerlos de vuelta, aunque sea por un instante. El tiempo mínimo y suficiente para arrebatarles un click y, con suerte, algún compartido.

En paralelo a mi reflexión, el periodista y crítico literario Jorge Carrión –colaborador habitual de The New York Times en Español y autor de un conocido ensayo sobre librerías y su espacio en nuestra cultura- había empezado en su muro de Facebook una discusión acerca de la pertinencia de algunas críticas que se habían empezado a hacer a Bartual:

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Lenore, sintiéndose aludido por el post de Carrión, respondió y dio pie a una áspera discusión en el muro de este. El autor de Indies, hipters & gafapastas: Crónica de una dominación cultural arrancaba con una ironía gruesa: “Toda la razón. Siempre he pensado que era inadmisible la mezquindad de la crítica antes los siete millones de discos vendidos por Camela”, en alusión a un denostado conjunto de tecno-rumba con más de 20 años de carrera y que pese a sufrir el desprecio de la crítica musical cuenta con el favor de una parte del público español y ha vendido millones de discos.

Carrión respondía y le pedía a Lenore que, si quería discutir, evitara reducciones al absurdo. A lo que este replicaba:

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Carrión, a su vez respondía:

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A diferencia de lo que me ocurre con Lenore, conozco a Jorge Carrión hace muchos años. Como me ocurre con Lenore, creo no haber estado de acuerdo con sus juicios más que en alguna rara ocasión. Pero eso es irrelevante. La mirada de Carrión es la de un intelectual reflexivo y honesto que se toma el tiempo y el trabajo para contextualizar y argumentar sus juicios, por equivocados que a mí puedan parecerme. Lo mismo puede decirse del trabajo de Víctor Lenore.

Por eso me llamó la atención lo que decía Carrión. Esto en particular: “me pregunto si en esta época nuestra de microcríticos y redes sociales no ha cambiado la esencia de la crítica” y “este fin de semana, en [mi] opinión, merecía tan solo la celebración“. Sobre todo cuando él mismo había llevado a cabo en otro post un análisis que, si bien era entusiasta, iba bastante más allá de la mera celebración:

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Tan acostumbrados parece que estamos a que las páginas culturales de los medios se hayan convertido en una suerte de extensión del departamento de marketing de la industria del entretenimiento y a que la prensa persiga como pollo sin cabeza a la manada en Facebook y Twitter sin atisbo de crítica o reflexión, que una intervención como la de Víctor Lenore -arrastrada a redes sociales, el único lugar donde cualquier contenido puede hoy encontrarse con una audiencia significativa- resulta polémica.

Incluso con los excesos propios de su estilo y del esfuerzo por llamar la atención que hoy cualquier comentarista cultural se ve prácticamente obligado a realizar, lo que Lenore hacía en su nota no era sino periodismo cultural. Esté o no uno de acuerdo con su juicio. Pero, además, lo era también el comentario de Carrión que cito párrafos arriba. Pese a que había sido publicado en un post de su página de Facebook y a que la configuración de privacidad impedía que se leyera fuera de su círculo de amigos.

Ambos, Lenore y Carrión, cada uno a su modo, iban en sus intervenciones muchísimo más allá de todo lo que hasta ese momento se había escrito sobre Bartual y su relato. Ambos, Lenore y Carrión, lejos de comportarse como notarios de likes y shares, estaban llevando a cabo las funciones del periodismo cultural de las que hablaba al comienzo. Discúlpenme la auto cita:

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En un momento donde la frase predilecta en las redacciones es “se está viralizando”, pareciera que resulta difícil digerir lecturas menos entusiastas y más complejas. Tanto que incluso un periodista y crítico experimentado como Carrión, autor habitual él mismo de ese tipo de lecturas, tiene problemas para reconocerlas. Incluso cuando son de su propia autoría.

Esa frase, “se está viralizando”, resume la claudicación de los medios ante las redes sociales. Algo es noticia porque “se está viralizando”, porque está siendo compartido o mentado por un número elevado de usuarios. Da igual la contextualización y valoración podamos hacer del artefacto cultural. Se está “viralizando” y eso es más que suficiente para que los medios le presten atención. Lo que importa es el marcador de likes y retuits.

Como explica el experto en marketing digital y viralización Jonah Berger en su libro Contagious: Why Things Catch On (2013):

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Tenemos, por un lado, que al perder el monopolio de la discusión pública frente a las redes sociales, los medios han dejado de marcar los temas a su audiencia. Y, por otro, como puede atestiguar cualquiera que pase algo de tiempo en una redacción, la mayoría de periodistas no despega la vista de su computadora ni pisa la calle durante toda su jornada laboral.

El único mundo que existe para buena parte de los redactores, la única actividad humana a la que prestan atención, es aquella que ocurre en Internet. Léase, en redes sociales.

Sumemos esos dos datos y nos encontramos con que algo es noticia, algo merece ser relatado o reseñado, sí y solo sí porque “se ha viralizado”, “está arrasando en Twitter” o “ha roto Facebook”. Y lo único que hace el periodismo es dar fe de ese número elevado de personas que han reaccionado ante el contenido en cuestión. No importa nada más. El periodista que corre a toda prisa para subirse a la ola en redes sociales no tiene nada más que decir. Y la mayoría ni siquiera hace ya el intento. Eso es lo grave.

Pero además, Internet y sus dinámicas extremistas y sentimentaloides -donde, como dice Chuck Kloterman, “si te gusta algo no vas a reaccionar solo en plan ‘vi esta película, es una buena película’, sino más bien, ‘esta película está cambiando el cine’”- han acentuado la hipersensibilidad ante la crítica.

Inés Sapochnik, una amiga experta en marketing digital para industrias culturales, respondía así a otro post en el que yo compartía la crítica de Lenore al relato de Manuel Bartual:

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A lo que yo le respondía:

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Ocurre que cuando los medios intentan reproducir ese ambiente irreflexivo y bullanguero que caracteriza casi siempre a las redes sociales, se están metiendo en un callejón sin salida.

Porque, si en lugar de lecturas informadas y complejas como las de Carrión o Lenore, el periodismo cultural va a limitarse a dar el marcador de likes y shares y a informar con horas e incluso días de retraso de aquello que los usuarios de redes sociales ya saben que ha ocurrido, ¿para qué acudiría un lector a leerlos? ¿qué podría encontrar ahí que ya no tenga en su timeline o tweet feed?

Para aplaudir como focas sin contexto, reflexión ni esfuerzo crítico el enésimo fenómeno de redes sociales, no hace ninguna falta prensa cultural. Y la audiencia lo sabe. Lo peligroso es que no queda claro si lo saben también los periodistas.

***

Este texto fue publicado originalmente en el blog No hemos entendido nada. Haga click aquí para ver el artículo original.

Diego Salazar (Lima, 1981) es periodista, editor, traductor y crítico gastronómico. Ha sido editor asociado de la revista Etiqueta Negra y editor multiplataforma del diario Perú21, además de colaborador de diversos medios en Latinoamérica, Europa y Estados Unidos. Entre 2009 y 2012 fue profesor en el Master de Periodismo ABC-Universidad Complutense de Madrid. Es, además, Academy Chair de los premios The World’s 50 Best Restaurants.

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