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Los últimos espectadores de Azú, por Hensli Rahn

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Lo que es el poder del cine. Ocho panas que no nos veíamos las caras desde hace rato, quedamos un jueves en el C.C. Líder para sentarnos a oscuras por dos horas seguidas sin decir pío. Pretexto: la penúltima cinta de Luis Alberto Lamata, un drama colonial llamado Azú (2013).

La primera parte de la película transcurre en una hacienda lúgubre, plena de crucifijos, donde un batallón de esclavos negros cortan caña, sirven café y limpian la bacinilla de sus dos únicos amos blancos. Otro de esos pobres matrimonios ricos ella, estéril además de rechoncha; él, workaholic y perro en exceso.

Una jornada plantación adentro más bochornosa que de costumbre, Amo tiene una visión sensacional. El dealer de esclavos, que pasa por allí, detiene su carreta-calabozo. Amo exige ver la merca que transporta. Dealer entonces concede abrir las portezuelas de la percepción: una gacela de ébano al desnudo, que solo sabe repetir la palabra «Azú».

De vuelta a la finca, se desatan pasiones por la presencia de Azú. La gorda Ama gira instrucciones para hacerle la vida de cuadritos. Y la amante negra de Amo, ciega de los celos, por poco le arranca el pelo de cuajo. Pero un brujo mestizo descubre en la magullada gacela a una princesa de África. Su augurio es fatal: ella guiará a los negros, luego de una revuelta, por el peligroso camino de la libertad.

La segunda parte de la película es una frenética persecución a pie descalzo, atravesando el infierno verde que es la jungla del Caribe. ¿Llegarán los prófugos a su último destino? El tiempo apremia. Para los cimarrones, capitaneados por Brujo y Azú, la carrera es entre la muerte y el océano redentor de la costa norte. Les pisan los talones Amo, su caporal y el resto de sus secuaces. Todos muertos de rabia, con pistolas y mosquetes humeantes listos para el param pam pam.

En fin, los oprimidos bailando al son que le tocan los opresores. Muchos espectadores buscan en las salas del multi-cine precisamente lo opuesto: fantasía. Huir de la prisión de la realidad. Sobre todo, de esta celda tan determinante que es nuestra historia, la vil cazafortunas de mamá España y un papá que si aparece es para desaparecer. Me entero de que estamos en el cine porque, al parecer, mejor lavandería de trapos sucios que la ficción histórica no hay.

El público responde de buena gana al giro impredecible del último minuto. Los ocho panas nos reencontramos en el aplauso. La jeva de al lado, que me veía de lo más risueña al principio, ahora me corta con cara de disciplina solté una carcajada solitaria cuando cinco esclavos recién fugados no saben dónde demonios queda el Norte, y el más enano y arrogante prefigura un gesto hitleriano: ¡Por allá! Por fortuna, los otros cuatro micolor no dejan que el loquito marque el rumbo a seguir, y Azú se materializa para redimirnos a todos desde lo que es: lo más divino sobre la faz de la Colonia.

Posdata. Sobra decir que Luis Alberto Lamata, con los años, ha cultivado algo que podemos llamar sin más vueltas película colonial ese otro subgénero venezolano, junto a la película de malandros, reinventándola con préstamos de otros subgéneros. El horror telúrico de Jericó (1993), un road trip a caballo y en barco llamado Desnudo con naranjas (1995), las patriotas biopic de Miranda regresa (2007) y Bolívar, el hombre de las dificultades (2013), y la semblanza slasher Taíta Boves (2010). Mi favorita de todas, sin embargo, es un docu-drama del siglo XX y da cuenta de un fenómeno musical para toda la vida: Salserín. La primera vez (1997).