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Los cuatro verbos; por Leo Felipe Campos

Fotografía de Iñaki Zugasti

Fotografía de Iñaki Zugasti

Dicen que todo juego ha de tener un objetivo y un final, aunque sean muchos finales. Y que de ese objetivo dependerán las estrategias a emplear para ganar el juego. Pero también hay quienes dicen que no todo es un juego o que a veces no es posible ganar ni perder. Hay momentos en los que todos pierden. Por lo general, casi siempre. En el caso de Venezuela se pudiera afirmar que en las semanas por venir las protestas contra la ineficacia y los abusos de un gobierno dictatorial seguirán siendo centrales, pero no serán —o no pueden ni deberían ser— el único norte.

La presión es y seguirá siendo parte de una negociación complicada. El cambio, como la idea de democracia en sí misma, no es y nunca será definitivo. Puede ser lento, continuo, lógico, pero no definitivo.

Luego de lo que ha ocurrido en los últimos meses (para no hablar de los últimos años), creo que hay que poner algunas cosas en perspectiva. Por ejemplo, Venezuela tiene una identidad que son muchas al mismo tiempo, y la negación del otro, su deshumanización, la división y la maldad, así como la claridad de nuestros deseos, muchas veces contradictorios, pesan tanto como la simpleza de la fuerza de su naturaleza o esa idea abstracta, manoseada y cuestionable de la nobleza, la bondad y la alegría del panita jodedor venezolano. Poniendo espejos entre los bandos más visibles de los últimos choques, caben las preguntas: ¿son los venezolanos en este momento ciudadanos irreconocibles? ¿O al contrario?

En marzo asomé un par de escenarios que me parecieron evidentes. Primero: en este teatro de rupturas, de hastío y miseria, provocado sin duda por el gobierno chavista, las dinámicas diarias de pequeñas guerras dejarían de lado la Máscara para asumir el Esperpento. Segundo: esto quiere decir, de forma llana, que aumentarían los ajusticiamientos y asesinatos, y con ellos las burdas, cobardes y cínicas justificaciones. No solo las he leído, también me ha tocado escucharlas. La última vez, por accidente, mi interlocutor me escupió en la cara. La persona que estaba al lado dijo: “No te olvides de que los malos son ellos”.

Si el debate fuera a partir de los verbos querer, necesitar, deber y poder, ¿qué quiere el país, qué necesita, qué debe hacer y hasta dónde puede? Me parece, y lamento ser irónico, que la respuesta dependerá de quién esté empleando el sujeto. Está claro que mi país no necesariamente es el de ustedes. No creo que exista una sola Venezuela. No hay dos ni hay cinco, son muchas más. Pero al mismo tiempo es y seguirá siendo una sola. Esa es la paradoja.

La misma tarde en la que Luisa Ortega Díaz, Fiscal General de la República —vaya uno a saber por qué demonios— decidió cumplir con su rol y señaló las nefastas decisiones del Tribunal Supremo de Justicia como un acto inequívoco de ruptura del hilo constitucional, también se atrevió a declarar que en el 2016 hubo en Venezuela casi veintidós mil muertes violentas. En promedio, unos sesenta asesinatos todos los días, camaradas. Vaya país. Y este dato, macabro y doloroso, salvo para periodistas y activistas de los derechos humanos, pasó bien por debajo de la mesa de disecciones.

En aproximadamente cincuenta días de manifestaciones y protestas, en su gran mayoría pacíficas, y también de violentos enfrentamientos diarios casi siempre desiguales de civiles contra efectivos de la Policía Nacional y de la Guardia Nacional —ambas bolivarianas y notablemente desalmadas— se cuentan unos cincuenta homicidios. Tristes, dramáticos, vergonzosos y lamentables. Cincuenta familias ahuecadas, con vacíos que serán imposibles de llenar. Cincuenta lutos multiplicados por miles. Cincuenta homicidios que han encontrado justificaciones de cualquier lado porque la retórica de la guerra se impuso desde hace años y sería una ingenuidad pretender que ahora vaya a desaparecer. Cincuenta homicidios por razones políticas, por errores políticos, por estar en el lugar equivocado y en el peor momento o porque la víctima pensaba como pensaba y se atrevía a defenderlo. Más o menos cincuenta homicidios en más o menos cincuenta días en el país donde matan a sesenta personas todos los días. No puedo evitar pensar: ¿dónde estarán y quiénes serán los otros dos mil novecientos cincuenta asesinados de este período?

Esta tragedia no ha desaparecido, no desaparece y no va a desaparecer, al menos no de la noche a la mañana. Y de la noche a la mañana quiere decir en menos de cinco o diez años. No vivimos tiempos alegres, todo lo contrario. Y la postura de quienes detentan el poder no tiene nada que ver con el respeto, todo lo contrario. Actúan como el más conservador de los gobiernos represivos. Se descubrieron a sí mismos como la personificación de la farsa absoluta. Tienen miedo. Y sabemos de lo que son capaces las bestias cuando están aterradas. Esta es una metáfora, no vayan a ser tan pendejos. Por ejemplo, yo siento asco, literalmente, por quienes llaman simio, mono u orangután a Aristóbulo Istúriz, en lugar de llamarlo hipócrita o ladrón. Pero cada cerebro llega hasta donde puede, hasta donde lo dejan razonar. En general, desde acciones que veo y comentarios que leo, el país ahora es un delirio. El mío, el de ustedes y tantos más. El mismo puto país que es de todos nosotros y de ninguno. Son pocos los que quieren justicia. Huele a lo que huele: sangre, fuego y venganza.

Podemos querer lo que no necesitamos y viceversa. Podemos tener la capacidad de lograr eso que queremos (o necesitamos). Pero nunca dejará de ser perturbadora la idea del deber. Porque el deber es incómodo, nos limita, nos confronta con nuestro pasado, con instantes fastidiosos de nuestra crianza. Y en tiempos de guerra nadie necesita ni quiere ni puede ser sensato.

¿No es así?

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