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Lo secreto de la masturbación femenina, por Aglaia Berlutti

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La sexualidad femenina es un secreto bien guardado. Lo fue, al menos, durante buena parte de la historia occidental. Se le ignoró, se le estigmatizó, e incluso se demonizó, hasta el punto de hacerla parecer inexistente. De manera que no sorprende que la  masturbación femenina sea de esos temas que parecen perdidos entre las páginas de la historia no escrita del mundo. Incluso, para muchas es una de esas pequeñas conquistas que la mujer ha sabido ganarse a fuerza de enfrentarse a los prejuicios.

Hoy buena parte de occidente entiende que el placer es una manera de expresión, pero también es una búsqueda de lo que somos a través de eso que consideramos esencial. ¿Y qué es la masturbación si no el cuerpo en búsqueda de su identidad? Pero, incluso así, la masturbación femenina es de esos temas que no se tocan con frecuencia. De hecho, muy pocas admiten que hay un secreto entre la piel y la sábana.

Este placer tan privado incluso careció de nombre. Ya por el siglo II a.C., Sarano de Efeso proponía como tratamiento a la angustia de la mujer “humedecer la parte del útero femenino con aceite y dejar al sentimiento de placer liberarse”. Contra este tipo de consejas lucharon los patriarcas de la Iglesia Católica medieval, para quienes la masturbación era simplemente un acto contranatura, una forma de locura. El acto de vicio solitario se entendía como síntoma de graves  males del alma. Por supuesto, se referían a la masturbación masculina: el temido pecado del onanismo.

ScuolaMedicaMiniaturaEroticaLa mujer, santa, casta y pura, no se masturbaba. Dentro del discurso negador, claro está. De hecho, la mujer obediente era educada desde niña para comprender una idea muy concreta: el cuerpo era el enemigo. Eva, la curiosa y detestable Eva, había condenado al género femenino a convertirse en tentación perpetua y la lujuria  era una muestra evidente de ese destino trágico que tuvo en la costilla del hombre la excusa para conducir la humanidad al pecado. El placer, la sensualidad, el goce carnal, por lo tanto, no era asunto de mujeres. Era cosa de brujas y herejes, de esas que morían en la hoguera por atreverse a gemir. Las hijas sumisas de la madre Iglesia, debían contener el impulso del demonio y resguardarse en el destino sublime de la maternidad. El sexo femenino como posibilidad de satisfacer una sola necesidad: la de procrear. Hombres y mujeres de la oscura época medieval yacían en santo matrimonio sólo para honrar el divino destino  impuesto por el Creador. Más allá, el pecado. Y con el pecado, el mal. Ése que hacía arder las llamas del secreto nupcial.

Pero el placer siempre ha sobrevivido a la culpa. Se conservan miniaturas de copistas anónimos que muestran a mujeres desnudas con el cuerpo ondulando de placer, el rostro vuelto hacia el Cielo inhóspito y todo el brillo del deseo. La pornografía siempre ha tenido su público. El arte erótico es, de hecho, el único testimonio que se conserva de esas primeras representaciones donde la mujer se libera del lastre histórico para descubrir su poder sexual. Se habla de brujas poseídas por demonios nocturnos, desgarradas por un placer infernal. Más allá del mito, algo queda muy claro: la mujer sexual intentaba abrirse paso en el oscurantismo de una época que insistía en frenarla. No era una batalla simple: la mujer era prisionera de los prejuicios de su género. Incluso hasta esa modernidad que cuando apenas comenzaban a vislumbrar ya tenía para ellas la etiqueta de histéricas, un término lo bastante amplio como para incluir en la historia de su uso a la mujer libre pensadora, a la rebelde, a la transgresora y a la puta. Al fin y al cabo a todas se les castigaba de la misma manera: desde palizas que la ley recomendaba para “enmendar” el comportamiento pecaminoso hasta métodos mucho más crueles como extirpar el clítoris (ablación) con el argumento de los médicos de la época que afirmaban que tal mutilación aliviaba los síntomas de convulsiones y fiebres, incluso de la epilepsia. Una brutal mutilación no solo física, sino además emocional.

extasis1Confinada al rincón de su propio cuerpo, hubo suicidios y “muertes inexplicables”. Raptos de tristeza, se les llegó a llamar, con más acierto del que nadie comprendió en su momento. Pero la masturbación sí insistió en ser llamada por su nombre. No lo logró de inmediato. Se deslizó entre los sueños de las beatas, se abrió paso entre la leyenda y el arte, siguió provocando sonrisas misteriosas. Para el recuerdo, la extraña manera que tuvo Gian Lorenzo Bernini de representar el Éxtasis de Santa Teresa: la religiosa (y poeta) yace en una postura casi sexual, mientras un ángel de “llama ardiente” la atraviesa. ¿Cuántas de las damas respetables habrán mirado la espléndida obra de arte y recordado su propio éxtasis por la experiencia casi religiosa en el secreto de su sonrisa vertical?

La sexualidad siguió siendo el arma oculta y la masturbación un secreto que insistía en confundirse con la demencia cada vez que se podía. La mujer respetable no sentía placer o al menos no lo admitía. Para eso estaban las mujeres de la vida,  quienes habían cometido el imperdonable pecado de disfrutar de su cuerpo. Tal vez por ese motivo en los siglos XVIII y XIX los libros médicos insistían en llamar al placer en solitario, un mal reincidente o un vicio nocturno imperdonable. La férrea moral de la época intentaba controlar a sus histéricas, las hijas del nuevo siglo que gozaban en secreto lo que las sociedad les negaba por terquedad. Y fue entonces cuando el genio humano empezó a inventar aparatos para todo, incluyendo a las jóvenes que padecían el trastorno del deseo y eran condenadas a dormir con camisas de fuerza.

La locura de sonrisa maliciosa haciéndose lugar en un mundo que intentaba ignorarla.

La histeria, ese padecimiento inclasificable que sobrevivía siglo a siglo, comenzó a encontrarse con los beneficios del ideal victoriano. Multitudes femeninas, acosadas por el misterioso mal, acudían a consulta médica en busca de cura y sosiego. La medicina entonces creó lo que, sin saberlo, fue el primer paso para que la masturbación recuperara su nombre y su lugar dentro de la historia femenina. Porque el paroxismo histérico (que aparentemente causaba el deseo sexual femenino) sólo tenía una cura: el placer. Fue en los consultorios médicos de entonces donde el acto de la masturbación pasó de ser un mito a ser una realidad científica… pero todavía secreta. Se cruzó el breve velo entre lo supuesto y un secreto a media voz.

Para el año 1900 ya existían media docena de modelos de vibradores medicinales.

Se dice que la mujer aprende sola a masturbarse. En la memoria colectiva queda algo de la curiosidad que Eva le heredó y eso le permite reconocer bien pronto que su cuerpo posee un misterio. La lujuria como lenguaje y el deseo como respuesta. Quizás por ese motivo era tan evidente la resistencia del universo masculino hacia ese poder que ella se ejerce en solitario. La masturbación entendida como una libertad que durante siglos resultaba inimaginable porque era sólo deseo, nada más. Pero luego devino en la mujer que reconoce su cuerpo, lo acepta y lo disfruta. Antes que la simple emancipación de la carne, la liberación del prejuicio.

El vibrador, ese ambiguo instrumento que la medicina inventó para aliviar a la mujer sexual, fue el primer electrodoméstico femenino. El único que la mujer realmente consideró suyo y no la esclavizaba al rol social. Por el contrario: la liberaba, le brindaba un lugar en medio de la hecatombe de lo cotidiano. Ya la mujer decente, correcta y pulcra, podía estar sentada junto a la familia en la mesa soñando con el placer solitario, la cura de su histeria misteriosa convertida en una puerta (abierta) a ese lugar en sombras que era el deseo.

Fue en 1952 cuando, finalmente, el mundo pareció comprender la idea: la Asociación Americana de Psiquiatría retiró del canon de enfermedades al llamado paroxismo histérico y la masturbación liberó a la mujer sexual. El orgasmo femenino existía y no sólo como una breve sombra del masculino, sino por derecho propio. Lo que durante siglos había sido un susurro entre sábanas tuvo nombre y motivo.

Desde la antropóloga Margaret Mead hasta los padres de la sexología moderna, Master y Johnson, celebraron la súbita existencia del orgasmo femenino. Fue toda una proclamación de intenciones. Se insistió en que la masturbación femenina (ya real, con nombre propio) beneficiaba al género humano. Se habló de liberación y de cifras que pocos atendieron. Tal vez porque nadie las necesitaba: el enigma susurrado a media voz, ese que toda mujer descubrió muy pronto y que guardó muy bien, siempre estuvo allí, esperando que cada mujer lo descubriera.

El placer de la mujer vuelto verdad y la Eva bíblica sonriendo desde su mítico retablo olvidado.