Blog de Boris Muñoz

Laura Poitras, una impresión personal; por Boris Muñoz #CitizenFour #Snowden

Por Boris Muñoz | 11 de febrero, 2015
Laura Poitras, una impresión personal; por Boris Muñoz 640A

Laura Poitras, fotografiada por Lisa Abibtol

Laura Poitras es una mujer alta de gruesas greñas negras, con una cara de facciones rectas y una mandíbula cuadrada, con un leve estrabismo en su ojo derecho. Viste de pies a cabeza de estricto negro, como un personaje de la película The Matrix o, mejor, como la neoyorquina por adopción que fue y la berlinesa por decisión que hoy es, aunque en realidad haya nacido en Boston en el seno de una familia acaudalada. Los únicos dos detalles que distraen de su apariencia son un grueso cinturón de cuero marrón oscuro con una enorme hebilla algo demodé, que lleva sobre su cadera izquierda, y una cadena de plata alrededor de su cuello. Los que han visto sus películas documentales saben que es una cineasta detallista, una reportera valiente. Al escucharla en público cualquiera puede concluir también que es tímida y reservada: el vivo ejemplo de alguien que se siente más cómodo detrás de la cámara que frente a ella. La tensión de ser un sujeto bajo sospecha constante de las agencias de seguridad y espionaje de Estados Unidos no le han quitado la dulzura de la voz, pero en cambio si tal vez le ha acentuado una expresión intensa cuando mira a su alrededor. Sin embargo, esta descripción genérica no menciona el hecho por el que Poitras es más conocida: es ella la mujer que, junto con el reportero Glenn Greenwald, dio a conocer al mundo las denuncias de Edward Snowden.

A mediados de 2013, Poitras y Glenn viajaron a Hong Kong para encontrarse con Snowden en una anónima habitación de hotel. Snowden era en aquel entonces administrador de sistemas y contratista de la National Security Agency de Estados Unidos –NSA por sus siglas en inglés– y tenía una noticia bomba: el gobierno de su país vigilaba miles de millones de llamadas telefónicas de sus ciudadanos, sin conocimiento público ni justificación suficiente. Peor aun: también espiaba a gobiernos del mundo, incluyendo a aliados estratégicos de Estados Unidos como Alemania y Brasil. Y algo todavía más alarmante: espiaba los teléfonos y correos electrónicos de la canciller Angela Merkel y la presidenta Dilma Rousseff, y una miríada de altos oficiales. No se trataba de un asunto menor que digamos.

Laura Poitras había llegado a Harvard University en una tarde gélida después de una nevada interminable que desapareció las calles y aceras de Cambridge bajo un grueso manto blanco. Venía a recibir la medalla I.F. Stone otorgada por la Fundación Nieman de periodismo en reconocimiento a los mejores exponentes del periodismo de investigación. Isodor Feintein Stone fue un periodista de investigación conocido por su talante combativo e insobornablemente independiente. Stone creía que solo una independencia radical podía hacer al periodista inmune a las presiones de arriba, por eso creo el I.F. Stone Weekly, dedicado a sacar a la luz las verdades que los poderosos pretendían ocultar. Basó su estilo periodístico en la investigación de oscuros documentos oficiales que demostraban que buena parte de la acción de gobierno servía a intereses creados y no a las necesidades de los votantes. Eso lo llevó a contradecir públicamente la versión ofrecida por Lyndon Johnson, el hombre más poderoso del mundo en su día, sobre el incidente del Golfo Tonkin, un momento clave que desencadenó la escalada de la guerra de Vietnam. Stone acuñó una frase que vale recordar a propósito de Poitras: “Todos los gobiernos son manejados por mentirosos y nada de lo que ellos digan debe ser creído”.

Poitras tenía el honor de recibir la medalla a la independencia periodística en compañía de la legendaria y combativa Amy Goodman, conductora del popular programa de periodismo independiente –y militante– Democracy Now!, que se transmite diariamente en más de 1300 emisoras de radio y televisión alrededor del mundo. En el discurso de aceptación, Goodman se paseó por sus inicios de reportera de conflictos en el diminuto y muy lejano Timor del Este, donde una dictadura viciosa no paraba de perpetrar masacres, a veces ante la mirada indiferente de Australia, su vecino mayor. Con voz y seguridad de maestra, arengó a los periodistas a defender la independencia de las corporaciones mediáticas como el mayor bien del que puedan disponer. Son éstas las que en alineación o en contra del poder político fija las agendas de lo que vemos y creemos. Luego los increpó a que nunca olviden cual es el lado que le corresponde estar, el lado de aquello que necesitan de los periodistas para dar a conocer sus historias.

Poitras fue mucho más contenida y, salvo por unas pocas palabras, prefirió que las imágenes de su documental Citizenfour hablara por ella. Fue un momento incómodo, porque el público miraba una enorme pantalla, pero esperando a que Poitras contara lo que las imágenes no muestran. Desde 2006, Poitras sufrió en carne propia los rigores de la vigilancia de las agencias de seguridad estadounidense, que la paraban para interrogarla al entrar y salir por los aeropuertos de su país.

Con Poitras se cumple a plenitud otra de las máximas de I.F. Stone: “A ninguna burocracia le gusta un reportero independiente”. En un perfil suyo publicado en The New Yorker en octubre, Poitras le confió al periodista George Packer que sentía que ella no había hecho nada para merecer ser vigilada por los cuerpos de seguridad. Pero para quitarle importancia al asunto, agregó: “Seamos honestos: si yo tuviera la piel más oscura o un pasaporte de otro país, la sombra de la culpa sería aun más larga”.

Con estos antecedentes, no es extraño que haya tenido dificultades para confiar en Snowden y éste, a su vez, para que Greenwald le diera importancia a la investigación y aceptara el riesgo de hacerla pública. “Yo no te escogí”, escribió Snowden a Poitras. “Tú lo hiciste”, explicó aludiendo al trabajo previo de Poitras para exponer los abusos de Estados Unidos durante la guerra e invasión de Irak y contra los detenidos en Guantánamo. Solo entonces supo que se había convertido de modo irreparable en protagonista de una historia que solo habría querido contar como testigo.

Luego de un silencio, por fin la documentalista ofreció detalles sobre cómo después de una serie de gestiones y compromisos con importantes medios, ella y Greenwald pudieron asegurarse de que controlarían la información derivada del material que Snowden había filtrado hasta sus manos.

Citizenfour es una película original y sin duda valiente. Tiene la virtud de mostrarle al mundo al rostro de alguien que ha puesto de cabeza a los organismos de seguridad del mayor superpoder del mundo. Pues Snowden no solo ha desnudado el más grande sistema de espionaje en la historia, sino que también logró vulnerar las barreras y cortafuegos que protegían el acceso a esos secretos. En Citizenfour podemos por fin verle la cara, oírle la voz, comprender las ideas y motivos que motivaron sus denuncias.

En primer lugar, Snowden, quien a los 29 años parece un muchacho de 22, explica su relación con la NSA y da una lista de las distintas posiciones que ha ocupado en la jerarquía de la agencia. Es un funcionario gubernamental normal y corriente. Pero en realidad es un geek/hacker ejemplar –evolución del término nerd y de la subespecie del homo informático–, alguien muy versado en computadoras, capaz de penetrar en los sistemas electrónicos más sofisticados y herméticos para decodificarlos como si fueran el más simple crucigrama. No queda duda: en la posición que ocupa puede interceptar llamadas o husmear en las computadoras de casi cualquier habitante del planeta tierra y conocer los secretos de los personajes más poderosos. “Sentado en mi escritorio puedo espiar a cualquier ciudadano incluso al Presidente”. Pero cuando expone sus razones frente a la cámara –Poitras, en este caso, es la mujer cámara–, su discurso se vuelve elevado, racionalista y principista. Greenwald le pregunta por qué decidió exponerse del modo en que lo hace. “Estoy más dispuesto a sufrir el encarcelamiento o cualquier otra consecuencia personal negativa que la restricción de mi libertad intelectual y de aquellos que me rodean”. Incluso desafía a los poderes mirando directamente a la cámara: “No les tengo miedo, no me van a amedrentar empujándome al silencio como han hecho con todos los demás”.

La noticia revienta en The Guardian, CNN la reproduce y Snowden la ve estallar globalmente en el televisor de su habitación. Es decir, han pasado apenas unas pocas horas de su primera conversación con Greenwald cuando se percata de la reacción en cadena que ha provocado. Casi enseguida se convierte en el hombre más buscado de la tierra y por extensión los periodistas que comparten su aventura.

Los días pasan y la tensión crece hasta un grado casi táctil. Snowden se ha mantenido asombrosamente en sus cabales, pero en cierto momento se torna pensativo, expresa preocupación por su novia en Hawaii, empieza a sudar y se enoja frente al espejo porque su cabello no logra quedarse quieto ni con gel. En este punto de la película, ya la fuente y los periodistas, incluida la mujer-cámara, son rehenes de esa minúscula habitación con las cortinas corridas de un hotel en Hong Kong, que parece achicarse minuto a minuto. Esto hacer algo muy evidente: están atrapados un drama de la claustrofobia, porque en realidad ellos son pequeñísimos y están enfrentados con un enemigo descomunal.

Sin embargo, entre el ruido sordo y la presión que están sufriendo, la nuez de la película pasa un poco desapercibida. Y esa nuez se puede resumir en unas palabras de Snowden dichas sin demasiado énfasis: las agencias de seguridad se han dado a sí mismas una patente para servir y representar el interés nacional de Estados Unidos. La NSA de manera específica puede actuar como una supraburocracia autónoma. Decide quien merece ser vigilado en cualquier parte del mundo y lo hace independientemente de la voluntad de los ciudadanos a los que puede atacar sobre la base de sospechas que pueden ser infundadas y son altamente susceptibles de manipulación. A esto hay que sumar que su capacidad tecnológica aumenta exponencialmente cada año, lo cual a la postre se traduce en un ciudadano totalmente indefenso frente a poderes anónimos e invisibles. Snowden advierte que en conjunto se trata de una nueva arquitectura de represión y que es por eso que el población debe decidir si los programas llevados a cabo por estas agencias son buenos y necesarios o no. No usó la metáfora del proceso de Kafka, pero, evidentemente, se trata de un poder kafkiano: abstracto, invisible e impersonal.

Todo esto nos lleva como espectadores a confrontar un dilema central de nuestro tiempo: cuál es el balance entre la seguridad y la privacidad en una sociedad que ostenta defender la democracia. George Packard resalta a esta paradoja en The New Yorker revelando que Snowden buscó deliberadamente posiciones dentro de la jerarquía de las agencias de seguridad hasta llegar en un punto en la pirámide donde tuviera acceso directo a la enorme masa de datos que filtró. Estos detalles no están en la película, pero tenerlos presentes hace aun más inquietante la pregunta sobre si Snowden es un espía, un delator, un héroe de la ciudadanía democrática en la era de Internet, o un ciudadano que entiende mejor que otros la amenaza de un poder omnipresente y casi omnipotente, y quien, por tanto, decide hacer lo que está a su alcance para detenerlo. Con irónica resignación, Snowden dice: “Pude quedarme viviendo en el Paraíso, Hawaii, y haciendo toneladas de dinero”.

Volviendo a Harvard en una tarde de nieve sobre nieve, Tom Ashbrook, un veterano corresponsal, le preguntó a Poitras qué la motivaba a hacer sus películas. La respuesta de Poitras fue breve pero clara: “Vivimos en una época muy difícil y si uno tiene las herramientas para entenderlo, debe usarlas. Me motiva responder a los vacíos que hay entre el mundo y la manera de entenderlo. Decir algo sobre la realidad para iluminar lo grande a través de lo pequeño”. Más adelante añadió: “Prefiero mostrar el mundo de los personajes y la gente más que mis propias visiones”. Finalmente, alguien más preguntó: ¿qué podemos hacer cómo individuos frente a estas realidades”. “Aprender a ‘encriptar’”, fue su lacónica respuesta, como si quisiera dar a entender que, en el mundo de hoy, saber “encriptar” nuestra información es el equivalente a dotarse de un escudo en tiempos de guerra.

Puede sonar exagerado, un disparate, pero muy probablemente, casi con seguridad, no lo sea.

Boris Muñoz 

Envíenos su comentario

Política de comentarios

Usted es el único responsable del comentario que realice en esta página. No se permitirán comentarios que contengan ofensas, insultos, ataques a terceros, lenguaje inapropiado o con contenido discriminatorio. Tampoco se permitirán comentarios que no estén relacionados con el tema del artículo. La intención de Prodavinci es promover el diálogo constructivo.