Literatura

Las Aves, un cuento de ‘El cuarto del loco’, el nuevo libro de Carolina Lozada

Por Carolina Lozada | 18 de diciembre, 2014

Compartimos con los lectores de Prodavinci “Las Aves”, uno de los cuentos que conforma El cuarto del loco, el nuevo libro de Carolina Lozada, editado por Barco de Piedra, editorial que cedió amablemente este texto.

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Yo uniría mi voz al aullido general,
allá donde el pie continúa lo que empezó la cabeza.

Josef Brodsky

Invitación presentación de 'El cuarto del loco' de Carolina Lozada, el primer libro de la editorialBarco de Piedra 640

Eso del café cerrero no va conmigo, así que esa mañana, al poner la olla de agua en la cocina y notar que no tenía con qué endulzarlo, decidí bajar el fuego al mínimo y salir a comprar azúcar. Supuse que la cosa iba a ser más fácil, que en un par de minutos estaría de vuelta y con mi taza de café bien cargado comenzaría mi rutina, pero la cola de ese día decidió que los acontecimientos fueran distintos.

Cuando se abrieron las puertas del ascensor me topé con una fila de gente. ¿De qué se trata esta cola? —más que decirlo, lo pensé en voz alta. Alguien respondió secamente y sin mirarme: Es la cola del azúcar. Ante el gorgoteo confuso y sorprendido que salió de mi garganta, otra voz sin rostro soltó un comentario tan incisivo como pertinente: Una persona más que no lo cree; a todos nos pasa, primero es la negación y en algún momento nos toca aceptarlo y resignarnos. Es cierto —dijo una señora con cara de pájaro que buscó con la mirada posibles oyentes—, ahora todos vivimos en estado de resignación. Con decirles que un vecino mío, harto de malvivir, decidió suicidarse y una mañana metió la cabeza en el horno. ¿Y a que no adivinan? No había gas. Y de tanto esperar a que la compañía gasífera regresara a su casa, se le quitaron las ganas de matarse y se resignó a seguir viviendo. No es que yo deseara su muerte, pero creo que cada quien tiene derecho a hacer de su vida un ovillo. Al terminar de hablar se oyeron algunos murmullos guturales que aprobaban el comentario de la doña de gran papada en el cuello; una papada que se movía nerviosamente mientras su dueña hablaba bajo un sombrero de fieltro con una pluma rosada en la punta.

Sin darme cuenta ya estaba metida en la cola; ésta era tan compacta que mi cuerpo se movía con la fuerza de los otros, sin necesidad de que mis piernas hicieran un mínimo esfuerzo. A mí me contaron de una mujer que parió en la cola de la leche y que la parturienta aprovechó al sacerdote —que también estaba en la cola— para que le bautizara al bebé de inmediato, continuó alguien mientras un viejo, al escuchar las anécdotas que surgían espontáneamente, repetía para sí: Es que la vida tiene sus bemoles.

Yo tengo un amigo que vive de las colas —comenzó a contar un señor de mediana edad; ahí mismo hizo una pausa para continuar su historia, en espera de que las orejas cercanas estuvieran dispuestas a escucharlo. Mi amigo se encontraba sin trabajo y estaba desesperado, a tal punto que un día decidió acabar con su vida. La señora de la papada asomó la cabeza para mostrarle al hombre su interés en lo que contaba. El día fijado para su muerte mi amigo salió a buscar raticida y en vista de que por más que buscaba no encontraba intentó hacerse de un veneno equivalente. Por si acaso ustedes no lo saben, estos insumos también están escasos. El hecho es que mi amigo pasó todo el día buscando inútilmente algo que no existía. Lo único que encontraba a su paso eran interminables filas de personas, tantas que la ciudad parecía una gran hilera de fichas de dominó con formas humanas. En algún momento, mi amigo, desesperado, se preguntó cómo hace la gente que no tiene tiempo para hacer tan largas colas. Y ahí fue cuando se le ocurrió la idea de ofrecer sus servicios como «colero» y dejó de buscar la muerte y se fue a casa a escribir papelitos: «No pierda más su tiempo. Yo le hago la cola».

La historia provocó risas perezosas, apagadas; algunas parecían más bien muecas que se movían a los costados como empujadas por una acostumbrada desidia, como esas sonrisas que a duras penas intentan surgir después del llanto. Uno de los presentes aprovechó para hacer un comentario al margen: En las peores circunstancias, el ingenio es nuestra mejor arma. Nadie le hizo caso, nadie sonrió, no hubo quien asintiera. El consuelo ya se había convertido en un sentimiento muerto.

La cola, la nuestra, avanzaba siempre lenta y compacta. Como algunas personas acuciadas por la necesidad ya habían ido a pedir prestado el baño de la conserje, ésta se avivó y puso un letrero: «sanitario. pipí: 1 moneda. Hacer del cuerpo: 2 monedas». Y —como era natural y previsible— para el uso del lavado se armó una cola paralela. Toda cola tiene su colita, es así: una cola ensartada en la otra, la reproducción de un mundo aciago observado por Escher.

Delante de mí había una mujer muy rara que hablaba bajito; su voz era semejante al leve piar de un pollo. Era pelirroja y de cabello largo, tenía la faz huesuda y reseca. A pesar de que trataba de evitarla, la flaca me buscaba conversación. Bueno, ella no paraba de hablar, yo era apenas un par de orejas que escuchaba y un rostro que se movía eventualmente asintiendo a la perorata. Me contaba que distribuía los días de la semana para hacer colas. Decía que los martes eran para el arroz; los miércoles, para la mantequilla; jueves y viernes los distribuía entre azúcar y harina; los lunes estaban reservados para la leche y artículos de aseo personal. Durante los fines de semana prefería quedarse en casa pre-parando el itinerario para el resto de los días, aunque si se enteraba de la venta repentina de algún producto salía a buscarlo, como esa vez que corrió a la calle en pijama porque se enteró de que estaban vendiendo vinagre (aunque no lo consume, no pudo evitar disfrutar el brote de adrenalina que le produce salir desaforada a comprar cualquier cosa). Es emocionante, ¿sabes?, es como una competencia para lograr el objetivo. A veces, he tenido que pelear y he salido magullada, pero vale la pena, son mis pequeños triunfos cotidianos —me lo decía con un particular brillo de loca en los ojos. También me detalló que, para hacer más fácil su rastreo, había elaborado un mapa: lo sacó de la cartera y lo abrió, recelosa de las miradas intrusas. En las respectivas leyendas topográficas estaban escritos los nombres de los alimentos, señalados con colores. La harina la identificó con el color amarillo, el arroz lo puso en blanco. ¿Ves todos estos puntos rojos? —me preguntó—; bueno, ahí hay carne. Lo de la carne lo dijo en un susurro, muy cerca de mi oído. Al hacerlo me entró un frío repugnante, algo cercano al asco. La tipa me estaba asustando, y de no ser porque la cola ya era una ola impenetrable e irrompible habría abandonado mi puesto para ponerme a salvo de su presencia.

Con el oscuro deseo de deshacerme de la pelirroja, traté de encontrar rostros conocidos entre los presentes, pero no hallé ninguno. A la mayoría de la gente que tenía alrededor jamás la había visto en mi vida. Me extrañó ver tantos desconocidos, pues nuestra comunidad es muy pequeña. ¿Dónde estaban mis vecinos? No me topé ni con el vigilante; su garita estaba sola, había dejado la puerta cerrada, con un letrero colgado que decía «ya vengo». Últimamente, los papelitos se habían convertido en los entes comunicantes de nuestra ciudad. Adonde uno llegaba se topaba con ellos; muchos incluso sustituían cualquier rostro humano, sobre todo en los locales comerciales. «No hay». «Cerrado por escasez». «Se acabó la harina, no insista. Que no, que no hay». Esas frases formaban parte del repertorio.

La pelirroja era un caso clínico. Llegó al extremo de aprenderse las historias y fechas de fundación de los negocios más viejos de la ciudad. Me dijo que para no aburrirse en las colas había inventado un juego mental: memorizar los años de inauguración de cada establecimiento. La gracia estaba en hacerlo en un tiempo determinado y en romper sus propios récords. La madre que la parió, pensé mordiendo la mueca rabiosa que se me estaba formando en la boca. A pesar de mi indiferencia, la mujer me sonría y buscaba mi aprobación ante sus relatos de chiflada. Harta de su patetismo, aproveché la cercanía de un señor de rostro amable y simpático para hablarle de cualquier cosa. ¿Vive usted cerca? —la pregunta la usé como martillo para romper el hielo. Nooo —me dijo—, yo vengo de muy lejosss. Sus múltiples «oes» y «eses» finales trataban de describir la lontananza de su origen. La mayoría de nosotros viene de lejos —al decirlo se ayudó con la boca para señalar a los coleros—. Muchos se han organizado en redes para mantenerse informados de los puntos de venta de cualquier producto en escasez. También hay una red de soplones que por algo de paga te cuentan dónde están vendiendo las cosas. Es mi caso. Por un soplón me enteré de que en este abasto tenían azúcar —agregó. Es como una especie de mercado negro de la información, le dije mientras esquivaba la mirada de la pelirroja que intentaba mostrarme los récords Guinness de las colas más largas del mundo. —continuó el hombre— los soplones se filtran entre las redes de información y ventilan los datos más allá de lo que los controladores de las redes quisieran. Últimamente se ha desatado una guerra entre redes y soplones por el control. Y, para desacreditar a los soplones, las redes a veces lanzan falsas nubes de humo sobre supuestos lugares de venta. Entonces, la gente va desbocada hasta allí y cuando se encuentran sin productos arremeten contra los informantes. Pero también las cosas han desembocado en pillaje y rapiña contra los comerciantes. Por eso es que ahora muchos supermercados están militarizados; sobre todo desde esa vez que una horda linchó a un frutero porque se había corrido la voz de que en esa frutería había manzanas y el dueño solo alcanzó a ofrecer cambures. A partir de ese primer ataque surgieron espontáneamente grupos de asalto que aparecen de improviso en los comercios y arremeten contra todos, y se llevan los productos, que venden luego en el mercado negro a precios más elevados. Como suele suceder, toda acción tiene su reacción. Yo no lograba interrumpirlo, a pesar del escalofrío que me causaban sus historias de caos y barbarie. El tipo concluyó: Se formaron grupos de resistencia dentro de las redes de información, que están atentos a cualquier manifestación de Los Picapiedras (así se conoce a los violentos) para neutralizarlos. Ya ve, son tiempos difíciles los nuestros, nos tocó, qué le vamos a hacer.

Sí, lo de Los Picapiedras es cierto, yo los he visto actuar y apenas puedo contarlo —se oyó una voz grave y oscura. Buscamos la dirección de la voz y hallamos a un fulano tuerto y con la camisa desgastada que narraba con parsimonia y estremecimiento. Una vez estaba haciendo la cola del pan y ellos llegaron como una nube oscura, como una tormenta sin aviso. Los que estábamos ahí tratamos de defendernos, pero poco podíamos hacer con un pan campesino como arma. Los violentos nos arrancaron los panes de las manos y huyeron, pero antes de hacerlo le tiraron piedras al negocio, como suelen hacer en sus arremetidas. De ahí su nombre. Desde entonces tengo pesadillas —remató el que hablaba. ¿Y el ojo se lo dañó una pedrada? —preguntó un imprudente. No, el ojo me lo picó un loro rabioso —respondió secamente el hombre.

Ante la historia del tuerto, la cola se quedó en silencio. Nuestros rostros se notaban apesadumbrados, como si cada uno de nosotros llevara una procesión por dentro. El retorno a una era primitiva, a esa época distante y precaria, nos había vuelto a algunos locos y salvajes, y a otros resignados y mordidos por la rabia. El retroceso había sido gradual y constante, poco a poco fuimos sometidos a un apaciguamiento voluntario. Las colas, en principio histéricas y desordenadas, se fueron amansando, acostumbrándose a estar, hasta lograron institucionalizarse; tanto así que surgieron figuras de boleteros encargados de repartir números, también vigilantes del orden que, con peinilla en mano y pito en la boca, controlan el desorden. Del mismo modo, surgió la figura del acomodador, un hombre que, como un agrimensor, mide y fija el espacio para cada uno en la espera. También han irrumpido grupos anarquistas que manifiestan su descontento tatuándose en el cuerpo su convicción: «Yo no hago cola».

En los noticieros anuncian el estado de las hileras, las cámaras del transporte subterráneo muestran las largas columnas de ciudadanos, la prensa informa de algunos desmanes ocurridos en las concentraciones de gente. A los hospitales llegan pacientes desmayados o con pisaduras y lesiones sufridas en la espera común. Los helicópteros que antes informaban sobre el estado del tráfico ahora vigilan las colas de la ciudad estancada. Todo el país está a la expectativa, la nación se ha convertido en una gran fila de espera. Los días se nos volvieron un estado estacionario y las colas fueron habitando nuestras vidas.

En ese estarse, me encontraba por fin a muy poca distancia del abasto; faltaba poco para mi turno. La cercanía me produjo una tremenda sensación, un «voy a lograrlo» que, ansioso, me golpeaba el estómago. De la meta me separaban unas pocas personas, entre ellas la señora de la cara de pájaro que, desde hacía rato, daba muestras de sus agudas dotes vocales pegando alaridos de soprano. Cuando me emociono canto, no lo puedo evitar, se justificó la muy loca. La pelirroja también estaba muy excitada, daba brinquitos y aplaudía sonriente. Nuestras reacciones eran naturales; luego de tanta espera por fin estábamos cerca de nuestro objetivo. Una callada alegría se nos reflejaba en el rostro; ahora entendía las pequeñas victorias de la pelirroja; la cola le había inyectado algo de pasión a su vida anodina. Esto era ridículo, pero yo también me estaba emocionando. Quienes encabezábamos la fila en ese momento vivíamos una inusitada alegría, sentíamos que nuestro momento se acercaba. Ya la tensión del principio se había relajado y, cuando algún cliente salía abastecido del negocio, con su paquete de azúcar alzado como diploma obtenido después de tanto esfuerzo, todos aplaudía­mos, mientras el victorioso se despedía de los que nos quedábamos. Lo hacía con un feliz, aunque cansado, rostro de triunfo. Al principio me negaba a ser parte del jolgorio, pero pronto dejé de ser una aguafiestas y me uní al clamor popular con aplausos, con brazos en alto, con silbidos, hasta que un muchacho que estaba muy cerca de mí cerró los ojos, con gusto se lamió los bigotes y susurró: Café con leche y azúcar, ummm, qué delicia, tanto tiempo sin ti.

¡Mierda, el café! De pronto recordé el agua que había puesto al fuego, se me había olvidado por completo. Aunque era una locura, luego de tanto tiempo de espera, intenté romper filas para llegar al apartamento y apagar la hornilla, pero la cola se había convertido en muchas colas que a su vez hacían un muro impenetrable. En mi intento por salir del atolladero humano mi cabeza daba tumbos contra otras cabezas, pechos y hombros, y por más que imploraba permiso y trataba de explicar mi apuro nadie se dignaba en atenderme, ninguno cedía paso. Los rostros se habían convertido en murallas y yo intentaba escalar esa pared infinita. La pelirroja se reía a carcajadas: No podrás escapar, no podrás escapar, gritaba, y me señalaba con el dedo. La gorda cabeza de pájaro seguía pegando alaridos. Yo decía: Por favor, les suplico, déjenme pasar. El gas, el posible fuego, déjenme pasar. La ola me ahogaba. Es que la vida tiene sus bemoles, insistía el viejo en su monólogo. Los Picapiedras, vienen Los Picapiedras, se tapaba el rostro horrorizado el hombre del ojo tuerto. Escuché risas hirientes y burlonas como de viejas brujas desdentadas; sentí manotazos en la espalda. Por favor, necesito llegar a casa, déjenme salir, por favor, por favor. Yo estaba histérica, el rostro sudado. Los gritos telúricos de la rostro de pájaro, el sonido de carrusel envolviendo la ola humana. Cuidado, podría explotar, el fuego, el fuego, el fuego.

La confusión y el espanto se acrecentaron cuando alguien gritó que se acabó el azúcar. El anuncio encendió el estallido: se esponjaron los pechos, se dilataron las pupilas, los brazos se alzaron y se hicieron tarsos. La gran cola se avivó. El griterío y los silbidos fueron cediendo ante un ininteligible zumbido animal; las gargantas se abrieron en abismales chirridos. Mientras yo intentaba nadar contra la corriente, unos me halaban, otros me empujaban, mi cuerpo se bamboleaba a voluntad de otros. A la gran masa se le había borrado cualquier carácter personal. De repente, todos nos animalizábamos en la agotadora e inútil espera. Repentinamente, nos volvimos una agitada y amenazante montonera de silbidos glotones, de ciegos brotes de furia. De nada sirvieron los llamados a la calma del vigilante y el acomodador: la masa los acalló con un desdén incalculable. Los dos hombres fueron sometidos al silencio y aplastados bajo furiosas pisadas.

El pánico se apoderó de mí cuando comencé a sentir en la cabeza picadas dolorosas y profundas. Aterrorizada, vi cómo al tuerto le reventaban la órbita sana. El horror intentó hacerme gritar, pero mis alaridos fueron cediendo ante el graznido de un cuervo en peligro. No me dejaban huir; las personas, o lo que quedaba de ellas, se abalanzaban sobre mi cabeza comandadas por los chirridos del ganso con papada. El rasgo humano de la pelirroja se deshizo bajo la apariencia de un afanoso pájaro carpintero que había encontrado en mis brazos el árbol de su vida. Yo sucumbía bajo el desgarre de los picotazos, mientras en el aire un helicóptero reportaba columnas de humo y pleitos entre bandadas de aves salvajes.

Carolina Lozada 

Comentarios (3)

CEFÁS ROCAFIRME
21 de diciembre, 2014

Esta EXTRAORDINARIO relato, pareciera una PLAGIADA “crónica” novelada, de lo que la INCURIA, la INEFICACIA y la INCOMPETENCIA de un GOBIERNO “sin sesos”, ha convertido – por carencias, desabastecimientos, deshonestidad, inseguridad y cualquier clase de DESCONSIDERACIONES y EXCESOS contra lo ciudadano doméstico – a cualquier ciudad nacional, y en la “CABEZA de COLA”, esta CARACAS, tradicional “millonaria”, vieja “SULTANA del ÁVILA”, sometida a los rigores de todos los RIESGOS, SINSABORES e INTEMPERANCIAS, como si tal fuese una miserable ESCLAVA…Felicitaciones a la inteligente y acuciosa escritora: Doña CAROLINA LOZADA, por la PALMARIA RELÁFICA !!!

CEFÁS ROCAFIRME
21 de diciembre, 2014

Fe de ERRATA: Al incio de mi anterior comentario, donde se lee: “Esta EXTRAORDINARIO”, entiéndase : “Este EXTRAORDINARIO” !

Libia Kancev
21 de diciembre, 2014

Este relato está muy bien escrito. La temática aborda un hecho que se ha vuelto demasiado real en parte de la sociedad venezolana. Digo “en parte” pues, seguramente habrá mucha gente que no hace cola para nada…. En estos días alguien me decía, en una cola para sacar dinero mientras veíamos una cola frente a un pequeño “supermercado”: “O hacemos nuestra vida o hacemos la cola”. Jamás imaginé siquiera que la disyuntiva pudiera presentarse en este país nuestro. El texto de Lozada concluye con la visión de los seres humanos (en este caso, venezolanos) convertidos en “aves salvajes”.

Creo que valdrá la pena leer El cuarto del loco.

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