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La Revolución como mito y artificio; por Rafael Rojas

José Carlos Mariátegui / Fotografía de José Malanca

José Carlos Mariátegui / Fotografía de José Malanca

En medio de su enésimo intercambio de insultos con el presidente de Colombia Juan Manuel Santos, Nicolás Maduro aseguró que en Venezuela “la Revolución seguirá mandando por los próximos 100 años”. Frase del presidente venezolano que condensa la retorización de las mitologías revolucionarias del siglo XX latinoamericano. Maduro ha confundido totalmente eso que llama “Revolución” con la historia de Venezuela, tal y como sucedió en México en la primera mitad del siglo XX y en Cuba en la segunda.

Uno de los primeros en advertir esa capacidad de reproducción simbólica del mito revolucionario fue José Carlos Mariátegui. A pesar de distanciarse, en sus dos últimos años de vida, del populismo peruano personificado por Víctor Raúl Haya de la Torre y el APRA, Mariátegui reconoció la importancia de los mitos en la cultura latinoamericana. Su interés en las vanguardias europeas y en la literatura indigenista de los Andes, persuadió al intelectual peruano de que, en América Latina, el socialismo no podía ganar adeptos si recurría a formas puramente racionalistas o científicas.

En su gran libro, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928), Mariátegui decía, citando a su admirado Georges Sorel, que las revoluciones latinoamericanas no debían recurrir al ataque al catolicismo desde posiciones anticlericales, laicistas o ateas, ya que el mito revolucionario era suficiente para sustituir la religiosidad civil en nuestras sociedades. En un párrafo, admirable por la síntesis conceptual de un fenómeno tan complejo, escribía:

“El pensamiento racionalista del siglo XIX pretendía resolver la religión en la filosofía. Más realista, el pragmatismo ha sabido reconocer al sentimiento religioso el lugar del cual la filosofía imaginaba vanidosamente desalojarlo. Y, como lo anunciaba Sorel, la experiencia histórica de los últimos años ha comprobado que los actuales mitos revolucionarios pueden ocupar la conciencia profunda de los hombres con la misma plenitud que los antiguos mitos religiosos”.

Mariátegui, que había criticado los “excesos” de Plutarco Elías Calles durante la guerra cristera, pensaba que la mitología revolucionaria —y no el abstruso materialismo dialéctico de los soviéticos— era el verdadero reemplazo de la religión en el siglo XX latinoamericano. Después de consumado el cambio de régimen, esos mitos abastecerían de combustible retórico al nuevo Estado, durante décadas, hasta hacer de la historia del país una réplica del Museo de la Revolución.

Lo que no pudo adivinar Mariátegui es que al cabo de medio siglo o de esos “100 años” de que habla Maduro, la Revolución no sólo es un mito sino un artificio: un sustituto mental de la nación misma. El ciudadano habita una república fatal pero cree vivir en una suerte de holograma lingüístico, donde lo que sucede sólo adquiere sentido en el discurso del líder. Venezuela, Cuba y Nicaragua son los mejores ejemplos de esas revoluciones artificiales.