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San Cristóbal: La rebelión de los otros venezolanos, por Alfredo Meza

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Un grupo de personas espera para comprar gas en San Cristóbal. / Miguel Jorge Castellanos (EFE)

 

En San Cristóbal, la capital del Estado venezolano de Táchira, el mayor epicentro de las protestas contra el régimen del presidente Nicolás Maduro, la gente está harta de su rutina. Eso es evidente una vez que transcurren los primeros minutos de cualquier conversación. Los pausados modales del andino venezolano se transforman en imprecaciones cuando se queja del Gobierno. Es una contradicción marcada que revela por qué después de tres semanas los gochos, como les llaman en el resto del país, llevan con mucho ánimo el cierre de las principales vías, la falta de transporte público y un encierro muy aburrido. Es un levantamiento generalizado de la sociedad local en todos sus estratos.

La protesta convocada por la oposición en Caracas el 12 de febrero, que culminó con tres muertos y que se toma como el inicio formal de la ola de disturbios que estremece a los centros urbanos del país, es solo la excusa para permanecer en la calle exigiendo cambios al Gobierno. Las razones son mucho más profundas. Al recorrer las calles de esta ciudad de 350.000 habitantes queda la sensación de que estas protestas ya no obedecen a una estrategia política.

Los números podrían explicar por qué el descontento anidó aquí primero. En las elecciones municipales de diciembre, el chavismo perdió 17 de las 29 alcaldías en disputa. Este es el único Estado de Venezuela donde la oposición es mayoría en los municipios, pese a que la entidad es gobernada por el oficialista José Gregorio Vielma Mora. En las elecciones de abril de 2013, que eligieron al sucesor de Hugo Chávez, el candidato de la Mesa de la Unidad Henrique Capriles sacó 25 puntos de ventaja a su rival, Nicolás Maduro.

La inflación en San Cristóbal durante 2013 llegó al 60,5% y superó el promedio nacional (56,2%). Es la segunda ciudad del país, después de Valencia —capital del Estado de Carabobo, en el centro del país—, que ha sufrido más los pésimos indicadores de la política económica chavista. Y en los detalles el caos se agranda todavía más. La inflación de 2013 en alimentos y bebidas no alcohólicas fue del 87,6%, la más alta del país, quince puntos más que la de Caracas (73,9%).

“El pueblo ha sido muy paciente, pero todo tiene un límite”, razona Daniel Aguilar, presidente de la patronal Fedecámaras en el Estado de Táchira. Hoy es imposible recorrer en coche toda su geografía. Los conductores solo pueden abastecerse de 32  litros de combustible doce veces al mes con una tarjeta electrónica suministrada por el Estado. Las filas frente a las estaciones de gasolina son tan largas como las de los supermercados, que, para que duren más las existencias y cuidarse del vandalismo, trabajan en horarios restringidos. Los pocos locales abiertos en la avenida principal de Pueblo Nuevo venden por sus puertas laterales para evitar aglomeraciones o las amenazas de grupos anárquicos que les obligan a cerrar.

Táchira (1,1 millones de habitantes) limita con Colombia. En otra circunstancia esa localización sería una bendición para sus habitantes, pero en los años del chavismo, y especialmente desde que la llamada revolución bolivariana se declaró socialista en 2007, ha devenido en una tragedia. Los controles adoptados por el chavismo en el afán de concretar su modelo de país —un batiburrillo que mezcla visos de capitalismo de Estado con las restricciones del comunismo cubano— han provocado mayor escasez. La producción ha ido en declive porque es mucho más rentable importar que producir. Con el fortalecimiento del peso colombiano frente al bolívar, los colombianos cruzan la frontera para adquirir todos los bienes que en su país cuestan mucho más. También ocurre que la porosa frontera es una tentación para vender en Colombia al precio del mercado los productos regulados en Venezuela.

Para enfrentar el contrabando, el Gobierno ha decidido incrementar los controles. Los tachirenses lo han percibido como una humillación más en su ya mancillada condición de venezolanos de segunda. Muchos consideran que se les trata como a cuatreros y con el orgullo herido permanecen en la calle. Pese al cansancio, aquí nadie se quiere mover. “La gente se juega el todo por el todo. Si aflojamos, Maduro nos la va a cobrar”, afirma el publicista Laurence Belandria. El eco de su testimonio se cruza con el de José Albán Quintero, un hombre de 60 años residente en el barrio Rómulo Colmenares, baleado con perdigones la semana pasada por la Guardia Nacional Bolivariana. Parado frente al portal de su casa dice: “Nosotros estamos fortalecidos espiritualmente. Vamos a ganar”.

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Este texto fue publicado en el diario El País de España