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La palabra de la república; por Luis Pérez Oramas

Reunión en un círculo rojo, de Jacobo Borges

Reunión con un círculo rojo (1974), de Jacobo Borges

¿Cuál es —o debe ser— la palabra de la república? En este tiempo de tumulto y cacofonía, mientras la ansiedad y el hambre, el hartazgo y la humillación, la desesperanza y la impaciencia convierten nuestras “redes” en vomitorios sin sentido, con contenido que golpea aunque golpear no es posible, ¿dónde está —o debe estar— la palabra de la república?

No se encuentra ciertamente en la mesa de diálogo porque allí asientan quienes ya dejaron de someter sus decisiones a los designios de la vida republicana —porque son los que tienen en sus manos la mancha de su muerte— y los otros son —o somos— los sobrevivientes de su desfallecer en forzadas anestesias. Pero es entre todos, sin olvidar los necesarios menesteres de la justicia, que debemos reinventar un diálogo, imaginar la república que viene.

No quede duda: volverá la república, más temprano que tarde. Volverá entonces para que podamos reconocer, sin sombra, su palabra, que es palabra de todos y palabra en todos.

Yo leía con interés a mi amigo Alberto Barrera, en estas mismas páginas virtuales, acusando justamente la escisión terrible por donde ha sumido nuestro ser común, que es en el inicio y en el fin un asunto de discursos, de responsabilidad última ante el hecho público de tomar la palabra, de enunciar lo que nos concierne. No podía menos que recordar, entonces, mientras lo leía, aquellos años en los que se incubó la muerte de la república en el más grosero de los desprecios hacia el valor de la palabra por parte de Hugo Chávez: nadie se confunda, porque Maduro es un tapado, proximus lictor de la ceremonia funeral, y plañidero mayor. Pero el responsable está muerto, y estos no hacen más que cargar su féretro, desconsoladamente y a costa nuestra: hambre, ansiedad, hartazgo, humillación de todos.

Chávez lo hizo claro al advertirnos, repetidamente, que lo que él dijera no tenía valor. Que sólo viéramos sus gestos, lo que hacía, el manotazo: y fue aun peor que lo que dijo.

En estas circunstancias es legítimo preguntarse por las condiciones de la conversación. Pero nadie se engañe: en medio de sus ruinas, solo nos queda la palabra para reconstruir el mundo. Es la única vía humana de hacer ciudad.

¿Cuál es, entonces, la palabra de la república?

Sea José Ángel Valente:

“Empieza la palabra poética en el punto o límite extremo en el que se hace imposible decir. Es necesario llegar al borde, al precipicio donde comienza lo imposible. Viaje, dice Georges Bataille, al término de lo posible. Y esa palabra no pertenece propiamente a la ciudad. No es de la ciudad. Sino que a la ciudad le sobreviene o le llega. ¿Y de dónde viene y qué dice esa voz? Viene de un no lugar. Viene del desierto real o simbólico”

Quizás sólo en momentos de agonía absoluta y comunal, cuando la comunidad se ahoga, llegan a coincidir las dos palabras: la palabra poética y la palabra política. Quizá sólo en tiempos ardorosos, cundidos de pérdida y al borde del abismo, puede decirse con todo el peso de la frase que “empieza la palabra política en el punto o límite extremo en el que se hace imposible decir”.

Me temo que estos son los tiempos de Venezuela hoy: nada los describe con mayor exactitud, acritud, dolorosa precisión. Y si la república debe volver, deberá hacerlo desde el “precipicio donde comienza lo imposible”.

Por eso, contra toda razón, hay que re-inventar un diálogo, a riesgo de todo engaño, en el hoyo del tiempo, porque la política, después de la palabra que puede ser de todos, es el momento único del kairós, el instante oportuno —que siempre está a punto de pasarnos por encima, de abandonarnos—.

Me quiero detener entonces en la afirmación de Valente: dice el poeta que la palabra poética no pertenece propiamente a la ciudad. Es palabra eremita, en exilio. Sólo en momentos de agonía absoluta y comunal, cuando la comunidad ya no respira, la palabra política, aquella que propiamente pertenece a la ciudad, se retira, se esconde, se exilia, calla. Así hoy en esta tierra de desgracia.

Dos son, pues, las palabras: la poética y la política. Pero deben polinizarse mutuamente. Un amigo mío ha escrito un bello libro sobre la esperanza en tiempos de desesperanza y lo ha titulado La sobrevivencia de las luciérnagas. Va de un verano en la vida del joven optimista Pier Paolo Passolini, y de la virilidad potencial de aquellos veinteañeros que lo acompañaban en los montes de Pieve del Pino; y va también de sus cuerpos donde demoraba la juventud total, gozosa; y de la cantidad inmensa de luciérnagas que formaban bosques de fuego en bosques de ramajes.

Por la belleza de la palabra (poética) me permito la digresión de la cita:

“A las primeras horas del día (que son una cosa indeciblemente bella) bebimos las últimas gotas de nuestras botellas de vino. El sol parecía una perla verde. Yo me desnudé y bailé en honor de la luz (io mi sonno desnudato e ho danzato in onore della luce); estaba todo blanco (ero tutto bianco), mientras los otros envueltos en sus frazadas como Peones temblaban al viento”

Pero va también este libro de la desesperanza que treinta años más tarde el poeta italiano manifestaba en otra carta:

“Al comienzo de los años sesenta, a causa de la contaminación atmosférica y, sobre todo, en el campo, a causa de la polución del agua (ríos azules, canales límpidos), las luciérnagas comenzaron a desaparecer (sono cominciate a sparire le lucciole)”

Yo evoco el libro de Georges Didi-Huberman porque es una pequeña y poderosa tésis para enfrentar los tiempos de descorazonamiento evocando “la tradición de las oscuras resistencias y la arqueología de las luciérnagas”. Porque no hay —dice el filósofo, acaso observando en la noche opaca del presente a una última luciérnaga— destrucción que sea absoluta así sea contínua —y las sobrevivencias nos dispensan de creer que haya una última revelación, o una salvación final—.

Al borde de lo indecible, pues, la palabra de la república existe como sobrevivencia y tenemos que reconocerla en el muñón de sus murmullos. Comienza este esfuerzo por no hablar por los otros, porque no sabemos nunca quiénes son, qué hacen, cómo se acostumbran a lo que creemos diabólico para nosotros, y lo neutralizan o lo convierten en sátira infinita, en llanto o queja o carcajada inagotable.

Este es nuestro lugar hoy en la historia: el no lugar donde se ha perdido la palabra que pertenece a la ciudad. De esa sima oscura deberá venir, envuelta en sus sobrevivencias, en sus despojos, la palabra de la república, que no será ni apropiación ilegítima del otro —impostura de nosotros— ni espectral formalismo mesiánico. Tenemos que inventarla, modestamente, para empezar de nuevo. También hacerlo sobre los despojos del diálogo. Llevaremos un verso de amuleto, extraído de un poema de Valente: “Con las manos se forman las palabras, / con las manos y en su concavidad / se forman corporales las palabras / que no podíamos decir”.